El internado: La llegada

Iba a descubrir un mundo inimaginable.

Elinternado: La llegada

1 – Un mal encuentro

Mi padre había pensado siempre que su hijo debería estudiar en una Universidad de élite. Debería ser una persona sobresaliente entre todas las demás. Sin embargo, a mí, tener que dejar a mis amigos y vivir encerrado en un sitio desconocido, con gente desconocida, no me hacía mucha ilusión.

  • Te acostumbrarás pronto – me dijo -. Yo estudié interno bastante más lejos de casa y me alegro hoy.

  • A lo mejor a ti no te ataba nada – contesté -. Yo me dejo aquí toda mi vida.

  • Será así – sentenció -. Tendrás una nueva vida mucho mejor.

No podía decir nada para evitarlo, así que me hice a la idea de que tenía que dejar a mis amigos y encontrar otros. Sin embargo, sabía muy bien que podría encontrar a gente que pensara como yo. El sexo para mí no era nada más especial que el placer de estar a solas con quien más me gustaba. Todos mis amigos lo tenían muy claro… menos yo. ¿Qué iba a hacer en un internado donde tendría que cumplir severas normas y no conocería a nadie así?

El autobús salió temprano y, al poco tiempo, me quedé dormido. Cuando desperté acabábamos de llegar a aquel extraño y lujoso sitio en que tendría que vivir unos cuantos años de mi vida.

  • ¡Vamos, chicos! – gritó el conductor -. Id bajando despacio por aquí delante y esperad a que os llamen.

Bajé del autocar tan asustado como todos los que me acompañaban y un chico que parecía muy tímido y que estaba a mi lado, me miró horrorizado.

  • ¿Te pasa algo? – pregunté - ¿Puedo ayudarte?

Dijo que no moviendo la cabeza y mirándome con espanto y, al poco tiempo, comencé a oler algo que me era familiar. Aquel chico estaba más asustado que yo.

  • No digas nada – me acerqué a él -. Sé lo que te ha pasado. No te retires de mí y ven a la habitación que me asignen. Te ayudaré.

  • Me han dicho que mi habitaciones es doble – gimió - ¿Qué voy a hacer ahora?

  • Tomarlo como algo normal. A todos no nos pasa eso que te ha pasado, pero seguro que más de uno está aguantando. No te apures. Todas las habitaciones no son dobles. Me da igual. Vente a la mía aunque tengas compañero. Lo despistaré y arreglaremos ese… problema que tienes.

  • ¡Apesto!

Un hombre muy bien vestido se acercó hasta nosotros y fue leyendo una lista. Los que nombraba tenían que ponerse a un lado. A mi compañero lo separaron de mí. Se fue angustiado y le guiñé un ojo para que se sintiese tranquilo. Hicieron dos grupos. El mío era el más pequeño. Aquel hombre se acercó a nosotros y habló con voz fuerte y severa:

  • Vosotros sois los de las habitaciones individuales. Id pasando y se os darán vuestras cosas y el número de habitación. No quiero a nadie presumiendo. Aquí sois todos iguales. Ya se os darán instrucciones. Las habitaciones han de estar impecables. Se pasará revista diariamente.

Comenzamos a andar y entramos por un pasillo muy largo donde había un mostrador con varios hombres. Entregando nuestros papeles, nos dieron unas bolsas con toallas, sábanas y otros objetos (aparentemente) inútiles. Fui leyendo los carteles que había en las paredes hasta encontrar las escaleras que me llevaban a mi habitación. Esperé allí disimulando. Necesitaba ayudar a aquel chico que se había cagado, literalmente, del susto.

