El juego de mi supervisora

Un relato real de una situación bastante comprometida en la que me vi envuelto y en la que los pies juegan un papel fundamental...

Este relato, aunque pueda en algunos momentos parecer inventado, es rigurosamente cierto y real. Me ha salido bastante extenso, pero he querido describir los detalles de la situación al máximo para que os podáis hacer una idea lo más aproximada posible.

Hace unos años, yo trabajaba en una empresa de informática y durante una temporada me tocó formar parte de un equipo de desarrollo que trabajaba en casa del cliente. Éramos un equipo reducido, por lo que la relación directa con nuestros supervisores era algo muy habitual.

Entre estos supervisores estaba Carmen.

Carmen era una mujer de unos treinta y pocos años (yo, en aquella época, tenía más o menos esa edad también). Era morena, con media melena de pelo ondulado, ojos claros (indefinidos entre el azul y el verde), más o menos sobre el 1,60 de estatura y un tipo que, sin ser nada del otro mundo, podría considerarse como atractivo.

Carmen tenía un par de costumbres muy marcadas. La primera, que era muy dada a acercarse a cualquiera de los programadores y con el pretexto de supervisar el trabajo que estábamos realizando en ese momento, colocarse justo a nuestra espalda para observar lo que se veía en el monitor. En esas circunstancias, no era extraño que apoyara sus manos en nuestros hombros o que sus pechos rozaran en nuestra espalda. Si bien había gente a la que estas acciones les ponían particularmente nerviosos, creo que ninguno de nosotros le dábamos mucha importancia, ya que era una práctica habitual en ella.

Otra de las costumbres que tenía Carmen era la de descalzarse y jugar con los zapatos apenas se sentaba en una silla. Yo tenía una pequeña mesa de reuniones enfrente de mi sitio, donde solíamos sentarnos a comentar temas relacionados con el proyecto. Carmen casi siempre se sentaba de espaldas a mi cuando se reunía con otras personas, lo que me había dado muchas oportunidades de recrearme con la contemplación de aquellos pies tan juguetones.

Un día (Viernes, concretamente), el departamento estaba casi vacío. Había mucha gente que el Viernes por la tarde ya no trabajaba y apenas quedábamos seis o siete personas en toda la planta.

Yo estaba acabando de compilar unos programas cuando Carmen se acercó. Como ya era su costumbre, se situó a mi espalda.

Apoyó su mano izquierda en mi hombro izquierdo y acercó tanto su cabeza a la mía mirando el monitor, que su pelo rozó mi mejilla y me impidió la visión de lo que tenía en pantalla.

Mientras me preguntaba cómo llevaba el trabajo, rodeó mi silla y se apoyó en mi mesa. Sin llegar a sentarse del todo sobre ella, pero casi, casi.

Le expliqué cómo estaba la situación de mis tareas y ella me dijo que quería que nos reuniéramos un rato para acabar de discutir unos detalles.

Esa idea suya, pese a representar un retraso en mi hora de marcharme (si la evolución del proyecto lo permitía, los programadores tampoco trabajábamos los Viernes por la tarde) no me llamó demasiado la atención porque estas reuniones convocadas con apenas cinco minutos de antelación, eran bastante frecuentes.

Apagué mi máquina, cogí mi libreta de apuntes, me levanté y ocupé un sitio en la mesa redonda que tenía frente a mí.

Esperé unos instantes leyendo los apuntes de reuniones anteriores cuando Carmen se acercó a mí.

  • No. Aquí no. Dentro de un momento vendrá la gente de mantenimiento y serán un estorbo. Mejor vamos al despacho de Santiago – dijo.

Eso sí que me extrañó. Santiago era el Jefe del Departamento y, como tal, tenía un despacho en la entrada de la sala. Pero teníamos terminantemente prohibido usarlo en su ausencia, debido a algunos problemas de tiempo atrás, cuando era usual celebrar reuniones allí.

Yo no dije nada y me limité a levantarme y seguirla pese a lo irregular de la propuesta.

Ella era empleada de la empresa (yo sólo era un externo) y, además, mi supervisora. No sería yo quien le recordara lo que se podía o no se podía hacer en su empresa.

