El joven de los ojos tristes

Con este relato me inicio como autor de todorelatos. No es una experiencia real, sino pura ficción. Quizá no sea erótico en un sentido estricto del término, pero quisiera que me hicieran llegar sus impresiones y valoraciones. Gracias a todos

EL JOVEN DE LOS OJOS TRISTES

Era un día frío de invierno. Él estaba en la barra de un café de su pueblo, donde me hallaba de paso. Me pareció tan guapo, que no pude evitar mirarle con expresión de asombro mal controlada. No esperaba encontrarme algo así en un pueblo, poco más o menos que perdido en los mapas. Pero él, ajeno como estaba a mis miradas y sin siquiera apercibirse de mi presencia, bebía despacio, vino tinto a pequeños sorbos, en tanto que conversaba con un grupo de amigos, chicos y chicas, de ese mismo pueblo. Vestía una chaqueta de pana marrón, un jersey de pico granate, camisa blanca, vaquero azul de marca desconocida y, alrededor de su cuello, una bufanda de color rojo. Calzaba unos zapatos de suela de goma, tan corrientes como su ropa. Puede, así, comprenderse que no fuera, en absoluto, el conjunto de aquella indumentaria lo que me fascinó.

Me cautivó, en cambio, la personalidad de su semblante , que mostraba una frente amplia pero armoniosa, unos ojos verdes que tenían, como más tarde pude comprobar, una profundidad raras veces vista, unos labios carnosos, capaces de despertar la lujuria más dormida, unos pómulos proporcionados y una nariz grande, recta y perfecta. Su tez morena, estaba embellecida por un sol de labor y no de horas playa o de artificiales rayos uva, su pelo era lacio y negro como una sombra. Poseía una sonrisa tan seductora como imposible de describir sólo con palabras.

Al tiempo que le miraba, trataba de imaginármelo desnudo, de adivinar toda la geografía de su cuerpo. Intuía, sin gran dificultad por ser casi una evidencia, sus anchos y fuertes hombros. Sus piernas se presentían consistentes, propias de alguien acostumbrado a hacer deporte a diario o a desempeñar un trabajo duro como el que parece requerir el campo. Cuando se despojó de la chaqueta de pana y pude imaginar, aún cubiertas por aquellos vaqueros azules, esas nalgas, esos glúteos poderosos, que intuía blancos, por la ausencia de sol en esa zona de su cuerpo. Y empecé a imaginar que acariciaba nervioso su cuerpo, mientras él buscaba excitado mi boca. Temblaba sólo de pensar en ello.

Reparé entonces en su voz grave. Parecía estar entre la propia de un bajo y la de un barítono bajo, algo ronca, pero sugestiva... Pero, él seguía estando por completo ajeno a mí y demasiado absorbido por la, en apariencia, intranscendente conversación que mantenía con sus amigos. En realidad, a mi sólo me llegaban los rumores de sus voces, sin que pudiera oír frases completas, salvo alguna palabra aislada que se gritaba más que otras y, claro está, las alegres y sonoras carcajadas que soltaban a cada instante, en particular, las chicas del grupo.

Sin embargo, la trivialidad de la charla podía deducirse del propio contexto en que se producía, sin que cupiera duda alguna. Admito que no me hubiera atraído tanto si hubiese podido intuir que hablaban de economía o de política. No quería, en principio, nada trascendente o intelectual con él. Se trataba, lo confieso, de una atracción más banal, más prosaica; carnal en suma...

Aquel grupo de jóvenes, al que no quitaba ojo, lo componían tres chicas y tres chicos, incluido quien era el objeto secreto de mi deseo. En ellas, la verdad, no me fijé mucho, aunque sentía injustificados celos de la que parecía ser el centro de su atención, de sus miradas. Ellos parecían de la misma edad, similar aspecto, forma de vestir y comportarse que el hombre de mis sueños, pero, aunque también eran atractivos, no poseían el encanto, el morbo, la capacidad de seducción, que él tenía.

