El internado (06 la historia de Sor Mercedes 1)

Sor Natividad y Sor Mercedes se hacen amigas. Y se cuentan sus vidas. La de Natividad ya la conocéis. Ahora toca la de Mercedes. Que lo disfrutéis.

El internado VI (la historia de Sor Mercedes- primera parte)

  • ¡Mmm ! Cada día lo haces mejor, cariñito… ¡Sigue, sigue, siiiii… !

Jesús le comía el coño a su madre tal como Sor Mercedes se lo había enseñado: con tranquilidad y buenas maneras. Era un niño que aprendía rápido. Bueno, solamente este tipo de cosas. Le gustaba mucho recorrer con su lengua aquella raja tan caliente y espumosa, aunque llena de pelillos negros que, de vez en cuando, se le atragantaban. Eran tan diferentes aquellos dos coños, pensaba para sus adentros

Uno, el de su madre, parecía estar siempre abierto de par en par, con unos labios menores protuberantes y arrugados y tan cubierto de vello que dificilmente podía distinguirse la presencia de aquel botoncito que las hacía aullar de placer… ¡Y cómo le olía! No era de extrañar pues la buena de Natividad se lavaba muy poco. Pero al chico parecía importarle un comino y le lamía el chochazo con esa lengua que tenía , ancha, larga y rasposa como la de un perro…¡Mmm, qué placer! A ella no le hacía falta acudir a los lametazos de "Puskas" (el perro guardián del orfanato) como Sor Iluminada, la encargada de la cocina, a quien enganchó un día en la despensa con la falda remangada y el hocico del pastor alemán rebanándole el coño... No; su hijo tenía todo lo que hacía falta para colmarla sobradamente...

El otro, el de la maestra, Jesús lo encontraba delicado, con muy poco vello púbico, recortadito en forma de triángulo dorado y con una vulva de labios rechonchos y bien pegaditos, sin pelo alguno… Y cuando la maestra se lo abría, con esas manos tan dulces, con esos dedos tan largos y finos, y él acercaba su boca al vermellón de su raja, era tan agradable el perfume que exhalaba que… ¡Uf ! Ella, entonces, descubría su clítoris –mucho mayor que el de su madre- y le pedía que se lo acariciase con la punta de la lengua

A las dos les gustaba mucho también que Jesús les chupara el culito. También ahí las diferencías eran notables. Para empezar, el ojete de su madre permanecía escondido entre aquellas masas glúteas de proporciones escalofriantes. Hacía falta separarlas a conciencia para poder acceder al campo visual de su ano y aún así, la espesa capa de pelillos negruzcos que lo recubría, le impedía un acceso directo, fuera con su lengua, fuese con sus dedos... Y tenía un gusto muy fuerte, pero que a él le sabía a gloria...

El de Sor Mercedes, en cambio, era estrechito, arrugadito y prieto... sin asomo capilar, e inodoro. Ese agujerito prohibido -las dos veces que Jesús quiso penetrarla con su vergota, ella se lo negó tajantemente- estaba tan pegado al inicio de su vagina que le era muy fácil chuparle ambos orificios a la vez, de un solo lengüetazo. Si que aceptaba que le metiera un dedo -incluso dos- y se ponía como una histérica a recitar los poemas de Santa Teresa, sobretodo cuando simultáneamente, sentándose a horcajadas sobre él, se hundía aquel increíble pedazo de carne hasta el fondo de sus entrañas:

  • ¡Eres el Mesíaaaahhhhsss! ¡Has vuelto a la tierraaaahhhh! ¡Paraaahhhh crucificaaaarrrmmmeeeehhhh! -chillaba en un orgasmo cósmico que le taladraba los tímpanos.

Pero hoy estaba algo confuso. La maestra le había pedido que le dijera a su madre que quería hablar con ella. En su ignorancia de retrasado mental, temía que quisiera echarle una reprimenda porque ultimamente no estudiaba nada, ni con su madre, ni con ella… Temía decírselo y que luego su adorada mami no le dejara hacer lo que más le gustaba: montarla como un perro. Por eso, siguió comiéndole el chumino hasta que la tuvo contenta y fue ella mismo la que se puso en el suelo, a cuatro patas, con las tetas colgando rozando las frías baldosas, moviendo el trasero como si moviera la cola imaginaria de una perra:

  • ¡Grrrr! ¡Guauuu! ¡Guauuu! ¡Vamos, hijo, móntame! ¡Por dónde quieras!

