El jefe humillado

Antonio es un cruel directivo de una empresa aficionado a maltratar a sus empleados, pero no sabe que pronto le dará una lección uno de ellos.

«Vaya puto desastre», pensó Antonio Quirós mientras repasaba el informe de ventas.

El día había comenzado desastrosamente mal. Como cada lunes, la desconexion del fin de semana solía preceder a un torbellino de caos y malas noticias. Tras ocho años ejerciendo como director general del área de negocio de la empresa, debería haberse acostumbrado a aquel nivel de exigencia, especialmente desde que el cabrón del fundador vendiera la inmobiliaria al puto fondo buitre, pero había días en los que no veía el momento de mandarlo todo a tomar por culo.

«Pero no puedes -solía decirse para calmar aquellos arrebatos-. Están Rosa y los niños... Estarás aquí atrapado hasta que te pudras...»

Había conocido a Rosa poco tiempo después de entrar a trabajar en la empresa, cuando no era más que un simple licenciado en económicas. Ella trabajaba en el departamento de Recursos Humanos y había sido la encargada de hacerle la entrevista. La complicidad había surgido casi al instante y, en menos de un año, ambos estaban saliendo juntos. Antonio había llegado a quererla con el tiempo, al menos a su manera, pero hacía ya tiempo, concretamente desde el nacimiento de Pablo, en que su relación era más propia de dos viejos amigos.

«¿Y cuándo habéis sido otra cosa? -se preguntó de pronto-. Tu vida, Antonio... Toda tu vida es una farsa.»

Dejó el papel sobre la mesa y se dirigió hacia el espejo del despacho, mirándose a los ojos. El atractivo juvenil que lo había caracterizado años atrás se resistía a abandonarlo, pero a sus cuarenta y cinco años todavía podía vanagloriarse de resultar atractivo. A pesar de los mechones plateados y del leve retroceso en la zona de las entradas, conservaba buena cantidad de pelo. Era cierto que le habían salido arrugas en los ojos y en la frente, así como marcas de expresión en la comisura de los labios, pero aún se mantenía en buena forma, pese a la incipiente barriguita que ocultaba bajo el traje de chaqueta.

-Mataría por una raya, joder -dijo en voz alta, mientras se aflojaba un poco el nudo de la corbata. Se había prometido a sí mismo no meterse más mierda durante la semana, pero había días en los que le resultaba particularmente difícil. «Tendré que aguantarme con un puto café», pensó resignado.

Lo único bueno que conllevaba el café era el hecho de que alguien se lo trajese. El liderazgo, con todas sus presiones, conllevaba necesariamente la servidumbre de sus empleados y era uno de los pequeños placeres a los que Antonio no habría sido capaz de renunciar. Se sentía poderoso escogiendo a alguien de los departamentos a su cargo y apartándolo de su trabajo expresamente para que le llevase el café.

Se sentó en su sillón de respaldo alto, sopesando las múltiples opciones. Se sentía tentado a elegir a algún cargo intermedio, pero se abstuvo. No por miedo, claro. Antonio no le tenía miedo a nadie, pero sabía que aquellos desgraciados con ínfulas de trepar protestarían más que cualquier currito, y ya había tenido que escuchar las quejas de Rosa en casa, por lo mucho que le complicaban la vida aquellas cosas en su departamento.

«El de Atención al Cliente -se le ocurrió entonces-. Risitas...»

"Risitas" era el apodo que le había puesto a un muchacho que llevaba poco tiempo en la empresa. No tenía ni idea de cómo se llamaba en realidad, al igual que sus compañeros de Atención al cliente, le importaba un bledo quién fuera. Sólo era otra rata que trabajaba de ocho a ocho por mil euros de mierda.

-Miguel López -murmuró al encontrarlo en la base de datos de la empresa. Tenía veintitrés años y acababa de firmar una prórroga en su contrato por seis meses más, según decía el archivo. Antonio se fijó en la foto, estudiando aquellos rasgos-. No está mal el niñato...