Me encontraba en una mesa de aquel café frente a ellos, tomándome una infusión de menta poleo y haciendo que leía con atención un periódico local del que nada me interesaba. Pero, así disimulaba un total desinterés, que no tenía, por lo que me rodeaba, como si se tratase de una película de espionaje en la que sólo yo actuase, único y exclusivo protagonista, pues los demás permanecían ajenos a ella. Él, como mucho, era mi artista invitado.

El problema residía en cómo narices acercarme y hablar con él más de dos palabras. Había pensado en preguntarle la hora. Pero, con ello, corría el estúpido riesgo de que se limitara a responderme de modo lacónico, sin dar ocasión a más conversación, lo que, claro está, no me valía; o, lo que sería peor todavía, que me contestase uno de sus amigos.

También pasó por mi cabeza dirigirme a la barra para pagar o pedir otra consumición y, con esta excusa, intentar meterme en lo que hablasen. Pero, bien podría suceder que saliera mal, que no me hiciesen ni caso e, incluso, que pensasen que era un pesado, un ser solitario de los que buscan paliar su soledad con alguna charla intranscendente mantenida con cualquier desconocido que se pusiera a tiro o que no opusiere, tal vez por educación, demasiada resistencia. Ese tipo de personas que siempre llamé "pelmas de bar", que tantas veces había sufrido en mis propias carnes.

Tenía la sensación de que no iba a encontrar una disculpa válida para dirigirme a él; al menos no sin que saliese comprometida mi imagen ante los demás. Mi única ventaja consistía, en que me hallaba en un pueblo donde no me conocía nadie, pues sólo me encontraba de paso. Pero, esto mismo suponía, a la vez, un posible inconveniente, ya que si hubiese conocido a alguien, podría haber intentado que me lo presentaran. Claro que, incluso en este caso, tendría que haberme inventado alguna buena excusa para justificar, ante la persona que le conociera, el porqué de mi deseo desmedido de ser presentado.

Pensé, por todo ello, que lo ideal hubiese sido que esa tarea tan fastidiosa la llevara a cabo algún amigo común, de una forma espontánea, sin tener que pedir nada ni dar ningún tipo de explicaciones, siempre molestas en casos como éste. No debe olvidarse que se trataba de mi atracción hacía otro hombre, de algo, por norma, casi inconfesable.

Poco después, ya próximo a caer en la desesperación, me dirigí a la barra del café, dejando sobre la mesa aquel periódico que aparentaba leer con tanta atención. Pedí al camarero el mismo tipo de vino que estaban bebiendo ese hombre que tanto deseaba y sus amigos. Mientras, trataba de poner mi atención en la conversación que mantenían. De inmediato, me di cuenta de que la insustancialidad de la misma era bastante mayor de lo que había imaginado desde aquella mesa, desde donde les había observado. Quedaría fatal con cualquier intervención que hiciese. En ningún caso, hubiere venido a cuento, pues, además, la conversación giraba en torno a relaciones personales de gente a la que yo en absoluto conocía. Por ello, hubiere resultado absurdo que tomase partido por alguien, que emitiera cualquier tipo de juicio de valor u opinión alguna sobre aquellos temas. No tenía más remedio que permanecer al margen.

Pero entonces, contra lo que la más mínima norma de prudencia aconsejaba, decidí mirarle con fijeza y decisión a los ojos. Mantuve bastante tiempo esa mirada, que expresaba de forma inequívoca mis deseos. En la profundidad de aquellos hermosos ojos, percibí no sólo que se dio cuenta de mis pretensiones, sino lo muy nervioso que ello le puso. Noté que se sintió como si, de repente, hubiere quedado desnudo ante mí y que, eso mismo, le desasosegaba a más no poder.

Confieso que sentí, por ello, un inmenso placer, una sensación sólo comparable a tenerlo ya a mi merced. Y él, quizá por querer salir, a toda costa, del apuro en que mi mirada le había puesto, me dirigió otra que pretendía expresar molestia, enfado o rechazo; pero, que revelaba también un gran desconcierto. Recuerdo que esto me asustó, pues su nerviosismo podía hacerle buscar una salida desesperada, tal como ponerme en ridículo ante todos los que se hallaban en aquel café, o llamarme "maricón" y contarles que había intentado ligarle. También, podría haber interpretado como ofensiva mi insinuación y, por ello, agredirme. Pensé que me había expuesto a un peligro innecesario.