Llegamos al despacho de Santiago, abrió la puerta y me cedió el paso. Al final del pasillo pude ver cómo la chica de recepción apagaba su monitor y salía por la puerta de cristal saludándonos con la mano. Como ella era siempre la última en salir, deduje que no quedaba nadie más en ese ala del edificio.

Carmen entró detrás de mí en el despacho de Santiago y cerró la puerta. Yo estaba de pie frente al enorme escritorio de madera del jefe y miraba la distribución de la estancia. Hacía poco que la habían remodelado y hasta ese día yo no había entrado en ella (lo que era buena señal, porque sólo se entraba al despacho del jefe cuando las cosas no iban bien).

El escritorio, un gran sillón de cuero tras él, dos sillas de brazos para las visitas, una mesita baja, dos sillones rodeándola, una estantería repleta de carpetas y varios cuadros, constituían la totalidad del mobiliario del despacho. Una gruesa moqueta de color beige, a juego con el color crema de las paredes, cubría el suelo. Las únicas aberturas de la estancia eran la puerta y una ventana acristalada que daba al pasillo y que estaba cubierta por una persiana veneciana de lamas metálicas, que ahora estaban cerradas impidiendo la visión de lo que ocurría tras ella.

Carmen me dijo que me sentara y, como vi que ella se acercaba al escritorio también, ocupé una de las dos sillas con brazos. Ella, en lugar de ocupar la otra, se sentó en el sillón de piel de Santiago, lo que me hizo sonreír para mis adentros imaginando la cara del jefe si nos viera allí ahora y con Carmen ocupando su sacro-santo sillón

Abrí mi libreta, cogí el bolígrafo y empezamos la reunión. La charla discurrió por espacio de unos diez o doce minutos, tratando temas de trabajo, sin más trascendencia.

En ese momento, se oyó de fondo el chirriante sonido de la puerta de cristal de la recepción y Carmen se puso tensa. Se levantó, entreabrió algunas lamas de la persiana y se giró hacia mí con rostro serio.

  • Es Salazar – dijo – Y supongo que viene a ver a Santiago -.

Se llevó la mano a la boca con gesto de preocupación, meditó un segundo y se acercó de nuevo al sillón de cuero.

  • Rápido. Métete aquí debajo. Si entra aquí, tendría que darle explicaciones de por qué estamos usando el despacho de Santiago. Me lo sacaré de encima en un momento y luego nos vamos – me dijo casi en un susurro, señalándome la parte inferior del escritorio.

Yo estaba estupefacto por su ocurrencia, pero los nervios del momento (Salazar era un de los jefazos de la compañía) y la cara de preocupación de Carmen, no me dejaron reaccionar de otra forma más que haciendo caso de mi supervisora y acomodándome como buenamente pude bajo la mesa. Por suerte se trataba de un mueble muy amplio y cerrado por la parte que daba a la puerta, por lo que (excepto en el caso de que Salazar se situara por el lado que ocupaba Carmen) era imposible que me viera allí agazapado.

Justo cuando me giré para obtener una mejor postura y dejar espacio para las piernas de Carmen, que se sentó en el sillón de cuero, oí primero los pasos de Salazar en el pasillo, luego el ruido de la puerta del despacho abrirse y, por último, el vozarrón de Salazar saludando a Carmen.

Tras el saludo inicial, Salazar preguntó por Santiago y Carmen le explicó que estaba de viaje. Salazar parecía no saber nada de esa ausencia, pero ya que estaba allí (dijo), quería preguntarle a Carmen por el avance del proyecto.

Noté por un golpe en la madera que yo tenía a mi espalda, que Salazar había cogido una de la sillas de brazos y la había ocupado frente a la mesa. Afortunadamente, no le dio por rodear el mueble, con lo que me hubiera descubierto irremisiblemente.

Tras una pregunta sobre el motivo de que Carmen estuviera en ese despacho, situación de la que ella salió de forma bastante convincente aludiendo a la información almacenada en las carpetas de la estantería, Salazar empezó a preguntar por varios puntos del proyecto.

