El lado oculto de la luna
Relato extra.
EL LADO OCULTO DE LA LUNA
Llevaba ya casi un año viviendo en la Barriada de Las Yucas por tener mi trabajo en ese mismo barrio; auxiliar de una clínica veterinaria. Encontré un piso pequeño en el mismo bloque que la clínica, idóneo para mí y mis pocas pertenencias, y no dudé en gastar algún dinero en la mudanza. Sin embargo, una vez allí, me di cuenta de que la gente no era muy abierta. Era difícil entablar amistad con los vecinos viéndonos solamente si coincidíamos en el ascensor.
Normalmente, casi todos los días, entraba en un bar pequeño que había frente al portal para tomar algún aperitivo cuando salía del trabajo. Algunas noches me bastaba con eso y no cenaba nada en casa. Me ponía algo de música, veía la tele o charlaba un rato por teléfono con algún amigo hasta la hora de leer y dormir. Solo el fin de semana tomaba el metro para irme al centro de la ciudad y hacer algo de vida social.
En ese pequeño bar, donde apenas entraba la gente ―porque se quedaba fuera para poder fumar―, servía un camarero joven, alto y bastante delgado, que empezó a mirarme con cierto gesto de desconfianza. Siempre procuré ser amable con todo el mundo, así que me resultaba bastante chocante su actitud distante.
Una noche, cuando me dirigía algo desganado a tomar mi copa, me detuve a varios metros del bar, lo observé de lejos y lo vi reír con algunos clientes. Me di la vuelta y caminé por la acera solitaria y oscura, a pesar de que la noche era fría y algo lluviosa.
Al final de esa calle ―que era bastante larga― había otro bar algo más grande haciendo esquina. Las paredes eran todas de cristal y se podía ver el interior, muy tranquilo y muy bien decorado. Tras la barra solo había un chico que, posando con la mirada perdida y los brazos cruzados, parecía esperar a que entrase alguien, sin mucha esperanza. Era el momento de averiguar si todos los vecinos se comportaban de la misma forma.
Me acerqué a la barra que daba a la calle para poder fumar afuera, bajo la carpa, resguardándome de la fina lluvia que caía.
―¡Buenas noches! ―saludó el joven camarero amablemente―. ¿Qué desea tomar?
―¡Buenas noches! ―contesté con igual amabilidad―. Un Rioja tinto, por favor.
Hizo un gesto de conformidad, se fue a por una copa y la botella y comenzó a servirme.
―¿Se la lleno? ―preguntó.
―¡No, no, gracias! Por la mitad está bien. Prefiero tomarme dos ―dije con unas risitas.
Me dio la sensación de que le había hecho gracia mi respuesta y, agachándose un poco, trasteó con algo y sacó un plato pequeño con cacahuetes.
―Si quiere algún aperitivo…
―¡No! De momento solo voy a beberme el vino. Muchas gracias. ¡A ver si entro en calor!
―¿Quiere que le encienda la estufa? La tengo apagada porque apenas viene nadie…
―¿Y por qué no viene nadie? ―pregunté con curiosidad sin ser petulante―. Este bar está muy bien situado y es… bonito.
―¡Claro! ―me habló como en confidencia―. Lo que pasa es que se ha abierto hace poco. Usted no es de por aquí, ¿verdad?
―Sí y no… Vivo en el barrio pero allí al fondo; en la otra punta. Trabajo en la clínica.
―¡Ah! Entiendo. Como no le he visto nunca…
―En realidad no soy de este barrio. Trabajo aquí desde hace poco más de un año. No sabía que habían abierto este bar.
―Yo tampoco soy de este barrio, ¿sabe?
―Supongo que habrás notado entonces que la gente por aquí es algo… distante.
Miró a los lados con disimulo y se acercó sobre la barra para hablarme en voz muy baja:
―Pensé que era cosa mía, ¿sabe usted? Mi jefe dice que cuando se haga clientela cambiará la cosa.
―¡Seguro que sí! Por aquí vive mucha gente y no conozco nada más que el bar del otro lado…
A partir de esa noche, habiendo conocido un bar tranquilo y bien servido, me iba siempre allí a tomar mi copa de vino y, a veces, un buen aperitivo. En poco tiempo fui encontrándome con otras personas; unas se quedaban fuera para fumar y otras entraban. Por norma general, las personas que me encontraba allí afuera bastantes noches me saludaban y comentaban algo. Sin embargo, nadie estaba allí demasiado tiempo y, como me aburría en casa y siempre charlaba con el camarero, empecé a quedarme hasta más tarde.