Al poco tiempo, casi todos en solitario y asustados, fueron distribuyéndose y comenzaron a entrar los otros. El chico que esperaba entró algo separado de los demás y le vi cómo procuraba mantenerse alejado de los otros. Uno de los que entregaba las bolsas los llamó a él y a otro. Eran los dos que deberían compartir habitación. El compañero que le había tocado al que conocí era guapísimo, alto, de pelo corto y de mirada sensual. Me pareció que el otro no quería acercarse a él. Cuando les vi acercarse en silencio, me fui hacia mi desconocido amigo y le dije al otro que tenía que hablar algo con él, que lo esperase en su habitación. Se fue caminando despacio y volvió la cabeza para mirarme sonriendo.

Nadie sabía normas ni quería saberlas. El chico subió conmigo y buscamos mi habitación: la 110. La verdad es que olía mal, así que entramos y le propuse que pasase al baño y se lavase bien.

  • Deja la ropa sucia a un lado – le dije -. Yo te la lavaré. No digas nada de esto a nadie ¡Venga! ¡Desnúdate!

Aquel chico tan tímido que ni siquiera me había dicho su nombre, se fue quitando ropa hasta que tomó su cinturón para abrirlo y se paró.

  • No, no – exclamó -. Me da vergüenza de que me veas cagado.

  • Mira, tú, como te llames – le hablé en serio -. Pasa de vergüenzas o te llevo a tu habitación con tu compañero y que te ayude él.

  • ¡No, no, espera! – respiraba agitadamente -. Prefiero que no lo sepa.

Me acerqué a él sin miramientos, tiré de su cinturón y dejé caer los pantalones. Lo miré brevemente por detrás y me di cuenta de que nadie debería saber lo que le había pasado. Tiré de sus calzoncillos hacia abajo y le sonreí.

  • ¡Anda! Pasa al baño, quítate eso y lávate bien. Si necesitas algo… me llamas.

Pasé el tiempo mirando lo que venía en mis bolsas y sacando mis ropas de las maletas. Un rato después salió del baño.

  • Me lo he quitado todo y me he duchado – dijo - ¿Qué hago con esa ropa apestosa?

  • No vas a llevarla a ningún lado – pasé al baño -. Déjala aquí; apesta. Ya sabes cuál es mi habitación, la 110. Cuando pasen un par de días ven a recogerla. De todas formas, creo que te ha tocado un buen compañero.

  • Sí – agachó la cabeza -, parece formal y educado. Se llama Daniel. Ha querido acercarse a mí y me he retirado. Pensará que soy un estúpido.

  • No creo – usé mi intuición -. Cuando lo veas sé simpático con él. Me parece un chico educado y culto. Puede ayudarte mucho.

Le abrí la puerta y salió con su equipaje.

  • No me has dicho tu nombre – susurró -. Yo me llamo Sixto.

  • Encantado, Sixto. Me llamo Carlos. Búscame, ¿vale? Esto quedará para ti y para mí.

2 – La lámpara azul

Todo estaba medido. No quedaban cabos sueltos. Conforme íbamos haciendo cosas, nos iban diciendo cómo deberíamos hacerlas a partir de ese momento. Oí algo que me preocupó. Todos éramos iguales, todos podíamos ser amigos, pero los de un ala del internado no podían pasar al otro. Sixto no iba a poder ir a mi habitación. Pensé que si le bajaba una bolsa con su ropa limpia se habría solucionado todo el problema.

Hicimos de todo aquel primer día y entré en mi habitación destrozado. Cerré la puerta, eché el seguro y me dejé caer sobre ella a oscuras. Necesitaba pensar un poco para darme cuenta de dónde me habían metido. Me incorporé quitándome la ropa y, sin encender la luz, lo tiré todo por los aires y tiré de la colcha para meterme en la cama. En mi teléfono tenía ya programada la hora a la que debería despertarme.

Me puse cómodo, me di la vuelta hacia la pared y creí que me dormía al instante. Sin embargo, me pareció ver una luz azulada moverse tras de mí. Mi cama se movió y mi cuerpo se puso tenso. Allí no había nada que temer pero… ¿quién estaba allí?

