El lector de contadores (2)

Verlo medio tumbado en el sofá, descalzo, con esas enormes pantorrillas aplastadas contra el asiento, con la polla claramente dura y perfectamente adivinable a través de la tela del pantaloncito...

PERDIENDO LA INOCENCIA

Ya habían pasado un par de meses desde aquel momentazo desperdiciado con el chaval de la toalla blanca. He hecho, apenas si me acordaba de aquel incidente (salvo cuando me pajeaba, ya que entonces recurría constantemente tanto a él como a la idea de lo que habría podido pasar si yo hubiera sido un poco avispado).

Creo que era media mañana. Estaba trabajando en un barrio de Leganés, y esa ruta era tan ligera que generalmente se acababa antes de la hora, por lo que decidí tomarme el día con calma. Ya me disponía a salir de una de las fincas cuando una puerta de un piso bajo se abrió, y salió de ella una tío que me hacía señas para que fuera a su casa. Se conoce que cuando llamé a su casa al entrar en la finca no pudo abrirme, y al escuchar que me marchaba sí pudo hacerlo.

No fue hasta entrar en la cocina cuando pude fijarme realmente en él. Tenía delante de mí al típico tío que ni era guapo, ni estaba superbueno, ni se le podía considerar un tío bueno con todas las acepciones que esa expresión tiene, pero que emanaba un magnetismo sexual totalmente adictivo. ¿Cómo describirlo? Era como un animal en celo desprendiendo todas sus feromonas para atraer a su presa. Rubio y de ojos azules, no había nada en su cara que atrajese más de lo normal. La mandíbula totalmente cuadrada le daba un aire eslavo que le daba cierta pinta de salvaje, de malote. Debajo del cuello de toro se escondía un torso que en su día debió ser pura fibra, pero que con los años había derivado en dos pectorales enormes y una barriguilla en la que aún se adivinaban los restos de una bien formada tableta de chocolate. A ambos lados del pecho dos enormes brazos con antiguas horas de gimnasio en su haber, ahora algo más fofos que marcados, y en el bíceps izquierdo un enorme tatuaje de un dragón que acentuaba el aspecto de malote del individuo. Un pantalón de futbolista color verde tapaba la mitad de dos columnas inmensas que resultaron ser sus muslos, y que continuaban en unas muy marcadas rodillas y unos gemelos que delataban horas y horas de bicicleta. Dejo para el final un delicioso bulto que se adivinaba entre sus piernas, y que el pantalón de futbolista acentuaba ¡¡Y de qué modo!!

Parece mentira que se pueda ver tanto con solo mirar unos segundos. ¡Y es que apenas hay tiempo para más! Realmente una de nuestras visitas dura escasos minutos... y da muy poco margen de maniobra. Además, el tío debía haberse despertado hacía poco rato, porque se le veía alto aturdido, como atontado. Total, que me limité a leer el contador y me dispuse a salir, eso sí, llevándome de regalo una magnífica foto mental de aquel maromo que, aunque estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta, seguía teniendo restos de un cuerpazo e invitaba a comérselo entero. Salí de la cocina llevándolo detrás de mí, y cuando atravesé el umbral de la puerta me giré para decirle adiós. Y cuál no es mi sorpresa que ¡¡le pillo de marrón mirándome el culo!! Fueron unas décimas de segundo, pero vi claramente como miraba con descaro mi culo (ya os he dicho que los pantalones de trabajo me hacen un culito muy apetecible) y, una vez yo le dije adiós, el sonrió y cerró la puerta.

¿¿Cómo??¿¿Me va a pasar lo mismo otra vez?? No puede ser, me ha mirado el culo… Ya, pero eso no quiere decir que necesariamente le gustes… ¿O sí? Además, aunque le gustaras ¿Qué haces ahora? Has salido de su casa, ya no puedes hacer nada… ¿O sí? ¡¡Qué coño!!

Volví a llamar al timbre, y el tío se quedó un poco sorprendido al verme. “Perdona tío, pero al meter tu lectura en la máquina me he equivocado y la he borrado, te importa que vuelva a leer el contador?” Por supuesto, él no tuvo inconveniente, se tragó mi mentira y me dejó pasar. Ya en la cocina me puse muy nervioso, y cuando me agaché de nuevo debajo del fregadero para fingir que leía el contador del agua me temblaban las manos. “Piensa, piensa en algo…” Y lo que se me ocurrió fue poner en práctica una estrategia que desde entonces me ha dado muy buenos frutos: ser directo.