Sin embargo, lo que sucedió a continuación fue inesperado. Ignoro qué fuerza me movió de nuevo a mirarle a los ojos, todavía con mayor descaro, intensidad y deseo. Y, por si lo anterior no fuese ya imprudente, añadí el gesto de mi lengua humedeciendo con lentitud mis labios, mientras acentuaba la intensidad de aquella inequívoca mirada. Entonces, pensé que, nada ni nadie, me libraría de la agresión que tanto temía. Pero él, pasados unos instantes de tensión, prosiguió con la anodina conversación que mantenía con sus amigos y volvió a no hacerme ni caso o a aparentar una estudiada indiferencia hacia mí.

Aunque me sorprendió, seguí mirándole, pero esta vez buscaba una respuesta de su parte; cualquiera, pero deseaba que me contestara. Ya no me conformaba con esa pretendida indiferencia, quería que se decantara, que se mojara... Pasaron unos minutos que me parecieron eternos y, cuando ya no contaba con obtener contestación alguna a mis descaradas sugerencias, vi como me devolvía aquel mismo gesto de pasarse su lengua por sus carnosos labios. No esperaba, quizá, esa señal tan evidente de su parte, pues recuerdo que me extrañó bastante. Dudé si responder. Pese a todo, cabía aún la posibilidad de que fuese una treta suya para comprobar si tenía el valor de volver a manifestar mis deseos hacia él, o para tener base suficiente para insultarme o agredirme...

A pesar de ello, estaba ya tan enloquecido por aquella pasión que de mí se había apoderado, que decidí responderle con otra mueca idéntica, en tanto miraba de nuevo a sus preciosos ojos. Pero, al mismo tiempo, acaso por la tensión que me había producido todo aquello, sentí una gran y repentina desazón, que me afectó de tal forma que, sin mucho pensarlo, una vez hube pagado mis consumiciones, salí a toda prisa del café.

Le esperé sentado en un banco de la plaza, justo frente a aquel café. Estuve allí tan sólo unos minutos, pero, por el ansia que sentía de estar con él, me parecieron eternos. Porque, aunque ya había recibido de su parte señales que pudieran expresar deseo de estar a solas conmigo, lo cierto es que aún no había acordado en firme un encuentro con ese hombre deseado, del que casi todo desconocía... Lo único que de él sabía era que se llamaba Ignacio. Lo supe, porque con ese nombre fue llamado varias veces por una de sus amigas.

Unos minutos después, cuando ya empezaba a impacientarme, él y sus amigos salieron del café. Fue entonces, justo al pasar a mi lado, el momento en que, con un gesto inequívoco, me dejó claro que le esperara allí, que pronto volvería a buscarme. Me puse muy nervioso y se aceleró mi corazón mientras pensaba que, muy pronto, estaríamos juntos y haríamos el amor. Y, aunque esta segunda espera se me hiciera eterna, sólo quince minutos después estaba ante mí, sonriéndome. Por supuesto, le respondí de la misma forma, mientras mis ojos expresaban una alegría hacía tiempo no sentida. Una vez se hubo sentado a mi lado, aunque a una prudente distancia, fue recíproco el preguntarnos por nuestros nombres. Después, se produjo un silencio. Pareció como si a los dos nos costase expresar aquello que deseábamos. Casi para romper ese extraño mutismo y, sin pensarlo demasiado, le dije:

  • No sabes lo que me ha sorprendido que me hicieras caso... Me gustas mucho y, la verdad, no esperaba ser correspondido. Es la primera vez que me pasa algo parecido con un desconocido...

Él, sin más comentario, me preguntó:

  • ¿Tienes coche?

  • No, vine en autobús, ¿porqué?

