El juego de las lágrimas (3)

Ismael, el verdadero novio de Carmina, llega a Madrid exigiendo una explicación coherente a su pareja. Iván sufre un principio de depresión, debido a varios factores encadenados, y decide regresar de forma definitiva a Asturias.

Don’t want no more of the crying game No quiero más del juego de las lágrimas

Don’t want no more of the crying game No quiero más del juego de las lágrimas

(The crying game) (Juego de lágrimas)

Los inicios de verano sacaron a la luz de forma inmisericorde todas las miserias sobre las que estaba construida esta aparente normalidad ficticia que llamamos presente. En los primeros días de julio, me encontré con el nada envidiable panorama de observar el creciente autoengaño y encoñamiento de mi hermana con el burguesito bisexual de Oviedo. La muy cretina se había instalado en mi piso y no tenía planes de regresar a Gijón hasta nueva orden (ya hablaba en su delirio de amor de quedarse a vivir en Madrid, supongo que en otro lugar, pues yo no estaba por la labor de tener, y, menos aún, mantener a un okupa en mi modesto apartamento de forma permanente). Y, como los problemas nunca vienen solos, el fin de semana siguiente a tan particular flechazo, se presentó Ismael en Madrid. Era la hora de cenar de un viernes por la noche, cuando llamó al telefonillo de la puerta.

Sí ¿Quién es? – pensé que se trataría de algún amigote de Iker, que se mostraba algo despegado de ellos desde que mi posesiva hermana ocupaba casi todo su tiempo libre, que, al estar ambos de vacaciones, era todo el santo día.

Hola, Iván –aquella voz grave y profunda me resultó familiar – soy Ismael. ¿Está por ahí Carmina?

Hombre, Isma, no te había reconocido – mi hermana dio un respingo en el sofá y dejó caer el mando de la televisión al suelo. Se giró de inmediato, indicándome por señas que no se me ocurriera por nada del mundo invitarle a subir. Pero yo estaba dispuesto a dar una pequeña lección a mi descerebrada hermana – Claro que está aquí. Sube, anda, que seguro que tendréis mucho de que hablar.

¿Porqué le has dicho que suba? No quiero verle ni hablar con él – miró en dirección a Iker, que simplemente se encogió de hombros, y, cobarde como era en el fondo, corrió a esconderse en su habitación, deseoso de borrarse del cuadro y de quitarse de en medio el marrón que se barruntaba por momentos.

Creo que tu verdadero novio merece una explicación de lo que sucede. Si has sido tan valiente para ponerle los cuernos a la menor ocasión, también lo serás sin duda para decirle a la cara que pasas de él y que le mandas a tomar por culo. Es lo mínimo que se merece el maromo que te ha soportado durante los dos últimos años. Una experiencia que no le deseo ni a mi peor enemigo.

Tú siempre tan simpático, Iván. Y además, es algo tan obvio que no hace falta que se lo diga. Si el muy inútil no se ha dado cuenta ya es que es retrasado mental. Hace una semana que no le cojo el teléfono ni contesto sus mensajes.

Ah, ¿si? Muy bonito por tu parte…ahora veo que ese chaval no te merece. Es demasiado bueno para ti.

Carmina iba a soltar una de sus habituales impertinencias cuando sonó el timbre de la puerta. Excusándose en que no se encontraba presentable, corrió a refugiarse en la habitación de Iker, y pidió cinco minutos para vestirse y peinarse. Después de eso dedicaría toda su atención a responder (a su manera, imagino) a las inevitables acusaciones de deslealtad por parte de Isma, que sin duda sospecharía a estas horas el pastel que le había caído encima. Cornudo y apaleado a la vez. Pobre chaval. Cuando abrí la puerta, cruzando los dedos para que no me destrozaran el mobiliario en una épica pelea de posnovios, me encontré a un pibe carcomido por las dudas y el desaliento, pero aún entero y tal vez secretamente esperanzado de encontrar una solución al repentino alejamiento de su chica.

Hola, Iván. Siento tener que aparecer así, sin avisar, pero necesito hablar con tu hermana ya mismo. No puedo soportar por más tiempo esta tensión.

Pasa, hombre. Y te recuerdo que no hace falta que te anuncies con antelación, tu siempre eres y serás bien recibido en esta casa…mientras yo viva aquí, al menos.

