El joven caminante

Relato de mi primer adulterio en la playa.

EL JOVEN CAMINANTE

© YOGAMA - 2006

Aquel verano había logrado convencer a mi marido para pasar quince días de agosto en una playa del sur de España. Él no soporta el calor y por eso casi todos los años, diecisiete desde que nos casamos, veraneamos en el norte, pero por fin este año iba a ver cumplido mi sueño. Elegí para la gran ocasión la paradisíaca playa de Bolonia, situada al oeste del cabo de Tarifa, en la provincia de Cádiz.

Bolonia es una playa que, por su geografía y enorme extensión, bien puede asemejarse a un gran desierto. Esta compuesta por arena blanca muy fina, la cual, por efecto de los vientos constantes del estrecho, forma enormes dunas. Debido a su situación, a los constantes vientos y a que dispone de una zona para nudistas, es una playa poco frecuentada. Si a esto unimos su impresionante tamaño, los pocos visitantes quedamos muy diseminados por lo que el término "aglomeración" allí no existe.

Las aguas que bañan esta playa están constituidas por la unión del Mar Mediterráneo y el Océano Atlántico, es decir, son aguas limpias y frías, pero muy bravas a consecuencia de las corrientes del estrecho de Gibraltar. Por ello es la típica playa aconsejada a las personas que buscan un lugar solitario y paradisíaco, lejos de las aglomeraciones de gente, de los inoportunos juegos playeros, de las carreras de los niños, etc, etc, etc...

Fijamos nuestro campamento base en un precioso y lujoso hotel de la cadena AC, situado en Zahara de los Atunes, un precioso pueblecito costero a pocos kilómetros de Bolonia. Tras un suculento desayuno nos desplazábamos hasta Bolonia en nuestro coche, pertrechados de la correspondiente sombrilla, dos sillas, toallas, bocadillos y una bolsa nevera con cervezas, agua y refrescos, que nos permitía estar en la playa hasta bien entrada la tarde.

Una vez instalados al pie de una duna, nos dábamos un paseo por turnos, es decir, uno de nosotros se daba un paseo por la orilla, mientras que el otro se quedaba sentado bajo la sombrilla vigilando las pertenencias. El paseo de cada uno duraba aproximadamente una hora, tras lo cual nos dedicábamos a bañarnos juntos, a hacer el amor en el agua o sobre la arena parapetados con alguna duna, y a tomar el sol. Aquellos paseos en solitario eran maravillosos. Las olas lamían delicadamente mis pies, mientras que la brisa acariciaba mi cuerpo en la más absoluta soledad. A mi marido no le gustaba que me quitara la parte de arriba del bikini, por lo que cuando iniciaba mi paseo lo llevaba puesto, pero cuando perdía de vista la sombrilla no solo me quitaba el sujetador, sino que me desnudaba por completo. Era un gustazo y no había nadie cerca, y aunque lo hubiera, era una playa nudista y no iba a llamar la atención. Además, a mis cuarenta y cinco años todavía conservo un cuerpo bonito y unos pechos erguidos, a si que, llegado el caso de cruzarme con alguien no me daría vergüenza de que me vieran desnuda. Luego, al regresar a la sombrilla, antes de estar en el campo visual de mi marido, volvía a ponerme el bikini.

En uno de aquellos paseos, al cabo de quince minutos de caminar por la orilla, vislumbré en la lejanía el contorno de una persona que caminaba en dirección opuesta a la mía. A los pocos minutos el contorno fue tomando forma. Se trataba de un chico joven, de no más de veinticinco años. Cuando estuvo a pocos metros pude comprobar que era muy guapo, con unos impresionantes ojos azules. Su cuerpo, totalmente curtido por el sol, marcaba bajo su piel unos perfectos músculos, sin llegar a ser exagerados. También iba completamente desnudo, por lo que mis ojos, en un acto reflejo de curiosidad y morbo, se clavaron por unos segundos en su entrepierna. Tenía el pubis totalmente depilado y un pene de considerable tamaño, a pesar de estar flácido en aquellos momentos, que nacía desde unos potentes testículos, gordos, morenos y sin pelos. Cuando me di cuenta de que él había notado mi mirada clavada en su espectacular sexo me ruboricé y, con un movimiento rápido de mi cuello, desvié mi mirada hacia el horizonte. En el preciso momento de cruzarnos los dos nos dirigimos una fugaz mirada, tras lo cual continuamos nuestros respectivos caminos.