Carmen se acomodó mejor en el sillón, tal vez previendo que no podría sacarse de encima al jefe con tanta facilidad como tenía previsto.

Yo tenía frente a mí sus piernas y no podía verla más arriba del estómago, dada mi posición en el suelo y la suya en el sillón, con ambos brazos apoyados sobre la mesa. Ese día llevaba un pantalón de loneta marrón y unos zapatos beige de tacón bajo que ya le había visto en muchas otras ocasiones. Me quedé mirando esos zapatos y recordaba las veces que la había visto jugando con ellos.

La charla proseguía. Yo, dentro de unos límites, podía cambiar de postura con relativa facilidad y la gruesa moqueta me hacía de colchón, con lo que no estaba demasiado incómodo. Apoyaba mi espalda en la pared frontal del escritorio y me recostaba sobre mi costado izquierdo en el suelo.

En un momento dado, Carmen cruzó su pierna izquierda sobre la derecha y la puntera de su zapato golpeó levemente mi pecho. Entonces lo retiró de inmediato. No me hizo daño, pero el golpe me hizo dar un respingo y por un momento temí que pudiera haber hecho algún ruido y que Salazar me oyera. El jefe estaba muy enfrascado en la conversación hablado sobre plazos de entrega, así que hubiera tenido que ser un ruido muy fuerte para que él lo percibiera.

Unos segundos después, Carmen cruzó de nuevo la misma pierna y su zapato volvió a hacer blanco en mí. Yo intenté asomar la cabeza para poder ver su cara y hacerle algún tipo de señal, pero me fue imposible. Una vez más, el pie se retiró tras el golpe.

Volví a cambiar de postura tratando de dejar más espacio y vi como Carmen, por tercera vez, cruzaba la pierna. Esta vez no me alcanzó, pero observé como su pie, balanceándose delante de mí, se acercaba cada vez más como buscándome.

Llegó a tocar de nuevo mi pecho, pero esta vez no retrocedió y se quedó allí, apoyado.

Yo traté de hacerle notar a Carmen que el apoyo de su pie no era el mueble, sino yo, así que levanté la mano y la apoyé en su zapato para apartarlo de mi.

Entonces ocurrió algo extraño. Cuando ella notó mi mano sobre su pie, antes de retirar el pie de mi alcance, lo que hizo fue dar un golpe con su puntera en mi pecho. Esta vez sí que me hizo daño y acaricié con mi mano la parte dolorida, aunque ni un solo sonido salió de mi garganta. Vi cómo ella retiraba un poco el sillón y, medio de reojo, me miraba con rostro serio. Volvió a acercar el sillón a la mesa (y sus pies a mí) y una vez más, su zapato izquierdo se apoyó en mi pecho.

Yo ya no sabía qué pensar ni qué creer. El caso es que, una vez más, traté de apartar ese zapato que se apoyaba en mí, obteniendo un resultado idéntico al de hacía unos momentos: Un fuerte golpe en el pecho. Aunque esta vez, ella no me miró.

En ese punto, usando al pie derecho como ayuda, empezó a descalzar su pie izquierdo. Es algo que yo le había visto hacer multitud de ocasiones, pero que en ese momento y en esa situación, no me pareció tan excitante como en otras.

Cuando su pie estuvo desnudo, una vez más sus piernas se cruzaron y ese pie acabó apoyado en mi pecho. Mi corazón estaba ya desbocado. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué tipo de broma era aquella? El pié, apoyando apenas los dedos y la base de éstos, empezó a recorrer mi pecho.

Esta vez no me paré mucho a pensar y agarré el pie con mi mano. Ella dio un tirón y una nueva patada se lanzó hacia mí. No me hubiera hecho tanto daño como antes por golpear con el pie desnudo, pero esta vez me acertó de lleno en la boca del estómago y yo me quedé sin respiración.

Me recuperé como pude y algo en mi interior dijo "Basta". Hice el ademán de salir de debajo de la mesa. Si me veía Salazar, que me viera. No sería yo el que tendría que dar las explicaciones por estar allí escondido.