Gracias, cuñado –seguía llamándome por mi apelativo habitual - ¿Dónde está Carmen?

Señalé a la habitación ocupada por la pareja de adúlteros. No quise pensar lo que podría llegar a suceder si se le hubiera ocurrido abrir esa maldita puerta y encontrarse de pronto y sin previo aviso todo el percal. Se me quedó mirando de un modo extraño,de forma fija y escrutadora, lo que yo interpreté en clave acusadora

No sé lo que estás pensando, pero te aseguro que yo no he tenido nada que ver con todo esto. Las decisiones de mi hermana son exclusivamente suyas.

Ya lo sé, hombre. Sin embargo, me da la impresión de que sabes más de lo que cuentas. ¿Me estás ocultando información, Iván?

Bajé la mirada avergonzado, y escondí mi confusión dirigiéndome presuroso a la cocina. El me siguió con la mirada, y se situó en el marco de la puerta, mientras buscaba un refresco o una cerveza en el refrigerador.

¿Cerveza? ¿Coca-cola? ¿Nestea de limón?

No, gracias, no quiero nada. Sólo una última pregunta…¿con quien está hablando Carmina en la habitación?

Me temblaron tanto las canillas al escuchar eso, que tuve que apoyarme en la puerta para no desmayarme. Si Ismael descubría el pastel, como parecía inminente, estaba seguro de que la cosa no iba a quedar en un intercambio de improperios. Isma es un pibe musculado de gimnasio, un hombre deportista e impulsivo, capaz de romperle la crisma al idiota de Iker en un arrebato de celos. Esos dos se podían liar a hostias en mi propia casa por culpa del pendón de mi hermana, que parecía haber efectuado una regresión mental a la edad del pavo.

Pues…no sé. Supongo que estará hablando con alguna amiga por el móvil. Ya sabes lo pesadas que son Marta y Adriana.

No, está hablando con un pibe. Y, a no ser que tenga puesto el manos libres, yo no debería escuchar los murmullos de ese hijoputa. Además…¿no se estaba cambiando? ¿Qué hace ese tío en su habitación?

Antes de terminar su alocución, Isma ya se estaba dirigiendo a toda velocidad hacia la habitación de Iker. Tuve que emplearme a fondo y plantarme a la velocidad del rayo ante la habitación ocupada por la pareja del mes, para evitar una previsible catástrofe.

Si valoras en algo nuestra amistad, te pido por favor que no atravieses esta puerta. No arreglarías nada, y sólo pasarías un mal rato –alcé la voz para que mi hermana me escuchara - ¡Carmina! ¿Sales ya?

¡Sí, ya voy! – en el interior de la habitación se escuchó un pequeño revuelo

El rostro hasta ahora sereno de Ismael se contrajo en una mueca de dolor. Se llevó las manos a la cara, intentando no llorar.

Tú lo sabías todo y me has traicionado, cabrón. Eres un puto alcahuete, tronco. ¿Que pasa, les cobras alquiler por horas, como en un motel de carretera?¿O te has encariñado con los tortolitos y le ofreces un picadero gratis a ese mamón para que se tire a mi novia a mis espaldas? Joder, tío, no esperaba esto de ti, Iván. Yo…te admiraba de verdad, pero ahora veo que eres igual que tu hermana.

No, espera, no es como te piensas, deja que te explique

Isma se dio la vuelta y se apoyó en la pared, intentando recobrar fuerzas y tomar aliento, La sorpresa había sido demasiado impresionante. La culpa había sido mía. ¿Cómo era posible que le hubiera dejado subir teniendo en casa a los culpables directos de su situación? ¿Pero como podía imaginar que mi hermana se escondería en el cuarto de Iker y se pondrían a cuchichear como viejas pellejas?

No hay nada que explicar, Iván. A rey muerto, rey puesto, ¿no? Al fin y al cabo, a ti que más te da…- su tono no era precisamente conciliatorio.

