El jardinero

Una joven, harta de las ataduras de su novio, decide descubrir que se siente estando con un jardinero africano.

EL NUEVO JARDINERO

—Hoy es el último día de trabajo del señor Eulogio —comentó mi padre. Alrededor de la mesa de jardín circular que hay en el porche comíamos mi padre: Roberto; mi madre: Asunción; mi hermana pequeña, Erica y yo, que me llamo, Desireé.

La chacha, doña Justa, nos servía en ese momento el postre, en silencio, como solía, como una prolongación de nuestros deseos, siendo esa persona que nos hacía la vida más cómoda y placentera en el hogar. Doña Justa siempre había trabajado de chacha en nuestro chalé, antes de nacer yo incluso ya estaba allí, dedicada siempre a efectuar las labores domésticas.

Mi padre es empresario de la construcción. Tiene una constructora llamada Obrasa, junto con su socio Cristóbal, otro conocido de la familia.

Aclaremos que el señor Eulogio es el jardinero. Venía dos o tres días por semana para cuidar nuestro jardín de algo menos de una hectárea, y que contaba con varias palmeras, una parcela de césped resistente al pisoteo, parterres, jardineras con buganvillas, una caseta para guardar las herramientas necesarias para cuidar el jardín y una pérgola con un toldo que daba sombra a un balancín. También se ocupaba, a principios de la temporada veraniega de limpiar la piscina antes de llenarla. El hombre estaba ya un poquillo cascado y achacoso y esperaba la jubilación como agua de mayo. Yo, con dieciocho recién cumplidos, y a punto de empezar Derecho en la Universidad, aún la veía un poco lejana.

—¿Y quién vendrá, papi? ¿Quién vendrá?

La que había hablado expectante era mi hermana Erica. Tenía trece años y era un desastre para los estudios, no conseguíamos que se centrara en nada: no se le daban bien las matemáticas, ni tenía talento para las artes plásticas y era negada para el lenguaje y los idiomas en general. Había recibido clases de piano, pero tampoco le interesaba la música. Pensé que era lógico: la habían dado todos los caprichos del mundo y no valoraba el esfuerzo. A mí, como hermana mayor, siempre me habían responsabilizado de más cosas. Erica debía de pensar que el agua sale del grifo y los bollos del armario, porque zampaba sin tasa, compulsivamente, sin pensar nunca en lo que pudiera depararle el futuro. El deporte también estaba arrinconado en su vida. Y eso que habían tratado de enseñarle con clases particulares a jugar al tenis, al pádel y a otros muchos deportes, sin el menor éxito. Ahora tenía salud, pero quizá la perdiera más adelante por llevar una dieta tan poco saludable.

—Hemos contratado a un chico de Mauritania para hacer el trabajo —expuso Roberto. En el "hemos" entraban otros dueños de la urbanización donde vivíamos. Se supone que se dividiría para atender los jardines de varios chalés, porque resultaba innecesariamente caro contratar uno para hacerse cargo de cada propiedad.

—De Mauritania —repitió mi madre dubitativa dando un repaso geográfico—. O sea, que es negrito, ¿no?

Fue mi madre la que había intervenido. Mi madre es muy guapa y se conservaba muy bien a pesar de los cuarenta años que lleva a cuestas y de habernos albergado a mi hermana y a mí en su interior. Y eso que por el quirófano no había pasado nunca. Es la típica mujer que sabe como agradar a los hombres, al mismo tiempo que consigue lo que quiere, sacando a relucir dosis de ignorancia y falsa ingenuidad, que siempre resuelve el curtido, inteligentísimo y experimentado hombre de la casa: mi padre, que no tiene otro mérito que haber heredado de mi abuelo, ya fallecido, la empresa de la que es socio, puesto que mi padre no es, ni siquiera, diplomado. Es duro cumplir años porque te das cuenta de la cruda verdad, de los escasos méritos que atesora la gente que te rodea. Mi madre está buenísima y sabe manejar a los hombres como si fueran muñequitos y mi padre está al frente y gestiona lo que otros, con ímprobos esfuerzos fundaran en su momento.

—Sí, querida —aprobó mi padre—. Negrito como un tizón.

—No seáis racistas —intervine yo.