Le había llamado la atención desde que se cruzase por primera vez con él en los pasillos. Rosa le había hecho la entrevista, igual que a media plantilla, y había comentado que parecía un chico bastante despierto y educado, pero esos no eran los atributos que interesaban a su marido. El muchacho era alto y espigado, más fibroso que musculado a juzgar por lo que dejaba entrever la camiseta barata y los vaqueros con los que solía ir a trabajar. Antonio se había sorprendido a sí mismo mirándole el culo cuando ambos subían juntos por las escaleras. Estaba seguro de que era maricón, y de buena gana se lo habría llevado a la cama si se hubiese atrevido. Sin embargo, Risitas tenía algo que no terminaba de gustarle. Cuando se cruzaban le saludaba y sonreía con la cortesía debida para alguien tan inferior a él en la jerarquía y posición social, pero no era la sonrisa babosa y servicial que acostumbraba a brindarle el resto de la plantilla, siempre deseosa de ganarse su favor. Aquel niñato le sonreía con un punto de insolencia, casi de diversión, como si supiese un chiste divertidísimo que no compartía con nadie más.

Decidido, Antonio le escribió al skype empresarial.

"Miguel, tráeme un café. Italiano, muy cargado y con un cuarto de terrón."

El mensaje era claro y conciso, aunque Antonio no pudo evitar sonreír al imaginarse al niñato yendo a correr a toda prisa a la cocina para partir un terrón de azúcar en cuatro partes. Era posible que no tuviese ni idea de cómo era un café italiano.

Esperaba una respuesta inmediata, pero aunque el chico aparecía en línea, nadie le respondió. Aquello le alteró. No era habitual que un empleado se demorase en su respuesta. Aquello lo alteró. Si había algo que Antonio no toleraba eran las muestras de insubordinación, y mucho menos de alguien que parecía reírse de él cada vez que lo veía.

«Ese puto maricón de mierda -pensó pasados cinco minutos-. Juro por Dios que como no me responda en tres minutos, tiene la carta de despido en la mesa antes de mediodía. -Dió un golpe en la mesa, tirando la pluma estilográfica al suelo. Antonio suspiró, agachándose a recogerla-. Cálmate... No puedes despedir a nadie por esto... Es el puto mono... Dios, cómo necesito una raya...»

Curiosamente, antes de que se cumpliese el plazo, alguien tocó la puerta del despacho.

-¿Se puede? -preguntó la voz de un chico joven desde el otro lado.

«Risitas...», supo Antonio al instante, sintiendo que el corazón se le aceleraba. Trató de sosegarse de inmediato, carraspeando. ¿Por qué estaba nervioso? Sólo era una rata asalariada más, una a la que podía poner de patitas en la calle con sólo mover un dedo.

-Adelante -dijo, poniendo una voz monótona.

La puerta se abrió y Miguel López entró en el despacho con paso ufano, casi pavoneándose. Llevaba el pelo largo y despeinado, seguramente por los cascos con los que atendían las llamadas de los clientes. Los ojos, claros y vivaces, miraban lo miraron fijamente y sin apenas parpadear, taladrándolo al igual que lo taladraba aquella sonrisa insolente, de labios gruesos. Por suerte para él, Risitas llevaba una taza de café humeante en ambas manos.

-Pensaba que no me habías leído -comentó Antonio-. ¿No te enseñaron en casa que había que responder cuando tus superiores te reclaman? ¿También haces lo mismo con los clientes?

-He respondido -repuso el chico, encogiéndose de hombros-. Aquí tiene su café.

Risitas dejó el café de forma descuidada sobre la mesa, derramando parte del contenido sobre el platito.

-¡Huy! ¡Qué torpe! -dijo sin mucho entusiasmo.

-Joder... -Antonio puso los ojos en blanco-. De verdad, ¿era mucho pedir que sirvieses un simple café sin tirarlo?

-Pero no ha caído nada sobre la mesa, da igual, ¿no? -preguntó Risitas, aguantándose la risa.

-Pero, ¿tú eres gilipollas, chaval? -Antonio empezaba a perder su ya escasa paciencia. El incidente en sí carecía de importancia, pero las maneras de aquel niñato le sacaban de quicio-. ¿Qué quieres? ¿Que me lleve la taza a la boca y me ponga perdido con lo que gotea? Puede que con los trapos con los que te vistes, a tí te da igual, pero este traje vale más que tu casa. Baja a la cocina y trae papel para limpiar el plato inmediatamente.

Risitas se quedó inmóvil, pensativo. Antonio permaneció expectante unos segundos aguantándole la mirada. Casi podía escuchar el cerebro del muchacho zumbando a toda velocidad dentro del cráneo, aunque habría dado lo que fuese por saber qué pensaba.