Fui conociendo al chico, que se llamaba Rafa, y él me fue conociendo y sabiendo qué era lo que tomaba normalmente. Empecé a quedarme dentro para resguardarme del frío aunque no pudiera fumar ―tampoco era un vicio que me gustara demasiado― y me ponía en un lugar donde había una columna cerca de la barra sobre la que podía recostarme. Frente a mí quedaba un enorme espejo, tras la cafetera y cubriendo casi todo el testero, lleno de repisas con algunas botellas.
Una noche, estando solos, sonó su teléfono y vi que lo sacaba de su bolsillo y desaparecía por una puerta que, aparentemente, daba a la cocina. Estuvo un buen rato sin aparecer ―cosa que hacía a menudo― y no entró nadie. Al verme allí solo me miré al espejo y me pasé la mano por la cara para ver si tenía mucha barba de todo el día. Las luces fluorescentes me hicieron ver un tono macilento, de cadáver, en mi rostro. Creí tener ojeras y mala cara.
Rafa apareció guardándose el teléfono y, al ver mi copa vacía, se acercó mirándome con curiosidad:
―¿Te encuentras bien, Oscar?
―¡Sí, sí! No es nada. Con estas luces me parecía verme enfermo.
―¡Pues yo te veo muy buena cara! ¿Te sirvo otro? ―Señaló la copa.
―El último… Ya sabes que nunca me bebo más de dos.
―Seguro que con la tercera se te pone mejor cuerpo. Yo te invito. ¿No vas a tomar aperitivo?
―Hoy no. Tengo cena en casa.
―Cómeme algo, ¿no? ―soltó en broma.
―Ya sé que hago poco gasto… Lo que no entiendo es cómo tu jefe mantiene esto abierto si no hay clientes…
―Me tiene a mí solo. Voy a ir cerrando algunas persianas porque hoy… ya no viene nadie. Algunos días, cuando te vas, me muero de aburrimiento hasta cerca de las once. Tengo que salir corriendo para no perder el último metro. Y dice el jefe que ya llegará el verano.
―Supongo que aumentará la clientela ―dije buscando la cartera―. Si te digo la verdad, me parece que la gente de este barrio no es nada aficionada a los bares. ¡O será cosa de la crisis!
No quise molestar más aquel día y volví calle abajo hasta casa. Una vez duchado y relajado, preferí meterme en la cama y leer hasta dormirme. Fue entonces cuando me vino a la cabeza la pregunta tan graciosa que me había hecho Rafa: «Cómeme algo, ¿no?».
Dejé caer el libro sobre la cama y me puse a divagar. Rafa era la única persona con la que hablaba por allí durante toda la semana y, curiosamente, tampoco vivía en aquel barrio. Se le notaba; era muy diferente a los demás; muy simpático y extrovertido. En pocos meses habíamos hecho una buena amistad. Bueno, no quería que me pasaran otras cosas por la cabeza, pero pasaron. Rafa empezó a gustarme.
Cerré los ojos y lo vi sonriente y mirándome insinuante. A veces, en la realidad, su mirada era así. Era más bien alto y no muy delgado; de cabello oscuro, tupido y corto decorando un rostro redondeado, claro y con media barba, sobre el que se abrían dos hermosos orificios, rodeados de preciosos alamares, que dejaban ver sus ojos celestes. Tal vez no era el chico más bello que había conocido, pero me estaba obsesionando.
Apagué la luz para dormir y tuve que encenderla para desahogarme y dejar de pensar en él.
Dejé pasar unos días tras el fin de semana sin ir al bar. Prefería no verlo ni hacerme ilusiones con alguien que, con toda seguridad, tendría ya una bonita novia con quien perder el tiempo mejor que conmigo. ¡Con esa mirada…!
No duró demasiado mi ausencia. El jueves de esa misma semana, al salir del trabajo, me fui directamente al bar intentando disimular los sentimientos que me impedían concentrarme. Pasé por la fachada de al lado y no vi a nadie en la barra. Por supuesto no estaba cerrado y tenía todas las luces encendidas. Extrañado, me acerqué a la entrada y miré con disimulo. Al instante, salió por aquella puerta de la cocina; muy contento y como si yo hubiera estado de viaje dos semanas:
―¡Oscar! ¡Cuánto tiempo!