  • Porque no debemos continuar aquí los dos juntos por más tiempo. Vamos hacia mi coche, pero como si no nos conociéramos de nada... Lo he dejado cerca..., yo iré delante de ti, despacio. Iremos a un sitio donde sé que podemos estar a solas...

Así lo hicimos, fuimos hacia su coche, por separado, como si no nos dirigiéramos al mismo sitio.

Durante todo el trayecto que hicimos en su coche, estuvimos, de nuevo, callados. Pensaba en qué le pasaría por la cabeza a ese hombre tan deseado. Porque lo cierto era que, después de conseguir, al menos en apariencia, seducirle, no tenía nada claro acerca de sus intenciones. Me había metido en coche con un desconocido, que había adoptado, de repente, una actitud impenetrable y misteriosa... A mí me seguía gustando su físico, pero no parecía ser la misma persona que charlaba, de una forma tan desenfadada, con sus amigos en aquel café, donde lo conocí. Intenté, en vano, romper ese silencio, con preguntas banales que me tranquilizaran, pero él contestaba con monosílabos que no dejaban margen a conversación alguna.

Circulamos un buen rato por carreteras comarcales, hasta llegar a un lugar en el que había una casa de labor. Entonces pronunció la única frase de todo el recorrido:

  • Hemos llegado... Aquí, nadie nos molestará...

Nada más entrar en la casa, en un tono un tanto despótico, me dijo:

  • ¡Desnúdate!, coño, ¡Deprisa!, que quiero follarte...

  • ¿Tanta urgencia tienes?

  • Sí, soy joven y me gusta vivir muy deprisa...

  • A mi me gustaría que nos fuéramos desnudando, poco a poco, el uno al otro... que nos besáramos despacio, que fuéramos descubriendo nuestros cuerpos...

  • Ni lo sueñes..., yo no soy un maricón como tú, sólo pretendo satisfacerme contigo, sodomizarte. Y, para eso, es suficiente que tú te desnudes y que yo me la saque...

  • Si es sólo para eso, no cuentes conmigo...

  • Sabrás, al menos, francés, ¿no?

Le entendí a la perfección, pero me molestó tanto el tono que, en todo momento, había empleado, que le dije:

  • Hablado hace mucho que no lo practico, desde la última vez que estuve en París, aunque creo que me defendería. Escrito y leído es otra cosa...

Él, entre despectivo y enfadado me replicó:

  • ¡No!, ¡capullo de mierda!, quiero decir que si sabes chuparla...

Quise responderle con tranquilidad, para que no se pusiera más nervioso de lo que ya estaba:

  • Vas demasiado rápido, ¿no?, serénate un poco

Y tan deprisa que iba el joven apresurado, porque unos segundos después de decirme tan sutiles palabras, sacó, frente a mí, su enorme verga..., mientras me decía:

  • Chúpamela maricón, ¿a que no has visto nada igual en tu vida...?

Era, en verdad, descomunal, pero para bajarle los humos y vengarme de su estúpida prepotencia, le dije:

  • No me asusta, he visto y tenido en mis manos otras bastante más grandes...

Entre enfurecido e incrédulo me contestó:

  • Eso no te lo crees ni tú...

Estuve a punto de irme de aquel lugar. No quería soportar por más tiempo la estulticia demostrada por aquel hombre, del que pensé que podría ser algún día el hombre de mis sueños. Pero, enseguida reflexioné y me di cuenta de que no conocía el lugar exacto dónde me encontraba. No sabría volver al pueblo del que habíamos salido camino de aquella maldita casa de campo, en que parecían esfumarse todas mis fantasías. Además, podría acusarme, incluso, de haber entrado en aquella casa de labor a robar o de cualquier otra cosa peor que se le ocurriera. Lo sensato era, por tanto, contemporizar. Además, no sabía la reacción que tendría frente a mi huida o ante mi negativa a tener una relación con él. Y, como no me quedaba otra posibilidad, opté por la vía del diálogo, pese a que mi interlocutor no había dado ninguna prueba de ser un hombre amante del razonamiento. Maldije, por todo ello, el momento en que se me ocurrió mirarle, por primera vez, a los ojos...