En ese momento, se abrió la puerta de la habitación, pero sólo lo justo para que Carmina saliera y volviera a cerrar con sumo cuidado. Estaba impresionante, guapa como ella sola, con su melena rubia recogida en una coleta, un ligero toque de maquillaje (que no necesitaba por su insultante juventud), una blusa de verano de generoso escote y unos pantalones tobilleros blancos complementados con sandalias a juego. En el tobillo derecho llevaba una pulsera que le había regalado Iker días antes como prenda de amor. No me extrañaba que los hombres (los heterosexuales al menos) perdieran la cabeza por ella. Carmina sabía el efecto que provocaba en las hormonas masculinas, y se aprovechaba hábilmente de ello. Sabía manejarse bien en las distancias cortas. Pero ni todo su innegable encanto y sensualidad podían servirle para calmar la justa indignación de este toro asturiano, al que le iba a costar torear más de lo que podía imaginar en principio. Su resultona sonrisa de circunstancias se enfrentaba al fin a la cara de poker de su antiguo novio.

  • Hola, Isma…¿Cómo estás?

¿Y tú me lo preguntas? Jodido y alucinado, tía.¿Porqué no respondes a mis llamadas?

Mi hermana optó por desviar la mirada, en busca de inspiración. Decidió al fin mostrar su lado más práctico y sensato.

Es mejor que esto lo hablemos a solas – decidió al fin Carmina, en la única decisión coherente que había tomado en las últimos siete días

De acuerdo, tú decides el sitio.

¿Has traido el coche?

Sí, claro.

Bien, entonces iremos al VIPS donde solíamos cenar cuando bajábamos juntos a Madrid.

  • Como quieras. Hasta luego, Iván – no me miró al despedirse, lo que interpreté como un síntoma de mal agüero.

  • Hasta luego, Ismael.

Las semanas siguientes fueron las más estresantes de mi vida. Por un lado, tras su inevitable, pero, al menos, civilizada ruptura con Ismael, Carmina decidió pasar todo el mes de julio en mi casa de Madrid, con la socorrida excusa de que "necesitaba conocer mejor a Iker". Me pasé todo el mes intentando convencerla (en vano) de que Iker no era un pibe de fiar, y que muy pronto descubriría su lado oscuro, pero ella, enamorada hasta las cachas, se negaba en redondo a discutir la materia. Sus únicos argumentos consistían en que yo tenía manía al pobre chaval, por ser de Oviedo y por el viejo tópico que dice que todos los homosexuales deseamos enrollarnos con nuestros amigos y vecinos heterosexuales. Según ella, era muy probable que yo, sin pareja estable en ese momento, hubiese puesto mis ojos sobre el bello asturiano, y actuase tan sólo movido por los celos y la envidia. Ella sabía perfectamente que ese no era mi estilo, pero de algún modo se autoconvenció de su manida teoría. De algún modo, llevaba razón, aunque ignoraba muchos detalles sobre el particular; detalles que yo no deseaba confesarle, pues la hubiera herido sin remedio, y, conociendo el carácter de mi hermana, podría haber ocasionado un espectacular enfrentamiento a tres bandas entre Iker, ella y yo, de imprevisibles consecuencias. Pero sí era cierto que yo empezaba a estar muy pillado por Iker, de una forma irracional y suicida. Porque ¿que futuro podía tener una relación de carácter meramente sexual y morboso con el noviete de mi hermana? ¿Qué coño pintaba yo en medio de una relación entre dos posyogurines, que quizá hubiera resultado hermosa y hasta romántica, de no haber despertado yo con mi ineptitud y mi lujuria el escondido lado bisexual de mi compañero de piso? Al final, después de todo, yo era el gran perdedor de toda esta historia. Iker tenía a su novia, a la que sin duda amaba, a su manera, claro, y a mí me utilizaba de comodín sexual para experimentar nuevas y potentes sensaciones desconocidas en su relación legítima, Carmina había efectuado un exitoso plan Renove cambiando un ejemplar de pura raza astur por otro de similares prestaciones, y no quería ni oír hablar sobre los posibles defectos de carácter de su actual Romeo, y además vivía gratis y de puta madre en mi piso, haciéndome sentir que yo era el invitado en casa de la pareja feliz, y yo, en cambio, me sentía culpable de lo sucedido, y había perdido la valiosa amistad del único personaje honesto en toda esta enmarañada trama, mi "excuñado" Isma.