Jesús estuvo media hora dale que te pego, pasando de un agujero al otro sin conseguir terminar la faena. Sin correrse, vaya. Y es que seguía preocupado con lo que debía decir a su madre. Pero ésta estaba en la gloria. Aquel hijo que Dios le había dado -medio tarado y enano- fornicaba como el propio diablo. Al final, agotada y colmada hasta la indecencia, se dejó caer sobre el suelo:

  • ¡No puedo más, mi vida! Ya no estoy para estos trotes... ¡Suerte que tienes a la maestrita!

Y entonces, Jesús se lo dijo. Y su madre reaccionó mejor de lo que él se esperaba. Al menos, sin enfadarse con él.

  • No te preocupes, amor... Yo también tenía ganas de tener unas palabras con esa... Y ahora ven, ven que te saque la lechecita.

En una cubana de antología, Jesús pudo al fin descargar toda la tensión y la angustia acumuladas. Su corrida dejó el cuello y las tetas de Natividad recubiertos de espesa lefa que la madre se encargó de esparcer por todo su cuerpo:

  • ¡Es muy bueno para la piel, hijo! -sentenció la monja incestuosa con un brillo en los ojos que delataba su felicidad.

Sor Natividad y Sor Mercedes se encontraron cara a cara, perfectas en sus hábitos de monja, en el despacho de la segunda. La animosidad de sus miradas dejaba presagiar una conversación cargada de reproches, de odio… ¿Qué se podía esperar de aquel encuentro entre dos mujeres, amantes de Jesús, novias de Cristo, y a cual más pecadora ?

Pero los misterios de la naturaleza humana son insondables. Tras la breve exposición de los hechos, aquellas dos mujeres congeniaron mucho más de lo que se hubieran esperado. De hecho, había muchas más razones para que la complicidad se estableciera entre ellas que lo contrario. Tenían un secreto que querían seguir compartiendo. La única cosa que Mercedes pidió a la madre del nuevo mesías, fue que le dijera que de sexo anal nada. Natividad, comprensiva, le dijo que no se preocupara que para eso ya tenía el trasero de su madre, siempre a su disposición:

  • Aunque te digo una cosa, hermana -le dijo con una luz de vicio en la mirada y mordiéndose el labio inferior. - ¡Deberías probarlo! ¡Al menos una vez!

Así, Natividad encontró en la maestra una confidente discreta, hermosa y delicada como no había otra en el convento. Y Mercedes en ella, la mujer comprensiva que sabría escucharla y comprenderla… Que sabría entender el dilema que la consumía desde que… Y se contaron sus vidas...

Esta es la historia de Mercedes Casero Román, una joven prometedora que terminó siendo monja en contra de su voluntad.


Sor Mercedes no era virgen, como bien lo sabemos.

Pero quería serlo. Al menos hasta el matrimonio.

Remontemos el tiempo cinco años atrás. Mercedes era una chica de 20 años, guapa, inteligente, con un cuerpo esbelto y muy hermoso. Merche (que así la llamaban por entonces) tenía un novio, Emilio, dos años menor que ella. Se conocieron en el Círculo Católico de la Casa de Galicia. Bailaron unas muñeiras, se gustaron mucho y empezaron a salir juntos casi el mismo día. Al principio, Mercedes le dejó las cosas muy claras: ella era de buena familia, conservadora a ultranza, católica y practicante... Nada de follar antes de pasar por el altar.

Emilio estaba muy enamorado de Mercedes y le dijo que lo comprendía y que además le parecía muy bien que fuera una chica tan honrada. Tras las sesiones de baile folklórico de los sábados por la tarde, salían a pasear juntos, cogidos de la mano. Ella le contaba como iban sus estudios de Psicología y él la contemplaba absorto sin comprender la mitad de las cosas que decía. No es que fuera tonto, pero su familia, su trabajo -era mecánico fresador- y sus pocos estudios le hacían sentirse inferior a ella. Pero Merche le gustaba un huevo, tan guapa, tan fina, tan rubia... tan buena. ¡Joder!

