El juguete de Tomás

Así me convertí en el objeto de un enfermo mental, en su juguete.

EL JUGUETE DE TOMÁS.

Fue hace a penas un par de meses que encontré trabajo. Siempre me he dedicado a la asistencia privada de ancianos que, por alguna razón, no pudieran valerse por sí mismos y hace poco más de dos meses que falleció el último al que estaba asistiendo.

Ni diez días habían pasado cuando me llamaron ofreciéndome mi actual empleo.

Era algo distinto a lo que yo estaba acostumbrada; quien necesitaba mis cuidados no tenía ningún tipo de enfermedad o invalidez física, sino mental. Una especie de autismo que había mermado su capacidad de relacionarse con el mundo que le rodeaba, aunque físicamente fuera perfectamente capaz. Aún así, no parecía un trabajo duro; el chico era pacífico y no daba demasiados problemas, así que, después de conocerle, acepté a quedarme interna y hacerme cargo de él.

Lo primero que me llamó la atención al ver a Tomás fue su amplia complexión y su buena forma física. No sé, uno siempre se ha imaginado a un enfermo mental como alguien débil e indefenso físicamente, pero no. Por lo visto, por prescripción médica, Tomás seguía una rutina de ejercicios que desde ahora yo tenía que dirigir y eso le llevaba a estar en forma. Además de eso, si no fuera por la mueca enajenada en su cara, se podría haber dicho que Tomás era incluso guapo.

Es difícil calcular la edad de alguien cuando tienen una mirada ausente y un gesto ido, pero, así a voz de pronto, se me ocurrió que pudiera rondar los 20.

Yo rondo los 30.

He de reconocer que no me costó ningún trabajo hacerme con mi nueva vida; la casa en la que habitábamos tan sólo Tomás y yo contaba con todas las comodidades y él no daba demasiada guerra. Él permanecía impasible ante mí y yo, después de sorprenderle un par de veces masturbándose sin que mi presencia le incomodara, ya me había acostumbrado a que actuara como si yo no existiera. En el aspecto sexual, las personas con este tipo de padecimientos son como bebés; satisfacen sus necesidades en el acto sin importarles dónde estén o con quién. Y en el particular caso de Tomás, el apetito sexual debía ser grande, pues no eran pocas las veces al día que se aliviaba.

Fue una noche difícil la que se me ocurrió la idea más estúpida que he tenido en mi vida y la que me ha llevado a esta situación en la que me encuentro;

Tomás había estado todo el día algo raro, quejoso, apesadumbrado. Algún malestar físico debía tener porque se quejaba con cualquier movimiento. No debía ser nada grave, quizá alguna dolencia estomacal, pero estaba claro que algún tipo de molestia tenía. Yo, siguiendo las precisas instrucciones que me habían dado los mentores del chico, llamé a su médico que le daba asistencia domiciliaria. Pero en lugar de él, al teléfono, se puso su enfermera excusando la ausencia del doctor; se encontraba en un congreso en el país vecino y no estaría de regreso hasta bien entrada la madrugada, por lo que la visita tendría que posponerse hasta el día siguiente.

En un principio no me preocupó demasiado la demora, pero a eso de las una de la mañana Tomás empezó a emitir quejidos y llantos que subían de intensidad conforme avanzaba la noche.

Yo estaba ya desesperada, nerviosa, sin saber qué hacer. No le calmaba mi voz acunándole, ni mi mano acariciándole el cabello.

Y vete tú a saber por qué extraña y descabellada asociación de ideas, se me ocurrió a mí acordarme de mi hermana que, siendo madre recién estrenada, me contaba que la única forma de callar a mi sobrino lactante cuando lloraba a media noche era enchufarlo a la teta. Y vaya si lo hice!

Si me hubiera parado un momento a pensarlo hubiera desechado la idea en el acto, por descabellada. Pero la desesperación no me dejó opción a meditarlo.