Se levantó la colcha despacio y unas piernas rozaron las mías. Recordé a mis amigos y aquella locura de ruleta que hacíamos algunos fines de semana. A cualquiera de nosotros le podía tocar follar con cualquier otro; incluso sin saber con quien. Aquel cuerpo que se había metido en mi cama era algo parecido. Me llegó un suave perfume, sentí un beso en la cabeza y noté que se acostaba conmigo. No quise moverme. Pensé que podría ser uno se esos amigos que buscaría cuando hubiese pasado algún tiempo. Se abrazó a mí pegando su cabeza a mi espalada y oí una voz suave.

  • Gracias, Carlos ¿Qué iba a ser para mí esta cárcel sin ti?

No conocía a nadie, excepto a Sixto, pero no me pareció su voz… y sabía mi nombre. Me volví hacia él y le abracé en la oscuridad. Se dio cuenta, evidentemente, de que no me oponía a sus intenciones. Toqué sus cabellos y eran rizados y no lacios como los de Sixto. Me pareció más corpulento. Me vino a la cabeza durante un instante la imagen bellísima del compañero de Sixto. Cuando comenzó a acariciarme y a tocarme ni siquiera pensé en quién podría ser. Era sensual, de piel perfumada y muy agradable y con una polla dura y enorme.

Comenzamos un juego erótico que acabó en un polvo maravilloso. Me penetró de forma irregular, a empujones. El placer era más de lo que podías desear. Lo sentía dentro al hacer aquellos movimientos tan bruscos. Me mordió la boca con ansias cuando iba a correrse. Las palabras de placer las dijo dentro de mi boca. No entendí nada, sino que me pareció encantador.

Tiró luego de mi cabeza y la acercó a su entrepierna. Su polla olía mal. No podía meterme aquello en mi boca después de haber estado dentro de mi culo.

  • Lo siento, tío – le dije amablemente -. O te lavas bien o no puedo hacer nada.

Me pareció que se quejaba algo, tiró de la colcha un tanto malhumorado, se fue al baño a lavarse y volvió a la cama. Sus piernas estaban frías y húmedas y, cuando mi cabeza se acercó a su pubis, olí a limpio. Era una polla muy grande y estaba muy caliente a pesar de haberla mojado. La metí en mi boca y disfruté de una mamada larga, sabrosa y cruel. A veces, tiraba de mi cabeza y toda aquella carne dura me llegaba a la garganta. Cuando se corrió, toda su leche entró en mi esófago de un solo golpe. Su sabor era exquisito.

Me besó con delicadeza, con verdadera dulzura, se levantó despacio, se puso alguna ropa y se fue en la oscuridad. Encendió una de esas pequeñas lámparas LED azules y, al abrir, la luz del pasillo me dejó ver un cuerpo grande y de movimientos armoniosos. ¿Qué estaba pasando? Alguien se había fijado en mí y sabía dónde estaba pero… ¿Cómo entró en mi habitación?

  • No, Carlos – murmuró Sixto -, aunque eches el seguro de la puerta, sigue abierta. Son las normas.

  • Sí – protesté -, pero con esas normas cualquiera puede entrar en tu habitación y robarte, ¿no?

  • No – dijo muy seguro -. Nadie va a entrar en tu habitación. Sólo irá uno que pasa revista. No tocará nada.

  • Sabes mucho de este centro – me extrañé - ¿Has estado aquí antes?

  • No, por supuesto. No me hubiera cagado de miedo al verlo. El que sí ha estado aquí un año es Daniel. Anoche me contó muchas cosas sobre este centro. Sabe trucos. Le dije que si era posible llegar hasta tu habitación sin ser visto y se echó a reír. Me di cuenta de que era obvio que se podía.

  • ¿Le dijiste cuál es mi habitación?

Miró entonces al suelo como avergonzado y creí que no iba a hablar, pero me contó todo lo que hablaron.