Para colmo de males, Iker prosiguió su estudiada doble vida, y así, no era difícil que se situara a propósito enfrente mía, viendo la tele en el salón, sabiendo como sabía de mi debilidad confesa hacia su persona, y se pusiera a morrear o a meterse mano en el sofá con mi hermana, cerciorándose de que ella quedase de espaldas a mí, lo que aprovechaba el muy cabrón para insinuarse con todo tipo de gestos, guiños de ojos y señales, dando a entender que luego proseguiría nuestra guerra particular en el dormitorio. Aquello era terriblemente humillante para mí; yo había caido presa de alguna maldición, y me resultaba imposible negarme a sus avances. Muchos días, aprovechando las horas muertas en que Carmina salía a hacer la compra o a buscar trabajo de cajera en un supermercado (porque su intención manifiesta era quedarse a vivir en Madrid, y buscar pronto un nidito de amor para compartir con su desleal compañero), Iker y yo aprovechábamos para hacer el amor de manera compulsiva en cualquier lado, sobre la encimera de la cocina, en la bañera, encima del sofá o en la propia cama donde se follaba a mi ardiente hermana por las noches, lo que le producía un morbo espectacular, aunque él, en su delirio, aseguraba que lo que le daría realmente morbo sería que yo me follara a Carmina a medias con él (nunca le tomé en consideración semejantes chorradas, propias de la excitación del momento y de su calenturienta imaginación). Yo me limitaba a cumplir el papel asignado de semental por horas, y ponerle el culo caliente a base de pollazos, consiguiendo robarle a lo sumo, algún beso más o menos apasionado, que me sabía a poco y me dejaba hambriento de amor y cariño verdaderos. Pero al menos, aunque fuera una relación ilícita e inmoral, tenía algo de él, su sexo, y con esas migajas me iba conformando. No sé cuanto tiempo más hubiera resistido esta situación tan irregular, pero es sabido que los adictos como yo son ciegos a su propia vileza, y yo no era una excepción. Lo peor es que no podía culpar a nadie más que a mí; yo había despertado la bestia sexual que el carbayón llevaba dentro, y ahora se aprovechaba y ejercía su dominio sobre mí sin ningún tipo de reparo. Yo, un abogado de carrera, un hombre hecho y derecho de 27 años, estaba a merced de un niñato de 20, y ni siquiera era capaz de rebelarme ante la evidencia.

Pero dicen que siempre hay una luz al final del túnel, y la mía apareció por el lugar más insospechado. A mediados de julio yo había entrado en un estado semidepresivo inconsciente, que había causado la alarma de mi amigo Tinín, el único que conocía todos los detalles de tan rocambolesco menage-a-trois, acudía con menor asiduidad al gimnasio, y en mi trabajo rendía cada vez menos, me distraía con facilidad pensando en mis obsesiones y se me iba el santo al cielo. Estaba a punto de pedir un adelanto de mis vacaciones o una baja por depresión, pero al final resolví esperarme como fuera hasta el 1 de Agosto, fecha oficial del comienzo de mis vacaciones anuales. Pero no fue necesario apurar el límite; unos días antes, mi jefe me llevó a un aparte, cerró la puerta del despacho para evitar fisgones y me explicó que, debido a la galopante crisis económica y a la sobredimensionada (a su entender) plantilla del bufete, se veían en la penosa obligación de prescindir de mis servicios profesionales. Vamos, que después de las vacaciones previstas, no hacía falta que me reincorporara al despacho. La noticia cayó como un jarro de agua fría sobre mis ambiciosas expectativas laborales, y fue la puntilla y la guinda del pastel a un panorama de desplome vital absoluto.