La de pajas que se hizo pensando en aquellas tetitas y aquel culín respingón que aunque no había podido verlos y tocarlos "en vivo" se los imaginaba facilmente. Además, Merche le había dado un montón de fotos de ella, algunas ridículas vestida con aquellos pudorosos trajes regionales, pero otras mucho más sugestivas, en traje de baño o en bikini, sacadas en la piscina de su chalet del pueblo. ¡Qué buena que estaba, la tía! Sobretodo en una en que estaba estirada al borde de la piscina con las piernas ligeramente abiertas y sacando la lengua al fotógrafo con cara de pillina. La mayoría de las noches se la cascaba mirando esas fotos y se corría en silencio pensando que esa lengua recogía con la misma sonrisa su lefa caliente.

Los fines de semana se veían un ratito porque ella tenía que estudiar mucho. El la acompañaba hasta su casa y en el portal la besaba ardientemente. A ella le encantaban aquellos besos, sentir su lengua jugando con la suya, su gusto y su olor. Lo encontraba muy guapo y muy viril. Cuando él la abrazaba, todo su cuerpecito se estremecía de gusto y ella le correspondía pegándose a él como una lapa, sintiendo en la palma de sus manos la turgencia de su joven musculatura. No tardó en sentir también la dureza de su pija contra sus muslos. Eso ya no le gustaba tanto. Bueno, sí que le gustaba, pero la turbaba y sabía que había límites que no debía traspasar. Pero Emilio se comportaba como un caballero y no pasaba de allí.

Claro que ella no sabía que al dejarla, su novio se iba todos los sábados por la noche al night club "Manhattan" donde la buena de Amanda (una cuarentona que le recordaba a su tía Maruja, toda ella de generosas carnes) le mamaba la polla -en los aseos del bar- por unas cuantas pesetas y que una vez...

Descubrió el "Manhattan" gracias al encargado de la fábrica donde trabajaba, el señor Becerriá, gallego como él. Un dia, en el comedor, le preguntó si tenía novia. El, orgulloso, respondió que sí y le enseñó una de las fotografias de Merche en bikini:

  • ¡Joder, qué guapa! Y... ¿ya te la tiras?

  • Bueno... Eso... No.

  • ¿Cómo que no?

Con lo buenorra que está...

  • Ella dice que no... que quiere ser virgen hasta el matrimonio...

  • Jajaja... Eso también lo decía mi Mari hasta que probó mi vara... ¡Jajaja!

Ese día, su jefe no dijo nada más pero a la salida lo estaba esperando:

  • Ven... Vamos a tomarnos unas cervecitas...

Y le llevó al "puticlub". Habló con Amanda, la veterana del lugar, la patrona, mientras Emilio se hacía agasajar por las tres chicas en top-less que a esa hora temprana se aburrían como ostras. Emilio babeaba ante la visión de aquellos cuerpos medio en cueros y, a pesar de su falta de experiencia y su timidez de joven virgen, notaba como se le iba poniendo dura con las insinuaciones y toqueteos lascivos de aquellas putillas.

Amanda, tras ponerse de acuerdo sobre el qué y el cuánto, se lo llevó a los aseos, cogidito de la mano y ante las risotadas y gestos obscenos de las otras chicas. El señor Becerrià, Paco desde ese día, le guiñó un ojo mientras rodeaba con sus velludos brazos a dos de las prostitutas por la cintura.

Cerró la puerta para que nadie les estorbara y tras las preguntitas de rigor y los comentarios aduladores sobre su guapura y su juventud, le desabrochó los pantalones y le bajó los calzoncillos:

  • ¡Huy, pero si ya está empalmado el potrillo! -exclamaba agarrándole la polla con una mano de piel muy suave. - Mmm ...Me gusta tu plátano...Un poco verde pero bien duro... -descapullándolo y dándole un besito en el capullo. - Pero la fruta hay que lavarla antes de comérsela...

Aquella mujer tenía unas manos de seda. Y mucha práctica. Tanta que Emilio temió que fuera a correrse allí mismo sobre la pica del lavabo. Amanda se dió cuenta del estado febril del joven y se la enjuagó con agua bien fría y sin a penas tocarlo. Acto seguido, sin secársela, se la metió en la boca y le hizo la mejor mamada de su vida. Claro, diréis, era la primera, sí... pero hubo cientos después y ninguna de tan rica y sublime como aquella.