―¡No hace tanto, hombre! ―respondí indiferente acercándome a la barra―. Las cosas del trabajo…
―¡Ah, menos mal! ¡Creí que te me habías puesto malito! ¿Un vino como siempre?
Disimulé mientras asentía. Estaba claro; no era más que un chico simpático que decía aquellas frases graciosas dándome confianza pero, aun guardándome el respeto como cliente, no pudo disimular cierta alegría al verme. No sabía si había algo especial donde yo había comenzado a verlo. Tenía que abandonar tanta fantasía, fuera como fuera.
Hasta el viernes de la semana siguiente, fue todo normal. Tuve la mala ocurrencia de ir también a tomar mi copa sin tener en cuenta que empezaba el fin de semana. Rafa tenía que cerrar antes de las once para no perder el metro ―su jefe no dejaba allí a otro― y yo ya me estaba tomando la tercera copa.
―¿Por qué está hoy tan triste mi cliente? ―preguntó como siempre en aquel tono simpático.
―Más que triste, Rafa, ando cansado. Voy a recogerme temprano, así que puedes ir cerrando si quieres. No creo que a estas horas vaya a venir nadie tal como está la noche.
―Creo que no. Ya he recogido la carpa y la estufa…
En mal momento dije eso. Rafa me sirvió la última y desapareció por la puerta de la cocina. Después de estar un cierto tiempo completamente solo, oí voces y vi entrar a un matrimonio restregándose las manos; como ateridos. Rafa salió al momento:
―¡Buenas noches, señores!
―¡Buenas! ¿Tienen café todavía?
―¡Por supuesto! ¿Qué les pongo?
―¡Dos con leche, por favor! ―dijo el hombre mirándome al tiempo para saludarme con una reverencia―: ¡Qué noche más mala hace!
―Muy mala, sí ―seguí la rutinaria conversación―. No está para andar por la calle…
―¡No, no! ―respondió al instante―. Vamos a tomar un café bien caliente y a esperar un poco a ver si escampa algo…
Mi amigo me miró disimuladamente esbozando una triste sonrisa. Si aquel matrimonio se quedaba allí más de veinte minutos, iba a perder el último metro. Les sirvió el café, me miró instantáneamente y dio la vuelta como contrariado para desaparecer por la puerta de siempre.
El matrimonio estuvo un rato charlando en voz baja y bebiendo cortos sorbos de café. De pronto, me pareció que buscaban al camarero y, cuando yo estaba a punto de llamarlo, apareció para atenderles:
―¿Señor?
―Vamos a tomar dos copas de coñac… ¿Tienes Torres 10 ?
―¡Claro, señor! ―contestó con amabilidad―. ¿Les caliento la copa?
―¡Sí, sí, por favor!
Continuaron susurrando y bebiendo y dejé vino para que no vieran mi copa apurada. No quise moverme de allí hasta que se fueran; algo pasaba por mi cabeza. Hice señas a Rafa antes de que desapareciera otra vez, le pedí otro vino y le pagué. No me parecía bien estar allí sin tomar nada. Tal como pensé, mi amigo camarero volvió a desaparecer. Eso que hacía me parecía feo; podía quedarse conmigo; es más, pensé que cualquier día se le iba alguien sin pagar.
Me bebí la copa de una vez y con cierto enojo. Podía haberse quedado allí conmigo a charlar y estar atento a los clientes. En realidad, quería que estuviese conmigo… y no estaba. Me di media vuelta y anduve con rapidez hacia la salida.
―¡Oscar! ¡Espera! ―oí a mis espaldas―. ¿Ya te vas?
―Es muy tarde ―dije con segundas apuntando con mi mirada al matrimonio―. No es hora de estar en la calle…
Salí de allí bajo su mirada afligida y, antes de dirigirme a casa, di la vuelta a la esquina, me pegué a la pared y esperé un rato bajo la lluvia a que se me pasara el disgusto. Respiré profundamente para relajarme y con los ojos cerrados hasta que oí un estruendo. Rafa estaba echando las persianas. Me acerqué a él:
―¿Rafa? ―le pregunté indeciso.
―¡Oscar! ―exclamó muy sorprendido―. ¿Qué haces tú aquí todavía?
―¡Nada! He dado un paseo por aquel lado para despejarme un poco.
