El juguete del profesor
No estoy seguro de que la historia que voy a contar sea realmente mi historia, trata sobre mí, pero el protagonista no soy yo, exactamente, o tal vez sí, no sabría explicarlo. No sé cómo explicarlo, así que empezare por el principio.
No estoy seguro de que la historia que voy a contar sea realmente mi historia, trata sobre mí, pero el protagonista no soy yo, exactamente, o tal vez sí, no sabría explicarlo. No sé cómo explicarlo, así que empezare por el principio: Mi nombre es, vamos a decir, Javier, y esta historia comienza en la universidad en la que estudio.
Cursaba el segundo curso de Ciencias de la Actividades Físicas y el Deporte, aquí en Madrid y, si, si os lo estabais preguntando, eso significa, para mi desgracia, que soy un chico deportista con un cuerpo que atrae, por lo que se ve, la atención de la gente que tengo alrededor. Siempre he sido de estatura más bien alta, y comencé a practicar halterofilia a los quince años, en parte por la insistencia de mi médico a corregir mis posturas corporales, que se habían vuelto algo irregulares debido a lo acelerado y poco uniforme de mi crecimiento cuando era un chaval. En los años que estuve en el instituto alterné mi preparación de halterofilia con mi afición a la natación, a los dieciséis años, había desarrollado ya un cuerpo torneado, de músculos bien desarrollados y definidos.
Naturalmente, este tipo de cosas le hacen ser a uno el centro de atención en ese contexto, las chicas babeaban por mí y los chicos me odiaban, por todas partes corrían rumores de que me metía esteroides y cosas así, aunque no es verdad, y algunos chicos se referían a mi con desprecio que denotaba, fundamentalmente, envidia, diciendo que mis pechos eran más bien tetas como las de las tías y cosas así, debido a lo desarrollado de mis pectorales entonces.
No me importaba mucho, tampoco, es verdad que en la medida de lo posible trataba de llevar ropa ancha para disimular mis músculos y pasar un poquito más desapercibido y evitaba los vestuarios y las piscinas a menos que estuviese seguro de que no había nadie conocido por allí. No es que me avergonzara, en realidad, porque no es verdad, pero no me apetecía tener malos rollos con nadie.
Así que me centré en mis pesas, en la natación y en el estudio, quedaba de vez en cuando con algunos colegas, salía de fiesta, lo típico. Respecto a la atención de las mujeres no puedo decir que es algo que me importara mucho, tampoco, porque nunca había sentido atracción hacia ellas. Creo que he sabido que era homosexual desde los once o doce años, cuando los primeros signos de la pubertad empezaron a aparecer en mí, y mi motivación para hacer deporte puede que tuviera algo e sexual, después de todo hay algo increíblemente atrayente en un vestuario lleno de olor a hombre y chavales desnudos apenas entrando en el mejor momento de sus vidas. Creo que es algo que resulta atractivo hasta a los heteros, incluso si no tienen intención de tirárselos, puede que sea por algo de feromonas. Yo que sé.
El caso es que, como he mencionado, y sin ánimo de pareceros demasiado poco humilde, mi cuerpo me ha permitido proveerme de chicos más o menos durante todo el instituto y hasta ahora, generalmente el mismo tipo de chicos. Chicos delgaditos, de aspecto inocente y virginal que se vuelven locos cuando tienen una polla delante. Por un lado, quieren ser como yo, por otro lado, quieren tenerme delante y que me los folle. Los gimnasios están llenos y en el instituto siempre había varios de estos dispuestos a comerte la polla y que entierres tu rabo en su culito estrecho y húmedo.
Pero, como he dicho antes, esta historia comienza en mi segundo año de carrera, cuando había dejado el instituto tiempo atrás y mis entrenamientos habían adoptado un cariz de seriedad inusual. Mi entrenador creía que, a este paso, conseguiría colarme en las olimpiadas y yo me encontraba excitado ante la idea, y ante mi entrenador, todo sea dicho. El entrenador era un hombre atractivo, en torno a los treinta años pero que mantenía un rostro atractivo y un cuerpo musculado y definido, y yo me pajeaba al menos dos veces al día, una vez antes de acostarme y otra vez antes de ir a entrenar, pensando en su rabo que se adivinaba a menudo bajo los pantalones del chándal y lo bien que debía de saber.