«El punto de quiebre», pensó sin mover ni un músculo. Así llamaba al momento en el que alguien debía escoger entre su orgullo y su trabajo. Tanto el empleado como el jefe sabían que, se tomara la decisión que se tomara, no había vuelta atrás. Antonio debía reconocer que el muchacho no carecía de agallas, pero confiaba en que agachase la cabeza tarde o temprano. No obstante, su respuesta lo dejó sin palabras.

-¿Y si no quiero? -preguntó con total naturalidad.

-¿Cómo has dicho? -preguntó Antonio, enfatizando al máximo la pregunta. Notaba cómo la furia le subía desde el estómago hasta las sienes. Una agresividad a duras penas contenida que evidenciaba que aquel niñato acababa de buscarse un buen lío. Podría haberlo despedido en aquel momento, pero, sin saber por qué, decidió darle otra oportunidad-. No te he oído bien. Me ha parecido entenderte, "ahora mismo, Antonio".

-He dicho que no voy a bajar -respondió Risitas, remarcando cada sílaba como si Antonio fuese imbécil-. ¿Te lo repito? NO-VOY-A-BA-JAR.

Antonio lo miró con incredulidad un momento, antes de reponerse. Aquel muchacho había elegido orgullo en lugar de trabajo. No se lo podía reprochar, e incluso casi le resultaba admirable tal arrojo, aunque eso no impedía que Antonio fuese a hacer lo imposible para que aquel desgraciado no volviese a trabajar en el sector en su puta vida.

-En vista de tu actitud -dijo, manteniéndose sereno-. Estás despedido, Risitas.

Haciendo honor al apodo una vez más, Risitas comenzó a reírse. Antonio había dado por hecho aquella posibilidad, pues ahora mismo sentía el alivio de quien se veía libre de un yugo, pero ya se arrepentiría cuando la cuenta bancaria a cero evidenciase la cruda realidad.

-No creo que te convenga hacerlo.

En aquella ocasión, Antonio fue el que se echó a reír.

-¡Esto sí que es nuevo! -exclamó en cuanto se hubo recuperado-. Veamos, voy a picar... ¿Por qué no me conviene?

-Tú sabrás, Caramelito.

Una palabra, una única palabra fue todo lo que bastó para que Antonio sintiese cómo el corazón se le detenía. Sintió cómo los huevos se le encogían dentro del escroto, al tiempo que se levantaba de un salto del sillón, mirando al chico con los ojos como platos.

-Qué... ¿qué has dicho?

Risitas ensanchó su sonrisa, dedicándole una mueca casi felina.

-Paolo es muy bueno en lo suyo, aunque no muy discreto -le explicó-. Qué casualidad, ¿no? Que de entre todas las putas de Madrid, justo fueses a contratar a mi nuevo compañero de piso.

Antonio sintió cómo las piernas le comenzaban a temblar. Por más que lo intentara, era incapaz de hacer o decir nada, si bien su cerebro trabajaba a toda velocidad tratando de buscar desesperadamente una salida. Paolo era un prostituto brasileño que se anunciaba en páginas para adultos. Movido por la curiosidad y deseando escapar de lo anodino de su matrimonio, Antonio había recurrido a él en más de una ocasión, dejándole ingentes sumas de dinero a cambio de su culo, un poco de cariño fingido. Todo dulzura y pretensión, Paolo lo llamaba "Caramelito", algo que en principio le había parecido un poco hortera, pero que había acabado por gustarle.

«Esa maldita puta... Lo voy a matar... A los dos -pensó, sin ser capaz de reaccionar-. Pero calma, por mucho que este imbécil sepa, no hay pruebas. Todas las transacciones están hechas con la tarjeta 5 y el número desde el que lo llamé no deja rastro... No tiene forma de demostrar nada.»

-No sé de qué me estás hablando, chaval -dijo al final, tratando de aparentar serenidad-. Por si no te has enterado, soy un hombre casado y lo último que se me ocurriría sería contratar los servicios de un... En fin, lo que coño sea el Paolo ese. A mí me suena más bien a un intento de difamación por tu parte, que desde luego no quedará sin una respuesta. Pienso demandarte por calumnias y te juro que me vas a estar pagando hasta que te jubiles.

Lejos de amilanarse, Risitas sacó el teléfono móvil.

«¿Qué hace?»

-Pues para no saber de qué te hablo, aquí se te ve bastante cómodo -dijo Risitas, mostrándole un vídeo desde el aparato. Antonio contempló horrorizado la grabación, en la que se le podía apreciar sodomizando al tal Paolo.

Movido por puro acto reflejo, Antonio lanzó la mano para intentar atrapar el móvil, pero el muchacho fue más rápido, apartándolo y retrocediendo hasta una distancia prudencial.