—Eso no es ser racista, Desi —me reconvino mi madre—. Racista sería decir algo ofensivo o algún insulto, y no ha sido el caso.

—Los españoles no quieren aprender un oficio —explicó mi padre y luego se explayó en uno de sus típicas peroratas—. Solo se ofrece gente de fuera. Hay una crisis tremenda, pero nadie tiene ganas de dar un palo al agua. Las listas del paro son larguísimas, pero los "listos" del paro también. Por culpa de este Gobierno de sinvergüenzas que padecemos, hay que alimentar a mucho holgazán, hijas. Gente que cobra subsidios y luego trabaja aquí y allá en negro. Y así no vamos a parar a ningún sitio.

—Papi: ¿Y el jardinero nuevo también trabaja en "negro"? — soltó mi hermana.

Mis padres rieron la gracia de la chica. Yo contuve las arcadas. No era tan pequeña como para decir semejantes estupideces.

—Casi, casi, hija mía —repuso mi padre con un risueño sarcasmo—. Le hemos hecho algo parecido a un contrato.

—¿Y crees que lo hará bien, Roberto? —quiso saber mi madre, que no parecía muy convencida con la llegada del africano—. A ver si esta gente no va a saber lo que tiene entre manos.

Los inmigrantes, para mi madre, siempre eran "esta gente", como si no fueran individuos independientes, como si no pudiera haber unos inmigrantes con unas capacidades y unos conocimientos y otros con otras. Mi familia, a veces, me sacaba de quicio. Bueno, "a veces", no: casi siempre.

—Nos ha demostrado que tiene experiencia —dijo Roberto—. Y lo que no sepa, ya lo irá aprendiendo con el tiempo.

Esa misma tarde me fui con Álex, mi novio, a ver una película en tres dimensiones que solo puedo calificar de infame, si quiero prescindir de emplear alguna palabrota. Uno de esos largometrajes en los que te irías al poco de empezar la sesión, pero que no te vas por no quedar mal con tu acompañante.

Yo quería ver una peli normal, en dos dimensiones, pero Álex, hijo único de padres farmacéuticos, se empeñó en ver el bodrio que vimos. Y es de los que siempre se tienen que salir con la suya. En represalia, no le dejé meterme mano en el cine, cosa que intentó en numerosas ocasiones. Para conseguirlo tuve que poner una butaca de separación entre nosotros, pero como esta medida no fue suficiente para frenar el ímpetu sexual de mi novio, no me quedó mas remedio que cortarle en seco haciendo gala de una mala leche que me sorprendió a mí misma.

Llevaba algún tiempo pensando en romper con él. Aquello era un amor adolescente ya caducado. Me gustaba (o me había gustado bastante, para ser más exactos) y en la cama no me desagradaba lo que me hacía —aunque no tenía referencias para comparar—, pero algo en mi interior me decía que no era el hombre de mi vida, que en el fondo no me convenía, que no avanzaría a su lado. Cada vez me hacían menos gracia sus chistes y sus ocurrencias. "Con las tías no hay que ser superficial, por eso yo siempre se la meto hasta el fondo" dijo en una ocasión delante de sus amigotes.

Pero lo peor de todo no era que nuestra relación languidecía sin remedio, sino que tampoco me gustaba la gente con la que se relacionaba últimamente. Muchos tomaban cocaína. No podían acabar bien. Lo malo de tenerlo todo, es que no puedes aspirar a nada. Como mucho puedes "aspirar" polvos blancos, como si tu nariz fuera una aspiradora en miniatura. Si te lo dan todo hecho, no hay nada que hacer. Además, Álex había abandonado los estudios después del primer año de carrera. ¿Para qué esforzarse en memorizar largas palabras y aguantar tediosas clases cuando eres hijo único y tus padres está forrados? Por si fuera poco había abandonado el deporte y su tripa empezaba a abombarse.

—Hoy has estado muy borde —me dijo Álex, mientras volvíamos por la autovía a la urbanización en su deportivo. Nunca volvíamos a ciento veinte por hora, siempre había que volver a ciento cincuenta y decelerar cuando nos aproximábamos a un rádar, haciéndome permanecer constantemente en vilo a mí y al resto de conductores. El día que instalaran esos rádares que miden la velocidad media, Álex iba a tener menos puntos en el carné que el colista tras la primera jornada de liga.