Mis entrenamientos, lamentablemente, fueron tomando cada vez más horas a la carrera, y no pensé demasiado en ello, si tengo que decir la verdad, hasta que no llegaron las evaluaciones. Para aquel entonces mi cuerpo he de decir que había tomado unas dimensiones asombrosas, con unos pectorales redondos y voluminosos coronados por dos pezones pequeños que colgaban sobresaliendo sobre un vientre plano de abdominales definidos. Mis hombros eran como dos pelotas enmarcando mis trapecios trabajados con dureza y mis dorsales eran gruesos y fuertes pero flexibles. Cuando llegaba el verano y me veía obligado a usar camisetas de manga corta, optaba por Hollister, Abercrombie, American Eagle, marcas elegantes que se adaptaran a mi cuerpo sin ser demasiado macarra al respecto, y observaba que muchas chicas y bastantes chicos reaccionaban de una forma casi automática. Debo decir que me hacía sentir algo incómodo, nunca me ha gustado ser el centro de atención, en verdad.
Esta historia propiamente dicha comienza el día que me reuní con mi profesor de biomecánica para revisar un examen de kinesiología, venia directamente del gimnasio y vestía una chaqueta y pantalones de chándal bajo la cual únicamente llevaba la camiseta de tirantes con la que había estado entrenando. Lógicamente, me había subido la cremallera todo lo posible para evitar ir dando el cante, pero, aun así, el chándal dejaba poco lugar a la imaginación sobre lo que había debajo.
Mi profesor era un hombre ya de una edad, pero eso no quiere decir que no fuese atractivo. La verdad es que estaba bastante bueno. Debía de tener como cuarenta y, al igual que el entrenador, mostraba un físico cuidado, pero menos del tipo fibroso definido y más del tipo oso con afición por las pesas, Estaba claro que su corpulencia era puro musculo de todas, todas, y una frondosa barba cubría su rostro dándole, junto con sus cabellos de color negro enmarañados, un aspecto feral e irresistible.
Observó mi cara en silencio mientras miraba el examen, digiriendo mi suspenso. El cabrón lo estaba disfrutando, en todo el semestre había ido a dos o tres clases suyas a lo sumo.
-- ¿Qué pasa? – Preguntó con sorna -- ¿No entiendes lo que significa un cuatro?
Le miré, algo aturdido.
-- Tío, lo siento –Le dije. No sé por qué me salió llamarle “tío”, resultó ser un tremendo error – Tu sabes que yo controlo de esto.
El profesor se encogió de hombros.
-- Ya se ve, por eso has suspendido – Dijo – Supongo que estas tan ocupado levantando pesas que te has olvidado de cómo hay que hacer para levantarlas.
--Pero, mi entrenador… --Dije
-- Mi entrenador, mi entrenador – Repitió el, imitándome -- ¿Te crees que eres el único con vida fuera de aquí o qué? Cuando yo estudiaba jugaba en el equipo de rugby y entrenaba en el gym 4 horas al día, y aquí estoy.
Reconozco que no supe que decir.
-- Oh, ya lo veo – Dijo el profesor – Te preocupa tu preciosa beca de deportista de alto rendimiento.
-- Pues si – Dije – Lo cierto es que sí.
--¿Y qué quieres que haga yo? – Preguntó el, con falsa paternidad – Es un examen tipo test, es lo que es.
-- Algo se podrá hacer – Dije yo, sin pensar en lo que decía – Las actas cierran en una semana, pondrán lo que tú quieras.
El profesor suspiró.
-- Como son los chicos de hoy en día, todos esperan que los demás siempre les den todo hecho – Dijo – Por alguna razón creo que estás en la idea de que me iba a jugar un marrón por tu cara bonita. Aunque lo cierto es que estas bueno, y tienes una cara muy bonita.
Aquello sí que me dejó de piedra.
-- Cierra la puerta – Dijo el profesor – Veremos a ver qué podemos hacer.