-¡Dame eso! -gritó Antonio, fuera de sí-. ¡Que me lo des, hijo de puta!

-Alto! -chilló el muchacho, quien por primera vez parecía levemente alterado-. ¡Tengo más copias!

Antonio se quedó clavado en el sitio, con la boca abierta.

-He guardado varias copias en discos duros en casa -prosiguió el chico-. ¿No pensarías que iba a ser tan imbécil de traer el móvil para que me lo jodas? Puedes despedirme, Caramelito, y tardaré medio minuto en bajar hasta Recursos Humanos y enseñarle el vídeo a Rosa. Creo que no hace falta que te diga lo que pasará a continuación... -Se llevó la mano al mentón, fingiéndose pensativo-. O puedes ser bueno conmigo y yo me encargaré de mantener este vídeo en secreto.

Antonio no acertaba a reaccionar. ¿Cómo podía haber sido tan imbécil para dejar que aquel maldito puto lo grabase? Debía haber instalado alguna cámara en algún sitio, el muy cabrón. Pero ahora era tarde para lamentarse por ese hecho, aquel hijo de perra tenía el vídeo, y era lo único que importaba. Antonio sintió cómo un sudor frío le perlaba la frente, al tiempo que le ardían las orejas.

«El punto de quiebre -pensó de manera absurda, sin poder evitar sonreír ante lo irónico de la situación. Ahora era aquel niño quien tenía la sartén por el mango, y tenía que reaccionar de inmediato. Podía despedirlo, eso sin duda, a cambio de que aquel mierda le arruinase la vida. Tal vez conservase el trabajo, a costa de ser el hazmerreír de toda la empresa, pero estaba seguro de que Rosa jamás le dejaría ver a los niños-. Orgullo o trabajo -se dijo-. Orgullo o vida.»

Y, por primera vez en su vida, Antonio renunció al orgullo.

-¿Qué es lo que quieres? -preguntó, agachando la cabeza.

Risitas volvió a sonreír con aquella mueca insolente suya.

-En primer lugar, quiero firmar un contrato fijo hoy mismo, blindado, y un aumento en mi nómina -pidió-. No demasiado, tranquilo. Dos mil al mes estaría bien.

-¿Dos mil? ¿Cómo coño quieres que justifique eso?

-¿No eres el director general de negocio? -preguntó Risitas, engolando la voz a modo burlón-. Además, tu mujer trabaja en recursos humanos. No debería ser complicado trampear un poquito la nómina, ¿no crees? También me lo puedes pagar tú en negro, no me importa.

Antonio suspiró, pensando que iba a poder salvarse de aquello con dinero. Tendría que derivar una parte de los fondos al salario de aquel hijo de puta, pero era una cantidad ínfima comparada con lo que facturaba la empresa. Aunque lo peor era tener que verle la cara a diario.

-Veré lo que puedo hacer -dijo con la voz neutra.

-También quiero el doble de vacaciones y una cesta en Navidad, con champagne y jamón ibérico.

-Está bien.

-Y... -Risitas retrocedió levemente hasta la puerta, echando el pestillo-. Quiero que te bajes los pantalones.

-¿Qué? Tú estás zumbado, chaval.

-¿De verdad? Venga, Caramelito, tienes mucho que perder si no lo haces.

Maldiciéndolo por enésima vez, Antonio se desabrochó el cinturón y el botón del pantalón del traje, dejandolos caer. Llevaba unos boxers blancos que le cubrían hasta el medio muslo.

Risitas se llevó la mano al mentón, fingiéndose pensativo de nuevo.

-Qué calzoncillos más feos, Caramelito, ¿no te parece? -guardó silencio, esperando a que Antonio respondiese-. Digo que son muy feos, ¿no?

-Sí, son muy feos -respondió él de mala gana.

-Son muy feos, Amo Miguel -le corrigió-. ¡Venga, puedes decirlo!

-Son muy feos, Amo Miguel -repitió él, apretando los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

-Estoy de acuerdo, por eso te los vas a tener que bajar.

-¿Cómo? ¡No! ¡Me niego, chaval! -chilló Antonio horrorizado.

Miguel volvió a reír.

-Caramelito... No terminas de ser consciente de la situación, ¿no? Estás en mi poder, así que vas a hacer todo lo que yo quiera. Paolo me comentó que tenías un gusanito entre las piernas, y la verdad, tengo curiosidad. Venga, bájatelos.