—Te dije que viéramos una peli de animación normal, había varias en la cartelera, pero el señor tenía que ver el bodrio del que más publicidad han echado por la tele. Para no ser menos que los millones de borregos que irán a verla.

—Pues a mí me ha gustado.

—Pues otro día te vas tú solito al cine. A mí no me llames. Al minuto de empezar la peli me han entrado unas ganas tremendas de irme.

Al poco, libidinoso, me puso la palma de la mano sobre mi muslo izquierdo, pero yo no estaba de humor para juegos.

—Hoy no. Estate quietecito —zanjé en un tono desabrido apartándole la mano.

Sin hacer caso a mi negativa, alargó nuevamente su mano derecha y, sonriente y travieso, me manoseó los pechos estorbado por el cinturón de seguridad, que, por un momento, hizo funciones de cinturón de castidad.

Enfurecida, le aparté la mano y le di un puñetazo en el brazo con los nudillos. Como él siempre sujeta el volante con una mano y en ese momento era la derecha, el coche dio un ligero bandazo y nos adentramos unos metros en el arcén izquierdo (íbamos por el carril izquierdo), hasta que Alejandro reestableció la trayectoria. Oí el ruido de fricción que hacen las ruedas cuando pasan por encima de la raya continua del arcén. Esta autovía era muy nueva y, además de estar pintada, tenía bandas en relieve, que, al contacto, con el neumático, producía un efecto sonoro.

—¿Pero estás tonta, chica? ¡No ves que hemos estado a punto de tener un accidente por tu culpa!

—¡Y una mierda por mi culpa! ¿Y a ti quien te manda tocarme la tetas, imbécil?

—Estás histérica, hija mía. No sé que te pasa, si es que estás en esos días difíciles o qué, pero hoy no hay dios que te aguante.

—A ti si que no hay quien te aguante —repliqué. Me sacaba de quicio que el muy imbécil vacilara a costa de la menstruación, como si él no procediera de un óvulo. Aunque quizá él había nacido por generación espontánea en la salida al río de una depuradora—. Siempre tienes que hacer todo lo que te sale de la polla. ¡Si te digo que te estés quieto, te estás quieto y punto, tío!

No hablamos durante el resto del trayecto. Como un crío rencoroso y vengativo, me abrió la puerta delante de la verja de su casa, con lo que tuve que caminar unos minutos hasta la mía. Estas discusiones eran de lo más habitual en los últimos tiempos. Luego nos reconciliábamos y como si nada, pero tantas desavenencias en tan poco tiempo, bien podían ser un síntoma de que nuestra relación estaba agonizando.

A la mañana siguiente, coincidí con mi madre en la cocina a la hora del desayuno.

—Desi, hija. Hoy viene el nuevo jardinero, pero me vas a disculpar porque como hace tan buen día me voy a tomar el sol arriba —dijo.

Cuando llega el buen tiempo, mi madre toma al sol completamente desnuda en el jardín. Tan solo se pone unas gafas de esas pequeñitas que se ponen sobre los párpados para que el sol no dañe las retinas. Lógicamente no va a ofrecer el espectáculo los días que viene el jardinero, aunque seguramente éste se lo agradecería y hasta le echaría todas las flores que tuviera a mano, que no serían pocas. En esas ocasiones se sube a la azotea, a un pequeño solario que tenemos, entre la antena parabólica y la torre del aire acondicionado.

—Estate pendiente de abrirle la caseta del jardín y de decirle donde está el cortacésped para que corte el césped. Ah, y sobre todo que limpie la piscina, que está como una cloaca.

—Lo que usted ordene, capitana.

—Vigílale y estate un poco al tanto de lo que hace. Lleva el móvil encendido encima.

—Tendré cuidado de que no se eche una palmera al hombro y se la lleve. Con esta gente nunca se sabe.

—En fin —dijo apartándome un mechón de pelo de la frente, amorosa, maternal, pasando por alto mi cachondeo—, para cualquier cosa ya sabes donde estoy, mi vida.

—No tomes mucho el sol, mamá, que parece que tengas veinte.

—Veinte justo tengo, pero en cada pierna.

