El jardin

Una noche conocimos a Selva, caminaba sola...

E L J A R D I N

Me gusta caminar de noche. La oscuridad ofrece la excitante posibilidad de enfrentarse a cada paso con el misterio. Los amantes de la noche somos muy distintos de aquellos que prefieren el día; por lo común estos carecen de ese toque de magia que envuelve a quienes buscamos las sombras. Un encuentro durante la noche, así sea de manera casual, abriga más expectativa que uno llevado a cabo a plena luz del sol. La noche es una máscara que nos sirve para acercarnos a los demás, pues la sombra matiza el rostro más adusto, libera la tensión acumulada a lo largo del día y, no sólo eso sino que además, se confabula para desinhibir el comportamiento e invitarnos al desenfreno. Sobre todo, las noches tienen ese toque divino de la complicidad.

Una noche de luna clara caminábamos Néstor y yo por un parque, confundidos entre la espesura del lugar, cuando conocimos a Selva. Deambulaba por una vereda oscura, lo que nos causó cierta extrañeza que una mujer tan bella anduviera sola a esas horas. Al momento de cruzarnos con ella nos abordó amigablemente y solicitó que le permitiéramos nuestra compañía y así sentirse protegida entre "dos apuestos galanes", expresó a modo de cumplido. Agregó que ella también era una viandante nocturna y cuando había luna como la de esa noche salía a disfrutarla; que tenía muchísimos años realizando esta práctica. Detalle este últimos al que no le dimos importancia, supuesto que por la juventud que aparentaba debía tener poco tiempo convertida en noctámbula.

Todavía no me explico que poder extraño nos obligó a seguir a esa enigmática mujer, de figura sensual, hasta un inmenso jardín que se hallaba en un área intrincada del parque, la cual estaba iluminada con antorchas. Con una sonrisa seductora señaló que tomáramos asiento alrededor de un mesón, donde se hallaba servido un soberbio banquete y en el que nosotros éramos los únicos comensales y ella la anfitriona. Selva, que se había instalado entre Néstor y yo, sirvió vino en copas metálicas y comenzamos a libar; llenó las copas en repetidas ocasiones brindando siempre por algo relacionado con el placer. El olor exquisito que despedían las viandas nos despertó un apetito voraz, por lo que Néstor gritó animosamente: ¡A comer y a beber todo lo que podamos!

El vino, el sitio, el ambiente que prometía se encargaron de despertarnos un que desconocíamos comportamiento de irracionalidad y, acicateados por el hambre, comenzamos a devorar el banquete en un estado frenético. Con las manos arrancábamos tirones de carne de los animales que estaban cocinados sobre las bateas y los comíamos a dentelladas, mirándonos con recelo mientras llevábamos a la boca todo lo que podíamos engullir, como si temiéramos que fuera a terminarse aquel comelitón sin habernos hartado lo suficiente. Semejábamos fieras disputándose una presa. En cierto momento sentí que una mano trataba de introducir algo a mi boca, era Selva que me miraba de un modo seductor y con los dedos separaba mis labios para introducirme puñados de uvas, despertándome un apetito similar al que reflejaban sus ojos. Enseguida hizo lo mismo con Néstor. Esta invitación provocó que desviáramos la atención de las viandas para satisfacer ese nuevo apetito. Al momento tomábamos puñados de uvas de los racimos que adornaban el centro de la mesa para llevarlos a la boca de Selva, ofrenda que recibía henchida de placer, al tiempo que jugueteaba con las erecciones de ambos por debajo de la mesa.

Selva se descubrió el torso, tomó un recipiente que contenía chocolate derretido y lo empezó a untar en su busto, incitándonos para que lo tomáramos lamiéndolo de sus pezones. Jamás una golosina me deleitó tanto como la que probé esa vez. No podría precisar cual de los dos manjares era el más exquisito: si el chocolate cremoso o el delicado cáliz en el que estaba servido. Enseguida ella quiso probar aquel exquisito postre, saboreándolo con fruición de nuestras erecciones, las cuales previamente había embadurnado. Era una maravilla ver como esa hermosa mujer participaba con un desenfado en esa experiencia increíblemente perversa, mientras lamía todo vestigio de chocolate de cada miembro hasta dejarlos limpios.