Intenté a duras penas no venirme abajo con el notición del día. Cuando llegué a casa, Carmina, como siempre sentada a horcajadas sobre el paquete de su novio (aunque de poco le servía tal marcaje, me dije para mis adentros) me sorprendió con la grata nueva de que había encontrado curro como cajera en un DIA de la zona. La deseé suerte (y paciencia, no me gustaría estar en su pellejo), y pensé sin manifestarlo que reunía todas las características precisas para triunfar en su empeño: un buen físico, para que babearan los jubilados al pasar la compra por caja, y mala hostia asegurada, para poner en su sitio a las marujas resabiadas). Me tumbé en la cama, recapacitando sobre las medidas inmediatas a tomar en mi vida, y la solución se me apareció nítida: de momento, me tomaría unas merecidas vacaciones en mi Gijón natal, y posiblemente buscaría trabajo en Asturias al llegar septiembre. La indemnización y el finiquito pendientes de cobro seguramente me permitiría vivir con holgura unos meses, por lo que viviría un par de meses en casa de mis padres y luego ya buscaría un curro digno de lo mío (o de lo que fuera) y un apartamento o estudio, con o sin vistas al mar que tanto echaba de menos. Hablaría con el casero, que vivía al otro lado del parque, y le propondría que mi hermana e Iker prosiguieran con el contrato de alquiler. Al fin y al cabo, no estaban los tiempos como para rechazar un nuevo inquilino, especialmente si venía recomendado por el anterior, religioso pagador cada comienzo de mes y poco amigo de excesos y escándalos vecinales. Quise pensar que Iker y Carmina seguirían la misma senda, pero no podía asegurarlo. En todo caso, contaban con el colchón salvavidas del papá constructor de Iker (que además era hijo único, el clásico pijillo consentido).

Cuando comenté mis planes a mi hermana y adosado durante la frugal cena, noté que a Iker le cambiaba "la color", que dicen los andaluces. Pareció tomárselo como algo personal e intentó convencerme a toda costa de que mi sitio estaba en Madrid, que no debía venirme abajo por un simple contratiempo del destino, y que con mi preparación y experiencia podría encontrar trabajo en cualquier otro bufete de la capital, aunque no tuviera el renombre de aquel que me había prejubilado a los 27 años. Mi hermana, por sus parte, egoísta hasta el fin, no vio nada malo en el hecho de que optara por volver a mis raíces; por un lado, se aseguraba de que alguien medianamente responsable (mi hermano David no entra a día de hoy en esa categoría) se preocupara por el bienestar de mis padres, ahora que ella había abandonado de forma precipitada el nido familiar, y por otro, le venía de puta madre que les cediera el uso y disfrute de un apartamento céntrico y amueblado (que tendrían que pagar desde ya mismo) donde vivir a solas y sin la molesta presencia de un tercero su alocada historia de amor; no creo que ella sospechara nada de lo que se cocía entre bambalinas entre las cuatro paredes del apartamento, porque no hubiera podido disimular su indignación, y la consiguiente reacción habría sido inmediata, y no indolora precisamente.

El sábado 2 de Agosto monté en mi Ford Mondeo, cargué mis exiguas pertenencias, y me dirigí sin falsos sentimentalismos rumbo a una nueva vida en una ciudad de provincias de la que había salido diez años atrás. No lo consideraba un fracaso completo, había aprendido y madurado mucho en este tiempo, y mi currículum vitae se había engrosado de forma notable durante mi bien aprovechada estancia en Madrid, pero de algún modo sentía que yo no pertenecía a la gran capital española. Mi relación con el madrileño Mario había terminado sin vuelta atrás posible (él ya estaba de nuevo enamoriscado, o eso me decían mis contactos de triple filo) y el nivel de intimidad con mis colegas del Foro no podía compararse ni de lejos a mi inveterada amistad con mis compadres asturianos Tino y Saúl. Y, con una decisión tan arriesgada, conseguía vencer mi mayor ligazón a la ciudad meseteña: la insana relación iniciada un mes antes con mi compañero de piso Iker; el cual, por cierto, en un gesto de lo más infantil, y muy propio de él por otra parte, se negó a despedirse de mí, aduciendo que estaba cometiendo el mayor de los dislates, que en Asturias no había futuro profesional para alguien tan formado como yo, y que acabaría mis días en algún chigre sirviendo sidra a un conjunto de "atopaus" y falando bable hasta olvidar el perfecto castellano sin acento del que ahora podía presumir. Y es que he de decir que es muy propio de algunos asturianos, como Iker y sus señores padres, despreciar el idioma propio (aunque salpiquen su "perfecto" castellano de infinidad de asturianismos, incomprensibles para un foráneo) y eso ha llevado al bable a la triste realidad actual, en que no comparte la cooficialidad con el castellano en su propio solar; los defensores del castellano se escudan en los supuestos excesos de las políticas de "inmersión lingüística" en las comunidades bilingües en que se practica tal disciplina (básicamente Catalunya, País Vasco y Galicia). Lo cierto es que el asturianu está lejos de generar la unanimidad social de los otros idiomas peninsulares, y eso juega en su contra, si bien es un idioma protegido por ley, y yo diría muy querido por la mayor parte de los asturianos (de los cuales una parte sustancial, que no mayoritaria, se expresa habitualmente en esa lengua).