—Que no, en serio, que estás muy buena. Yo si fuera un hombre te follaría encantada, te lo juro.

—Ay, que tontadas dices a todas horas, hija. Chao, chao.

Me entretuve leyendo una novela sobre una misionera destinada en África que se saltaba algunos preceptos eclesiásticos para ayudar a los desfavorecidos, hasta que una media hora más tarde me sorprendió el timbre. A través del videoportero contemplé al nuevo jardinero. Era alto y musculoso y vestía vaqueros azul oscuro, una camiseta blanca de propaganda un tanto raída y unas zapatillas deportivas bastante nuevas, pero de marca desconocida, como pude comprobar más adelante. Salí al jardín, pensando que estaba muy, pero que muy bueno.

Le abrí una pequeña puerta metálica que hay junto a la verja, para que pasara.

—Buenos días, ¿los señores Suárez? —dijo mostrando una buena dentadura, con los incisivos centrales ligeramente separados.

El acento no era perfecto y su forma de hablar algo defectuosa, pero se notaba su esfuerzo por pronunciar bien las palabras en un idioma que no era el suyo. Siempre he admirado la capacidad de adaptación de los emigrantes.

—Sí, yo soy Desireé Suárez, la hija mayor.

—Desireé —repitió pensativo—, la deseada. Es un nombre francés muy bonito.

—¿Hablas francés?

—En tiempos, Mauritania fue colonia francesa. Allí se usa bastante el francés.

—Bueno, pues ya veo que también te defiendes en español.

—Tres años en España ya. He estado en varias ciudades.

Mientras manteníamos esta breve conversación nos acercamos a la caseta metálica del jardín. Abrí el candado con una pequeña llave y le hice una teatral reverencia para que pasara. Soy un poco payasa y no suelo cortarme con los desconocidos. A casi todo el mundo le gusta que le traten con simpatía.

—Coge lo que necesites. En esa repisa hay guantes. Para hoy, la misión que te han encomendado es cortar el césped y limpiar la piscina.

—De acuerdo, Desireé.

—Desi, llámame Desi. Por cierto, ¿tú como te llamas?

—Abel.

—En nombre de los Suárez, sea usted, señor Abel, bienvenido a nuestra humilde morada.

—Muy bonita todo —comentó—. Hasta esta caseta mejor que otros sitios donde yo dormir. Coche viejo. Tienda de campaña —enumeró—. Yo ahora tengo papeles y piso de alquiler con tres compañeros.

"¡Pobre gente! Qué mal lo ha tenido que pasar —pensé. Y me sentí un poco culpable por vivir tan bien, por disponer de tantos metros cuadrados para mí sola.

Regresé a la casa y subí a mi dormitorio. Desde allí tenía una buena panorámica del jardín. Me asomé por un resquicio de la cortina para espiarle. Abel empezó por la piscina. Equipado con unos guantes de basta tela y provisto de una pala empezó a recoger toda la inmundicia que se había depositado en la piscina: hojas secas, papeles y todo impregnado del barro del último día que llovió. Todo lo iba echando a una enorme bolsa negra de basura.

Tenía unos antebrazos muy fuertes, con las venas marcadas y una espalda estrecha por la cintura y que se ensanchaba a medida que se acercaba al cuello. Los tríceps se le marcaban al levantar la pala.

Al rato se sofocó por culpa del calor y del esfuerzo y decidió desprenderse de la camiseta. Tenía un cuerpazo. Los músculos grandes y bien definidos y cero por ciento de materia grasa. Y el paquete, qué decir del paquete. Aquello sí que era un paquete de medidas y no los que prepara el Ministerio de Economía y Hacienda a todas horas para afrontar la crisis.

Mi mano se deslizó entre mi pantalón de chándal de terciopelo (pensé que un chándal de terciopelo aún tiene menos categoría que un chándal de medio pelo, mas no soy muy sibarita para vestirme) y mis braguitas y empecé a frotarme por encima de la tela de encaje, fantaseando con la posibilidad cada vez más apetecible de ponerme a tiro del fornido mauritano. En verdad, parecía educado y amable. O al menos esa fue la impresión que me dio. ¿Tendría miedo? Si me insinuara, ¿pensaría que le estaría tendiendo una trampa y me rechazaría? Tengo una amiga, Amanda, que se había tirado a varios negros y decía que es la raza que mejor folla, después de los latinos. Se vanagloriaba de haberse tirado, al menos, a dos tíos de cada continente. De los africanos subsaharianos decía lo típico, que tenían unas herramientas insuperables, que psicológicamente eran de lo mejorcito que te podía pasar porque te llenaban por dentro y que en los testículos les cabía medio litro de leche.