Seguí caminando con la mirada perdida en el agua que bañaba mis pies a impulsos. Hacía muchos años que no veía a un hombre desnudo que no fuera mi marido y debo reconocer que, a pesar de la diferencia de edad existente entre aquel muchacho y yo, aquella fugaz visión de su cuerpo joven y su potente pene, me provocó un cosquilleo de deseo en el estómago que no había podido evitar. En realidad me excitó sobremanera y me provoco un tremendo morbo imaginar ser poseída por el joven caminante allí mismo, con mi marido en la misma playa sin enterarse de nada. El calentón fue tal, que me vi obligada a meterme en el agua hasta la cintura para enfriarme los bajos.

Al día siguiente, mientras mi marido daba su paseo habitual, yo me encontraba fumando un cigarro sentada bajo la sombrilla. De pronto, en la lejanía, apareció otra silueta que se aproximaba por la orilla hacia mi posición. Poco a poco iba tomando forma a medida que se acercaba y, ¡oh Dios mío!, aquella silueta, aquel hombre era nuevamente el joven caminante que el día anterior me había provocado el calentón. Caminaba paralelo a la orilla, pero, a pocos metros de mi frontal, cambió de dirección y se dirigió directamente hacia mí. Completamente histérica miré en todas direcciones para comprobar si mi marido me tenía en su visual, pero no había rastro de él. Entonces me quedé paralizada en la silla, mientras el bello muchacho llegaba hasta mi altura. ¿Disculpa tienes fuego? –preguntó con una encantadora sonrisa en sus labios-.

Después de ofrecerle mi propio cigarrillo para que encendiera el suyo, me lo devolvió dándome las gracias y se alejó de nuevo hacia la orilla para continuar su camino. De espaldas también era un "cañón" de hombre. Tenía las espaldas anchas, los muslos delgados pero musculosos y perfectamente formados, y un culito que daba gloria verlo. Duro, respingón y sin rastro alguno de celulitis. A cada paso que daba, por su entrepierna, se podía distinguir su imponente pene colgando. La figura se fue alejando hasta perderle de vista. De pronto apareció de nuevo una figura lejana. ¿Se había dado la vuelta y volvía a por "algo más" que fuego? –pensé-, pero poco a poco mis temblores se fueron calmando al comprobar que se trataba de mi marido.

En los siguientes días no volví a ver al joven caminante. Ya era domingo, el siguiente martes finalizaban las vacaciones de mi marido y tendríamos que regresar a Madrid.

Era Lunes y, tras el habitual desayuno en el hotel, nos disponíamos a agotar nuestro último día de playa. Pese a estar ya en los primeros días de septiembre el día era claro y muy caluroso. La playa ese día estaba aun más desierta de lo habitual.

Mientras mi marido se daba su último paseo de la temporada, encendí un cigarrillo sentada en la hamaca, bajo la sombrilla, y comencé a hacer balance de aquellos días. El joven caminante no había aparecido desde hacía una semana, por lo que lo más seguro era que sus vacaciones habrían terminado la semana pasada y ya se había marchado a su lugar de origen. Mientras observaba la figura de mi marido desapareciendo entre las dunas pensaba que jamás le había sido infiel, no solo en los diecisiete años de matrimonio, sino también en los cinco años de noviazgo previo, pero también estaba segura de que si aquel joven caminante se lo hubiera propuesto, habría cometido mi primer adulterio con total seguridad.