  • Verás… Por favor, no te molestes, pero quise saber si podía ir a verte y a darte las gracias. No quería que tuvieras que lavarme la ropa, así que le pregunté que si era posible ir hasta el otro ala y me mostró unas cámaras que están pegadas al techo en los pasillos. Hay un circuito cerrado de televisión. Te controlan. Sólo algunos saben qué partes no están controladas. Cuando le dije que tu habitación era la 110, prestó mucha atención. Hablamos algunas cosas más y me dijo que iba a probar si podía llegar hasta la 110.

  • Y… ¿probó?

  • Sí, claro – dijo avergonzado -. Tardó bastante en volver, pero me dijo que había encontrado un sitio por donde llegar.

  • ¿Te dijo si entró en mi habitación?

  • ¿Entrar? – encogió la nariz -. No, no. Es muy educado. Sólo me dijo que le había costado trabajo llegar, pero que había estado cerca de tu puerta.

  • ¿Y recorrió todo este castillo casi a oscuras?

  • No – respondió muy seguro -. Se llevó un encendedor que tiene una lámpara azul. No alumbra mucho, pero se ve.

  • ¿Ah, sí?

3 – La lámpara roja

Dejé a Sixto con un chico que decía que era de su barrio. Pedí excusas para retirarme y me fui por los jardines mirando a todos lados. Di una vuelta tras otra. Había muchas plantas, setos, fuentes. Era un sitio muy bonito e ideal para perderse. Entré por los caminos que me parecieron más retirados y, llegando a un claro de un bosquecillo, me pareció oír a alguien cantando a media voz.

Me acerqué despacio y con cuidado de no hacer ruido. Detrás de un tronco se veían las piernas de un chico sentado en la hierba. Era el que estaba cantando.

…«Y todas las noches las paso suspirando por mi amor».

Se dio cuenta de mi presencia y se volvió asustado a mirar.

  • ¡Ah, vaya! – volvió a sentarse -. El amigo de Sixto.

  • Me llamo Carlos – dije acercándome -. No esperaba encontrarte aquí… tan apartado.

  • ¿Y qué haces tú aquí… tan apartado?

  • Explorar – inventé -; me gustan mucho estos sitios. Son como laberintos.

  • No lo dudes – dejó que me sentase a su lado -. Has llegado aquí de casualidad. Si hubieses querido venir justo a este sitio te hubiera costado trabajo ¡Me encontraste!

  • Me voy si te molesto.

  • ¡No, no! – me cogió del brazo - ¿Qué dices? Quédate un rato… Carlos.

Sabía que Sixto le habría dicho mi nombre como me dijo el suyo, así que contesté con naturalidad.

  • Me alegra, Daniel. Me gusta este sitio.

  • ¡Oye! – me miró extrañado - ¡Sabes mi nombre!

  • Imagino que lo mismo que tu compañero me dijo el tuyo, te habrá dicho el mío ¿O cómo lo sabías?

  • Le he preguntado hace un rato – me sonrió pícaramente -. Tenía… un cierto interés.

  • Yo también, ¿lo sabías?

  • No – me miró inexpresivo -. Bueno, me alegro de que te interese.

  • Lo sabes, Daniel. No finjas. Anoche ya lo sabías.

No dijo nada. Miró a las copas de los árboles y pensó en voz alta.

  • Si sigue nublándose así va a llover mucho. Se está poniendo muy negro.

  • Sí – comenté -; se está haciendo de noche y se está poniendo oscuro.

  • No vas a ver el camino para volver – sonrió -. Habría que irse ya. Antes de que oscurezca.

Me metí la mano en el bolsillo y lo miré sonriente y con cierta picardía. Saqué mi mano del pantalón.

  • Tengo esta linterna LED roja. No alumbra tanto como la tuya azul, pero se ve.

Se sintió descubierto, tragó saliva y disimuló.

  • ¡Vamos! – se levantó de un salto y me tendió la mano -. Queda poco para la cena y luego hay que estudiar y dormir. Mañana hay que estar a punto.