Todas estas disquisiciones internas mías, fueron interrumpidas por otro exabrupto suyo.

  • ¡Vamos!, no perdamos más tiempo en tonterías, ¡¡desnúdate de una puñetera vez y chúpamela, marica de mierda...!! ¿O quieres que te dé una paliza que no olvidarás mientras vivas?

De repente, sacó el cinturón con que se sujetaba sus pantalones y amenazó con usarlo contra mí, si no me desnudaba aprisa. No daba crédito a lo que veían mis ojos. Pero, debo confesarlo, en ese momento sentí una extraña e inexplicable mezcla de miedo, y risa, aunque predominara en mí y con mucho, el primer sentimiento sobre el segundo. Comencé a desnudarme, despacio, como queriendo demorar esa relación sexual a que se me obligaba de aquella manera y, para más sarcasmo, lo hacía un hombre que no lo necesitaba, porque ya antes me había fascinado.

Me quedé en calzoncillos, pues creía que con ello bastaría para aplacar, de momento, su ira. Sin embargo, sufrí, entonces, el violento azote de su cinto en mi pecho. El dolor que me produjo fue considerable. Me dejó perplejo, pues había pensado que no sería capaz de pasar de las amenazas a los hechos. A ese primer latigazo, siguieron otros, que afectaron a diversas partes de mi cuerpo. Intenté hacerle frente, pero a base de zurriagazos me mantenía alejado de él y no pude defenderme...

Quise, en ese momento terrible, pensar en alguna salida a aquella situación tan insólita en que me encontraba. Pero creí, pues ni pensar pude, que todas las posibilidades que tenía a mi alcance, llevaban implícito algún grave riesgo...

En uno de aquellos latigazos que, de forma tan inmisericorde, me prodigaba, logré atrapar el cinto con que me fustigaba y tiré del mismo para arrebatárselo. No pude hacerlo, porque lo tenía bien sujeto con su vigorosa mano. Él, que era bastante más fuerte que yo, sí pudo tirar de mí y agarrarme con sus manos. Pude, en un primer momento, zafarme de su presa, dándole un empujón; pero después fallé, al intentar darle un puñetazo y me desequilibré, por una finta, casi de boxeador profesional, que me hizo con maneras de fino estilista del cuadrilátero. Así pues, por muy poco no di con mis huesos en el suelo...

Lo que siguió, fue todo muy rápido. Debió hacerme una llave de judo o de lucha libre y me redujo, inmovilizándome en el suelo.

Pero, lo más insólito estaba aún por ocurrir. Porque, a continuación, me esposó con unos grilletes y mis manos a la espalda. Como mi reacción, lógica a su incalificable acción, fue empezar a gritar, a insultarle, a suplicarle..., todo a la vez, él por toda respuesta introdujo en mi boca un pañuelo para impedírmelo. Entonces me dijo, casi fuera de sí:

  • ¡¡¡Calla de una puta vez!!! pedazo de maricona indecente...

Desde ese instante, comencé a pensar en lo peor. Creí haberme encontrado con un sádico asesino. Me tuvo bastante tiempo tirado en el suelo, desnudo, esposado de aquella forma tan humillante; estaba, en una palabra, indefenso. Además, no sabía que podría estar haciendo él, pues se había ido a otra habitación. Lo único cierto es que casi ni me creía lo que me estaba pasando. Parecía la más atroz de mis pesadillas hecha realidad...

Cuando volvió, ató mis las piernas a una mesa, cada una de ellas a una pata y, después, cambió la atadura de mis manos de atrás adelante. La mesa estaba fija al suelo, con lo cual no podía ni soñar con moverme. Más tarde, regresó con instrumentos de afeitado y comenzó a enjabonarme por todo el cuerpo. Me pregunté que pretendía con aquello, pero enseguida obtuve respuesta; primero por lo que sucedió y luego por sus propias palabras. Empezó a afeitarme todos los vellos de mi cuerpo, incluyendo los del pubis... Sólo me dejó los de la cabeza.

