EL LEGADO (13): Ama Katrina.

Las cosas se complican en el trabajo. Una primera lección de humildad para mí.

Ama Katrina.

Noto como algunos tíos se interesan por mí, en el gimnasio. Puede que atraiga a alguno, pero no todos van a ser gays, ¿no? Así que algo no va bien. Todos están muy cachas y un par de ellos, muy bien definidos, como para competir. Al final descubro el por qué de tantas miraditas. Me he pasado de kilos en las pesas. Estoy levantando sesenta kilos con demasiada alegría. Debo cuidar los detalles, pero me he despistado, pensando en mis cosillas. Tengo mucho en el tarro.

Dejo el banco de pesas y empiezo a tirar de hombros y omoplatos en otra máquina. Poco a poco, se olvidan de mí, pero el entrenador me tiene fichado. He cometido demasiados fallos.

Por otra parte, mi cuerpo se va endureciendo perfectamente, sin demasiada rapidez, casi de forma normal. Lo único es que no tengo que tirar de dietas especiales, ni esteroides, ni cosas de esas. Mis músculos se alimentan de los depósitos de grasa, incrementando el volumen y desterrando la manteca.

Estoy rebajando centímetros en mi cintura y mis pectorales comienzan a marcarse. Ya no son tetas sebosas, sino finos músculos que se están combando por el ejercicio, aunque aún tengo cúmulos de grasa en los pezones.

Ha pasado semana y media desde que Pamela y Elke regresaron. Mi hermana no ha vuelto a follar con nosotros y Maby está de un humor de perros por ello. He intentado manipular a Elke, pero no encuentro un momento adecuado para ello. Cada vez que viene al piso, lo hace con prisa. No puedo entrar a saco con esa chica, ya está predispuesta y advertida. Debo de ser muy sutil y paciente, pero Maby me contagia de su nerviosismo.

El trabajo va bien. Me integro fácilmente. Las camareras ya bromean conmigo y me tienen confianza. Me conozco el setenta por ciento de los nombres de todas las chicas y Pavel no deja de pellizcarme las nalgas, el muy mamón.

Como Víctor esperaba, Konor no me hace el menor caso, delegando en mí, y en Pavel, casi todas las responsabilidades. Es como un pequeño dictador bien cebado. Solo quiere dormir y follar. La verdad es que me lo paso bien en el Años 20 y aún no he tenido mi primer problema.

A cada día que pasa, Dena insiste más en ser maltratada. Algunas veces, desobedece, a caso hecho, para que la castigue. Busco ser ingenioso y recurrir a métodos nuevos, pero debo tener cuidado. Hay una parte de mí que sugiere castigos excesivos, tentándome con experiencias enloquecedoras.

Pero debo reconocer que jamás he visto una mujer que se corra tan explosivamente con un poco de dolor y humillación. Sus orgasmos van en aumento, tanto en intensidad, como en duración. En más de una ocasión, se ha quedado boqueando, sin aire a causa del enorme placer que siente.

Mantiene su culazo todo el día preparado para mi visita. Siempre está esperando, abierto por una buena sesión matinal de vibrador, y limpio como una patena, gracias al enema diario que Dena se coloca. Puedo entrar en él, casi sin dilatarlo. Es una gozada y Dena se entrega como una perra, casi implorándome.

Sin embargo, Patricia me sigue preocupando. ¿Qué me pasa con esa chiquilla? La deseo y ella a mí, pero ninguno de los dos nos atrevemos a dar el paso final. ¿Es por su edad? ¿Por su madre? No lo sé, pero hay algo en mí que está tirando con fuerza de esos hilos, pero no distingo la dirección. No sé si es para frenarme, o bien para liberarme.

No entiendo el cambio de Patricia. Puede que haya aceptado lo que su madre siente por mí, o bien, tenga que ver con su nueva amiga. Puede que disponer de alguien muy parecida a ella, la haya calmado, de alguna manera.

Pero, ayer mismo, surgió otra imagen más, otra posibilidad sobre la que nunca he pensado. Es retorcida, de una claridad meridiana que jamás he experimentado, y tan perversa que me excita tremendamente. Es como si las tuviera delante. Patricia estaba sentada, como siempre me ha confesado, en el anexo del gimnasio, sobre las apiladas colchonetas. Vestía su conocido uniforme de colegiala católica, con rebequita azul y faldita plisada. Se comía el sándwich. A su lado, otra chiquilla como ella, a la que no podía verle los rasgos. Pero esta no comía, no, que va. Escuchaba lo que Patricia le contaba, sobre mí, sobre su madre, sobre los pecados que cometíamos en casa. Su amiga, con la faldita alzada, metía su manita entre las bragas, jadeando de excitación. Sus dedos se atareaban febrilmente sobre su hinchado clítoris, mirando como la boca de su amiga mordisqueaba el pan blanco, deseando que la mordisqueara a ella…

¿Es eso lo que está pasando con Patricia? ¿Le cuenta a Irene las disolutas entregas de su madre? Tengo que echarle un vistazo a su móvil y a su ordenador, sin falta. Cuanto más lo pienso, más lógico se vuelve. Una chiquilla de su edad buscaría un confesor para compartir esas vivencias, lo que sucede en casa. Pero Patricia no tiene amigos, al menos hasta que aparece Irene. ¿Quién mejor?

¿Es ese el motivo por el cual no quiere traer a Irene a casa?

No hay nada seguro, pero cada vez es más sugerente averiguarlo.

Mis primeros quince días de vida independiente. No es que haya cambiado gran cosa, salvo mi estado de ánimo. Para peor y no sé muy bien a qué es debido.

Mi cuerpo sigue moldeándose a mi gusto. Mi rostro ha perdido aquellos mofletes de niño grande, aquel rubor permanente que se debía a la rotura de los vasos sanguíneos por la presión, la doble papada, y los pliegues de la nuca. Sonrío al espejo y a mí mismo. La verdad es que no soy feo, me tengo que decir. Quizás mi nariz es un poco afilada para estos rasgos más definidos, pero ¿qué más da? He bajado a noventa y cinco kilos y estoy muy satisfecho. Pienso mantenerme en ese peso. Ahora, hay que esculpirlos y endurecerlos.

Maby me atosiga con sus quejas. Pamela nos mira con ojos tristes, cada vez que nos sentamos a comer o a ver la tele, por eso creo que no pasa apenas tiempo en el piso. No deja de salir con Elke con cualquier excusa. Tampoco la noruega aparece demasiado por casa. ¿Por qué no puedo encontrar el momento oportuno para hablar con ellas? ¿Demasiadas obligaciones? ¿Miedo? Puede, pero ¿miedo a qué? En casa ya no follamos de noche. Ni Maby, ni yo queremos hacerlos, pues Pam está al lado, y sería muy desconsiderado. Así que todos estamos nerviosos. Tampoco quiero plantear separar las camas. Sería como echar a mi hermana del piso.

Así que Dena se lleva el pato al agua, todos los días. Me desahogo con ella y la tengo contentísima.

Mañana se cumple un mes de trabajo. Tengo que hacer mi primer informe, y pienso cambiar las cosas. Definitivamente. Es una promesa que hago brindando con vodka ante uno de los espejos del mostrador del Años 20. Suzana, una hermosa rubia de Cracovia, casi licenciada en Arte e Historia, me mira con una pregunta bailando en sus ojos, mientras coloca botellas nuevas en los estantes.