  • Claro – murmuré -. Lo que me gustaría saber es si tendré visita esta noche.

  • ¿Te visitan?

  • Sí – dije acercándome a él -; es una visita… muy agradable.

  • ¡Qué suerte! – disimulaba -. Yo tengo compañero de habitación. Si estuviese solo como tú…

  • ¿Te gustaría que te visitara?

  • ¿Hablas de ti? ¿De una visita tuya?

Comenzó a andar y tuve que ir acercándome a él. Comenzó a silbar. Cuando estuve a su lado, quise ser lo más claro posible.

  • No me has contestado, Daniel. Sabes mejor que yo lo bien que lo pasé anoche. Tú también, creo.

Se paró al instante y me miró muy serio.

  • ¿Te importa que no hablemos de esto ahora? Se nos hace de noche.

4 – Finale

  • ¿Dónde te has metido? – me preguntó Sixto al verme -. Ya es la hora de la cena. Si llegamos un segundo tarde no hay cena… ni hoy ni mañana.

  • Vas a tener que darme lecciones sobre estas normas…

  • No te preocupes – dijo -; yo las sé ya porque me las ha dicho Daniel.

  • Pues, ya sabes. Sin que te pregunte me las vas diciendo. No quiero llevarme sorpresas.

  • ¡Vamos! – me cogió de la mano -. Es la hora.

El comedor estaba dispuesto de forma aparentemente poco lógica, es decir, Daniel no estaba ni enfrente ni al lado de Sixto. Éste me dijo luego que sí era una forma lógica. Se trataba de no hablar cenando; de no tener cerca a tu compañero de habitación. Pero enfrente, una mesa más allá, tenía a Daniel cenando y mirándome indiferente de vez en cuando. En efecto, había un completo silencio.

Se despidieron de mí al salir. Yo tenía que subir por una escalera y ellos tenían que recorrer un pasillo para subir a su ala. Daniel volvió a mirar atrás para verme y volvió a sonreírme.

Entré en mi dormitorio nervioso. Ni siquiera puse el seguro. Según me dijeron – y pude comprobar la noche antes – se podía abrir desde afuera. Intentaba olvidar todo aquello. El chico tan cariñoso que había estado conmigo en la habitación era un creído estúpido. Negaba lo que era evidente. Ni siquiera quería hablar del asunto. No podía entender aquello. Me desnudé y me metí en la cama sin estudiar ni leer nada. Sin embargo, esta segunda noche no estaba tan agotado y no podía dormirme. Tenía a Daniel en mi cabeza.

En el profundo silencio de la noche, estando echado hacia la pared, me pareció que se oía moverse el pomo de la puerta. Abrí los ojos y miré con disimulo hacia el pequeño pasillo que daba a la puerta. La tenue luz azul de su lámpara iba iluminando a saltos las paredes y el techo. Me hice el dormido.

Sin decir nada, volvió a sentarse en mi cama, se quitó el pijama y levantó la colcha. Seguía sin moverme cuando se pegó a mi espalda y me besó en el cuello.

  • Que descanses bien, bonito. No quiero despertarte.

Me moví lentamente para girarme y que supiera que estaba despierto.

  • Shhhhh – puso su dedo en mis labios -. No digas nada todavía.

Comenzamos a acariciarnos en silencio y en la oscuridad, como la noche anterior, pero esta vez casi podía ver su rostro, su mirada, sus labios sensuales; los imaginaba claramente. Todo el preámbulo fue una sucesión de largos besos y caricias. No podía entender cómo alguien frío y distante como Daniel podía comportarse así. Parecía totalmente entregado a mí. Parecía amarme cuando ponía sus labios sobre los míos y sus manos sobre mi cintura. Yo reaccioné igual. En realidad, aunque no lo amase, sabía que tenía en mis brazos al chico más bello que había visto en cuanto llegué.