―¡Te me has puesto chorreando! ¡Mira que dar un paseo lloviendo! Pasa al bar; voy a cerrar estas persianas y ahora voy.
No supe qué contestar. Di la vuelta a la esquina y entré en el local a medio alumbrar hasta que entrara mi amigo. En la misma puerta, tiró por dentro de la última persiana, echó una llave y se volvió a mirarme secándose la poca barba que tenía:
―¡Mira cómo te me has puesto! ―dijo―. ¡Ven conmigo que vamos a secarnos!
Me hizo pasar por una media portezuela y entramos en lo que yo creía que era la cocina. Había un aseo pequeño con lavabo y unas toallas…
―No sé por qué te molestas en esto ―le dije―. En cinco minutos estoy en casa.
―Yo no ―comentó sin dejar de secarse―. En cuanto vi que te ibas…
―¡Te metes aquí y dejas el bar abandonado!
―¿El bar? ―preguntó con cierta tristeza―. ¿Te has molestado por eso?
―¡No, claro que no! Si no sales a servir a esos dos carcas, ni nos vemos.
―Piensas que te iba a dejar ir sin despedirme, ¿verdad? ―Asentí―. ¡Ven conmigo!
Haciéndome señales con una mano, entramos en un lugar oscuro, como un almacén trasero y, al mirar a la derecha, vi con espanto todo el bar tenuemente iluminado:
―Pero ¿qué es esto? ―exclamé.
―Esto es el otro lado de la luna, Oscar. Desde allí no ves más que un espejo; desde aquí te he estado observando siempre que he querido; sin que lo supieras…
Noté que se acercaba a mí en la oscuridad y me puse muy nervioso. Comencé a oír su respiración agitada en la penumbra y ninguno de los dos se movió.
―Tengo que irme a casa, Rafa ―me excusé asustado―. He bebido demasiado y apenas he comido.
―¡Sí, tienes razón! Te acompaño a la puerta. Yo ya me quedo aquí hasta las seis. El metro estará cerrado.
―¿Aquí? ―exclamé―. ¿Tienes sitio para dormir?
―¡Es igual! Yo me apaño…
―¡No! ―susurré adelantando mi mano para rozar su camisa―. Puedo dejarte un sitio en casa.
Su mano empapada apretó mi muñeca y, tirando levemente de mí, me besó en la mejilla conteniendo un hipido:
―¡Déjalo! ―gimió―. ¿Qué vas a pensar de mí?
―¡Calla! ―musité antes de besarlo sutilmente―. Me gusta estar contigo en este lado oculto de la luna. ¿Pensabas estar siempre aquí solo?
―Supongo que sí. Si mi jefe se entera de esto…
―Espero que no. Eres mi camarero favorito. ¿No vas a invitarme a algo?
―¡Qué corte! Yo no quería que pensaras…
―Piénsalo, Rafa. En casa tienes sitio. No va a pasar nada si no quieres, y mañana estarás descansado.
Se echó en mis brazos conteniendo el llanto. Estaba muy nervioso, seguramente porque se arrepentía de haberme dicho que me espiaba y, empapados como estábamos, dejé caer mi mano por sus cabellos mojados hasta su cara para para acariciar su corta barba suave y le di unos golpecitos en la mejilla susurrándole:
―Eres muy lindo y en el lado oscuro no puedo ver tus ojos.
―¡No soy tan lindo! ¿Por qué me dices eso?
―Porque me gustas…
Moví mi mano hasta su espalda para acariciarlo y abrazarlo. Aunque lo noté temblar, claramente, acabó cogiéndome por la cintura y, entre beso y beso, fuimos tirando de nuestras ropas y mi mano buscó un hueco de sus pantalones por donde colarse.
―¡Ay! ―pareció quejarse―. ¿Aquí de pie?
―¡Vente a casa! ―sugerí―. Nos secaremos bien.
―¡No, no! ¡Me da mucha vergüenza!
Volví a mover mi mano para buscar y encontré algo muy duro entre sus piernas. Rio nervioso y se encogió. Al instante buscó mi entrepiernas para acariciarme sin dejar de besarnos entre un estruendo de chupetones y lametones.
Conseguí abrirle los pantalones y tiré de ellos para dejarlos caer al suelo. Volviéndose de espaldas y apoyándose en la pared, junto a la luna, se bajó los calzoncillos. A tientas, fui buscando su culo cálido y de vello sedoso mientras se encogía de vez en cuando. Me llené los dedos de saliva y la fui untando despacio, oyéndolo gemir cada vez que pasaba por allí mis dedos.