En un tristrás, el pobre de Emilio soltó un caudaloso géiser de lefa en aquella venerada boca. Amanda, entre carraspeos y medio ahogándose, se la tragó todita, sin desperdiciar ni una sola gota. Le encantaba el semen. Estaba convencida de que era algo muy bueno para su salud, lleno de vitaminas. Y aquel chiquillo acababa de ofrecerle un complemento vitamínico de primera calidad. Agradecida, le limpió la verga hasta que se le fue haciendo pequeñita:

  • Ya sabes dónde me tienes, potrillo -le dijo cariñosamente.

  • Me ha gustado mucho, señora.

  • ¡Ay, qué monada! Si me llamas "señora" igual me enamoro de ti. -exclamó Amanda revoloteándole el pelo. -Llámame Amanda.

Dos meses más tarde, un sábado por la noche después de haber estado con su novia y de mal humor porque le dolían los huevos de tanto calentamiento estéril, le pidió a Amanda si podían echar un polvo. La patrona no tenía costumbre de follar con los clientes. Ella era una "soplapollas", nada más.

Estaba casada -pocos eran los que lo sabían- pero su marido purgaba en Carabanchel una pena de 12 años de cárcel por robo a mano armada. Cuando las ganas de jodienda se le hacían insoportables, lo iba a ver a la cárcel y tras las negociaciones de rigor (la última vez, se la tuvo que chupar a la media docena de celadores del turno de noche) la dejaban con su marido, media horita, en una celda horrible, equipada con cámara de videovigilancia, para mayor regocijo de los celadores.

Amanda se desnudaba ante su José Manuel que la miraba con aquellos ojazos marrones que tenía, con una mirada cargadísima de deseo. No le importaba que los vigilantes la vieran desnuda, le daba igual que se la pelaran viendo como le hacía una mamada cubana a su maridito con aquellas tetas fabulosas que Dios le había dado. Cuando sentía que José Manuel estaba a punto de correrse, se subía a horcajadas sobre él y se lo follaba sin más preámbulos, moviendo sus nalgotas como una batidora y lanzando alaridos exagerados para demostrar a unos y a otros que ella, por muy puta que fuera, era la hembra de aquel macho.

Tras la follada, se vestían y se fumaban un par de cigarrillos, abrazados como cualquier pareja lo haría... Y ahora tenía ante ella un dilema. Un chico, guapo, bien plantado y con una buena tranca, quería joderla. Aceptó, pero poniendo un precio que haría que Emilio sólo pudiera hacerlo una vez al mes. Aceptó porque aquel chico la ponía muy cachonda, muy pero que muy cachonda...

  • Bueno... Vale... Pero no te acostumbres, que para eso está tu novia.

  • Mi novia no quiere. Es tonta.

Quiero que Ud. me estrene, señora Amanda.

  • Deja de hablarme de usted y de llamarme "señora"... Vamos. Subamos arriba. Media horita, nada más.

Que aquí hay mucho trabajo.

Finalmente, fueron dos horas las que estuvieron juntos. Amanda se tomó su tiempo para desnudar al joven completamente, para tocarlo todo entero, para lamerle los dedos de las manos y de los pies, el ombligo, los pezones...para chuparle los cojones, el falo desde la base hasta la punta, los muslos hasta las nalgas, abrírselas y dardearle el ano con la punta de la lengua...

  • Quiero que guardes un buen recuerdo de tu primera vez, potrillo -le decía.

Emilio abría y cerraba los ojos, miraba al techo y a la cabeza de Amanda, mordiéndose el labio inferior de puro gusto. Ella seguía vestida, con su uniforme oficial de puta: un top de color magenta brillante -sin sostén- y una minifalda de fibra elástica que a penas le cubría ese par de glúteos que eran su orgullo. El top se le bajaba casi a la altura de las aureolas marrones de sus pechos y la falda se le subía hasta dejar ver el triangulito negro, rojo o blanco del minitanguita que llevaba para la ocasión.

Como hacía con su esposo, Amanda se puso a horcajadas sobre el joven, le cogió firmemente la verga con una mano, deslizó a un lado la braguita y se insertó aquel consolador juvenil en su vulva permanentemente rasurada. Emilio, en un aullido ronco y profundo, se corrió con la primera sacudida de coño de una Amanda que se iba transformando en la mujer voluptuosa y lúbrica que era con su marido, en la mujer volcánica que era en realidad.