Estaba notando que apartaba mi mano cuando le acariciaba la polla. Pensé que no quería que se la tocase, pero un movimiento rápido y un gemido me dieron la clave: estaba a punto de correrse y aguantaba. Se dio la vuelta y se pegó a mí. Estaba claro lo que quería. Levantó la pierna y me fue muy fácil penetrarlo. Quise darle el máximo de placer y aguanté tanto como pude. Gemía con la boca cerrada, apretando los labios, y tiraba de mis nalgas moviéndose cada vez más. Estábamos gozando los dos al máximo. Me corrí con todas mis fuerzas.

  • Shhhhhh. Ve a lavarte tú hoy. Vas a llenar las sábanas.

Salté por encima de él para bajarme de la cama y, como hizo él, fui al baño a oscuras, cerré la puerta y me lavé muy bien. Tuve que refrescarme la cara porque me parecía estar viviendo un sueño… o una pesadilla.

Apagué la luz y salí caminando despacio hasta la cama. Cuando me senté en ella, pasé mis manos sobre la colcha y no estaba. Ni siquiera me atrevía a moverme. No sabía si se había escondido en algún rincón o se había ido.

  • ¿Daniel? ¡Daniel, por favor!

Lo llamé varias veces y supe que no estaba ya allí. Me metí en la cama y rompí en llantos. Ni sabía nada de él ni me dejaba saberlo.

Al poco tiempo se abrió la puerta ruidosamente y entró alguien que encendió la luz.

  • Señor Padilla – dijo - ¿Duerme?

Volví despacio la cabeza hasta ver a uno de aquellos vigilantes nocturnos.

  • Dormía – respondí - ¿Qué pasa?

  • Pura visita de rutina, Padilla. Siga durmiendo.

Apagó la luz y salió de la habitación dando un portazo. No me moví de aquella postura. No entendía qué estaba pasando. Moví mi mano por la pared buscando el interruptor. No podía seguir a oscuras viviendo aquella paranoia. ¿Qué estaba pasando?

La luz azul se encendió detrás de mi escritorio y comenzó a moverse.

  • Shhhh. Ya se ha ido, mi vida. Tranquilo.

Me abracé a él con todas mis fuerzas cuando lo sentí cerca y me besó una y otra vez consolándome en susurros. Aún no me había calmado cuando moví mi cabeza hacia debajo de las sábanas buscando su polla. Fui lamiendo hasta encontrarla y le oí claramente gemir de placer. Y no paró de moverse hasta correrse.

Escupí allí mismo y salí a su encuentro. Me empujó despacio y se echó a mi lado.

  • Eres perfecto – susurró -; mi hombre perfecto. He arriesgado mucho sólo por tocarte y me doy cuenta de que tú me correspondes. Déjame preguntarte algo. ¿Te gusto?

  • ¡Claro que sí, Daniel! – hablé besándole la oreja -. Te he buscado todo el día para estar contigo y me tratas como a un desconocido.

  • ¿Sientes algo más por mí?

  • ¡No lo sé! Si sigues haciendo esto conmigo no voy a poder vivir sin ti.

  • Lo sé – susurró seguro -. Por eso me preocupa. Cuando estemos aquí somos amantes. Sólo aquí. Ahí afuera nos odiaremos. Hazme caso.

  • Sí, sí. Te entiendo… pero, ¿sabías que me gustabas?

  • Desde que te vi – dijo -. Lo malo es que yo no me enamoro de nadie. No quiero compromisos. Vendré a follar siempre que me lo pidas, pero no quiero compromisos.

  • ¿Por qué?

  • Tenemos todo un curso para que lo sepas. Si te vas a enamorar de mí prefiero no venir más.

  • ¡No, espera! ¡Espera, Daniel! No me importa si ahí afuera o cuando acabe el curso te vas. Sólo quiero que hagas lo que quieras.

  • Me he enamorado de ti – respondió despacio -. Estoy perdido, Carlos. Por favor… ¡ódiame! No sabes los castigos que hay aquí. Despréciame ahí afuera.