―           ¿Está todo bien, Sergei? – las chicas suelen llamarme a la manera eslava.

―           Si, dulzura. Es solo un recordatorio. Ya sabes, como eso que os decís las chicas tras echar un mal polvo – le digo, con una sonrisa.

―           ¿No olvidar poner el consolador en el bolso?

―           ¡Jajajjaaa! – Suzana es muy graciosa, en verdad. – No, guapa, eso de “nunca más”.

―           Aaah… también, también…

―           Mañana tengo que redactar el informe mensual. ¿Las camareras tenéis alguna queja o sugerencia?

―           Hay que cambiar las bandejas. Son pequeñas y la base no resbala. Derramamos muchas copas por eso mismo.

―           Lo anotaré. Iré a hablar con Pavel, a ver si tiene algo que decir – me despido. Suzana me tira un beso.

Pavel está donde siempre, sentado ante la ventana de su despacho, que mira a las escaleras y al pasillo del tercer piso. Así puede hacer de conserje de las chicas y controlar los clientes que suben. Como la mayoría de homosexuales con mucha pluma, es muy vanidoso y no ha querido decirme su edad, pero yo diría que ronda los sesenta y cinco años. Lleva los ojos delineados con lápiz negro y algo de carmín en los labios. Siempre viste con traje de tres piezas y corbata de fantasía. Es un eterno galán de pelo cano y cuidado, muy en la línea de Sean Connery.

Se levanta al verme subir y me hace pasar a su despacho. Habla muy bien el castellano, con un deje sibilante muy particular. Le comento lo del informe y si quiere añadir algo. Es solo una cortesía, ya que Pavel presenta él mismo otro informe bimensual. Agita la mano hasta acabar colocándola en mi pecho.

―           Todas sanas y perfectas. Pronto recibiremos la nueva remesa y enviaremos parte de nuestras chicas a Alemania – me cuenta mientras me palpa. Lo hace con todos los tíos y ya me advirtieron que es inútil intentar quitarle esa costumbre. -- ¿Sabes que tienes una admiradora más entre las chicas?

―           ¿Si?

―           Erzabeth.

―           ¿La rumanita?

―           La misma – se ríe.

―           ¿No crees que es muy pequeña? Podría hacerle daño…

No es que sea una niña, es que solo mide un metro y cuarenta y ocho centímetros. Sin embargo, no tiene ninguna atrofia, ni rasgos de enanismo, solo es muy bajita. Tiene veintitrés años y su esbeltez y sus rasgos finos y hermosos, así como su estatura, le permiten interpretar roles muy jugosos.

―           Eso es lo que crees tú – me dice, pellizcando uno de mis pezones. – Este fin de semana, sube cuando quieras…

―           ¿Estás dándome paso franco, Pavel? – le pregunto, con cara de fingido asombro.

―           Para ti, siempre, ladrón… pero, ya sabes, fuera de horas de trabajo.

―           Por supuesto. Soy un chico responsable.

Otra fase de integración conseguida. Tengo acceso a los dormitorios de las chicas. No es que sea algo realmente importante, pero así dispongo de intimidad cuando la necesite.

Esa noche, para atemperar mi ansiedad, aprovecho que Pam sale, para follarme largamente a Maby, hasta hacerla llorar e implorar que la deje descansar.

Una deliciosa rubita, vestida de criadita, me conduce hasta la biblioteca de Víctor. Me dice que su señor aún tardará unos momentos, que si puede traerme alguna cosa. Son las doce de la mañana, así que solo le pido agua. Víctor Vantia estará ocupado con otro asunto, pero, que conste que fue él quien me ha citado a esa hora. Pero, ya se sabe, donde manda patrón, no manda marinero…

Me entretengo repasando los títulos de los volúmenes expuestos. Me suenan a chino. La mayoría parecen antiguos, al menos un par de siglos. Hay tratados sobrela Revoluciónfrancesa, sobre el franquismo, sobre expediciones a África y a Asia. Encuentro una sección de libros heráldicos. Sin duda, compró todo esto junto con el palacete. Puede que haya verdaderas joyas literarias y ni siquiera es consciente de ello.

Resuenan pasos. Me giro cuando se abre la gran puerta. No es Víctor. No, por Dios, ni se le parece.

Me quedo bloqueado, como si me hubieran atrapado in fraganti. Me siento enrojecer. No puedo apartar mis ojos de ella. De verdad que lo intento, en serio, pero no puedo. Creo que hasta esa parte de Rasputín que tengo en mi interior, queda impresionado.

Es un ángel en plena gloria, un ángel rubio que acaba de entrar en la biblioteca. Es la rubia perfecta, aquella con la que todos soñamos,la Rubiapor excelencia. La acompañan dos chicas, una vestida de criada, con el mismo modelito que la que me ha traído hasta aquí, y la otra viste como una colegiala putona, con coletas incluidas. Las dos se mantienen a dos pasos por detrás, sus miradas en los pies de la perfección rubia.

Me digo que debe de ser Katrina. No, no es cierto. Sé que es Katrina. El destino es así de cabrón. Si ve que estás inmerso en problemas, te aplicala Leyde Murphy, para que te vayas enterando.

No me basta estar jodido con el asunto de Pam, o la sospechosa conducta de Patricia… No, ahora me quedo hechizado con la aparición de esa ninfa.

La hija única de Víctor, la niña de sus ojos, debe estar entre los dieciocho y veinte años. Su cabello aparece recogido en una cola de caballo, que descansa graciosamente sobre uno de sus hombros. Un gran lazo azul adorna el punto por donde el cabello se anuda, casi a juego con el color de sus grandes ojos. Viste informalmente, con unos pantalones estrechos, de pana negra, remetidos en unos botines de piel, de cómodo tacón. Un pull Lacoste, rosa, y una rebeca corta de lana rojiza complementa su indumentaria, poniendo de manifiesto sus femeninas formas.

La miro andar hacia mí y tengo que reconocer que sabe moverse. Es como una gran gata satisfecha, que pretende jugar conmigo, antes de devorarme. La comisura de sus perfectos labios se yergue apenas unos milímetros, componiendo una pequeña mueca despectiva y burlona, que eriza mi piel. Sus ojos me examinan de arriba abajo, como si fuera un mueble mal colocado y que hubiera que mover. Su cola de caballo apenas alcanza la altura de mi mentón.

―           Смятате ли, че това е място, където да се скрие и останалите? (¿Piensas que este es un lugar para esconderte y descansar?) – espeta con una voz muy musical, como si estuviera educada para ser una oradora. No me extrañaría, la verdad.

Pero lo que si me extraña es que entiendo el sentido de lo que me dice. No todas las palabras, pero si su contexto general. Debe de ser búlgaro, supongo. ¿Es que Rasputín entiende todas las lenguas eslavas? Porque yo seguro que no.

―           No – solo atino a responder.

―           Махай се, куче, и не казват нищо за баща ми! (¡Largo de aquí, perro, y no le diré nada a mi padre!) – me grita, esta vez, chasqueando sus dedos fuertemente.

―           Estoy citado aquí con tu padre, Katrina – ni me acuerdo de parpadear, pero, al menos, mi voz es firme.