Obedecí, no sé por qué lo hice. No debería haberlo hecho, debería haberme ido y aceptado mi suspenso como un hombre, porque, además, sabía lo que iba a ocurrir a continuación. En el fondo, creo que deseaba que ocurriese lo que ocurrió.
-- Quítate la camiseta – Dijo, autoritario, una vez que hube cerrado la puerta, aunque en su voz se podía sentir la excitación.
Me quedé un poco parado, pero hice lo que me ordenó, me desabroché la chaqueta del chándal y la dejé sobre la silla, quedándome únicamente con mi camiseta de tirantes, fina y sudorosa, adherida a mi cuerpo como una segunda piel. El profesor soltó un silbido.
-- Estas más bueno de lo que parece – dijo, y se acercó a mí.
Las manos del profesor comenzaron a recorrer mis brazos, acariciaron mis bíceps y recorrieron las oquedades de mis tríceps con suavidad, haciéndome sentir cada momento. En aquel momento no sabía qué hacer, y me quede quieto como una estatua.
-- Tienes unos brazos ideales – dijo – podría usarte en clase como ejemplo del perfecto atleta.
Su mano se posó entonces un poco más arriba de mi entrepierna y mi polla debo decir que dio un salto. La mano comenzó a subir entonces bajo mi camiseta, levantándola a su paso, recreándose en la definición de mis abdominales, podía sentirle atrás de mí, en mi espalda, respirando excitadamente en mi oído. Aquella situación me producía una excitación rara.
--Por no hablar de tus tetitas – me susurró al oído.
Su mano alcanzó mi pectoral derecho bajo la camiseta y empezó a amasarlo como si fuesen las tetas de una tía, con su dedo pulgar rozando mi pezoncito, recorriendo la areola en círculos, provocándome un placer indescriptible que me hizo gemir, y, cuando me di cuenta, mi cabeza estaba apoyada sobre su hombro mientras sus dedos trabajaban mis pezones a dos manos con la camiseta a la altura del esternón.
-- No pensé que fuera a ser tan fácil – Dijo – Que tetitas más ricas, tu chico debe de estar muy contento.
-- No, no tengo novio – dije, entre jadeos.
-- Normal – dijo el, sin dejar de prestar atenciones a mis pezones con sus dedos, apretándolos, rozándolos, pellizcándolos con dulzura – Vas por ahí dando esa imagen de machito deportista, nadie diría que te van las pollas. Hace falta un ojo entrenado para ver la zorrita que llevas dentro, lo sé, lo supe desde el primer día que te vi.
Conseguí entonces deshacerme de su hechizo y me liberé de sus manos al oír aquella palabra.
7—Vale, puede que me gusten los tíos –Dije – Pero no soy ninguna zorrita, puedes preguntarles a todos los tíos a los que se la he clavado, puedes preguntarles como pedían más de esto.
-Me agarré la polla para darle más énfasis a lo que estaba diciendo, pero al garrulo de mi profesor solo parecía divertirle aún más.
-- Vamos, deberías ver como estabas entre mis brazos – Me dijo, con dulzura – Lo es desde la primera vez que te vi, con ese culito redondo y esas tetitas de zorra, mirándome embobado en clase. Estas hecho para recibir polla, no te engañes tratando de convencerte a ti mismo de que eres un machito que está por encima de sentir el culo lleno de un hombre de verdad.
Aquello me hizo sonrojar violentamente ¿Cómo es posible que aquel cabron se permitiera el lujo de hablarme de aquella forma tan denigrante?
-- Examina tus sentimientos, sabes que es verdad.
Se encogió de hombros.
-- En cualquier caso, como tú has dicho, puedo ponerte la nota que me salga de los cojones – Dijo – Mas te valdría tenerme contento.
-- ¿Y qué es lo que quieres? – Pregunté, con algo de rabia.
-- No gran cosa – Dijo-- solo que me la chupes.
-- ¿Solo eso? – Pregunte, incrédulo, aunque en el fondo creo que fui ingenuo.
-- Solo eso – Dijo – Y tendrás un ocho. Además, no es nada que no hayas hecho ya, ¿No?
Me sonrojé ante aquel comentario, es cierto que había comido unas cuantas pollas en mi vida, pero no me gustaba que me lo dijesen de aquella forma.