Aquel cuerpo joven y musculado carente de vello, su formidable pene colgando entre sus piernas, aquellos ojos azules penetrantes y sus labios carnosos y suaves. Solo de pensarlo ya se me había humedecido la vagina. Estaba imaginando el tamaño de aquel pene en su máxima erección, descapullado, y flanqueado por sus dos poderosos testículos cuando me sobrevino una bajada de flujo que me caló las braguitas del bikini. Estaba tan cachonda que incluso contemplé la posibilidad de masturbarme en ese momento, pero la aparición de una silueta lejana en el horizonte me devolvió a la realidad. Mi marido regresaba.

Rápidamente me coloqué al sol para que mis braguitas del bikini se secaran y evitar así el más que seguro interrogatorio de mi marido. Cuando llegó a la sombrilla nos besamos e intercambiamos nuestras actividades. Ahora él ocupó la hamaca bajo la sombrilla y yo me dispuse a consumir mi último paseo de la temporada.

Cuando las dunas ocultaron la sombrilla, me quite las dos partes del bikini y continué caminando desnuda con ellas en la mano, como era habitual. Pude ver que mis pezones estaban abultados y comprobar que mi rasurada vulva aún conservaba humedad. Y es que el calentón no había sido para menos. Entonces caí en la cuenta de que estaba completamente sola y ahora si podría masturbarme con toda tranquilidad. Lo necesitaba.

A los pocos pasos descubrí una formación de dunas en forma de media luna situada de cara al océano. Era el lugar perfecto. Nadie podría verme, a no ser que se metiera en la media luna o saliera del agua justo por allí, lo que disminuía al máximo las probabilidades de ser descubierta. Hice un montículo de arena, a modo de almohada, y me tumbé desnuda sobre la arena. Abrí al máximo las piernas, dejando abierto mi babeante sexo. Apoyé la cabeza sobre el montículo de arena y cerré los ojos. Por último comencé a acariciarme lentamente los labios vaginales y el clítoris con dos dedos paralelos ligeramente abiertos. ¡Diosssssssssss, lo necesitaba!. Deseaba que aquello fuera largo y placentero, así que con los ojos cerrados empecé a pensar en el joven caminante y su pollón, mientras los movimientos de mis manos eran lentos, muy lentos, pero constantes.

Estaba tan excitada que incluso podía sentir uno de mis dedos penetrándome el coño, cuando en realidad solo lo estaba acariciando. La sensación era tan real que no me quedó más remedio que mirar la posición de mis dedos. ¡Joder!. El corazón comenzó a palpitarme mientras que el resto del cuerpo se paralizó ante aquella visión. La sensación de penetración no era imaginaria. El joven caminante se encontraba arrodillado entre mis piernas y me había introducido uno de sus dedos índice en la vagina. Mis pensamientos se habían hecho realidad, pero la situación era un tanto embarazosa y todo mi cuerpo se puso en tensión. Él era consciente de mi tensión de nervios y procedió a relajarme. ¡Vaya si lo hizo!.

Sacó su dedo índice de mi coño y se lo llevo a la boca. Lo chupó con gesto de placer, lo cual me puso todavía más cachonda, y volvió a llevarlo a la entrada de mi húmeda y caliente cueva, solo que ésta vez me introdujo el dedo índice en la vagina y el dedo anular de la misma mano en el ano. Lo hizo muy despacio y poco a poco, por lo que no me hizo ningún daño. En esa posición, recostó su cabeza entre mis piernas y comenzó a lamerme el clítoris al mismo tiempo que sus dedos bombeaban mis dos agujeros.