Me levanté del suelo, y le dije que ya estaba listo, que lamentara las molestias y que muchísimas gracias.

-          Perdona que te haga una pregunta, tío ¿Vas al gimnasio? (Aunque a todas luces se veía que no lo hacía desde hacía meses…)

-          Llevo un par de meses sin hacerlo, pero sí, antes iba mucho…

-          Caray, es que tienes unos brazos tremendos. (Aquí es cuando yo no me corto un pelo, alargo el brazo y le agarro el bíceps izquierdo en plan colega, como si fuéramos compañeros de gimnasio de toda la vida, como si calibrase su fuerza). ¿Y este tatuaje? Es precioso.

-          Sí, me lo hice en mi país, antes de venir a España.

-          Ah ¿No eres español? ¿De donde eres? (Cuando me da por hacerme el inocente…)

-          Jajajajaja, se nota que no soy español.  Yo nací en Brasil, soy hijo de padre brasileño y madre rumana.

-          Caray, vaya mezcla tan chula. (Eso explica tanto el buen físico (herencia brasileña) como los rasgos centroeuropeos (madre rumana). Y volviendo al tatuaje ¿Te dolió hacerlo? (Mientras yo decía estas palabras, el apretón inocente había dejado paso a una caricia en toda regla de su bíceps, y en su cara iba aflorando una sonrisa del tipo “se a dónde quieres llegar… y no me disgusta en absoluto”).

-          No, no me dolió mucho. No es el único que tengo, ya estoy acostumbrado.

Y era verdad; En la pantorrilla derecha tenía otro tatuaje del que no me había percatado hasta el momento. Una serpiente que le nacía del talón y llegaba casi hasta la rodilla. Haciéndome el curiosón me puse en cuclillas, y acaricié sin miedo aquella pantorrilla que parecía estar hecha de acero. Me encantaba pasar la mano por aquellos músculos duros, sentir el leve aroma que llegaba desde su pantalón de deporte y que indicaba largas jornadas de uso sin ser lavado, aunque sin llegar a ser desagradable. Simplemente olía a hombre. El contacto del vello de su pantorrilla con mi mano me estaba llevando al éxtasis, y yo estaba desatado. Me levanté.

-          Es un tatuaje muy chulo. Ya me gustaría hacerme uno, pero soy muy miedoso.

-          Que va, no seas tonto, que no duele nada, y a cambio luego puedes fardar un montón.

-          Así que padre brasileño… De ahí me explico el cuerpazo que tienes. Todos los brasileños que conozco o tienen buen cuerpo o tienen una buena base para, con cuatro sesiones de gimnasio, ponerlo a tono. ¿Te importa? (Cuando dije eso, puse mi mano en su estómago, deleitándome con la suavidad de su piel sin un solo pelo y la dureza de sus músculos).

-          Sí, la verdad es que yo no necesité mucho. Tengo buena naturaleza para eso, en cuanto hago algo de deporte los músculos se ponen fuertes en seguida.

Aquello se iba calentando por momentos. Mis manos acariciaban sin reparo tu torso, deleitándose tanto con los pectorales como con los abdominales, pasando el dedo por su ombligo… aquel hombre despedía un olor a sudor que lejos de ser desagradable me estaba invitando a lamerle los sobacos sin parar. Ambos estábamos cada vez más cachondos, en su caso el bulto que su polla morcillona dibujaba hacia la izquierda de su pantalón no ofrecía lugar a dudas, y en mis requeteusados pantalones de currante mi polla empujaba la bragueta hacia adelante como si fuera un ariete dispuesto a embestir. Él fue quien, sin previo aviso, cogió mi mano y la dirigió hacia el paquetón que se le estaba formando, para que mis caricias fueran destinadas a aquella parte del cuerpo que no dejaba de crecer.

-          ¿Nos tumbamos en el sofá?