  • Lo siento. No he podido aguantarme. -susurró casi llorando de rabia e impotencia.

Sólo habían transcurrido diez minutos.

Amanda decidió consacrarle un poco más de su tiempo. Y de su cuerpo. Se quitó la escasa ropa que llevaba. Emilio la observaba embelesado: aquellas tetas esponjosas, llenas y pesadas -pero no tan caídas como pensaba- con un par de pezones granates, erguidos como puntas de flecha; aquel vientre ligeramente curvo, aquel pubis depilado, aquellas caderas de ensueño, aquellos muslos carnosos...

Amanda se sentó sobre la cara de Emilio. Se abrió el coño y se lo restregó por toda la faz. La mezcla de lefa y jugos vaginales le empapaban las mejillas, la nariz... los labios:

  • ¡Límpiame, potrillo! -le ordenaba Amanda, frotándose lúbricamente contra aquel rostro juvenil.

Emilio venció una primera reacción de asco al sentir en su boca el gusto de su propia leche y se puso a chupar ese coño, a beber y a tragarse la impresionante cantidad de líquido viscoso que de él manaba. Era el primer chocho que se comía pero no debía hacerlo tan mal visto como la puta se retorcía de placer y gemía escandalosamente. Emilio le agarró con fuerza ambas nalgas y le clavó tanto como pudo la lengua en su sexo:

  • ¡Uauuuuu, potrillo! ¡Qué bien que me comes! ¡Sigue, sigue, ricura!

Amanda le cogió las manos y se las dirigió a sus pechos:

  • ¡Así, así... Dales fuerteee! ¡Pellízcamelos, fuerteee!

El ruido del lengüeteo de Emilio inundaba la habitación, mezclándose con los jadeos cada vez más lancinantes de ella.

  • ¡Siii... el clítoris, el clí... aaaaahhhhh! ¡Uf uf uf ufffff!

Amanda gozaba mucho. Desde pequeña. Desde que descubrió el mundo del sexo. A veces, medio en broma medio en serio, decía a sus discípulas que ella había nacido puta, que disfrutaba siéndolo... Su José Manuel la había comprendido desde el primer día... Y juntos habían sacado mucho provecho de su "vocación"... Pero quizás por deformación profesional o por desgaste físico, vete a saber, a Amanda le costaba cada vez más llegar al orgasmo. Con su marido, en la cárcel, los fingía... No quería herir su pundonor. Ni los toys que se había comprado no conseguían arrancarle más que breves y frustrantes orgasmillos que la dejaban un pelín alicaída.

Pero ahora, ese jovencito de 18 años escasos la estaba llevando por la sinuosa carretera del placer orgásmico. Lo estaba viendo llegar... Le agarró el pelo y se refregó salvajemente contra esa carita de ángel que no cesaba de chuparle deliciosamente el chumino.

  • ¡Yaaaaaaaaa...yaaaaaaaaaaaa...yaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhh!

Brutal. Fue un orgasmo como no tenía desde hacía años. Sus muslos temblaban en espasmos incontrolados, su esfínter se dilataba y contraía como válvula de seguridad, sus pezones retorcidos por los dedos de Emilio le enviaban descargas punzantes, su coño rebosaba de néctares viscosos; pequeños chorrillos de orina, fruto de la incontinencia provocada por aquel tremendo e imprevisto clímax, se le escapaban empapando la cara del joven.

Emilio se sintió orgulloso y siguió chupando, lamiendo, bebiendo y haciendo lo que fuera para que esa "señora" siguiera gozando como lo hacía.

Amanda no podía soportar más aquel suplicio erógeno. Quería polla. Quería que se la follara bien follada. Se apartó a un lado, se espatarró al máximo agarrando sus muslos con las manos y le gritó poseida por el demonio de la lujuria:

  • ¡Fóllameeeee, potrillo! ¡Jódemeeeeee!

Empalmado de nuevo como un turco otomano (¡qué hermosa que es la juventud! pensó Amanda, observando con admiración aquella cimitarra iniesta), Emilio se acostó sobre ella y la penetró con impetu juvenil.

Esta vez, tardó mucho más en correrse... No se lo podía creer.

Una máquina de follar, así se sentía. Y aquella mujer que no paraba de aullar su placer, de gemir y de jadear como una cerda, de decirle mil palabras soeces, de cantarle las maravillas de su polla...