Mi primer orgasmo no se hizo esperar. Aquel chico, a pesar de su corta edad, sabía perfectamente lo que hacía. Siguió moviendo sus dedos y su lengua aumentando poco a poco la velocidad. Ahora ya eran dos dedos en el coño y otros dos en el ano, y además de su lengua también entraron en juego sus labios. Me estaba pegando una comida de coño como nunca me habían hecho, y por eso le obsequié con otros dos orgasmos casi seguidos. Cada vez que me corría mi vagina segregaba una considerable cantidad de flujo blanquecino y espeso, pero el chico, lejos de darle asco, se lo bebía con fruición y seguía lamiendo y chupando.

Cuando terminé de correrme la tercera vez el chico fue aminorando la velocidad de su lengua y me sacó los dedos poco a poco. ¡Madre mía, me había puesto el flujo a punto de nieve!. Se incorporó de entre mis piernas y se tumbó a mi lado. Ambos nos quedamos mirándonos a los ojos durante unos segundos, y después nos besamos en la boca como dos colegiales en celo. Las lenguas se entrelazaban e intercambiaban saliva mientras escrutaban hasta el último milímetro de encías y paladar del otro.

Sin dejar de besarnos fui palpando con una de mis manos su pecho. Era joven, fuerte, carente de pelo y plagado de músculos. Su estómago liso y su pubis también totalmente depilado. Le cogí delicadamente los huevos con la mano y se los masajeé lentamente. Él por su parte me acariciaba las tetas y los pezones con una de sus manos, mientras la otra se ocupaba de nuevo de mi raja. Ahora mi mano subía por sus huevos buscando su pene. ¡Virgen Santísima, que pedazo de pollón!. Su rabo había alcanzado la máxima erección, fruto del morreo y las caricias. Jamás había visto una polla de semejante calibre. Bueno, en realidad, no había visto ninguna más que la de mi marido por lo que solo la pude comparar con esa, pero debía medir más de 18 cm. de longitud, por unos 6 cm. de diámetro. Teniendo en cuenta que esas mismas medidas aplicadas a la de mi marido son 15 x 3 cm., la polla del joven caminante me pareció brutal.

Pensé que era el momento de devolverle al muchacho la magistral comida de coño con la que me había obsequiado, por lo que deje de morrearle y me arrodillé entre sus piernas. Primero le sujeté el rabo contra su propio estómago y le lamí a conciencia los cojones. Con la punta de la lengua mojada y muy muy despacio. El muchacho cerro los ojos y se abandonó a mí. Después de lamerle un buen rato los huevos mientras una de mis manos le masturbaba el cipote, pase mi lengua por su ano y le metí la puntita en el esfínter, todo lo más que pude. Todo ello sin dejar de pajearle el rabo. Más tarde mi lengua empezó a recorrer el tronco de su polla, desde los huevos hasta el capullo, de arriba abajo, y de abajo arriba, varias veces, mientras le miraba a los ojos con gesto de puta en celo.

Su polla se fue poniendo dura y más dura, y su glande palpitaba de deseo. Me la metí en la boca poco a poco hasta encajar su capullo en mi garganta. Luego empujé con cuidado para tragarla y conseguir meterme aquel tallo, hasta que los huevos golpearon mi barbilla. Superada la arcada que me produjo tenerla alojada en el esófago comencé a masturbarle sacándola y metiéndola paulatinamente. Después la saqué de mi garganta y le chupé el capullo a conciencia, recorriéndolo en círculos con la punta de mi lengua, y sorbiéndolo con mis labios al mismo tiempo. El chico se retorcía de placer en la arena, al igual que antes había hecho él conmigo. Era un precio justo.

La envergadura de su pene era tal, que cuando me lo saqué de la boca para descansar, noté la mandíbula dolorida y semi-encajada. ¡Que diferencia en comparación con el de mi marido!. Aquel rabo era largo y muy muy gordo, su prepucio se plegaba totalmente dejando al aire un glande poderoso. Su tallo estaba marcado por múltiples venas que se tornaron muy gruesas con la erección. Todo un tesoro para cualquier mujer que se precie de serlo. Y ahí lo tenía, dispuesto para mi disfrute exclusivo. Era solo para mí.