Aquel tío me daba un morbazo exagerado. Verlo medio tumbado en el sofá, descalzo, con esas enormes pantorrillas aplastadas contra el asiento, con la polla claramente dura y perfectamente adivinable a través de la tela del pantaloncito, y con aquella cara de delincuente de Europa del Este que parece que te va a dar una hostia, hizo que no pudiera más. Me tumbé encima de él y acerqué mi nariz a aquellos pantalones que tanto me atraían. Desprendían un olor a sudor concentrado, síntoma de varios días seguidos de uso sin calzoncillos que, lejos de asquearme, me puso aún más cachondo y me empujó a lamer aquellos pantalones sin descanso. Aquel olor me estaba volviendo loco, estaba sacando de mí los más cerdos instintos que jamás pensé que pudiera tener. No podía dejar de lamer la fina tela que separaba la polla de aquel semental de mi boca, me excitaba casi más aquello que chuparle la polla en sí. Pero él volvió a tomar la iniciativa, y con un rápido gesto se quitó los pantalones. Yo tampoco esperé, me bajé los míos y me comencé a pajear.

No era especialmente larga, pero si bastante gordita. Aquello era un pollote que merecía ser mamado a base de bien. No pude esperar mucho más para metérmela en la boca, la verdad es que tenía un sabor riquísimo, estaba limpia pero tenía algún resto de la primera meada de la mañana. Aquella polla era morbo puro, era flipante notar como cada vez se ponía más gorda en el interior de mi boca, como mi lengua recorría su glande, como cubría y descubría el capullo con el prepucio mientras le pajeaba. No tenía más que ver la cara del tío para darme cuenta de que se estaba poniendo malo, de que la situación le estaba superando de puro buena, de que estaba disfrutando muchísimo con la mamada. Puso su mano en mi nuca y, cosa que me encantó, empezó a acariciarme con cariño, sin meterme prisa, dejando que yo llevase el ritmo y dándome a entender que aquello le encantaba.

Necesitaba probar esos labios, conocer el sabor de esa lengua, y me abalancé sobre él. Nuestras lenguas se fundieron en un torbellino en el interior de su boca. Mi lengua era mucho más pequeña y ágil que la suya, que de puro grande merecía ser lamida, cosa que hice cuando la sacó: me dediqué a mamársela como si de la polla se tratase, lamiéndola y succionándola con mi boca. No me cansaba de morrearme con él, aquel tío tenía experiencia y lo demostraba llevándome al cielo en cada beso. Pero yo no quería quedarme con eso nada más, sino que seguí pajeándole con ganas y bajé hasta una parte del cuerpo que llevaba rato queriendo descubrir: esos sobacos con el vello recortado que sudaban y olían lo suficiente como para hacer que perdiera la cordura. Mi lengua se perdió entre aquellos pelos y pude degustar el sabor picantón y salado que tan cachondo me ponía. A él también parecía gustarle, porque dobló el brazo para aprisionar mi cabeza contra su sobaco y me medio ahogó al no dejarme respirar. Pero todo aquello no hacía más que llevarme al éxasis, y tras haber dado un buen repaso a sus sobacos bajé hasta sus pezones, descubriendo con sorpresa que no le importaba cuanto más fuerte se los mordiera. Se estaba volviendo loco, era increíble ver la cara que tenía mientras le chupaba y retorcía los pezones, y con un susurro apenas le dio tiempo a advertirme: “me corro”. No hice más que apartarme cuando un bestial chorro de lefa salió de su polla, empapándole el pecho y alcanzándole hasta el cuello. Yo estaba totalmente ido, necesitaba sexo, estaba cachondo al 200%, así que recogí la leche que había soltado por el rabo y la utilicé para lubricarme la polla mientras me seguía pajeando. No duré mucho más: A los pocos segundos me corrí en su pecho, soltando un gemido incontrolable y mezclando mi leche con lo que quedaba de la suya.

Tuve que tumbarme a su lado en el sofá, ya que apenas me quedaban fuerzas. Él apenas pudo reírse un poco, diciéndome que había estado genial. Yo compartía su opinión, sin duda se trataba de uno de los mejores polvos que yo había echado nunca. Porque aunque no folláramos, para mí eso había sido un polvo como cualquier otro, ya que he echado polvos en los que no había disfrutado tanto. Tenía unas ganas enormes de enrrollarnos de nuevo y, entonces sí, follar como animales, pero ni él ni yo teníamos tiempo para ello. Una verdadera lástima, aunque siempre nos quedaba el consuelo de que me volvieran a mandar a hacer aquella ruta.

¿Volveríamos a encontrarnos?