Cuando Carmen notó que iniciaba el movimiento, echo hacia atrás la silla, me miró de nuevo de reojo y con gesto grave, metió una mano bajo la mesa y con ella me hizo señas de que me quedara donde estaba.

No sé ni cómo ni por qué, pero traté de frenar mi cólera, de recapacitar y de serenarme. Aquella situación no podía durar eternamente y cuando todo acabara, ya le pondría los puntos sobre las íes a mi supervisora.

Así que volví a apoyar mi espalda contra la tabla y me dispuse a esperar.

De nuevo, vi su pie izquierdo descalzo, que se me acercaba. Esta vez no hubo ningún disimulo en su acción. Me había trasformado en una especie de reposapiés humano. El pie, ahora apoyado con toda su planta, me recorrió el tronco desde el cuello hasta la hebilla del cinturón.

Ya podéis imaginaros que mi situación en esos momentos distaba mucho de ser placentera y que estaba temiendo que Salazar llegara a oír los latidos de mi corazón, totalmente desbocado por la mezcla de preocupación, de tensión y de rabia e impotencia al sentirme como un juguete. De todas formas, por no sé qué extraños mecanismos fisiológicos, pese a que mi mente estaba aturdida, mi cuerpo no parecía estarlo y el recorrido de ese pie sobre él, provocó una erección enorme.

Dos veces, con deliberada lentitud, Carmen usó su pie para recorrer mi torso. Cuando acabó el segundo viaje hasta la hebilla de mi cinturón, el pie se retiró y se situó debajo del sillón de cuero, junto al otro.

Respiré algo más tranquilo, aunque mi cabeza seguía dando vueltas tratando de descubrir el por qué de ese comportamiento de Carmen en una situación tan comprometida. Ella no podía estar segura de cómo iba a reaccionar yo, así que era un juego suicida porque si yo me hartaba y salía de debajo del escritorio, ella se vería en un bonito embrollo. Puede que yo acabara saltando de la empresa, pero yo era un simple externo. Ella era empleada de la compañía y, además, con un cierto cargo, por lo que su apuesta era bastante más arriesgada que la mía y se jugaba mucho más en ella.

Estaba yo dándole vueltas al tema cuando observé que el pie derecho se descalzaba ahora. Ambos se levantaron y mientras el derecho se dirigía a mi pecho, el izquierdo localizaba la hebilla de mi cinturón y, en lugar de subir hacia mi cabeza como antes, bajaba un poco más para apoyarse en el bulto que provocaba mi pene erecto.

Aquello era ya demasiado.

La situación, por muy excitante que pueda parecer ahora al recordarla, se tornó realmente angustiosa.

¿Qué estaba haciendo aquella mujer? ¿Por qué jugaba conmigo de esa forma en un momento tan delicado?

Mi capacidad de razonamiento estaba ya desbordada y el suave masaje que ella realizaba con su pie derecho en mi pecho y (sobre todo) con el izquierdo sobre mi pene, no contribuían demasiado a hacerme tener las ideas más claras.

Decidí que aquello no podía seguir y cogí su pie derecho por el tobillo. Al sentirse apresada, Carmen hizo fuerza con su pie izquierdo sobre mi pene, pero no causó el daño que quería porque mi mano fue más rápida que su pie y mi fuerza mayor que la suya.

Dio tres o cuatro tirones de sus pies, aunque no lo suficientemente fuertes como para que Salazar notara ese movimiento, pero no logró liberarlos.

Así permanecimos unos instantes que se me hicieron eternos, yo con sus pies sujetos contra mi pecho por los tobillos y ella tratando de vez en cuando de aprovechar que yo aflojaba mi presión, para liberarlos.

Salazar hablaba hasta por los codos, animado por el propio sonido de su voz y, ya en un ambiente más distendido tras el rato de charla, empezó a explicar un chiste.

Un chiste.

Yo allí debajo, aguantando y este imbécil contando chistes.

Y lo más curioso es que Carmen parecía seguirle el rollo sin demostrar interés por dar fin a la conversación, lo que me hizo preguntarme aún con más intensidad el motivo del comportamiento de mi supervisora.