Me bajé los pantalones del todo y las braguitas hasta las rodillas y contemplé mis compactos glúteos en el espejo de la habitación, moviéndome en diferentes ángulos. Hacía bastante ejercicio, sobre todo natación y patinaje sobre ruedas, y eso se notaba: tenía el culo que bien podría dedicarme a partir nueces. Pocos se resistirían, a no ser que fueran más de carne (salchichón) que de pescado (almeja).

Con las cosas que se pueden hacer, para qué andar perdiendo el tiempo con especimenes tan vulgares como Álex. Nunca le había sido infiel, pero había llegado el momento de dejar de mantener esa fidelidad. Entre otras cosas, porque había dejado de sentirme unida a él: empezaba a ser un pesado lastre y no unas ligeras alas, empezaba a ser un escollo peligroso y no un faro salvador. Ni siquiera creía que pudiera llegar a tener remordimientos si le ponía los cuernos con Abel.

Resuelta a hacerlo, me quité las braguitas, me puse los pantalones y fui a la cocina. En el frigorífico, cogí dos refrescos de sales minerales para deportistas y me acerqué a la piscina.

—Vamos a hacer un descanso —le dije—. Ven conmigo.

Abel me siguió por el jardín hasta la caseta. Entraba bastante luz por una ventana de plástico de que disponía la caseta, aunque también colgaba del techo un cable con una bombilla de bajo consumo por si la luz externa fuera insuficiente para ver en el interior.

—Toma —le dije obsequiándole con el refresco. El mío lo deposité en el suelo.

—Muchas gracias, Desi —dijo abriendo la lata y echándose un largo trago que apaciguó su sed.

No estaba muy segura de cómo empezar. Le sonreí y me acerqué a escaso centímetros de su cuerpazo. Mis pezones, hinchados desde hacía rato, rozaron por un momento su abdomen acorazado. Él hizo ademán de separarse conforme me acercaba audaz, vagamente temeroso, ligeramente tembloroso.

—¿Qué pasa? ¿Te doy miedo?

—No. Creo que este no mejor lugar. No mejor momento. No quiero líos.

Obviamente, no se chupaba el dedo: había captado el mensaje perfectamente. Me gustaba su voz profunda, sonora, con resonancias como de túnel. Sin embargo, cuando una mujer quiere, siempre hay lío.

—Abel: no te preocupes —le tranquilicé muy segura de mí misma—. Nadie nos va a ver. Mi padre no está en casa. Mi madre está en la azotea de la casa tomando el sol y mi hermana dudo mucho que se haya levantado. Y la señora Justa nunca viene por aquí. No hay nada que temer.

Decidí tomar la iniciativa para que fuera calentado motores.

Me quité la camiseta. No llevaba ni siquiera sujetador. No es por presumir, pero tengo unos pechos bastante majos, del tamaño de cocos. Una fruta tropical de la que, cuando llegue el momento, sacaré agua de coco por el pezón para amamantar a mis críos, claro.

Se quedó anonadado y abrió unos ojos como platos. Considero que hasta entones aún se temía algo que solo quería vacilarle, pero al ver que iba lanzada supongo que se avino a seguir mis juegos. Le cogí su refresco de la mano.

—El resto de la bebida te la vas a beber como te diga yo —le indiqué. Y empecé a derramar con cuidado el líquido sobre mis senos.

Abel decidió que no merecía la pena desperdiciar aquella oportunidad y se inclinó sobre mis tetas lamiendo el líquido con voraz delectación, sin dejar de agarrarme los pechos.