―           Ah, no eres un perro guardián. Eres un españolito… -- cambia de idioma como si se cambiara de zapatos, con facilidad. Apenas tiene acento.

“Españolito”. Me estremezco al detectar el desprecio que late en esa palabra, como si le hubiéramos hecho algo malo, en vez de acogerla en nuestro suelo, en una bella mansión. Anenka tiene razón. Es una víbora con cuerpo de ángel.

―           ¿Y cómo conoces mi nombre? – se planta ante mí, una mano en la cadera, la otra acariciando sus labios. Hasta el momento, sus ojos no se han cruzado con los míos, como si no le gustara mirar de frente, como si yo no fuera lo suficientemente importante como para recibir la atención de su mirada. Pero, parece que ahora si he llamado su atención.

―           El señor y la señora Vantia me hablaron de ti…

Me cruza la cara con una fuerte bofetada. Ya la esperaba, la verdad.

―           ¿Por qué me tuteas, perro? ¿Qué clase de confianza te da trabajar para mi padre?

No respondo. Me quedo quieto, sin alterar mi pose. Trata de hacerme bajar la mirada, acostumbrada a que la gente se humille ante ella, pero mantengo los ojos fijos en la pared de enfrente. Se acerca mucho más a mí, y alza su rostro. Su frente queda a la altura de mis labios. Noto su aliento en mi cuello, cálido y fiero.

―           ¿No respondes, perro?

No lo hago, porque, en verdad, no sé qué responder o hacer. No es cuestión de devolverle la ostia. Se le podría escapar esa rubia cabecita… pero, ¿debo quedarme así, parado como un idiota? Noto como se enfurece, esperando una contestación. Uno de sus botines repiquetea en el suelo, con impaciencia. Su pecho sube y baja, alterado. Detrás de ella, las dos chicas que la acompañan intentan pasar desapercibidas, dando un paso más atrás. El ángel víbora debe de tener un terrible genio, bien conocido por ellas.

―           ¿Me desafías? ¿Te atreves a desafiarme en mi propia casa? ¡Deberás disculparte de rodillas, gorila! ¡Al suelo! – señala con su dedo índice, con autoridad.

La miro un solo momento, antes de clavar mis ojos de nuevo en la pared. Ni caso. Su rostro enrojece por la furia. Por un momento, creo que va a arañarme.

―           ¡Maldito saco de…!

―           ¡Katrina!

El áspero tono de su padre la hace girarse. Víctor Vantia ha llegado, al fin. Rebajando el tono, se dirige a su padre y le comenta algo en voz más baja, que no capto.

―           ¡Limítate a los juguetes de tus dependencias! ¡Deja a mis hombrres en paz! – replica su padre, en voz alta, para que yo también lo escuche.

El bufido de Katrina es antológico, de escuela de arte. Con la barbilla en alto, se gira y se marcha, arrastrando tras de si a las dos pobres y asustadas chicas que, posiblemente, intuyen que les tocará a ellas aguantar su ira.

―           Has batido el record, Sergio. Has conseguido que mi hija te odie en tan solo minutos – se ríe.

―           Todo un carácter – suspiro.

―           Como su puñetera madrre.

―           Tengo entendido que tuvo que ejecutarla – no tengo ni idea de por qué le suelto eso, pero ya no hay remedio.

Me mira, a medio camino de servirse una copa.

―           ¿Entiendes ahora por qué le pegué un tiro?

Esta vez, nos reímos juntos. Se lo ha tomado bien.

―           Le garantizo, señor Vantia, que no he hecho nada para darle motivos.

―           Lo sé, lo sé… lleva todo el día cabrreada. Me ha pedido volver a París y me he negado. Solo estaba buscando brronca… -- Remueve el líquido de su vaso, antes de apurarlo. Tiene la mirada un poco perdida. – Katrina es la prrimera y única persona a la que he amado. No he sabido educarla, y se ha convertido, a sus dieciocho años, en una mujer mimada hasta el infinito. Un ser caprrichoso, engrreído, egoísta y vanidoso. Puede llegar a ser incrreíblemente cruel y dañina si no consigue lo que desea.

―           Procuraré recordarlo.

―           Bien. Ahora, los negocios – me indica uno de los sillones.

―           La organización del club marcha muy bien – expongo tras sentarme. – El Chef desearía un horno de inducción un poco mayor, para la repostería, y las camareras solicitan cambiar las bandejas.

―           Eso son solo detalles sin importancia. Encárgate de dar las órdenes. ¿Qué hay de Konor?

―           Se lleva las cajas de Moet Caverné a pares. Directamente del almacén al maletero de su coche. Le he visto sisando más mercancías y hay un pago extraño de siete mil euros a un comercial de sanitarios.

―           Bien, bien – me extraña que se sonría de esa manera.

―           ¿Qué debo hacer?

―           Sigue así. Son prruebas, pero apenas menudencias. Necesito que le pilles en algo más gordo, indiscutible, ¿me entiendes?

―           Algo que no pueda refutar.

―           Exacto. Gordo como para condenarle y ejecutarle. Todo a la vez.

―           Entiendo, señor Vantia. Estaré atento.

―           Dime, Sergio, ¿qué te parecen las chicas del Años 20?

―           Simplemente maravillosas. Auténticas bellezas de los Urales – alabo.

―           Así es, joven. Las mujeres más bellas del planeta – declara, agitando su mano como si abarcara el globo.

―           Yo creía que ese mérito se lo llevaban Colombia y Venezuela. Creo que esos dos países han ganado más bandas de Miss Mundo que ningún otro – disiento solo por el placer de hacerlo.

―           No diré que no, pero sus mujeres son latinas… mestizas, y no puras sangres como nuestras eslavas, descendientes de largas dinastías – proclama con orgullo y amor patrio.

Allá cada uno con sus preferencias. Para mí, una mujer es una mujer, independientemente de si tiene uno u otro color, una u otra casta. Lo que cuenta es su deseo de agradar, su sometimiento, su dol… ¿Qué coño estoy diciendo? ¿He pensado en eso, concientemente, o el viejo sigue pinchando ahí dentro?

Víctor se despide de mí, diciéndome que debe atender otros visitantes, y abandona la biblioteca, dejándome aún pensativo sobre lo que acabo de experimentar. No puedo dejar que se me vaya la cabeza de esa manera. No soy tan hijo de puta… pero cada vez me cuesta más apartar esos pensamientos retorcidos.

Otra de las criaditas de Víctor entra en la biblioteca. Me pide que la siga al primer piso. Levanto una ceja, preguntándole para qué, pero, con una sonrisa, me indica que siga sus ondulantes caderas. La faldita no tendrá ni tres dedos por debajo de la nalga y hay que decir que es todo un espectáculo ver aquella nena menear su culito al andar.

―           Pasa, pasa, querido Sergio – me llama Anenka, una vez que la criada me hace pasar por una gran puerta.

Por el tamaño de la habitación, pienso que debe de tratarse del dormitorio del matrimonio. Es algo más allá de enorme. La cama podría servir perfectamente para rodar “todos los amantes de Mesalina reunidos” y aún cabrían las cámaras sobre el colchón. Cuatro columnas de madera torneada y tallada, sin duda a mano, sostienen firmemente un recargado dosel, del que caen sutiles y casi transparentes visillos.