Salazar empezó a contar el chiste (no recuerdo exactamente cuál era, pero recuerdo con nitidez que yo ya lo sabía y que tenía bastante poca gracia). El iba relatando la situación y Carmen le seguía el juego, ahora con sus pies cómodamente apoyados en mi pecho.

Entonces, se me ocurrió una idea maquiavélica. Esperé a que Salazar acabara de contar su estúpido chiste y a que Carmen empezara a reírse (con gracia o sin ella, el empleado siempre se ríe con los chistes que cuenta su jefe) y entonces separé un poco sus pies de mi pecho, los apresé con un brazo y, con la mano libre, empecé a acariciar las plantas de los pies de Carmen.

Su reacción inicial fue la de sorpresa, que noté por un fuerte tirón, porque parece ser que Carmen tenía bastantes cosquillas en sus pies. Del tirón pasó al forcejeo mientras yo oía cómo su risa, en principio bastante contenida (el chiste era malo incluso para ella), se convirtió en verdaderas carcajadas. Salazar, satisfecho por el efecto causado por su infame chiste, reía entonces con más fuerza y yo notaba cómo sus piernas golpeaban la tabla en la que yo apoyaba mi espalda.

Carmen seguía tratando de soltar sus pies, pero no lo conseguía. Yo recorría sus plantas con la punta de mis dedos, de manera experta. Llegaba desde el talón hasta la base de los dedos. Una y otra vez. Sin dejar ni un solo milímetro sin cosquillear.

Ella empujó el sillón hacia atrás y me miró mientras reía, pero sus ojos no expresaban alegría precisamente. Yo la miré y metí mis dedos entre los de sus pies, cosquilleando esa zona también.

Aquello debió ser superior a su aguante, pues dio una especie de gritito ahogado, se dejó caer sobre el respaldo del sillón de cuero, se tapó los ojos con la mano y rió más fuerte aún, mezclándose su risa con la tos.

Tras unos pocos segundos (que podría calificar como "agónicos" para ella) en los que arañé suavemente con mis uñas por debajo de sus deditos, alternando eso con el recorrido minucioso de sus plantas hasta llegar al talón, miré su cara.

Sus ojos estaban cubiertos de lágrimas y la línea de pintura de sus ojos, parcialmente corrida, así que decidí que ya era demasiada risa para un chiste tan malo y dejé de hacerle cosquillas.

En lugar de eso (y no me preguntéis el motivo, porque ni yo mismo me lo explico), acerqué sus pies a mi boca y empecé a besarlos despacio, alternando besitos con suaves caricias de mi lengua. Procurando el máximo de caricias y al mínimo de cosquillas, aunque todavía notaba algún respingo (que no risas) cuando mi lengua alcanzaba determinadas zonas de sus pies.

Así seguí un par de minutos más, hasta que acabé por rebajar la presión de mis manos, momento en el que Carmen liberó sus pies.

Vi cómo los llevaba debajo de la silla y se calzaba de nuevo sus zapatos beige. Y entonces, pillándome totalmente de improviso, lanzó una patada con su pie izquierdo que impactó de lleno en la hebilla de mi cinturón. La sorpresa fue mucho mayor que el daño (que no fue apenas ninguno), pero me hizo pensar que no era mi cinturón lo que pretendía patear y que, de haber tenido mejor puntería, podría haberme dejado hecho polvo.

Yo estaba ya medio desquiciado por un juego en el que me veía involucrado sin pretenderlo, en el que me sentía totalmente utilizado y en el que esta especie de relación de sumisión y dominación se veía extrañamente acrecentada. Nada me sujetaba. Nada impedía que saliese de allí abajo, pero el hecho de la presencia de Salazar y toda su influencia, paralizaba mis movimientos.

Los oía charlar animadamente. Los oía reírse de ocurrencias estúpidas. Y yo seguía allí abajo. Aguantando.

Salazar seguía con su inagotable verborrea, a la que ella asentía con monosílabos de vez en cuando y el jefe no parecía tener intención de marcharse todavía (¿no tendría familia ese idiota?).

En ese punto, pensé que si se trataba de un juego, jugaríamos todos. Me auto convencí de que todo daba igual y pasé a ser yo el que marcara las pautas del juego.