Deslicé un tirante de mi camisón por el hombro y saqué el brazo dejando totalmente al descubierto mi pecho izquierdo, pero Tomás permaneció impasible a mi gesto. Acerqué su cara a mi pezón y nada; me miró un tanto desconcertado, sin entender muy bien qué es lo que tenía que hacer. Tomás no tenía experiencias previas que le impulsaran a meter mi teta en su boca, por muy evidente que eso hubiera resultado para cualquiera. Yo, que me agobiaba la sola idea de pasarme toda la noche entre lamentos, no estaba dispuesta a darme por vencida tan pronto, así que, en otra de mis iluminadas ideas, bajé a la cocina y, ayudándome de una cucharilla, unté de miel todo mi pezón y mi aureola. Tomás nunca se había resistido a la miel, de hecho había que racionársela para que no acabara con ella a escondidas.

Efectivamente funcionó; apenas acerqué de nuevo su cara a mi teta y se percató de tan jugoso manjar, se la metió en la boca con avidez, casi con avaricia, y empezó a succionar con fuerza. Y debió gustarle el tacto de mi pecho, porque una vez acabada la miel siguió jugueteando con él, mordisqueando el pezón, toqueteándolo con las manos y jugando con su consistencia gelatinosa. Lo mismo intentaba meterlo completo en la boca que se dedicaba a tirar del pezón con los dientes llegando incluso a hacerme daño.

Yo, que no soy de piedra, comencé a excitarme, pero un ilógico pudor me impedía masturbarme delante del chico.

Tomás, por su parte, había olvidado sus quejas y estaba absorto en su nuevo juguete recién descubierto. Ya me había sacado también la otra teta del interior de mi camisón; las estrujaba y les daba golpecitos secos con la palma de la mano para ver cómo bamboleaban. Se las metía en la boca y las mordía voraz, o las lamía, o succionaba, para luego volver a apartarse y retorcer divertido los pezones o bien volver a darles guantazos que las agitaran.

No pude reprimir algún que otro gemido mientras sentía cómo mi sexo se iba deshaciendo de pura excitación. Ser el juguete de un niño grande me estaba provocando una extraña sensación que se traducía en el charco que impregnaba mi braguita.

Además de divertirlo, mis tetas también excitaron a Tomás que, sin ningún tipo de pudor, se sacó el miembro empalmado y comenzó a masturbarse prácticamente encima mía mientras mordía, chupaba y estrujaba hasta correrse salpicando parte de su esperma en mi pierna. Eso hizo que me sintiera humillada, lo que, incomprensiblemente, me excitó aún más.

Fueron varias horas las que estuvo Tomás entretenido con mi pecho y masturbándose hasta quedarse dormido sobre él. Lo aparté con cuidado para no despertarlo y me fui a mi cuarto. Me encontraba agotada y tenía en los muslos y el camisón regueros de su esperma y las tetas enrojecidas y realmente doloridas, tanto que incluso el roce del camisón me molestaba. Y aún así estaba encharcada como una perra tras toda la noche conteniendo la excitación.

Me masturbé. Me estuve masturbando hasta que por la mañana empezaron a entrar los primeros rayos del día. Incesantemente y con cierta furia, provocándome orgasmos que acompañaron a mi continuo lagrimeo, fruto de la humillación que me suponía sentirme puta.

Me costó afrontar el día siguiente, levantarme de la cama con la mala conciencia que, tras meditar en frío, tenía de la noche anterior. No quería mirar a Tomás a la cara porque tenía la sensación de que, de alguna manera, él era consciente de la situación y me miraría con cierto matiz de reproche. Nada más lejos de la realidad. La mirada de Tomás esa mañana era tan hueca e indiferente como la de cualquier otra mañana, por lo que perdí todos mis reparos a medida que avanzaba la mañana con total normalidad. Incluso me puse de buen humor tras la visita del médico, que confirmó mis sospechas de que lo que Tomás tenía era una cierta molestia provocada por una mala digestión que pasaría en apenas unas horas.

No fue hasta la noche que fui consciente de lo que había desencadenado. Andaba yo, como todas las noches a esa hora, ayudando y supervisando a Tomás al acostarse cuando, sentado él en la cama mientras yo le desabotonaba la camisa, asió mi teta izquierda por encima de mi ropa. Mi inmediata reacción fue apartarle el brazo, pero él insistió sin hacer caso a mi réplica. Otra vez lo rechacé, apartándome ahora varios pasos de él, a lo que respondió levantándose tras de mí para alcanzar su objeto de deseo. No entraba en sus cortas entendederas la opción de que le pudiera ser negado algo que la noche anterior se le cedió con tanta generosidad, y yo me sentí culpable. Así que me desabotoné la camisa y dejé mis pechos todavía enrojecidos de la noche anterior al descubierto para que los manipulara a su capricho, aún a sabiendas de que no hay dos sin tres y éste gesto supondría concederle el derecho de disponer a su antojo de mis tetas.