Anenka, sentada a una gran cómoda, se está peinando ante un enorme espejo, sujeto por querubines de ébano. Pasa y repasa el cepillo por sus encantadores rizos, sin conseguir jamás alisarlos. Me mira a través del espejo y sonríe sensualmente. Se levanta y avanza a mi encuentro, con la misma seguridad que un buen vendedor de coches, sin importarle mostrarme que solo lleva una combinación de satén blanco, que no desciende más abajo de las caderas. Finas medias oscuras, de las de costura y al elástico al muslo, recubren sus largas piernas. Sus sandalias de vertiginoso tacón repiquetean hasta que llega hasta mí.

Me coge del brazo y me conduce amablemente hasta sentarme en la cama. Entonces, ella vuelve a sentarse frente al espejo, y sigue peinándose. Me fijo en que hay más puertas, quizás demasiadas, en el dormitorio. ¿Cuarto de baños? ¿Vestidores? ¿Comunica con el boudoir? Seguramente, todo ello. Una gran chimenea está encendida, frente a la enorme cama. Delante de las llamas, tiradas en el suelo, varias pieles de animales, exquisitamente tratadas, aguardan recibir algún pie descalzo.

―           Me han contado que ya has conocido a Katrina – me dice, algo irónica.

―           Pues si, señora.

―           Tsss tssss – chasquea la lengua. – Nada de títulos en la intimidad, por favor. Yo seré Anenka y tu Sergio, ¿o prefieres Sergei?

―           Como desees, Anenka.

―           Así está mejor. Me gusta escuchar mi nombre en boca de alguien tan… alto – se ríe alegremente. Uuuuy, ¡qué zorra! ¡Qué peligro tieneeeee! – ¿Qué te ha parecido mi hijastra?

―           ¿Con franqueza?

―           Por supuesto.

―           Tiene alma de Ama – le digo, mirándole los pechos que ella pone de manifiesto manteniendo sus manos detrás de la cabeza, haciendo lo que sea que esté haciendo con el cepillo.

―           Si, creo que tienes razón. Es una egocéntrica de postín. Le hubiera venido bien un par de azotes cuando pequeña.

―           Cualquiera se los da ahora – musito y Anenka se ríe.

―           Nunca es tarde si la dicha es buena.

―           Hablas muy bien el castellano, hasta con refranero incluido – le digo, buscando sus ojos con los míos.

Ella no los retira, coqueta. Eso es perfecto. A ver si es receptiva…

―           Ya tenía grandes conocimientos de este idioma antes de venir a Madrid. Estudié varios idiomas en Moscú. Con un poco de práctica, he acabado dominando el castellano.

―           Háblame de ti, Anenka. Me intrigas. Pareces muy joven, pero noto la experiencia en tu interior – la halago.

―           Podría decir lo mismo de ti, Sergei. Según Maby, ni siquiera eres mayor de edad, pero nadie piensa en eso al estar a tu lado. No solo es tu estatura, sino…

―           ¿Mis ojos? – la ayudo.

―           Si, exacto. No me dejas mirar más allá de esos ojos. No veo tu juventud, ni siquiera tus rasgos. Solo importan tus ojos y tu voz…

Ha dejado de peinarse y me observa, más o menos embelesada.

―           Cuéntame de dónde vienes, Anenka…

―           Mi padre pertenecía al Pólit Bureau, un político del Viejo Kremlin; mi madre una secretaria de alta acreditación. Aunque no estuvieron unidos legalmente, mi madre pasó varios años como su amante, por lo que no nos faltó de nada. Demostré mis aptitudes muy pronto, y me enviaron a una escuela especial, en Kiev, que resultó ser una pequeña fábrica de espías adolescentes. Todo coordinado por el KGB.

―           Interesante. ¿Cuántos años tenías?

―           Doce – responde ella, sonriendo.

―           ¿Doce? – me asombro.

―           Aprendí varios idiomas occidentales, sobre sus culturas y tradiciones, a moverme como una chica más de Liverpool o Roma. Me educaron para espiar, robar, asesinar, y huir – su desinhibición es total. Las palabras surgen con facilidad de su boca.

―           Fascinante. Así que no has tenido adolescencia…

―           No. Me desfloró un camarada agente, al inspeccionar mi dormitorio por sorpresa. Dijo que fue una “parada técnica”. Muy gracioso él… -- se ríe, sin alegría.

―           Que triste.

―           Pero nunca llegaron a darme un destino, así que, cuando tuve la edad pertinente, me ingresaron en la universidad, para licenciarme en Ciencias Políticas.

―           ¿Eres Doctora?

―           Si. Acabé el doctorado hace cinco años, y, para entonces, Putin ya no sabía lo que iba a hacer con todos nosotros. Así que me puse a trabajar por mi cuenta. Tuve suerte y me convertí en la consultora de un nuevo rico, por medio del cual conocí a Víctor. Nos casamos, hace casi dos años, y vinimos aquí. ¡Ya está!

―           ¿Aún no has cumplido los treinta años?

―           Tengo veintiocho… ¿Aparento más? – pregunta, insinuante.

―           No, por Dios. Es increíble todo lo que has hecho en tan poco tiempo…

―           Sergei… ¿Follamos? – me pregunta, de sopetón.

―           ¿Estás segura de que es lo que quieres? Tu marido está en la mansión.

―           Mi marido tiene otras ocupaciones. Te lo he preguntado por respeto a Maby…

―           Muy considerada – digo con una sonrisa.

Mi mano palmea el colchón, justo a mi lado. Ella se levanta y se acerca. Solo le falta ronronear. Tiene una cara de viciosa que casi me asusta. En ese momento, soy conciente que no he tenido nunca contacto con una hembra así, una devoradora. Se sienta en mi regazo, sin despegar sus ojos de los míos. Le aferro las prietas nalgas, que parecen de piedra.

―           No me había sentido nunca tan excitada – susurra con voz ronca.

―           Eres preciosa, Anenka – le respondo.

Ella lame mis labios, saboreándome. La punta de su lengua asciende hasta la punta de mi nariz, para, seguidamente, lamerme toda una mejilla, obscenamente.

―           Voy a desgastar esa pollita española que guardas en tus pantalones.

Casi me hace reír. Veremos si puede soportar la “pollita”. Se frota contra mi regazo, con ansias, mientras desabotona mi camisa. Trata de parecer sensual y picarona, pero sus manos tiemblan y jadea levemente. Creo que está demasiado afectada desde que clavé mi mirada sobre ella. Lo hice con tanta intensidad que aún tengo un tic nervioso en mi párpado izquierdo. Anenka acaba arrancándome los botones y quitándome la camisa, casi con furia. Si, debe de estar tocada y nerviosa. Por lo que puedo reconocer, es una hembra dominante, controladora, educada para llevar las riendas. Debe ser cerebral y lógica, en todo momento. Mantener bajo control los impulsos primarios es básico, pero, ahora no puede hacerlo y no comprende por qué.