No esperé siquiera a que alguno de sus pies se pusiera a tiro. Alargué mi brazo, cogí su tobillo derecho, tiré de él haciendo más fuerza de la que podía hacer Carmen para evitarlo (sobre todo, si no quería que Salazar se diera cuenta), lo atraje hasta mi pecho y le quité el zapato.

Mientras colocaba el zapato lejos del alcance de su dueña (así la dejaba sin una de sus armas), ella trató de atacarme con la otra pierna, pero sufrió el mismo resultado en ambos casos. De nuevo la tenía descalza, con sus pies apresados, con los zapatos alejados de ella (¿qué pasaría si tenía que acompañar a Salazar a la salida y éste la veía descalza?) y con sus suaves y ultra sensibles plantas a mi merced.

Me dediqué entonces a "amenizar" la reunión de mi supervisora con toda clase de "perrerías" en sus pies. Ahora acariciaba, ahora lamía, ahora besaba, ahora arañaba… siempre procurando que la sensación que ella percibiera fuera lo más insoportable posible debido a sus cosquillas.

Yo notaba cómo ella se ponía tensa, una o dos veces pude ver que se apretaba la mano contra la boca y apretaba la otra sobre el brazo del sillón de cuero, tratando (sin conseguirlo) eludir el efecto que mis cosquillas estaban causando sobre ella.

Chupé sus deditos uno a uno, dejando que mis dientes rozaran en sus laterales, y eso provocaba unos pequeños grititos que ella se apresuraba a disimular con tos, pero que por la presión de sus piernas tratando de escapar que yo notaba entonces, me indicaban que nada tenían que ver con cualquier tipo de constipado

Seguí así todavía unos minutos, esperando que ella tuviera que responder a alguna pregunta de Salazar, para hacerle realmente difícil la respuesta con mis cosquillas. Y puedo asegurar que lo estaba consiguiendo y que esos momentos en los que debía responder apenas podía contener la carcajada y el temblor de voz.

Debieron ser para ella un auténtico castigo.

Un par de minutos más tarde, tras un intento de explicar otro chiste que (tal vez pensando en la situación anterior) Carmen se apresuró a malograr, oí cómo Salazar retiraba la silla que ocupaba, se ponía de pie, tendía la mano a Carmen (yo solté entonces sus pies para permitirle que se levantara del sillón) y se despedía con una torpe disculpa por haberla entretenido tanto a esas horas.

Ella esperó de pie a que él saliera del despacho y permaneció allí de pie mientras oía el taconeo de Salazar por el pasillo. No cambió de postura hasta oír el chirrido de la puerta de cristal de la recepción.

Yo vi venir la "tormenta" (aunque ya esperaba su llegada) cuando ella apartó de un empujón el sillón de cuero, que fue a chocar contra la pared de detrás.

Mientras yo salía de debajo de la mesa, medio entumecido por la prolongada estancia en una postura forzada, oí su voz firme (aunque sin gritar) que provenía de una cara desencajada por la ira.

  • ¿Dónde has metido mis zapatos, hijo de puta? – casi me escupió a la cara.

Apenas pude iniciar al gesto de señalar con mi mano bajo la cajonera del escritorio cuando ella, con un brillo inusitado en los ojos, seguía disparando palabras sin cesar.

  • Te voy a poner en la puta calle… Y voy a conseguir que te echen de tu empresa, cabronazo… Te vas a acordar del día de hoy toda tu jodida vida -

Yo sólo la miraba serio. Veía moverse sus labios mientras ella hablaba, en un tono cada vez más alto. Veía su incesante gesticular con los brazos. Pero no oí lo que me decía. Estaba como embotado por una situación que me superaba y que no acertaba a explicarme.

La vi allí, frente a mí, con una altura que apenas me llegaba a los hombros, pero que parecía dispuesta a acabar conmigo.

El tono de su voz debió subir, porque sus ademanes cada vez se hacían más exagerados y poco a poco, su voz empezó a llegar a mis oídos.

  • y mañana mismo voy a presentar un informe a Dirección General para que te saquen de aquí… - estaba diciendo entre grandes aspavientos.