Cuando comenzaba a consolarme con que, de momento, no me mataría, pues nadie afeitaría a alguien que va a asesinar, o, casi entre risas, con que ese mismo acto, sólo tendría sentido una vez yo muerto, como paso previo para embalsamar o embellecer el cadáver..., él, con las siguientes palabras, me dejó muy claro lo que pretendía:

  • Ahora, pedazo de maricón de mierda, te pondré una peluca de mujer, un sostén, unas braguitas... Te voy a convertir en mi muñeca hinchable favorita... Al fin y al cabo, es lo único que mereces... Servirme de instrumento de placer, sin condiciones...

Había conocido, sin asomo alguno de duda, a un sádico, aunque algo triste de su mirada me desconcertaba. De eso mismo tuve el error de enamorarme ese infausto día....

Y comprobé que estaba dispuesto a seguir hasta el final con todos sus propósitos, pues, un poco más tarde, me puso, en la cabeza una peluca de cabellos largos y rubios, en el pecho un sostén rojo muy ajustado y relleno de gomaespuma, en las partes genitales unas bragas a juego con dicho sostén y, en las piernas, unas medias y un liguero del mismo color. A continuación, trajo productos e instrumentos que me parecieron propios para maquillar a mujeres y empezó a pintarme la cara, los labios. Incluso me depiló las cejas y rizó mis pestañas. Cuando hubo terminado de aplicarme todos los aderezos que le vinieron en gana, se fue a la otra habitación y, al rato, regresó trayendo un gran espejo. Lo colocó ante mí y me dijo:

  • Quiero que veas lo guapa que estás...

No pude expresarle mi opinión porque todavía tenía embozada mi boca con aquel pañuelo que me puso, para que no gritara... Pero me veía irreconocible, como si viera a otra persona y no fuera yo quien se reflejaba en el espejo. Poco después, me dijo:

  • Te voy a follar como te mereces, so zorra...

Desató, durante unos instantes, mis piernas de la mesa, pero no mejoraron mucho las cosas para mí, pues las colocó por encima de mis hombros y las volvió a atar, de nuevo, a la mesa. Luego me quitó el grillete que rodeaba mi mano derecha, para atarla a la pata de la mesa donde ya lo estaba la correspondiente pierna. Acto seguido, cogió otro grillete para hacer lo propio con mi mano izquierda. Quedé en una postura muy incómoda de mantener, máxime si se te obliga a adoptarla y no te puedes ni mover.

Entonces, se desnudó despacio ante mí, asegurándose de que podría verle. El cuerpo que me mostraba era aún más atractivo que lo que imaginé en aquel café en que le conocí, pero ¿de qué me servía?, humillado y degradado como estaba...

Fue entonces cuando me dijo:

  • Ahora, so furcia, sí puedes mirarme con deseo, pues ya no eres un asqueroso mariconazo de mierda, sino mi muñeca hinchable, mi zorra preferida, a la que voy a follar como se merece.

En ese preciso instante, me di cuenta perfecta de su problema... Su homosexualidad no asumida, le llevaba a satisfacerse con hombres vestidos de mujer y humillados. Además, su violencia estaba en relación con sus carencias afectivas, tanto por la posible ausencia de cariño de su familia, como de sus amantes. Me fijé en que, desde que me vistió con ropas y adornos de mujer, se dirigía a mí en femenino, como si se dirigiera a una de ellas. E, incluso vestido de aquella guisa, se relacionaba conmigo de una forma en exceso violenta, porque tampoco aquellas le atraían. Deseaba estar con hombres, pero no soportaba saberse homosexual... Y, para mi desgracia, no podía esperar que, por verme ahora, travestido como estaba, fuera a ser menos agresivo; quizás al contrario...