Una vez se hubo metido en la boca mi lacerado pezón, no sin un gesto de dolor por mi parte, se repitió la escena del día anterior; chupó, mordió, cacheó, se masturbó… y yo, su juguete, me volví a excitar como una perra.

Esta situación empezó a convertirse en un constante; cuando a Tomás le apetecía, ya fuera día o noche, se apoderaba de mis tetas. Yo había dejado de llevar sujetador y él había ya aprendido a hurgar entre mis ropas y sacarlas, a lo que yo no le ponía resistencia alguna.

Después de los primeros días, mis pechos se habían acostumbrado a sus enfáticos magreos y muerdos y habían pasado de estar hinchadas, enrojecidas y doloridas a estar tremendamente sensibles y excitables. Y a mí, cada vez me resultaba más difícil contener mis impulsos sexuales delante del muchacho. Hasta que volví a cagarla.

Ese día estaba yo cenando cuando a Tomás se le antojó mi pecho. Por esos entonces yo ya empezaba a darle prioridad a los caprichos del muchacho, por lo que, como ya hiciera otras veces, cuando Tomás introdujo su mano por mi escote y me agarró exigente la teta derecha, inmediatamente yo me despojé de mi parte de arriba y me recosté en el sofá dejándole hacer, apartando a un lado mi cena.

Siempre que Tomás me avasallaba sin pedir ningún tipo de permiso yo estaba excitada, pero esa excitación se incrementaba si en ese momento yo estaba en alguna labor que tenía que interrumpir, y eso de quedarme sin cenar por someterme a sus caprichos era algo que me hacía sentir sucia, utilizada e, incomprensiblemente, muy excitada.

Y en esa ocasión no pude soportarlo y se me cruzaron los cables: cuando Tomás sacó su miembro erecto para masturbarse, como era su costumbre, se me hizo imperiosa la necesidad de que me llenara, de que matara por fin mi deseo. Así que, quitándome las bragas, retiré la mano que ya empezaba a agitar su miembro y me senté encima de un desconcertado Tomás, clavándome su polla de un tacazo y aliviando así, a base de violentas sacudidas, mis ansias sexuales en un intenso orgasmos que fue seguido del suyo. Debí pensar que esa acción también crearía precedente.

Y en efecto. Ni quince minutos habían pasado cuando Tomás, fascinado por su nuevo descubrimiento y olvidándose esta vez de mis tetas, se echaba encima de mí aprisionándome contra el sofá y, dirigiendo su polla con la mano, buscaba a tientas el agujero en el que hace un rato se había corrido para meterla violentamente sin ningún tipo de contemplación hacia mi cuerpo menudo. Tardó en correrse. Estuvo un buen rato dando empellones que me sacudían violentamente sin que yo pudiera (ni quisiera) hacer nada por evitarlo. Yo me sentía una muñeca inerte en sus manos, ahora más que nunca un juguete para su disfrute, humillada hasta el ridículo y ridículamente excitada.

Y aún más creció mi humillación cuando hubo terminado conmigo y quedé postrada en el sofá, con la única vestimenta de mi falda enrollada a la cintura y su esperma chorreando por mis muslos mientras él, lejos de mirarme con excitación, lujuria o incluso prepotencia, mantenía esa mirada hueca e indiferente que me hacía darme cuenta que para él, yo valía menos que nada. Pero lo más humillante era que eso me excitara y no quisiera atajarlo. Y no lo hice. Aunque todavía no había tocado fondo.

Fue dos días después cuando lo hice (tocar fondo, digo).

Esa noche dormía profundamente. Habían sido dos días intensos, en los que Tomás no había cesado de follarme violentamente cada vez que le venía en gana sin controlar la fuerza que su juventud y su forma física le conferían. Yo estaba agotada y sumida en un sueño profundo cuando me despertó un dolor indescriptible.