Mi compañero y yo actuábamos hechizados por un encanto que había nublado nuestra razón. Estábamos bajo el poder de aquella mujer y no nos importaba saber si había alguna posibilidad para escapar de su poderosa influencia; en ese momento era más fuerte el ansia de saciar nuestros apetitos que el instinto de supervivencia. Inmersos en ese encantamiento Selva expresó en un tono que no pudimos precisar si hablaba en serio o si lo hacía a manera de broma, de lo que sí no había duda era que lo hacía de un modo endiabladamente sensual:

Al que logre perderme en el éxtasis hasta llevarme al clímax, quedará libre y liberará a su vez a futuros invitados pues este banquete desaparecerá para siempre; pero aquel que no lo consiga y si en cambio yo pueda envolverlo en el deseo hasta llevarlo al desenfreno, en el instante mismo que se encuentre bajo el torbellino del orgasmo, quedará convertido en estatua, misma que adornará mi jardín – sentenció, extendiendo el brazo para mostrarnos infinidad de figuras, tanto masculinas como femeninas, talladas en piedra, diseminadas en toda el área del jardín.

Las figuras estaban elaboradas en un sin fin de poses: las había arrodilladas, de pie, acuclilladas, recostadas, etcétera, y sus rostros reflejaban la lujuria que experimentaban en el momento que fueron convertidas en piedra. Era tan fuerte el poder de seducción de Selva que no pudimos vislumbrar el fatal destino que nos aguardaba.

Aturdido por el deseo, Néstor se despojó de sus prendas y Selva simplemente dejó caer la capa que la cubría y los dos quedaron desnudos, revolcándose enseguida encima de los restos de comida que había sobre la mesa. Las llamas de las antorchas se reflejaban sobre la piel brillante de Selva, mientras se revolvía acoplada a mi compañero; soportaba el peso de Néstor y movía su pelvis con una gracia, que su cuerpo más bien parecía ola de mar, deslizándose suave bajo el volumen de un barco; a su vez ofrecía cada resquicio de su anatomía para que él la penetrara y así mantenerlo en la cresta de la lujuria. En medio de enérgicas arremetidas Néstor alcanzó el clímax y al instante quedó convertido en estatua. No hubo ningún asombro de mi parte al ser testigo de aquel suceso, tal era la inconsciencia que me embargaba en ese momento.

Selva se incorporó con una sonrisa en su rostro que denotaba triunfo y ondeando su cuerpo vino junto a mí; se veía terriblemente deseable; el viento agitaba su pelo, una parte volaba desordenado sobre su cabeza y otro descendía en cascada y le acariciaba los senos.

Este será el momento más placentero que hayas tenido en tu vida – susurró a mi oído.

Me desnudó con sumo cuidado y procedió a recostarme sobre la mesa, acercando su bello rostro a mi erección para engullirla en su totalidad. Fue un verdadero goce mirar como el miembro se perdía en su boca.

¿Te gusta ver como me lo trago todo? – más que pregunta fue aseveración, pues lo engullía completamente una y otra vez.

Se montó a horcajadas encima de mí y comenzó a manipularse su inflamado clítoris con pasmosa lascivia. Al cabo de un tiempo tomé sus manos para detener el manipuleo y con mi lengua envolví la delicada almendra de su entrepierna, agitándosela con habilidad. Ella se cimbraba, montada en mi boca, sintiendo como escarmenaba al centro de su mojada cueva. Gritaba y se pellizcaba los pezones por las oleadas de placer que la iban envolviendo. Poseída por un anhelo frenético se colocó en cuatro y levantando la cadera me ofreció su maravilloso trasero. Antes del acoplamiento quise explorar su cuerpo para despertarle toda la voluptuosidad que podía alcanzar. Le pedí que con las manos separara ambos globos para que abriera la gruta de su trasero y de este modo alcanzarle su palpitante redondez, donde mi lengua prosiguió con una sensibilidad insospechada, revoloteando como mariposa por cada pliegue de su maravilloso círculo.

¡Más...! ¡Más…! – pedía jadeante, mientras continuaba en esa postura.

Detuve el estímulo para darle una tregua con la intención de continuar con renovados bríos, luego de un respiro. A medida que ponía en juego mis habilidades amatorias fui tomando control de mi persona e intuí que si continuaba por esa vía podría hacerme dueño de la situación y manejar a mi antojo aquella vivencia.

¡Por favor, penétrame por donde prefieras pero hazlo ya ¡ - volteó a verme suplicante, con el rostro bañado en sudor.