Sus caderas se mueven de forma histérica, buscando el punto de conexión entre nuestros pubis. Con un gemido, se abraza a mi cuello y devora mi boca, con real urgencia. Su lengua se introduce hábilmente, buscando recovecos y profundidades inusuales. Succiono con mucho placer esa lengua ágil y movediza. Aplico la suficiente presión como para aspirarla con fuerza, haciéndola gemir. Deslizo mis dedos por su entrepierna, comprobando que está muy húmeda, tanto que las finas braguitas ya no pueden retener más líquido. Las aparto y, con el mismo movimiento, rozo su clítoris. Gruñe en mi boca y, al mismo tiempo, me devuelve el truco de la lengua, chupando la mía, exprimiéndola. Sacó mi blando apéndice todo lo que puedo y ella la persigue, hasta morderla suavemente.

Pellizco dos o tres veces el clítoris, hasta sacarlo de su capucha de piel.

―           Ooooh… Sergei… que dedos… -- suspira, apoyando sus rodillas en el colchón y alzándose más sobre ella, dejando espacio a mi mano, entre sus piernas.

Me dejo caer sobre la cama, dejándola a ella cabalgando mi vientre. Rompo sus braguitas con toda facilidad. Ella se ríe. Mis manos la empujan por las nalgas, obligándola a arrodillarse sobre mi cara. Se estremece cuando comprende lo que quiero hacer. Mi gruesa lengua se apodera de sus labios mayores, recogiendo la humedad que perla su piel y su escaso vello púbico. Al mismo tiempo, Anenka se saca su blanca y sensual combinación por la cabeza, quedando totalmente desnuda, salvo por las medias.

Mi lengua no tiene prisa. Repasa primero los labios externos y luego los menores, siguiendo el rastro de la humedad, al interior de su pequeña gruta rusa. Anenka intenta mirar lo que hago, y, para eso, debe inclinarse hacia delante, colocando una mano en el colchón. Su cabellera cae en cascada, ante su rostro. Con la otra mano, me acaricia el pelo.

Introduzco mi lengua todo lo que puedo, lamiendo las paredes interiores del coño. La hago gemir. Sus caderas responden alegremente. Se nota que es una mujer feliz en ese preciso momento.

―           ¡Jodeeeer!

Le meto un largo dedo en el culo, sin miramientos, mientras que me aplico directamente sobre su clítoris, con largas y lentas pasadas de lengua.

―           ¡Sergeeeeii… cabrón!

La penetro lentamente con el dedo gordo de la otra mano y añado un dedo más a su ano. La siento botar sobre mi cara. Al levantar la mirada, veo como se agitan sus rizos. Tiene los ojos entornados y su nariz palpita. Se mordisquea el labio sin parar. Bellísima.

―           ¡Sigue… sigue! Me voy… correr…aaaah… como nunca… Sergiooo… ¡No paressss!

Sus dedos se agarrotan sobre mi pelo, tirando fuertemente, en el momento en que sus caderas se ven aquejadas de varios espasmos. Un quejido intenso brota de ella, poniéndome aún más cachondo.

―           Lo siento… lo siento… lo siento… -- murmura bajito y no sé a qué se refiere, pero pronto lo averiguo.

Sobre mi boca y parte de mi cara, cae con fuerza un chorro de lefa femenina, de líquido orgásmico, que me sorprende. No es que me importe, pero me toma por sorpresa. No sabía que una mujer pudiera soltar algo así en un primer orgasmo. A no ser que…

―           ¿Has estado ocupada antes? – le pregunto, con una risita.

―           Un poco. Mis criadas son tan serviciales… Tenía que hacer hora hasta que estuvieras libre – bromea ella, limpiándome la cara con la sábana. Después, me da dos besitos. – Una increíble lamida, precioso…

―           Gracias. Ahora, te toca a ti, ¿no?

―           Claro que si. A ver ese chorizo andaluz que guardas – se ríe, girando sobre sus rodillas y encarando mis pantalones.

Ahora está más tranquila y atina a la primera a desabrocharlos. Se baja de la cama para poder tirar de mis pantalones.

―           ¿Qué es esto? – pregunta al contemplar el glande brillante y humedecido que brota de una de las cortas perneras. Su tono es de auténtica sorpresa.

―           Mi chorizo… ¿o debería decir una larga y gorda longaniza?

―           ¡Por los santos de Basilea! – se asombra ella al desnudarme por completo.

“Saluda a una compatriota”, me digo torvamente.

Es que ver mi polla, es caer ante ella y adorarla. No falla. Anenka se comporta lo mismo que una niña arrodillada ante el árbol de Navidad, enfrentada a la muñeca que ha deseado durante todo un año. No sabe por dónde meterle mano. Ya tengo la polla casi erecta, se mantiene sola, buscando un suave cobijo.

―           ¿No has visto nunca una así?

―           ¡Jamás! ¿Le metes esto a Maby?

―           Con maña y cuidado, casi entera.

―           Ahora entiendo… -- susurra, cogiéndola con sus dos manos.

―           ¿Qué es lo que entiendes?

Anenka se tumba en la cama, sin soltarla, y yo me remonto sobre los codos para ponerme a su altura. La prueba con la punta de la lengua y sonríe, como si el sabor es el que espera.

―           Hace un par de meses, Maby era, digamos, una protegida nuestra, mía y de mi esposo. Antes de que la cosa pasará a mayores, nos dijo que había conocido a un chico y que se habían hecho novios. Cortó la relación que nos unía, aunque seguimos manteniendo la amistad.

―           Ese era yo – comprendiendo donde Maby acudía cada vez que se iba de casa, sin decirnos nada.

―           Si, ese eras tú – le da un nuevo lengüetazo a mi manubrio. – No entendía que una chiquilla, tan extrovertida y traviesa como ella, lo abandonara todo de repente. Fiestas, reuniones, amantes… ¡todo por un novio! Pero ahora lo entiendo…

Nos reímos los dos. De repente, se pone seria.

―           No me va a caber en la boca – dice, mirando la polla fijamente.

―           Poco a poco. Empieza con besitos y lamidas… además, no es obligatorio metérsela en la boca.

―           ¿Estás tonto o qué? ¡Es cuestión de principios! – me mira de reojo.

Me desentiendo del tema. Pongo una mano sobre su cabeza y la animo a empezar. Vierte una buena cantidad de saliva sobre mi glande, que intenta meter en la boca como sea, pero la tiene demasiado pequeña para eso. En verdad, Anenka tiene una boca aristocrática, pequeña, de labios muy bonitos y bien perfilados por la naturaleza; una boca de cuadro, no de mamona. Veo difícil que se meta mi miembro en la boca, a no ser que lo haga mordiendo, y por ahí si que no paso. Está como loca con ella. Se la restriega por toda la cara, la acaricia con las mejillas, con el mentón y el cuello. Frota fuertemente el tallo con sus labios, haciendo ruiditos como los que emite un bebé. Finalmente, la desliza por sus pechos perfectos, de piel muy suave, dibujando arabescos sobre sus pezones. Parece encantada, pero yo me aburro.

―           Otro día me haces una cubana, chica del KGB – le digo. – Ahora, quiero follarte. ¿Debajo o encima?

―           Quédate así, yo llevo la batuta – no deja de sonreír.

Se sube sobre mi pecho, a horcajadas, y, sin apartar sus ojos de mí, comienza a recular y disponer la polla con una mano. Su coño parece tener voluntad propia. Se traga la cabeza de mi pene nada más rozarse con él. Anenka hace una mueca al engullir el glande en su interior. Sus ojos brillan con orgullo. Siento como sus músculos vaginales se acomodan al tamaño del intruso. ¡Joder! Es como desflorar a una virgen, pero sin sangre. ¿Es parte de su entrenamiento? Esta chica puede hacerse pasar las veces que quiera por virgen, con solo apretar los músculos de su coño.