-- ¿Hay trato o no hay trato? – Dijo el profesor.
-- Hay trato – Dije yo, con cierta desgana.
El profesor sonrió con chulería y se sentó en su sillón con las piernas muy abiertas, se podía observar el bulto de su rabo en sus pantalones vaqueros mientras me miraba con ojos repletos de vicio.
Me arrodillé entre sus piernas y comencé a sobarle el paquete suavemente, con cierta desgana.
-- Vamos, que tampoco es para tanto – Me dijo, acariciándome el pelo – Venga, putita, sácala…
-- No me llames eso – Dije, y comencé a desabrochar sus pantalones, rebuscando hasta encontrar aquel trozo de carne grueso y caliente.
Reconozco que era una polla preciosa, gorda, recta, con un capullo rojizo que se descapullaba solo con la erección, jugoso, húmedo. Le pajee un poco, disfrutando de los olores que despedía, pero el calzoncillo debía de estar presionando la base, incomodándole, porque el resopló y se levantó para bajarse más los pantalones y los calzoncillos, que cayeron sobre el suelo con el cinturón haciendo un sonoro tintineo.
Me agaché sobre su polla y comencé a lamerla. Ocurre algo increíble cada vez que me meto una polla en la boca, me vuelvo loco. Me encantan las pollas, aunque en esa ocasión intenté controlarme, no quería darle la razón quedando como una zorrita adicta a las pollas delante de aquel cabronazo, pero ese sabor jugoso en mi lengua resultaba indescriptible. No podía dejar de lamer aquel falo, mientras el cabron de mi profesor jadeaba y gemía susurrándome guarradas.
-- Así es, puta – Me decía – Come, zorra, que se nota que te gusta.
Debo reconocer que me estaba poniendo cachondo, a mi pesar, con ese tipo de comentarios. Mamé aquel rabo con dedicación durante mucho rato, pasando mi lengua por todos los recovecos posibles, dando círculos a su enorme capullazo, sorbiendo el precum del mismo agujerito de origen como si fuese un néctar de dioses.
-- Que zorra eres – Dijo el – Deberías verte desde aquí.
Extendió una mano hacia mi pectoral y comenzó a amasarlo como si fuese una teta de una tía, apretándolo, masajeándolo, rozando mi pezoncito con su pulgar. Yo me volvía loco mientras lamía ese rabo, notando sus dedos en mis tetitas, estimulándome. Envolví su capullo con mis labios y comencé a darle una mamada intensiva, frotando su capullo contra mis mejillas, contra mi paladar, contra mi lengua, simulando un coñito jugoso con mi boca. Él lo notó y empezó a bufar como un toro, soltó mi teta y me agarró la cabeza, comenzando un mete y saca suave, follándome la boca despacito.
-- Si, así, puta – gemía el profesor – Traga rabo, gánate el notable, zorra.
Extendí la lengua para que aquel rabo enorme cupiera mejor en mi boca y este la recorría como un carril, su capullo quedaba estimulado por debajo con el roce de mi lengua y por encima con el de mi paladar, y note que comenzaba a coquetear con mi campanilla. Nunca llegue a comerme un rabo tan grande que me diera arcadas, pero aquello me asustó un poco.
Él lo debió de notar también, porque me agarró más fuerte y comenzó a follarme la boca con más dureza, lanzando gruñidos e insultos con cada estocada mientras sus gordas pelotas golpeaban mi barbilla y la baba mezclada con pre-cum caía sobre mis pectorales y abdomen.
De pronto, noté como algo se hinchaba en el interior de mi boca y comenzaba a descargar un líquido blanco sobre mi garganta, e hice amago de tragar, pero en lugar de los típicos trallazos de lefa era más bien un chorro continuo, a punto de que por un momento pensé que se estaba meando en mi boca, hasta que noté el sabor inconfundible de la lefa en mi lengua.
Entonces el sacó su polla, la restregó contra mis mejillas para limpiarse los restos de saliva y semen de su capullo y se la guardó en sus pantalones.
-- Ya tienes tu aprobado – Me dijo, tirándome mi ropa – Vístete y esfúmate de aquí, puta.