Tardé unos segundos en ser consciente que el peso que me oprimía era Tomás, que yacía sobre mí, y también tardé en ubicar ese intenso dolor en mi ano.

Me agité.

Esta vez si intenté desembarazarme de él, que a su vez empujaba su miembro al interior de mi lastimado agujero anal haciendo caso omiso de mis quejas y mis sacudidas.

No fue una violación anal consciente, eso desde luego; Tomás no tenía esa capacidad de premeditación. Fue, simplemente, que, siguiendo la tónica de los últimos días, le apeteció hacer uso de mí y, en el tanteo previo a su envite, y facilitando mi sueño el hecho de que mi esfínter estuviera relajado, erró en su puntería y su polla se hundió en mi culo.

Dolía. Dolía mucho. Yo gemía lastimosamente mientras él se movía en mi interior y me aprisionaba con su cuerpo para que no me escapara. Humillada y vergonzosamente excitada. Y mientras me enculaba, empecé a decirle llorosa con la voz entrecortada:

Dime algo. Por favor. Dime al menos que soy una puta. Dime que harás conmigo lo que se te antoje, que no soy para ti más que un objeto, y que soy tan puta que no haré nada por evitarlo, pero al menos dime algo… por favor… por favor… dime que haré sin rechistar lo que me digas

Era inútil esperar más respuesta que su mirada indiferente y sus empellones cada vez más violentos en mi culo. Yo ya no me agitaba, tan sólo gemía de placer y dolor a la vez. Hasta que se corrió.

Y fue ahí donde, como dije, toqué fondo; cuando se hubo separado de mí pude haber terminado con esto para siempre renunciando al trabajo, pero en lugar de eso, extrañamente agradecida, me arrodillé ante él, que estaba sentado en la cama y empecé a lamerle suavemente la polla limpiándola de los restos de esperma.

Le gustó.

Le gustó tanto que empujó mi cabeza haciendo que me tuviera que meter su polla por completo en la boca, lo que le gustó aún más. Así que siguió empujando al darse cuenta de que podía manipular el ritmo de mi mamada presionando mi cabeza.

Yo, ya entregada totalmente a sus antojos, quise facilitarle la tarea y me separé un momento de él para hacerme una coleta. Otra vez volvió a mirarme con el desconcierto de quién no sabe muy bien lo que hacer, hasta que yo, despojándome ya por completo de mi dignidad y asumiendo que desde ese momento no sería más que lo que él quisiera hacer conmigo, guié su mano y la aferré a mi cabello, mostrándole que la forma más eficaz de manejarme era tirando de mi pelo.

Aprendió al momento, porque inmediatamente llevó mi cabeza de nuevo hacia su polla y me obligó a tragarla entera, para luego, a base de tirar de mi coleta, manejar mi cabeza hacia arriba y abajo follándose con mi boca. Yo, arrodillada y manipulada, había aceptado mi condición de objeto y sólo quería ser usada.

Su corrida me vino de improviso y su semen borboteó en mi garganta hasta casi atragantarme llenándome la boca y resbalando por la comisura de mis labios. Y entonces Tomás cesó el movimiento y tiró de mí apartándome sin ningún cuidado y dejándome tendida en el suelo con un fuerte tirón de pelo. Y hecho esto, se fue a su cuarto con su habitual mirada hueca e indiferente.

Mi vida ha cambiado totalmente. Yo soy ahora su puta.

Sin que él sea consciente le pertenezco y estoy dispuesta a que me use a su antojo, sin condiciones. Él tiene disponibilidad total de mi cuerpo, sea día o noche, esté yo haciendo lo que esté haciendo.


Me escuece el coño. Ahora, mientras escribo, me escuece el coño y tengo el ano abierto y dolorido.

Hoy, a consecuencia de una nueva medicación, ha andado todo el día empalmado y no ha cesado de usarme.

Estoy desnuda y tengo restos de semen seco en la cara interna de mis muslos, alrededor de mi dilatado ano y en la comisura de mis labios.

Él duerme, seguramente agotado del esfuerzo.

Yo espero, impaciente y segura de que, en cualquier momento, mi dueño y señor aparecerá por la puerta y dará un tirón de la coleta que peina mi cabello.