Andaba yo en estos tan psicológicos pensamientos, cuando sentí como me sodomizaba con una crueldad y una brusquedad desproporcionadas. El dolor, el temor y la impotencia que, en aquel momento, experimenté fueron extraordinarios. Ni el más mínimo placer podía tener en aquella posesión forzada. Pero, eso no fue todo, pues, luego me escupió a la cara mirándome con desprecio infinito, aunque con ese fondo de tristeza que había siempre en sus ojos. Siguió dándome fuertes bofetadas en la cara, despiadados azotes en las nalgas. Me insultaba sin cesar... Además, seguía amordazado, pero ahora con un pañuelo que me rodeaba de la nuca a la boca y no podía pronunciar palabra alguna... Y para finalizar toda esta demostración de su impiedad de frustrado, me obsequió con una lluvia dorada en mi cara..., mientras seguía insultándome.

Cuando aún debían faltar tres horas para el amanecer, interrumpió toda aquella orgía de ferocidad gratuita... Decidió entonces deshacerse de mí... Claro está que lo digo en el mejor posible de los sentidos de esta expresión, dadas las difíciles circunstancias en que me hallaba...

Me llevó, en brazos, al baño y allí, con agua helada y jabón, me dio una ducha, mientras continuaban sus incesantes insultos, aunque estos, por reiterados y comparados con los golpes que había recibido, me parecían poco menos que un consuelo.

Después, sin casi secarme y tomando precauciones para evitar una posible agresión mía, me fue vistiendo. Cuando terminó esta tarea, que me pareció casi una liberación, pues supuse que las violencias y vejaciones más graves ya habrían pasado, me metió en su coche... Estuvimos, bastante rato, dando vueltas en él y siempre por carreteras comarcales, desconocidas, por completo, para mí.

En un descampado, en el que no se veía apenas nada, aquella noche tan cerrada, detuvo su coche. Se bajó y abrió la puerta del asiento donde me hallaba. Me cogió por las esposas que todavía me aprisionaban, me hizo bajar del coche. Me liberó de aquella sujeción tan vejatoria, no sin amenazarme con el cinto de tan ingrato recuerdo y me dejó allí tirado, abandonado a mi suerte, no sin dirigirme una última advertencia:

  • No se ocurra volver nunca por este lugar, so maricona... O atente a las consecuencias...

Cuando, por fin, me vi libre, estaba tan aterrorizado y deprimido por el indigno trato que de él había recibido, que no pude pensar siquiera en vengarme, ni en devolverle todo el daño y la humillación que me había causado, ni en agredirle. Sólo quería olvidarlo, todo y cuanto antes...

Entonces llegué incluso al convencimiento de que él nunca quiso, conmigo ni con nadie, una relación sexual, más o menos normal, más o menos cariñosa. Creo que desde que supo que me había cautivado, pensó en humillarme, en vejarme, en travestirme de mujer, en que le sirviera de bálsamo para sus frustraciones...

Pero, en el fondo, sentía hacia él, que tanto daño me había hecho, algo extraño e inexplicable. Y es que no podía olvidar a ese hombre con sus ojos tristes...

Tuve que andar bastante hasta encontrar la única carretera que, en aquella zona, conocía, la misma por la que vine a este pueblo, donde creí hallar, primero, el amor de mi vida y, después, mi ruina.

Y, durante casi dos horas, caminé con escasa luz y enorme lentitud, pues, además del cansancio y el sueño que me embargaban, podría encontrarme, a cada paso, algún obstáculo imprevisto y costaba averiguar hasta por dónde transcurría la carretera. Y, si malo fue no encontrar ningún coche circulando por los alrededores, quizá hubiera sido peor tener que explicar, a un desconocido que me recogiera, las moraduras y magulladuras que tendría, sin duda, por la cara y los brazos, por hablar de las partes más visibles de mi cuerpo, porque no dudaba que todo él estaría marcado por los latigazos y los golpes de todo tipo que me propinó esa especie de bestia que tanto lamentaba haber conocido.

Cuando, al fin, rompió el nuevo día, tenía mis ojos cegados por las lágrimas. Lloraba, tanto por lo mucho que había sufrido, como por el recuerdo de la tristeza de sus ojos, que me desconsolaba.