Luego me quité los pantalones, dejando mi conejito a la vista, me senté en un banco metálico y seguí vaciando el contenido de la lata sobre mi pubis. Me lo depilo dejando una fina tira de pelo encima de mis partes. El africano absorbió a lengüetazos todo el jugo que iba cayendo sobre mi cuerpo, implicado y participativo en mi juego. Noté que me humedecía. Ardía en deseos de que me penetrara. La lujuria me poseía como a una gata en celo.

Abel se quitó la ropa en un abrir y cerrar de ojos. Me acurruqué contra él. Sentí el calor que emanaba su cuerpo, la tersura de sus músculos, su poderío racial, la abrumadora dureza de un miembro colosal que mediría dos palmos de los míos. Calculo que veinticinco centímetros en total; los últimos centímetros consistían en un abultado glande de color marrón oscuro. El pene de Álex no medirá ni la mitad y es bastante menos grueso. Sólo de pensar en la penetración que estaba al caer me entraron unos sudores fríos, una sensación a medio camino entre la curiosidad morbosa y el temor insano.

Él, por su parte, me magreó con creciente de deseo mi recio y suave culo.

Cuando sació su glotonería táctil, me arrodillé delante de él para chuparle su largo y grueso miembro. Me metí en la boca más de la mitad, pero no pude engullirlo entero, mientras colocaba mis manos en torno a sus sólidos muslos. Notaba que su glande entraba en contacto con el fondo de mi garganta, con la úvula y me acometía una especie de acceso de arcadas. Decidí tragarme algo menos de la mitad de aquel manubrio y moví la boca de un lado a otro rápidamente, atenta siempre al gesto de su cara. Me miraba absorto, con la mirada perdida, con un agradecimiento infinito instalado en su cara. Le chupé el miembro encantada de la vida, sin ningún complejo de mujer objeto, temporalmente sometida y entregada a la exhibición de poderío físico de su verga tiesa. Luego ensalive sus enormes testículos, grandes como huevos de gallina.

La postura del polvo la eligió él. Me hizo ponerme a cuatro patas y él se inclinó sobre mí acomodando su herramienta entre mis labios. Al principio me dolía que me metiera semejante cosa. Sentía un dolor desgarrador, un fuego interno y le pedí que fuera más despacio y que fuera introduciendo su pene en mi vagina gradualmente para acostumbrarme a su tamaño según me dilataba. Muy poco después el dolor dio paso a un placer que experimentaba al ritmo de su vaivén, un movimiento lento y comedido, pero intencionado, bien dirigido. Una oleada de gusto absoluto, de placer inimaginable me invadió por dentro llegando a todas mis terminales nerviosas. Me sentía viva, reconciliada con el mundo, y eso que Abel renunciaba a introducirme el mango entero. Los fluidos resultantes de mi orgasmo se deslizaron por mis muslos. Algo después, noté, entre gruñidos, cómo eyaculaba varios chorretones de su cálido semen en mi espalda.

Aún le sobraban fuerzas para repetir. Y eso que la corrida había sido copiosa, abundante. Yo, después de tener como referencia al pazguato de Álex no podía imaginar que un hombre pudiera eyacular dos veces seguidas, pero me equivocaba. En la segunda Abel se tumbó en el suelo y yo le cabalgué bizqueando de gusto, enviciada a más no poder, presa de un furor bestial, hasta que hice aguas por todas partes, desinhibida, como un galeón en medio de un naufragio. El coito se había prolongado muchísimo. Con Álex, un polvo podía durar tirando por lo alto dos minutos. Y eso que cuando empezaba a metérmela no estaba rígida del todo. Si lo estaba, un minuto a lo sumo.

Después de terminar reparé en que no había músculo de la cara que no estuviera frunciendo. Aún me faltaba el resuello. Relajé el gesto pensando que follar con esa intensidad debe de envejecer muchísimo. Temí que estuviera a punto de salirme alguna cana.

De súbito, la música de llamada de mi móvil. En la pantalla luminosa vi que se trataba de mi madre. El pánico me asaltó:

—Dime —repuse haciendo esfuerzos para que no se notara que estaba jadeando, mientras buscaba con la mirada mi pantalón.

—¿Sabes dónde está el jardinero? En la piscina no está.

—Conmigo, en la caseta. Estoy enseñándole el cortacésped —dije aproximándome bastante a la verdad.

—¿Y tanto rato hace falta? Porque lleva desaparecido de la piscina cerca de una hora.