―¿De verdad no quieres venirte a casa? ―susurré en su oído.
―Ahora no, Oscar. Sigue. Luego cierro y nos vamos, ¿vale?
―Como quieras…
Era una situación muy morbosa. Al pegar mi cuerpo desnudo a sus nalgas y mirar con descuido hacia el bar, pensé que tal vez era aquel el lugar que usaba mi bonito amigo para mirarme sin miedo y, quizá, por qué no, para acariciarse o masturbarse mirándome. Tal vez estaba llevando mi imaginación demasiado lejos, sin embargo, allí estaba deseándome y esperando algo más.
Me dispuse a darle lo que me pedía en silencio. Guiándola con cuidado, puse la punta de mi polla en postura de penetración y, con delicadeza pero con firmeza, empujé para abrirme paso. Soltó un quejido más cómico que otra cosa y, asiéndolo bien por las caderas, fui tirando de él al tiempo que la notaba entrar.
―¡Ay, Oscar! ¡Cuánto he soñado este momento!
―Pues ya ha llegado, bonito. Lo he deseado tanto como tú.
―Yo aquí mirándote a escondidas y pensando en algo imposible… ¡Aprieta, por Dios! Necesito saber que no estoy soñando.
―Yo también necesito descubrir que esto no es un sueño, así que voy a follarte como lo he deseado tantas veces ―Me moví un poco para rematar la faena―. Ya estoy dentro.
―No te me muevas de ahí ahora. ¡Dame fuerte! Aunque mañana te me vayas y no vuelva a verte…
―¿Por qué dices eso? ―pregunté extrañado sin dejar de follar―. Te vas a venir a casa y me vas a tener. Ya se acabó esa pesadilla.
Noté enseguida que se acercaba el orgasmo y mis movimientos se fueron acelerando. Rafa contribuyó en aquella hermosa tarea sin dejar de resoplar acompasadamente y, cuando la explosión de placer se coló hacia sus adentros, me dejé caer lentamente sobre su espalda para ir entrando en la fase de relax.
―¡Ya! ―susurré en su oído.
―Sí; lo sé ―susurró sin moverse―. ¡Qué poco dura lo bueno!
―Si te ha parecido bueno y poco, quizá quieras repetir, ¿no?
―No sé. ¿Aquí?
La saqué despacio mientras se fue volviendo y, una vez fuera, su brazo se aferró a mi cuello para besarnos un buen rato.
―¡Oye, Rafa! ―dije mirando a lo poco que veía de su rostro―. ¿No vendrá alguien?
―¡No, no! Ya he cerrado el bar. Cuando acabemos salimos por la puerta que da a las escaleras. Mañana me llamará el jefe para asegurarse de que llego a las cuatro. A esa hora siempre está aquí para hablar conmigo. Por las tardes estoy solo, ¿sabes?
―¡Claro que lo sé, tío! No voy a dejar de venir a verte… Otra cosa es que sigamos aquí de pie ahora. ¿Nos vamos ya a casa?
―¡Lo que tú digas! Voy a apagar… ―concluyó vistiéndose.
Nos lavamos un poco en aquel estrecho aseo y, observando que sus ojos se caían cada vez que lo miraba, acaricié su mejilla despacio y a contrapelo. Estaba muy avergonzado.
Puso la alarma y salimos al portal y luego a la calle. Caminando despacio a mi lado, embutido en un chaquetón rojo y ajado que apenas me dejaba ver que me miraba con disimulo de vez en cuando, llegamos a casa. Al entrar en el ascensor, se miró en el espejo del fondo para colocarse bien los cabellos:
―¡Qué malos pelos tengo! ¿De verdad te has fijado en mí con esta pinta?
Ya dentro de casa, encendí las luces y lo besé antes de ayudarle a quitarse la ropa de abrigo y colgarla en la percha; allí mismo colgué las llaves de la entrada. Pasó caminado muy despacio y mirándome de soslayo de vez en cuando.
―Vamos a ponernos cómodos y a descansar ―le dije―. Quiero que me hagas un favor…
―¡Claro! ¡Lo que tú me digas!
―A partir de este instante, Rafa, quiero que tomes esta humilde casa como la tuya ―Asintió azorado―. No estás aquí de visita si no quieres. Esta es tu casa.