―           ¿Te gusta, nene? – me pregunta, lamiéndose los labios resecos.

―           Eres toda una máquina sexual, Anenka.

―           Bien. No he podido meterla en la boca, pero en mi coño va a entrar toda, ya verás.

―           Cuidado, que a veces muerde – musito, sintiendo como me traga lentamente.

Respira lentamente, vaciando los pulmones cada vez que introduce unos cuantos centímetros en su interior. Ya no aprieta mi polla con esos fantásticos músculos. Los ha relajado para que entre todo el miembro. ¡Que fantástico control tiene sobre su cuerpo! Se muerde el labio con fuerza al empujar más fuerte, tratando de admitir la última porción de polla. Mis testículos reciben el suave tacto de sus glúteos. ¡Lo ha conseguido, la zorra! ¡Treinta y un centímetros en su coño! El día que tenga un hijo, le tendrá que poner un casco minero para que salga de ese túnel… jejeje…

Respira con ritmo, tratando de serenarse. No deja de mirarme, con ese gesto de putona mayor que adopta al follar. Daría cualquier cosa por saber lo que está pensando. Soy consciente de que “el toque de basilisco”…

¿Qué pasa? Así es como he empezado a llamar a la subyugación por la mirada. Me parece mucho mejor que eso de “clavar la mirada”, ¿no?

Como os digo, el toque de basilisco la ha motivado, la ha excitado, viciado, puteado, como queráis llamarlo, pero no he podido manipularla más allá de su propio deseo. Debo tener mucho cuidadito con esta perla, pues aún no sé a que atenerme con ella.

Comienza a moverse de forma muy pausada, al principio solo con las caderas. Después, va tomando impulso sobre sus rodillas, alzando su pelvis y alzándose un poco, para empalarse con cuidado, hasta tomarle las medidas al asunto. Una vez realizado esos cálculos instintivos, se suelta la melena y me folla con toda intensidad, subiendo y bajando como nadie más puede hacerlo. Parece que no tiene tope, que sus entrañas están absolutamente huecas, ya que mi polla parece llegar aún más adentro. Emite un gemidito con cada movimiento que realiza, que tiene la virtud de ponerme malo, malito. ¡Como me excita la puta! Y, sobre todo, no deja de mirarme a los ojos. Pero no os creáis que es como mi hermanita, quien me transmite su amor y su ternura con su mirada; no, que va. Anenka parece estar diciéndome que me va a tener el resto de mi vida atado a la pata de la cama y alimentado por sonda. ¡Solo apto para follar! Tengo la impresión que, en cualquier momento, me va a cortar la polla y la va a conservar en formol, para asegurarse que la va a tener siempre a su alcance.

Su primer orgasmo, el primero en esa posición, quiero decir, no da ninguna señal de aviso, al menos para mí. Se encuentra subiendo y bajando, y, de pronto, sin aumentar más el ritmo, ni más gestos, me pellizca fuertemente los pezones y agita sus caderas, como si estuviera experimentando una pequeña descarga eléctrica.

―           Bestial… -- susurra, sonriéndome. -- ¿Aguantas aún?

―           Prueba.

―           Oh, Sergei, que talento tan magnífico.

Giro sobre mi espalda, sin sacársela. La dejo debajo de mí. Me aferra con sus piernas, metiéndose casi los huevos en su coño. ¿Dónde tendrá la cerviz esta mujer? ¿En la nuca?

Bueno, me toca a mí rematar la faena. Tengo que demostrarle que en asuntos de cama, soy el que mando. Marco pequeños círculos con mis caderas, y me inclino sobre ella para comerle bien los pezones. No he podido mimar esas bellezas de peras. Me abraza por la nuca con un suspirito de madre superiora putona, de esos que parece que no ha roto nunca un plato, mientras la enculas en el reclinatorio de la capilla. Así suena cuando le muerdo el pezón izquierdo por primera vez. Muerdo con más fuerza y consigo un suave silbido, que dura exactamente el tiempo de mi mordisco.

Anenka lleva las manos atrás, sobre el colchón y por encima de su cabeza, permitiéndome lidiar con sus senos con libertad. Aumento el ritmo de la penetración, mientras succiono, pellizco y aprieto esas gloriosas mamas de un justo y hermoso tamaño.

―           Ooooooohh… oooooooooooooooooooooh… mi guapo y fornido… hidalgo españooool – exclama con un fuerte suspiro.

Hace que me pregunte si me habrá confundido con Don Quijote… Ya sabéis, estos guiris suelen confundir la bailarina sevillana, que se encontraba sobre los televisores de cada hogar hispano, conla Maja Desnuda.

Me araña la espalda al abrazarme de nuevo. Siento que me acerco a mi propio éxtasis, así que embisto fuerte y rápido, con una potencia que ella no ha conocido nunca (eso espero). Anenka abre muchísimo sus ojos, mirándome e intentando descubrir que le estoy haciendo. Tiene la boca abierta, pero parece en shock, incapaz de emitir un ruidito con su garganta. Noto como tiembla, como intenta respirar y, finalmente, sus pupilas giran hacia atrás, mostrando solo el blanco del ojo. Se estremece y un agudo gritito surge directamente de su diafragma.

―           ¡¡iiiiiiiiiiiiIIIIIIIIIIIHHHHHAAAAAAAAA!! – gritito que, en un par de segundos, se convierte en un alarido, al correrse.

Su cuerpo se arquea, apoyado solamente en sus talones y en su coronilla, con tal fuerza que levanta mis cien kilos con facilidad. Este súbito movimiento me toma por sorpresa y me hace descargar en su interior, con ganas, con fuerza. Caemos los dos pesadamente sobre el colchón. ¡Coño! ¡Nunca he visto nadie correrse tan brutalmente!

―           ¿Estás bien? – le pregunto en cuanto recupero el aliento, apartándole rizos de su pelo de los ojos.

Anenka tiene el rostro vuelto, los ojos cerrados. Solo veo su grácil perfil. Respira pesadamente, chupando uno de sus nudillos. De pronto, sonríe y abre los ojos. Busca los míos de nuevo. Su boca me atrapa, embriagándome con su cálido y dulzón aliento.

―           Gracias, Sergio, muchísimas gracias. Hoy has hecho de mí una mujer completa, de nuevo – no tengo ni idea de lo que habla y así se lo hago saber.

Me abraza y se acomoda contra mi pecho, sin intentar sacar mi polla de su interior; una polla que está menguando, aunque no demasiado.

―           Como agente del KGB, me educaron para controlar mi cuerpo. Hacer el amor es una de las tareas más habituales de un agente. Me acostumbré pronto a fingir mis orgasmos. Soy muy buena en eso, muy realista. A lo sumo me recompenso con un pequeño orgasmo, casi siempre al principio del acto, y con eso me conformo para seguir con la puesta en escena, ¿comprendes?

―           Si, Anenka – contesto, acariciándole una nalga. -- ¿Has fingido tus orgasmos conmigo?

Se ríe del puchero que compongo con mis labios.