Después de mamársela un buen rato, el joven caminante tiró de mis brazos y me arrastró encima de él. Recosté mi cuerpo contra el suyo, aplastando mis grandes tetas contra su musculoso pecho. Mis muslos rodeaban su perfecta cintura y su rabo se había colocado por detrás de mis nalgas, entre los dos carrillos del culo, por lo que su tallo se metía lateralmente entre mis labios vaginales, mientras que su capullo sobresalía por encima de mi culo.

En esa posición comenzó de nuevo a meterme la lengua en la boca y morrearme. Su cuerpo estaba inmóvil bajo el mío. Mientras degustábamos nuestras salivas comencé un ligero movimiento de caderas para que su polla se restregara contra mi vagina y mi culo, lateralmente. En cada movimiento de mi cadera subía el culo unos milímetros más y podía notar la presión lateral que ejercía su rabo. Su capullo, ya segregando jugos pre-seminales, buscaba mi raja con desesperación, pero yo aguantaba más y más con aquel juego.

Nuestras lenguas adquirieron un ritmo frenético y nuestras glándulas salivares no daban abasto en su producción. Nos estábamos bebiendo nuestras salivas literalmente. Mis pezones se clavaron en su pecho y mi culo subía cada vez más, hasta llegar a rozar su capullo con mi raja, pero de nuevo bajaba sin permitirle el paso, abrazando su tallo entre mis labios vaginales.

La presión lateral de su rabo era tremenda. Con aquel juego sus venas no cesaban de inyectar sangre en su pene. Estaba segura de que ahora superaba los 20 cm. de longitud.

En un momento dado, presa de un deseo y un ardor irrefrenable, alcé mi culo un poco más, hasta notar que lo levantaba por encima de su capullo, el cual, por su anatomía propia se desplazó hacia la entrada de mi hirviente cueva. La tenía tan dura que al bajar mi culo de nuevo, su glande se clavo en mi raja y, sin más ayuda de ningún tipo, se internó en mi coño hasta que los huevos hicieron tope. ¡Diossssssssss, la notaba por dentro hasta mas arriba de mi ombligo!. ¡Me la había clavado hasta el fondo!. Nunca pensé que todo aquello me cupiera dentro, pero, a medida que apretaba mi culo contra su pubis, se fue introduciendo hasta desaparecer.

En esa posición, sin dejar de comernos la boca, comenzamos a follar muy despacio. Su enorme miembro entraba y salía sin piedad. En el movimiento ascendente de mis caderas su capullo llegaba a salirse de mi raja, pero su dureza lo mantenía en el mismo punto, de tal forma que en el movimiento descendente se volvía a introducir hasta los huevos. Una y otra vez. Dentro, fuera, dentro, fuera.

En un momento dado, el joven caminante dejó de comerme la boca. Ahora me follaba mirándome a los ojos. Me agarró el culo con ambas manos y empezó a incrementar el ritmo de su musculosa cintura mientras me decía: "¡Vamos zorra, te voy a follar como jamás lo haya hecho el cornudo de tu maridito!". Pronunciar esas palabras y empezar a encadenar orgasmos fue todo uno. El muy cabrón aguantaba sin correrse a tal ritmo, que me arrancó cinco orgasmos seguidos. Me estaba volviendo loca, y además tenía toda la razón. Me sentía su zorra, y jamás mi marido había conseguido hacerme disfrutar como lo estaba haciendo él.

De pronto un pensamiento hizo que se me erizaran todos los pelos del cuerpo. Sin parar de follar le rogué que no se fuera a correr dentro porque no tomaba ningún anticonceptivo, pero él, sin aminorar para nada el ritmo y mirándome a los ojos, dijo: "Tranquila puta, vas a tener el placer de tragarte mi leche, pero más tarde, mucho más tarde". Aquellas palabras me arrancaron de inmediato tal orgasmo, que me hizo gritar de placer y retorcerme como una posesa, además de tranquilizarme.