―¡Gracias! Tendré que acostumbrarme a no verte como a un cliente del bar.
―Depende de ti. Yo ya te veo como te he deseado siempre. Algo me decía que estabas allí esperándome.
―¡Todos los días! ¡Te lo juro, Oscar!
―Te lo notaba, ¿sabes? Hablas con la mirada. Lo que no imaginaba es que me estabas observando mientras desaparecías y yo me quedaba mirándome a ese espejo como un estúpido…
―Eso lo sé… ¿Tú te crees que no me di cuenta de que me buscabas? Y yo allí; en el lado oscuro de la luna, mirándote.
―¿Y piensas quedarte toda la noche ahí, mirándome, o prefieres que te enseñe nuestro pisito, nos demos una ducha y nos vayamos a la cama?
―¡Sí, mejor! Pero antes cómeme algo, ¿eh?, que no me has comido y te has bebido unas cuantas copas.
Lo tomé de la mano y le enseñé lo poco que tenía que ver aquel apartamento. Enseguida, tirando de mi ropa en el dormitorio, le pedí que se desnudara.
―¡Ay, Oscar! ¡Qué vergüenza me da, de verdad!
―No pensarás ducharte vestido, ¿no?
―¡No! ―exclamó entre risitas.
―¡Pues venga!, que estamos guarros de todo el día. Y no sé de qué te da vergüenza si los dos tenemos algo parecido entre las piernas.
―¡Claro, claro! ―farfulló sacándose el jersey por la cabeza―. Lo que pasa es que… ¡nunca me has visto desnudo!
―¡Toma! ¡Ni tú a mí! Y estoy deseando ―solté con lujuria―. Yo me desnudo primero, no te apures.
En cuanto vio que me quité toda la ropa dejándola sobre la cama, pareció sentirse más seguro; se sacó las zapatillas con los pies, desnudó su torso cubierto en parte por su vello oscuro y se arrancó los pantalones quedando su cuerpo entero a mi vista. ¡Magnífico! Mejor de lo que había podido intuir en el bar.
―¡Me encantas! ―dije intentando no mirarlo demasiado para evitar su rubor―. Siéntate ahí; quiero quitarte yo los calcetines.
―¡Que no! ―protestó dando un paso atrás como un niño―. Yo me desnudo.
Se quitó los calcetines y el reloj y me miró en silencio:
―¿Y ahora qué?
―¡A la ducha los dos!
Entramos en el baño y abrí el agua caliente para que se hiciera algo de ambiente cálido. Luego, mirándolo fijamente aunque apartaba la mirada, moví mi mano derecha hasta posarla en su nalga; mi izquierda se posó sobre su pecho recorriendo el rio de vello leve que bajaba hasta su pubis.
―¿Te importa si te enjabono yo? ―preguntó.
―¡No! ¡Claro que no! Pero me dejas que yo te enjabone.
―A lo mejor nos vamos a entretener demasiado ―apuntó― y si tienes que madrugar…
―¡No, Rafa, no! Mañana no trabajo. Me toca guardia un sábado sí y otro no. Si tampoco tienes que madrugar… no hay prisas.
―¿Adónde voy yo tan temprano? Con avisar a mi madre para que no se asuste…
Jugamos a un poco de todo en la ducha ―a esas horas de un viernes― y acabó secándome todo el cuerpo muy lentamente; como recreándose en lo que hacía. No me moví, para satisfacer su deseo. Acabamos metiéndonos desnudos en la cama ―sin comer ni beber nada― para volver a llenar nuestros cuerpos de humores y segregaciones del uno y del otro. ¡Por fin pude comerle algo! Fue delicioso poder hacerlo clavando mi mirada en el cerúleo de sus iris.
Caí a su lado derrotado, quizá algo ebrio todavía de vino y placer, para acabar durmiéndome sin darme cuenta de que aún nos estábamos besando.
Abrí los ojos al oírse un trueno y ver ya algo de luz por la ventana. Rafa no estaba allí, así que fui corriendo desnudo a mear, porque no aguantaba, y encontré el baño perfectamente recogido. Igual encontré la cocina, que la dejaba siempre hecha un desastre. Pensé un poco y me asomé a la entrada para ver si estaba su ropa. ¡No! ¡No estaba! Y tampoco estaban mis llaves…
No sabía nada de él; no tenía su teléfono… Solo podía esperar a que llegara la tarde para ir al bar a buscarlo. Volví al dormitorio asustado para averiguar dónde tenía la copia de las llaves, vestirme y poder salir de casa. Quizás me pasaban esas cosas por meter allí a un extraño.