Aprovechando la posición en la que me encontraba, apunté mi erección al centro de su cueva y tomándola de los cabellos la fui penetrando desde atrás, hasta escuchar un débil gemido, señal inequívoca que estábamos perfectamente acoplados. ¡Muévete!, le ordené, al tiempo que le plantaba una tanda de nalgadas. Ella reparó como yegua encabritada y a la voz de mando comenzó a mover su pelvis, para regodearse con el jinete que la montaba. Por mi parte, con una mano mantenía bien sujeto su cabello y con la otra le seguía dando de nalgadas, al tiempo que la embestía animosamente. Selva se estremecía y aullaba con cada palmazo que recibía y pedía más castigo. Cuando sentí que la había cabalgado suficiente, aflojé la rienda de su pelo, pero sólo para acomodar mi lanza en el orificio de más arriba. En esta oportunidad no quise penetrarla completamente sino que me dediqué a introducirle la cabeza, solamente, en sucesivas ocasiones para atizar su excitación al roce continuo de mi estaca con su esfínter. Selva apretó el chico para acrecentar la excitación que experimentaba y buscaba mi rostro, aturdida de placer.

¡Debo hacerte acabar…! – exclamó Selva urgentemente, tratando de tomar el control.

No puedo acabar si no veo a mi pareja que termina antes; estimúlame en este aspecto y dime cómo te toco o qué hago para calentarte convenientemente y así escuchar tus jadeos y ver la lujuria reflejada en tu rostro – señalé, aumentado el ritmo de mis acometidas para que el roce fuera continuo.

Así como lo haces siento excelente; jamás nadie me había hecho gozar tanto; has conmigo lo que te plazca, todo sea con tal de llevarte a la cúspide del placer – gimió ella, gozando enloquecida.

Detuve el estímulo para prolongar la llegada del clímax inminente que aprecié en su rostro. Selva se dejó caer pesadamente sobre la mesa, abriendo la boca para tomar aire. ¡Mámalo!, volví a ordenarle, poniéndole nuevamente el miembro en los labios. Ella lo tomó y volvió engullirlo con un placer desmedido y por tiempo prolongado me dio la mejor fellatio que me han dado en la vida. Le indiqué que se pudiera de pie, luego de admirarla de arriba abajo tomé su hermoso rostro y nos fundimos en un beso apasionado. La levanté en vilo de la cadera para que sus piernas me rodearan por la cintura y sus brazos me sujetaran por el cuello y así llevarla a una posición sumamente excitante y al mismo tiempo agotadora. Se acomodó placentera para que mi dureza volviera a fijarse en el centro de su velludo refugio y comenzó a mover su pelvis en esa posición, frotando su clítoris contra mi vientre, ajena ya a todo entendimiento.

¡Acaba…! ¡Acaba…! – suplicaba fuera de sí, mientras revoloteaba colgada de mi cuello.

No pude sostener su peso mucho tiempo y tuve que soltarla; Selva se desprendió de mi cuello y rodó sobre la hierba, quedando convulsionada.

¡Ponte encima de mí! – imploró recostada sobre la hierba, separando sus piernas para recibirme.

Ahora yo la tenía en mi poder utilizando la misma herramienta que ella había empleado para someter a sus invitados. Percibí con toda claridad que en el momento que me pareciera indicado podía hacerla llegar al orgasmo.

¡Mastúrbate! – le ordené tajantemente, cruzándole el rostro con sonoras bofetadas, al verla suplicante a mis pies.

Dócilmente llevó sus manos a la entrepierna y frotándose espléndidamente frente a mis ojos llegó al clímax, soltando un grito aterrador que rasgó la oscuridad y desapareció en medio de la noche. Al instante se desató una violenta ráfaga de viento que levantó cuanto fue parte del banquete, incluyendo las estatuas. Yo volé por los aires, golpeándome contra todo lo que giraba a mi alrededor y fui aventado al pie de un enorme reloj de sol, que hermoseaba el parque, quedando inconsciente.

A la mañana siguiente me recogió una ambulancia. El reporte oficial decía que una pandilla de delincuentes me había asaltado y, como seguramente opuse resistencia, no solamente me lastimaron sino también me despojaron de mis pertenencias, dejándome totalmente desnudo a la intemperie. Sólo yo sé lo que sucedió aquella noche; también lo sabe Néstor, pero el pobre quedó convertido en figura de piedra y esas no hablan.