―           ¡No! ¡Ese es el caso! ¡No me has dado ni oportunidad de fingir, ni siquiera de planteármelo! He gozado como una niña, como cuando empezaba a probar el sexo. Me has hecho gozar una y otra vez, cada vez con más fuerza, más excitante… ¡Tres veces! Eres un portento, Sergei, y encima guapo…

―           Gracias, Anenka. Y ahora… ¿puedo darte por el culo?

La pillo descolocada. Me mira como si estuviera loco o algo así. Yo me quedo muy sereno y gentil, como si fuera lo más normal del mundo.

―           ¿Quieres hacerlo… otra vez?

―           Claro. Con Maby lo hago al menos tres veces…

―           Está bien, está bien. Dame unos minutos – ahora si se saca mi polla y se dispone a bajarse de la cama. – Pero… por el culo…

La atrapo de la muñeca, volviendo a subirla al mueble. La atrapo por los mofletes, hinchándoselos.

―           ¡No me digas que una agente como tú le tiene miedo a una sodomía de nada!

―           Nunca me han metido nada tan grande en mi culo, y hoy estoy un poco cansada para intentarlo – se excusa.

―           Está bien, tienes razón – la tranquilizo. – Entonces, ¿uno rapidito, a cuatro patas?

Sonríe, tomando confianza.

―           Espera, voy a limpiarme y…

―           Nada de limpieza. Me gustas así, guarreada. Vamos, bonita, ponte en cuatro… que te voy a partir ese coño de artista – le digo, mordiéndole el lóbulo.

Obedece son una risita. Al colocarse, su coño deja caer parte del semen que retiene. Me coloco detrás y, esta vez, mi polla entra fácilmente, pues está ensanchada y llena de leche.

―           ¡Hala, así, hasta la garganta! – exclamo, dándole una sonora cachetada.

En apenas cuatro embistes, parece una yegua desbocada. Solo le falta relinchar. Se mueve sobre pies y manos, haciéndome seguirla y alcanzarla a base de pollazos; ondula su espalda y sus hombros a cada embestida; sus caderas se agitan, perdiendo todo control. Acelero y la tomo de su espléndida cabellera azabache, tirando de ella como si se tratasen de unas bridas. Mis testículos golpean con frenético ritmo contra sus nalgas.

―           ¡Me estás… mataaandooooo! – gime largamente.

Hundo su cara en la sábana, amorrándola como una perra, y pongo el resto en la jodienda. Tiene que gritar de gusto.

―           ¡Sergei… te quiero… a mi la… lado todos los… días! Quiero que… me… oh, padrecito… me viene… quiero que me folles… todos los díaaaaassss… cabrón…

―           ¿Todos? – le susurró al oído.

―           Siiii…

―           ¿Y que pensará Víctor?

No contesta porque está concentrada en buscar mis huevos con su mano, por debajo de su cuerpo. Cuando los encuentra, los soba, consiguiendo un pequeño descanso.

―           ¡A la mierda Víctor! ¡Él tiene a sus putitas! ¡Yo te quiero a ti aquí dentro… mañana, tarde y noche! – se incorpora hacia atrás y me besa. – Ahora, acaba esto de una vez…

Justo lo que deseo hacer. Pellizco su clítoris con dos dedos y retomo el fuerte ritmo. Noto como su coño me comprime, corriéndose, pero no dejo de follarla y acariciarla. Ya no gime, ahora chilla. Intenta apartarme con una mano. Su cabeza se apoya en una de las almohadas, los ojos fuertemente cerrados, mordiendo el tejido con sus dientes.

―           ¡Sergeiiii! ¡Detenteeee!

Ni caso. Aún no estoy a punto.

―           ¡Para, párate… por Dios!

Incremento más mis embates. Mi polla entra como un pistón bien engrasado. La fricción tiene que ser elevada en el interior de la vagina.

―           ¡Hijo de putaaa! …no voy a poder aguantaaaar…

―           ¿Qué es lo que no vas poder aguantar, reina? – pregunto, con los dientes apretados.

―           ¡LA MEADAAAA, COÑOOOO! – aúlla, casi histérica.

―           Méate en la cama, guarra… hazlo como una puta asquerosa… vamos, meona… -- susurro, a punto de correrme.

―           ¡Me corro otra veeeeezzz! – chilla, ya sin control.

Me salgo de ella, dejando caer mi esperma sobre su trasero y espalda, mientras ella suelta un gran chorro de fluido sobre la sábana, mezclado con el semen que aún queda en su interior. En unos segundos, ya sentada sobre sus talones, cierra los ojos mientras encharca el colchón de orina.

Me pongo de pie sobre la cama y me acerco a ella. Sigue sin abrir los ojos y recuperándose. Jadea dulcemente. La palmeo en la cabeza.

―           Límpiamela, anda.

―           ¿Te gusta jugar, eh? – me pregunta, abriendo los ojos.

―           Si. ¿A ti no?

No contesta pero atrapa mi picha, ya floja, y la limpia con unos lametones.

―           ¿Cuándo volverás de nuevo? – me pregunta.

―           Hasta el mes que viene no hay más informes – respondo.

―           Demasiado tiempo. Ya buscaré una ocasión – dice, tumbada y mirando como me visto.

―           Tu mandas – me encojo de hombros.

El viernes llego temprano al Años 20. Todas las chicas están en sus habitaciones, preparándose para la noche. Tres o cuatro camareras se ocupan en adecuar el local. Pura rutina. Le echo un vistazo al almacén y tomo nota de lo que han traído nuevo. Parece que está todo.

Se me va la mente, recordando la juerga con Anenka, hace un par de días. ¿Conseguiré algo con la amistad de esa loba o ha sido solo un gustazo por mi parte? Espero que si. Por muy buena que esté, no me gustaría complicarme la vida con una hembra peligrosa.

Decido subir a ver a Pavel. Puede que tenga más noticias de Erzabeth. Me sorprendo. El viejo mariquita no está en su despacho. Es la primera vez que no le encuentro allí. Pienso que estará en la habitación de alguna chica.

No tengo otra cosa que hacer, así que husmeo un poco. A medido que paseo por la planta (y es grande, os lo digo), las chicas me saludan, me sonríen, y algunas, más atrevidas o más necesitadas, entablan conversación conmigo.

Es el caso de Mariana, una bielorusa rubita y delgadita, que parece padecer timidez crónica. Rondará los veinte años, aunque parece bastante más joven, quizás debido a la indumentaria infantil que viste. Una colegiala católica de principio del siglo XX. Falda larga, marrón, camisa blanca, de manga larga y encajes en la pechera. Zapatos cerrados, planos, y calcetines altos, azules. Su peinado incorpora dos delgadas trenzas que rodean su cabeza como una corona. No sé si su mirada al suelo y su tartamudeo son reales o parte de su disfraz, pero me siento atraído por su indefensión y su belleza.

―           Sergei… ¿podría hablar un minuto? – me pregunta en un castellano demasiado fresco aún.

―           Si, por supuesto. ¿Eres Mariana, no? – le hablo con lentitud y correctamente.

―           Si, yo Mariana. Tener problema.

―           Pavel es quien se ocupa de vosotras.

―           Pero Pavel viejo y maricón.

―           Si – me río, ella me imita.

―           Dos años en España, yo – me indica el tiempo que lleva aquí, levantando dos dedos. – Madre y hermana conmigo, en comuna.