  • Bueno – pensé – Yo me iré de aquí, pero me voy a llevar un buen recuerdo de mi estancia en esta empresa -.

Mientras ella seguía amenazando e insultándome, yo me limité a agacharme, la abracé por las piernas a la altura de las rodillas y tiré de ellas hasta hacer que Carmen cayera pesadamente sobre el sillón. Mi giré dándole la espalda y aprisionando sus tobillos bajo mi brazo izquierdo y con mi mano derecha empecé a hacerle cosquillas en las plantas de sus todavía descalzos pies.

Ella gritaba, trataba de soltarse, trataba de pegarme, trataba de alcanzar algo que poder arrojarme, pero todo en vano.

Yo arañaba su suave piel con saña, tratando de que mi "despedida" fuera realmente inolvidable.

Buscaba todos y cada uno de los rincones de sus pies, prestando la máxima atención a sus zonas más sensibles para insistir en ellas.

Sus gritos se mezclaban con sus carcajadas y apenas tenía ya fuerzas para tirar de sus piernas, abandonándose cada vez más sobre el sillón, pensando tal vez que no había nada que pudiera hacer para acabar con mi tortura.

Mi mirada se posó en un bolígrafo que había sobre la mesa. Lo cogí y empecé a escribir en las plantas de sus pies.

Aquello, sin duda, hizo llegar a Carmen al límite de su aguante y un largo grito salió de su garganta. Un grito que se enlazó con una risa histérica que se acrecentaba con cada movimiento de la punta del bolígrafo sobre sus plantas.

Cuando pasé de la planta a los dedos y estaba pintando la yema del dedo pulgar, noté cómo la tensión de sus piernas se relajaba de golpe, cómo su risa se ahogaba y giré mi rostro hacia ella.

Su cara era una serie de líneas oscuras que trazaban las lágrimas arrastrando la pintura de sus ojos por las mejillas. Más abajo, una mancha oscura se hacía cada vez más grande por su entrepierna, extendiéndose por las perneras de su pantalón y goteando hasta la moqueta.

Cuando la miré, toda la rabia que podía haber sentido por ella segundos antes, se desvaneció de golpe.

Ella seguía llorando entrecortadamente, mientras intentaba a la vez de recuperar aire. Con una mano trataba de taparse la cara y con la otra, la orina que se le escapaba y que ya la empapaba de cintura para abajo.

Yo sólo acerté a bajar la vista y quedarme quieto. Casi petrificado.

Un par de minutos más tarde, que parecieron una eternidad, ella dejó de llorar y con su cara desfigurada por el llanto y el maquillaje, me miró.

  • Lo siento – fue la única y torpe disculpa que acertó a salir de mis labios.

Ella me miró fijamente. En su cara no vi tampoco el odio y la furia de poco antes.

Se limpió las lágrimas y trató de quitarse también el maquillaje que recorría su cara y que ahora manchaba también sus manos.

Yo hice el gesto de meter una mano en el bolsillo y ella, al ver moverse mis brazos, dio un respingo.

Despacio, saqué un pañuelo de mi bolsillo y se lo ofrecí.

Ella lo cogió de mi mano y soltó una leve sonrisa.

Se acabó de limpiar la cara, se sonó la nariz y dejando el pañuelo sobre el brazo del sillón de cuero, me volvió a mirar.

Esta vez, vi cómo se dibujaba en su rostro una sonrisa verdaderamente preciosa.

Yo sonreí también, aunque me costó mucho decidirme a hacerlo.

Seguíamos mirándonos cuando ella, muy despacio, levantó su pierna izquierda.

Con un movimiento que se me antojó extremadamente lento, apoyó la planta de su pié sobre la cremallera de mi pantalón.

Mi pene reaccionó inmediatamente a la presión y se dejó llevar por las caricias del movimiento hacia arriba y hacia abajo que estaba iniciando aquel bonito pie.

No dejamos de mirarnos a los ojos y sonreír, sin decir nada, hasta que los míos se cerraron un momento, fruto de la situación.

Fue el orgasmo más intenso que he sentido en toda mi vida.