—Es un modelo que no ha visto nunca y no conoce algunas de las funciones —mentí.

—Ven para aquí y tráeme la leche solar con factor de protección treinta que hay en el cajón superior de mi cómoda.

Nos vestimos apresuradamente y salimos de la caseta como si tal cosa. Abel reanudó su trabajo en el interior de la piscina y yo fui al dormitorio de mi madre a cumplir con el encargo. Sin duda, era una excusa para hablar conmigo porque mi madre no es tan perezosa como para no dar cuatro pasos hasta su habitación.

Al llegar al solario, ella apagó su diminuta radio digital y se quitó los pequeños auriculares de las orejas. Era bastante aficionada a leer, pero no lo hacía mientras tomaba el sol porque según se colocara los libros le podían hacer sombra y estropear la uniformidad del bronceado. Pensé que el único uniforme de las tías buenas es el bronceado y que es sobremanera eficaz. A una tía buena uniformada por dentro no le hace sombra ni un libro.

—¿Me puedes echar crema por el cuerpo, cielo?

Abrí el frasco y le eché crema sobre la espalda. Mi madre es muy moderna y en verano, siempre que puede anda desnuda por la casa. Hemos estado en playas nudistas y a mi madre le mola el asunto del exhibicionismo. También era bastante aficionada a la pornografía, cosa que no ocultaba. No sé por qué pero también le gusta que le eche la crema, aunque sea en zonas accesibles para ella. Lo hago desde pequeña y, la verdad, no me siento utilizada por ello. Mi hermana y yo siempre le hemos hecho masajes para relajarla y conseguir nuestras peticiones.

—Tú no tienes que enseñarle el cortacésped a ese chico —me amonestó—. Que se las arregle como pueda. Y si no sabe, que se espabile.

—Pero mamá… —objeté mientras aplicaba crema en sus huesudos omoplatos.

—Pero hija, no ves que no tenemos referencias de ninguna clase de ese hombre. ¿Tú sabes lo que es meter a un perfecto desconocido en casa? No me convence, pero nada de nada. Vete a saber cómo será el pasado de ese tipo. Igual ha estado en la cárcel o ha matado a alguien en su país o qué se yo.

El tremendismo y la exageración infundada eran habituales en la conversación de mi madre. En ese momento noté como una sustancia viscosa me resbalaba por la nuca. No tardé en caer en la cuenta de que se trataba de esperma del mauritano. Antes no lo había notado porque lo llevaba impregnado en el pelo. Como una pequeña venganza contra mi descortés progenitora, lo recogí en la mano. No dejaba de ser leche solar, que era lo que ella me había pedido, aunque más natural.

—¿Y qué se supone que va a hacer? ¿Violarme? —pregunté justo antes de frotarle su trasero con el esperma expelido por Abel. Tenía un culo abultado, pero muy bien formado. Le apliqué el semen en la raja de su culo. Normalmente solo lo aplicaba en la parte externa, pero esta vez fui más allá. Mi madre pegó un respingo y giró su cabeza en mi dirección confusa, interrogándome con la mirada.

—¡Pero hija…!

—Mamá, lo hago para que no te quede ninguna antiestética marca blanca —su coquetería unida a su ignorancia dieron por válida la respuesta. Era vanidosa a más no poder.

Se dio media vuelta y aproveché para aplicarle el semen por los labios de su vulva, por sus pechos y por su vientre.

—No tiene que haber ningún tabú a la hora de protegerte de sol, por eso no quiero dejar ningún resquicio por donde se pueda colar más radiación de la cuenta —expliqué.

—Desi, tú te lo tomas todo a cachondeo, pero ahí fuera hay gente muy mala, con muy pocos escrúpulos. Así que no te tomes tan a cachondeo lo que te dice tu madre. Te crees que lo sabes todo con dieciocho y no sabes de la misa la mitad. Voy a hablar con tu padre para que contraten a otro.

—¿Por qué? ¡Pero si no lleva trabajando ni dos horas! ¿Qué ha hecho mal?

—Desi, no insistas, hija, no insistas. No me convence ese hombre y punto.

Esa misma noche salí con Álex a dar un pequeño paseo por la urbanización. Álex tenía un perro labrador llamado Tobías con el pelaje de color crema y, a veces, lo acompañaba en su paseo nocturno.