A mi llegada a Gijón, ya de anochecida, un pertinaz orbayu caía a saco sobre la hermosa Noega de los satures. Me dirigí a casa de mis padres, en la calle del Duque de Rivas, a los que previamente había informado de mi llegada (que no de mis planes futuros, tiempo habría para hacérselo saber). Por otra parte, mi padre también tenía sus propias movidas laborales, con el astillero a punto de cerrar, y participaba desde hacía meses en movilizaciones y marchas, algunas de las cuales degeneraban en batallas campales con los antidisturbios. Se me partía el alma al comprobar lo que estaban haciendo con un hombre relativamente joven como mi padre, a sus 56 años, pero demasiado mayor como para encontrar otro empleo. Su única salida era pasar dos años en el paro y prejubilarse forzosamente después; toda su vida laboral desde los 18 años la había desarrollado en el astillero, que era su segundo hogar. Los trabajadores estaban en pie de guerra contra la dirección de la empresa, a la que acusaban de falsear la cartera de pedidos de nuevos barcos para llevar a cabo su confesado plan de echar a los trabajadores más veteranos (y quien sabe si echar el cierre después). Yo me uní de corazón a sus reivindicaciones, y participé a partir de septiembre en varias manifestaciones de protesta, que solían terminar en la plaza del Periodista Arturo Arias, en pleno corazón del casco antiguo de Gijón. No en vano pertenecía a la cuarta generación de asturianos políticamente concienciados, situados a la izquierda del espectro político: mi bisabuelo Simón, minero comunista de la zona de Mieres, fue de los primeros en lanzarse a la conquista de Oviedo durante la revolución de octubre de 1934, fue encarcelado después, y liberado tras la victoria del Frente Popular en 1936; durante la guerra civil, participó en el cerco de Oviedo, ciudad con la que mantenía (como yo mismo) una esquizofrénica relación de amor-odio, pero no consiguió hollar sus cansados pies en ella, como había sucedido durante la sublevación anterior, cuando fueron los amos de la calle Uría durante diez días y sus respectivas noches de ilusiones revolucionarias. Después vino mi abuelo Basilio, comunista también, que participó en la (ilegal) huelga salvaje de 1962, y que fue expedientado por ello, en plena dictadura franquista (nunca tuvo miedo a los verdugos de su patria, era un fuera de serie, como lo había sido su padre). Y por fin mi padre, Francisco, que emigró a Oviedo con 18 años, huyendo de la silicosis y el duro trabajo en la mina, y que recaló en el turbulento Gijón de los años 70, se afilió a la sección asturiana del PCE y el sindicato Comisiones Obreras, encontró trabajo en el puerto años antes de la temida "reconversión industrial", de la que se libraría el astillero naval Gijón, y se casó en 1980 con una guapa gijonesa (y cearense, para mayor fortuna), convirtiéndose en el trabajador honesto, el sindicalista respetado y el padre de familia ejemplar que daría la vida por los suyos.

Muchos cambios en mi vida habrían de sobrevenir en los meses siguientes, pero el más importante, a mi entender, no sería laboral o sentimental, sino la profunda evolución de pensamiento que me travistió de hijo pródigo y madrileño de adopción en asturiano y gijonés a carta cabal y a tiempo completo. Yo había perdido sin querer el orgullo de la tierra (no el cariño, eso nunca), y pensaba que debía vivir fuera de Asturias para "realizarme" profesional y humanamente (¿ser gay en Asturias? Me sonaba raro, aunque es tan posible como en cualquier otro rincón de la geografía española). Ahora comprobaba, anonadado, que no era necesario vivir en una gran ciudad para conseguir un empleo atractivo y bien remunerado…o para encontrar el amor de mi vida.

(Continuará)