Solo me había puesto unos calzoncillos y una camiseta cuando me pareció oír algún ruido en la puerta. Tiré de una camisa limpia y me la fui poniendo mientras recorría el corto trayecto hasta la entrada.
―¡Ay, Oscar, que te he despertado! ―gimió cerrando y colgando las llaves de donde las había cogido.
―Me has asustado, ¿sabes? ¿A dónde has ido a estas horas y con la que está cayendo?
―No quería despertarte… He ido a comprarte unos churros recién hechos para desayunar. Voy a prepararte un café calentito…
―¡Ven aquí, hermoso! ―le susurré tirando de su brazo para acercarlo―. No quiero que seas mi camarero; ni que tengas que mirarme desde el lado oculto de la luna; ni nada por el estilo…
―¡Ya! Verás… es que…
―¿Qué pasa?
―Esto… ―hizo una pausa, muy dudoso―. Esto ha sido cosa de pasarlo bien una noche, ¿no? Ahora solo quería desayunar contigo. Me iré a casa a cambiarme; tengo que trabajar esta tarde, te lo juro.
―¿Pero de qué coño estás hablando, Rafa? ―exclamé confuso e irritado―. ¿Te vas y me dejas así, con dos palmos de narices?
―No quiero molestarte, ¡de verdad!
―¡Escúchame! ―le hablé con claridad―. No sé qué se te está pasando por la cabeza, pero creí que lo nuestro iba en serio. Si lo único que pretendías era que te diera gusto una noche, podías habérmelo dicho; ¡digo yo!
―¿Hablas en serio?
―¡Pues claro que hablo en serio! ―aclaré casi gritando―. Si lo que pretendías era echar un polvo, ya lo tienes; pero que sepas que no te he buscado para follarte y adiós muy buenas.
―¡Pero si yo no valgo un duro!
―¡Anda, anda! ―suavicé mi tono―. Vamos a dejar eso en la cocina y a aclarar las cosas. ¡Venga, larga! ¿Querías echar un polvo conmigo o hay algo más? Soy yo el que tengo que decir si vales un duro o no… ¿Comprendes? Me encantas.
Se volvió despacio a mirarme con los ojos húmedos y las manos temblorosas, dejó el paquete en la encimera y, encogiéndose al oír un fuerte trueno, me habló despacio:
―¡Claro! ―musitó―. Tienes razón. Haremos lo que tú digas. A mí me gustaría…
No abrí la boca. Tiré de su mano para llevarlo al dormitorio, me puse ante él, a los pies de la cama, me quité la camiseta y los calzoncillos y empecé a tirar de sus ropas:
―¡Anda, cielo! Desnúdate para mí. Vas a hacer esto ahora, luego, esta noche, mañana… cada vez que te desee; y siempre que tú lo desees. ¡Hazme caso!
―¡Claro que sí! Lo que tú me digas. Pero te me comes esos churros, que los he comprado para ti.
―Ahora nos los comeremos ―sentencié―. De momento voy a hacerte feliz otra vez; y otra; y otra, si hace falta… hasta que salgas de ese escondite donde te me metes. No me hagas buscarte más.
―¡Te lo juro…!
―¡Eso es lo que quiero de ti! Te vas a quedar conmigo, ¿sabes? Para mí vales más que nadie y no pienso perderte. ¡Vamos! ¡A la cama!
Ya desnudo, sonriendo con timidez, se dejó caer sobre el colchón y comenzamos a besarnos. Una vez dado el primer beso, parecía confiar más en él. Tenía que sacarlo del lado oculto donde se escondía, infravalorándose o creyéndose un ser inferior; como un mero sirviente.
Volvimos a acariciarnos y quise averiguar si era totalmente pasivo o sumiso o algo así. Su timidez extrema en esa situación no me dejaba ver más allá de su sonrisa. Le di la espalda, levanté la pierna y tiré de él y, para mi sorpresa, noté que apretaba su cuerpo al mío, se la cogía ya empalmada y dura y me buscaba para penetrarme. Me folló con ansias. ¡Fue estupendo! Lo hizo muy bien y claramente a gusto. Suspiré aliviado:
―¡Eres mío y soy tuyo! ¡Lo que había soñado!
―¡Y yo! Haremos lo que tú digas…