Al llegar al sitio convenido me dijo:

—¿Ya estás más relajada?

Nunca reconocería un error, ni aunque de no hacerlo, tuviera que renunciar a su cómoda vida. Siempre tenía que ser yo la histérica, la consentida o la loca. Era evidente que él me había tocado inoportunamente las tetas, pero él nunca admitiría que no había obrado como debía y yo no había hecho más que salvaguardar mi intimidad y restituyendo mi honor mancillado. Le dejé vencer.

—Sí, cariño, ya estoy mejor, más tranquila.

—¿Qué has hecho esta mañana?

Siempre me preguntaba que había hecho durante el tiempo que no le había visto. Era algo así como un controlador (terrestre y no aéreo), pero en permanente huelga de brazos caídos.

—"Me he follado a un negro que tiene la polla el doble de grande que tú" —pensé, pero lógicamente no lo dije.

—He estado leyendo y le he dado las instrucciones a Abel, el nuevo jardinero, de lo que tenía que hacer.

—¡Ah, sí, el nuevo jardinero! ¿Abel se llama el de la selva? ¿Tú crees que ese pavo sabe algo de jardinería?

—Sabe manejar bastante bien algunas herramientas —comenté caústica, mordaz.

—¿Qué herramientas sabe manejar? —inquirió ignorante.

—"La polla la maneja bastante mejor que tú, imbécil", pensé, pero no hablé en voz alta.

—Ha estado rastrillando el césped. Lo hace bien.

—Lo hace bien —respondió imitando grotescamente mi voz—. Sabe manejar el rastrillo, oh, qué gran alarde de sabiduría, rindámonos a sus pies. Seguro que el cortacésped de gasolina no tiene ni idea de cómo se maneja y mucho menos de llevar el mantenimiento. Los cortacésped llevan motores de dos tiempos, normalmente.

—Yo no entiendo nada de mecánica —fingí haciéndome la ignorante. A las mujeres nos encanta hacernos las ingenuas, para sonsacar al homínido que tenemos a nuestra vera toda la ignorancia que atesora su cerebro putrefacto.

—Creo que hay que mezclar el aceite con la gasolina en el cárter —explicó Álex titubeante y confuso—. Si no hechas suficiente aceite puede fallar la lubricación del motor y es cuando te lo cargas.

—Yo no creo que tenga ningún problema con la lubricación —solté— yo creo que hay bastante aceite. Es más, cuando vaya a hacer el mantenimiento ya me aseguraré de estar yo delante para que ponga aceite suficiente y el motor vaya suave.

—Lo estropeará, ya lo verás.

—Yo creo que lo sabrá hacer bien.

—"De hecho, si supieras lo bien que domina Abel, lo del motor de dos tiempos: meter, sacar, meter, sacar... No te quedaría ninguna duda —pensé."

—Regar con la manguera también sabe —repuse afectando seriedad absoluta, para que no sospechara nada.

—¿Y quién no sabe manejar una manguera? Hasta un bebé sabría hacer eso.

—Hay que sacar la manguera de la devanadera, regular la presión para que el agua no salga con demasiada fuerza. Hay plantas que requieren un chorro de agua más directo y otras un efecto de pulverización más indirecto.

—Fascinante. A juzgar por eso que me cuentas no sé cómo no está gobernando algún país de esos que cambian cada cuatro días de nombre.

Ya no volví a ver a Abel. Mi padre contrató a un operario tripudo que llegaba apestando al último carajillo que se había tomado. Lo siento mucho por el mauritano. Quizá hubiera tenido que esperar a una mejor ocasión para tirármelo y no precisamente su primer día de trabajo, pero ese día andaba yo necesitada de rabo y no estaba para aplazamientos. Ojalá le fuera bien.

Me gustaría contar que mi madre se quedó embarazada en aquel día soleado, pero sería mentir. Me gustaría contar que lo dejé con mi novio, pero seguí con él no sé si por costumbre o porque me divertía vacilarle. Para cortar siempre hay tiempo y para irse de casa de los padres también. Lo mejor en la vida es aplicarse el lema: Carpe diem y aceptar a los demás como son.