Sabiéndose atrapado, Antonio sintió cómo se le formaba un nudo en la garganta. Su pene había sido su segundo secreto más vergonzoso, aquel que se había atrevido a compartir con las pocas mujeres en las que había estado dispuesto a confiar para el acto amoroso. Había sido testigo de las miradas de incredulidad y ligera decepción de cada amante, mejor o peor disimuladas. Incluso Paolo había hecho lo posible por no reírse, aunque él sabía que por dentro todos estarían pensando que él, Antonio, el macho, el jefe, el triunfador, tenía la colita de un niño. Era consciente de que, si se bajaba los calzoncillos delante de aquel chaval, la poca dignidad que le quedaba desaparecería para siempre.

«Gilipollas, ¿qué dignidad? Te tiene totalmente atrapado», dijo una voz en el interior de su cabeza.

Con los ojos vidriosos y rojo como un tomate, Antonio se bajó los calzoncillos de un tirón, apresurándose a cubrirse la entrepierna con las manos de manera instintiva.

-¿Por qué te tapas, Caramelito? -preguntó Miguel, juguetón-. Venga, ¡manos arriba!

Antonio suspiró, retirando las manos lentamente y sin atreverse a mirar hacia abajo para comprobar lo evidente: Su pilila estaba aún más pequeña a causa del miedo, y lo que era peor, la piel sobrante del prepucio le daba un aspecto aún más infantil. Miguel estalló en carcajadas al ver aquella cosita ridícula colgando inerte sobre dos huevecillos del tamaño de canicas, enmarcados por una mata de pelo rizado y negro.

-¡Paolo exageraba y todo! -dijo entre risas-. ¡Gusanito es demasiado! ¡Tal vez deberíamos llamarla "pistachito" o "cacahuete"! ¿No te parece?

-¿Por qué haces todo esto? -se atrevió a preguntar Antonio, no sin cierta timidez-. No sé... Yo no te he hecho nada, chaval. Todo esto es de ser muy hijo de puta.

En ese momento, Miguel se puso algo más serio.

-¿Y tú hablas de hijos de puta, Caramelito? Llevo tiempo sabiendo esto, pero nunca he querido hacer nada -le explicó-. Pero después de observarte, te lo mereces. Eres prepotente, cruel, engreído, te crees mejor que nadie y maltratas a tus empleados solo para entretenerte de la mierda de vida que llevas... Mereces que alguien te dé una lección, y me temo que ese alguien voy a ser yo.

-Pero, ¿qué más quieres hacer?

-Todo lo que me dé la gana -dijo Miguel, encogiéndose de hombros-. Por lo pronto, no eres un hombre, sino un perro. ¡Ladra!

-Venga, tío... En serio, ¿qué quieres? ¿Más pasta? Te daré diez mil euros y nos olvidamos del tema, ¿qué te parece?

Miguel negó con la cabeza.

-Veinte mil... Con todo lo que me has pedido.

-No te enteras, Caramelito... No todo en este mundo es la pasta. Desde luego eres como un perro, no tienes sensación de saciedad. Quieres más, y más, y más. ¡Ahora ladra, perro! ¡Ladra o voy a contárselo a su mujer!

Antonio se demoró un instante, sin ser capaz de creer que aquel tipo prefiriese humillarlo por el mero placer de humillarlo que el dinero.

-Guau -dijo de mala gana.

-¡Mas alto!

-¡Guau! ¡Guau! -ladró.

-¡Buen chico! -dijo Miguel, divertido-. Pero los perros no llevan ropa, y tú todavía tienes bastante encima. ¡Quítatelo todo!

Sumiso, Antonio obedeció. Después de haber dejado expuesto su pene, aquello fue relativamente sencillo. Se quitó la americana y se desabrochó la corbata y la camisa, terminando de quitarse la parte de abajo junto con los zapatos hasta quedar totalmente desnudo.

-Así estás mucho mejor, perrito. Ahora, quiero que muevas la cola, ¿estás contento de ver a tu amo? ¡Venga, mueve esa colita!

-Co... ¿Cómo?

Miguel suspiró.

-Eres tonto, ¿no? Mueve las caderas y que se menee de un lado al otro... aunque con lo pequeña que es, igual ni se nota.

Antonio obedeció, comenzando a moverse como si bailase. La pilila rebotaba en todas direcciones, como la minúscula trompita de un elefante.

-¿Ya? -preguntó Antonio al cabo de un minuto.