Cuando miré de reojo el reloj pude comprobar que llevábamos follando más de media hora. Nuestros cuerpos estaban totalmente cubiertos de sudor, y nuestros sexos desprendían el típico olor de los animales en celo. El joven caminante me había puesto a cuatro patas sobre la arena y me follaba el coño por detrás con la misma fuerza y ritmo del primer minuto. Era increíble lo que estaba aguantando aquel muchacho. Yo ya estaba al borde de perder el conocimiento de tantos orgasmos, pero no me importaba, lo estaba pasando como nunca. Aquello debía ser lo más parecido al paraíso. ¡Dios que macho!.

Aquello si que era un hombre –pensé-, mientras mi coño se derretía con sus embestidas y me estrujaba las tetas con fuerza. Y mi maridito en la sombrilla, jajajajaja.

En un momento dado el chico se detuvo y me la sacó del coño. Pensé que ya por fin había llegado el momento de tragarme su leche, pero me equivoqué. Me abrió los carrillos del culo con ambas manos y me escupió abundante saliva en el ano. Luego apuntó su enorme instrumento y comenzó a penetrarme el culo. Al principio me dolió un poco, pero el chico sabía lo que se hacía y fue relajándome el esfínter poco a poco, a medida que la iba introduciendo. Yo practico habitualmente el sexo anal con mi marido, por lo que mi esfínter ya está acostumbrado a ello. Lo único que tuvo que hacer el muchacho es dilatármelo justo el doble para disponerlo a su calibre. Cuando la consiguió meter entera comenzó a sodomizarme mientras una de sus manos masturbaba mi clítoris con habilidad suprema. Al cabo de unos cinco minutos me arrancó el último orgasmo entre gemidos y estertores. Sabía que era el último porque notaba su glande palpitar dentro de mi culo, señal inconfundible de que la eyaculación era inminente.

No me había equivocado. El joven caminante se salió de mi culo con urgencia y, dándome la vuelta, me la metió en la boca. Como yo estaba a cuatro patas, mis dos brazos estaban ocupados en sujetar mi cuerpo, por lo que mi boca se encontraba desprotegida a su entera disposición. Con media polla dentro de la boca, que ya era bastante, el chaval masturbó lentamente la base cercana a sus huevos. A los pocos segundos comenzó a respirar con dificultad y a mover la cabeza en ambas direcciones.

El primer chorro descargó con tal fuerza y abundancia de semen, que se coló directamente en mi garganta. Luego otros tres chorros más, y otro, y otro, y otro más. Finalmente me la sacó de la boca y, mantuvo el capullo sobre ella. Yo, instintivamente mantuve la boca abierta. Con otros dos movimientos de su mano, extrajo dos últimos borbotones que cayeron viscosos sobre mi lengua, dejando un hilillo fino entre su capullo y mi boca. Con la lengua recogí los hilillos y le lamí los restos de semen que habían quedado en su glande. Cuando cerré la boca pude comprobar que el joven caminante, además de estar buenísimo y tener un rabo de ensueño, tenía un volumen de lefa acorde al tamaño de sus huevos. Con la boca rebosante de aquel preciado elixir, le miré fijamente a los ojos, y me lo tragué todo relamiéndome de gusto.

Desnudos sobre la arena y exhaustos, estuvimos besándonos y acariciando nuestros cuerpos durante unos minutos. Después el joven caminante me despidió con un arrebatador guiño de ojos y desapareció entre las dunas. Habíamos estado follando durante más de una hora por lo que tendría que regresar a la sombrilla. Dejé mi bikini sobre la arena y me metí en el mar para lavarme un poco. Después me sequé durante unos minutos al sol, me coloqué el bikini y me encaminé hacia la monotonía de la sombrilla.

A partir de ahora, -pensé-, voy a tener que darme estos caprichos más a menudo, jajajajaja.

  • FIN -