Por lo que puedo entender de lo que me chapurrea, Mariana solicitó que la organización trajera a España a su madre y a su hermanita. Mariana aumentó su deuda por ellas, pero no se arrepiente. Mientras Mariana cumple con la organización, su madre y su hermana viven en una comuna agrícola bielorusa, a una treintena de kilómetros de Madrid, pero no están bajo su protección. Al parecer, han caído bajo las garras de uno de sus compatriotas, un listo que ha empezado a explotarlas. Mariana quiere saber qué puede hacer, a quien dirigirse para exponerle ese problema. Sabe que no tiene dinero suficiente para contratar a un matón que le solucione el asunto, pero podría hablar con alguien de la organización. La pobre está muy angustiada y eso, sin duda, repercute en su trabajo, pero, la verdad, es que esa carita de indefensa me la pone tiesa.

¡Dios! ¿Qué estaría dispuesta esa chica a hacer a cambio de un poco de ayuda? Brrrr… mejor averiguarlo, jejeje…

Le prometo hablar con mi superior a ver que se puede hacer y ella palmotea, para, enseguida, enrojecer. Le pellizco la mejilla y se mete en su habitación.

En el pasillo opuesto, me encuentro con Erzabeth. Está sentada en su cama, la puerta de la habitación abierta. Se está poniendo unas medias azulonas que completan su disfraz de duende travieso y terriblemente sexy.

Alza la vista y me mira. Sus pestañas aletean y sonríe golfamente. La saludo con dos dedos y paso de largo. Ahora no es el momento, van a empezar a bajar. Pavel está de regreso a su despacho. Me acercó a la ventana que hace las veces de taquilla.

―           ¿Dónde estabas? ¿Buscando novio? – le digo en broma.

―           Una emergencia femenina – responde, sin humor. Ni siquiera me mira.

―           Vale. Mariana, la bielorusa parece tener problemas con su familia, en una comuna.

―           ¿Y?

―           Me ha preguntado si alguien se lo podría solucionar y cuanto le costaría.

―           No es asunto mío – responde Pavel, encendiendo uno de sus cigarros turcos.

―           Ya lo sé, pero tú llevas más tiempo aquí. Una chica como Mariana deja un buen dinero, pero si no se concentra en su trabajo por culpa de sus problemas, pierde rentabilidad, ¿no? ¿Qué se hace en esta situación?

―           Mira, Sergei, será mejor que no te metas en esos asuntos – me mira, al fin. Sus ojos muestran tristeza. – Yo pasaré su queja, como siempre.

―           Está bien. Me voy abajo – le dejo con su malhumor.

El club ya ha abierto sus puertas. Algunas chicas se disponen a empezar la noche, aunque la mayoría bajará un poco más tarde. Los tres hombres de seguridad ocupan sus puestos: uno en la puerta, otros dos en la sala, y yo, de refuerzo. Miro hacia la barra. Suzana no trabaja esta noche. Lástima, me río bastante con ella.

Dos horas más tarde, Konor llega al club, llevando del brazo, como siempre, a su traductora. Me hace una seña para que me acerque. Suelta una andanada que la chica traduce en pocas palabras.

―           El señor Bruvin pregunta si ha solucionado el asunto del sótano.

―           ¿Qué asunto? – pregunto con extrañeza.

―           ¿No sabe nada del robo? – niego al ver la cara de asombro de la joven.

―           Anoche robaron parte del almacén, que se ha debido reponer rápidamente para hoy. Entraron por el sótano. El señor Bruvin ha dado órdenes expresas de reparar el muro.

―           Es la primera noticia que tengo.

Konor Bruvin me habla directamente, señalando sus pies, y creo que me dice que baje y lo compruebe yo mismo. La chica confirma, al segundo:

―           Debería bajar y verlo con sus propios ojos, si aún no sabe nada. Debe tomar medidas rápidamente. Ese agujero no puede seguir ahí.

Asiento y me dirijo a la puerta de acceso al sótano, la cual se encuentra en el área de almacén, fuera de la vista del público. ¿Qué han robado? Y lo que es más importante, ¿por qué no se me ha informado de nada? No me fío de Konor. ¿Es una estratagema para llevarse mercancías?

Desciendo las empinadas escaleras de cemento. El sótano es grande y fresco, con grandes manchas de humedad en las paredes. Allí no hay nada de valor. Se guardan algunas máquinas viejas y utensilios de pintura, así como restos de la decoración del local, pero no veo ningún agujero en los muros, ni cascotes en el suelo. Busco de nuevo, pero nada. Escucho pasos que bajan las escaleras. Me giro para preguntar en qué lugar está ese agujero, cuando un enorme pie cae sobre mi nariz, con mucha fuerza.

La sorpresa, más que el daño, es lo que me tira al suelo. Gruño y me pongo de rodillas. Muevo la cabeza, intentando despejar mis ojos, llenos de lágrimas. Una nueva patada me alcanza, esta vez en las costillas. El tremendo golpe me corta la respiración. Caigo a cuatro patas, boqueando más que una sardina en el Bernabeú. Hay unos pies delante de mis narices, calzados con unos monstruosos zapatos, pero la siguiente patada que me alcanza en la nuca, viene desde detrás, y es un golpe muy técnico y difícil. El impulso del golpe me aplasta contra el suelo de cemento. ¡Ah, son dos!

Intento hacerme una pelota porque sé lo que viene a continuación. Las patadas me llueven, en los costados, en las piernas, en la espalda, sobre los riñones, en los brazos. Intento proteger mi cabeza y mi cara, pero es difícil. Los que hacen esto son profesionales. Me han sorprendido y he perdido cualquier ventaja. No me dejan reaccionar, no…

En un arranque de furia, disparo mis piernas hacia uno de ellos, pescándole casi por chiripa, pero poco consigo, más que empujarle contra la pared. El otro se aprovecha de mi apertura para machacarme el pecho con su tacón. El que he empujado regresa con más bríos, furioso. Toso débilmente con uno de los golpes. Esputo sangre y la tos suena húmeda. ¡Mierda! ¡Un pulmón perforado! Esto tiene mala pinta…

Mientras me debilito y pierdo visión, pienso que Konor ha debido enterarse, de alguna forma, de mi doble juego, y me está dando una lección. Pero esto es más que una lección. Me están destrozando. ¿Piensa matarme?

Entonces, le escucho hablar desde muy lejos y los golpes se detienen. Por una rendija del hinchado párpado, le puedo ver, de pie en las escaleras que llevan al sótano. Me mira y se ríe, ufano y altivo. ¡Cacho cabrón! Entonces, Konor les ladra a los matones que me dejen allí y que llamen a una ambulancia. Le entiendo perfectamente, aún hablando en la puta lengua esa de los cojones. Es como si fuera aprendiendo a medida que la escucho. Aprendiendo o recordando, todo puede ser.

La chica se encuentra en un escalón más abajo, mirándome. Intenta no mostrar sentimiento alguno. No es bueno demostrar que me tiene lástima, pero se atreve a preguntar el motivo de este acto. Es cuando Konor suelta la bomba:

“No es nada personal, pero no es buena idea ofender a Ama Katrina”.

CONTINUARÁ.

Comentarios y opiniones, si lo desean, a janis.estigma@hotmail.es