-Sigue.

Y así lo mantuvo, minuto a minuto, hasta que las caderas comenzaron a dolerle.

-Ya basta... por favor...

-Tienes razón, Caramelito -dijo Miguel, impasible-. Bailas tan mal que ni siquiera es divertido... ¡Ya sé! Quiero que te recuestes sobre el escritorio.

-¿Todavía más? -gimió Antonio-. ¿Para qué?

-Ya que eres un mal hombre y aún peor perro, voy a tener que castigarte. Venga, apóyate sobre el escritorio y pon el culo en pompa.

-¿Qué... qué vas a hacer?

-Unos azotitos de nada, Caramelito, no te preocupes -Miguel le guiñó un ojo con malicia.

A punto de echarse a llorar, Antonio se recostó sobre la mesa de su despacho, sobre la que tantas y tantas veces había hecho y deshecho a su antojo. En cuestión de unos minutos, se había visto convertido en una miseria, un despojo humano que gimoteaba desnudo a merced de un niñato.

Miguel se acercó a él, acariciándole las nalgas.

-Para ser un cuarentón, casi no tienes vello -comentó antes de pellizcarle el costado-. Aunque estás gordo, ¿eh? ¿Qué es esta lorcilla?

Antonio no respondió, tragándose la humillación una vez más mientras su improvisado amo le separaba las nalgas con las manos.

-Aquí sí que tienes algo más de pelo -observó, acariciándole el agujero-. No tienes mal coñito.

Comenzó a presionar con el dedo, tratando de introducirlo.

-¡Eh! -Antonio se incorporó como un resorte-. ¡Eso sí que no! ¡Ahí no!

Miguel le dio una colleja.

-Eso sí que sí -le dijo tajante-. ¿Desde cuando tienes potestad de decisión, Caramelito?

Antonio tuvo que hacer gala de todo su autocontrol para no estrangularlo allí mismo. Pero la cárcel no era un destino hecho para él, de modo que hizo lo posible por contenerse y volvió a tenderse sobre la mesa.

-Con cuidado, por favor -pidió-. Nunca me han... ¡Aaaargh!

Antes de que terminase la frase, Miguel había hundido el dedo con todas sus fuerzas en la carne virginal de su ano. Notó cómo se desgarraba el culo en dos. Aquella cosa ardía, quemaba en su interior. Intentó forcejear para sacarla, pero Miguel presionaba aún con más fuerza.

-Aguanta -le susurró al oído-. Ya no falta mucho.

Miguel comenzó a meter y sacar el dedo a toda velocidad, provocándole una de las sensaciones más dolorosas que jamás había experimentado. Privado ya de todo, Antonio se echó a llorar, suplicando que parase.

-¡Cállate! -Miguel descargó la otra mano sobre su nalga derecha con todas sus fuerzas-. ¡Te he dicho que aguantes! ¡Sé un hombre!

-Sí, Amo... -lloriqueó Antonio, con el culo ardiendo por dentro y por fuera.

Miguel descargó otro azote, y otro, y otro más.

-Repite conmigo -Volvió a azotarlo- No volveré -Y lo azotó de nuevo- a maltratar -Un nuevo azote-. ¡A mis empleados nunca más!

-No... ¡Ay Volveré a maltratar a mis empleados nunca... ¡Au! ¡Más!

Pero pese a su obediencia, Miguel continuó azotándolo, al tiempo que lo follaba con el dedo. Antonio perdió la cuenta al azote número veinte, desplomándose en el suelo y arrastrándose, desnudo y patético hacia los pies de su amo.

-Por favor... perdóname... Basta -dijo gimoteando-. Basta ya... haré lo que me pidas, pero para...

Miguel lo miró desde arriba, observándose el dedo. Al caerse Antonio al suelo, se le había salido del culo de su víctima.

-Te he hecho sangre, Caramelito -dijo, mostrándoselo. Tenía la punta roja y brillante-. ¿Qué tal sienta que te rompan el ojete? Bien, ¿verdad?

-S... sí, amo -replicó Antonio, tratando de librarse de un nuevo castigo-. Todo... Todo lo que tú quieras...

-Bueno, pues creo que has aprendido la lección... Por hoy.

-P... ¿¡Por hoy!?

Miguel volvió a sonreír con malicia.

-Aquí van a cambiar muchas cosas a partir de ahora -le dijo, frotándose los dedos índice y pulgar para eliminar cualquier resto de sangre-. No tienes ni idea de hasta qué punto.