Cuando Emilio le anunció que iba a eyacular, Amanda quiso recoger su simiente en su paladar, saborearlo una vez más en su lengua ávida de lefa (¡qué bella que es la juventud! pensó de nuevo al degustar la íngente cantidad de semen que aquel potrillo le había versado en su boca).

Al despedirse, Emilio quiso besarla en la boca pero ella, que ya había recuperado la compostura profesional y putera, lo besó en la frente y le dijo:

  • Ves con tu novia, potrillo... Es con ella con quien debes follar. Estoy segura que le va a encantar.

No volvió a joder con Amanda. Iba una vez o dos a la semana al puticlub, pero la patrona no quería saber nada de él. De hecho, el problema de Amanda era que se había encaprichado de aquel jovencito y temía que el día en que no apareciera más por el local -cosa que debería ocurrir más pronto que tarde- tendría un disgusto difícil de digerir. Luciana, la ecuatoriana, se ocupaba gustosamente de vaciarle los huevos. Pero no era lo mismo.

Desde aquel encuentro con Amanda, fueron pasando las semanas y las caricias y toqueteos de Emilio a su novia Mercedes se fueron haciendo más osados. Emilio ya no estaba tan enamorado de Mercedes pero ésta lo estaba cada vez más de él. Soñaba con lo feliz que sería con él, en la magnífica boda que celebrarían, en la luna de miel y cómo se libraría a sus más íntimos deseos...

Estos deseos se iban haciendo cada vez más acuciantes, proporcionales a las caricias de su amado. En la oscuridad de su habitación, Mercedes se acariciaba lentamente pensando en las manos robustas de su novio, pensando en su boca y en su lengua... en su olor. Primero los pechos -muy pequeñitos pero extremadamente sensibles-, después, deslizando una mano entre sus muslos, metiendo un dedo entre los plieges rollizos de su vulva, mojándoselo de la humedad de su coño, acariciándose el clítoris hasta que el orgasmo llegaba liberándola de toda su frustración. Segundos más tarde, arrepentida, lanzaba una plegaria a la Virgen María para que le perdonara esa lujuria y le diera fuerzas para conservar su virginidad hasta el día de su boda.

Pronto comprendió Merche que no podía frustrar en permanencia los arrebatos sexuales de su chico. No quería perderlo. Así que le fue dando terreno para desahogarse. Primero por encima de la ropa y, poco a poco, por debajo. Incluso aceptaba tocarlo a él un poco, brevemente, pero siempre retiraba su mano como si aquel bulto le quemase la mano.

Ella nunca quería que la tocase en el coche. Tenía miedo de que alguien los viera. Por eso Emilio localizó un pub ('el escondite' ) ideal para parejitas calientes. Y allí, en la oscuridad casi absoluta de aquel antro, Emilio pudo descubrir el maravilloso tacto de la piel de Merche, suave y sedosa... Sin embargo, siempre había un punto final que era cuando la mano de Emilio se envalentonaba tanto que empezaba a rozar la calidez de la tela de su braguita. Entonces ella se hacía la estrecha, le apartaba bruscamente la mano, se recomponía la blusa y el sujetador y le pedía que salieran a la calle, a pasear y a tomar el aire.

En una ocasión, tenían delante a otra parejita pegándose el lote y en la semi oscuridad del pub, Merche pudo contemplar, por primera vez en su vida y en directo lo que era una felación. Cuando Emilio se dió cuenta de lo que pasaba a pocos metros de él, le vino un subidón de testosterona y sus caricias se volvieron mucho más explícitas. Merche, muy turbada, no podía sacar el ojo de aquella escena. Algo había de malo en lo que aquella chica estaba haciendo, seguro, pero también, viendo la cara de felicidad del chico, tenía algunas dudas.

La mamada duró a penas un minuto. Merche se fijó que el chico le sostenía la cabeza para que su verga no saliera de la boca de la chica. Sabía muy pocas cosas de sexo, pero no era tonta; leía mucho y ya había visto varias imágenes en las que se veía eyacular a un hombre. Cuando la chica se incorporó y echó un trago a su cubata, Mercedes comprendió que aquella tía se acababa de tragar todo el semen de su amigo.

Emilio había dejado de toquetearla y al igual que ella miraba absorto el resultado final de aquella felación en la penumbra del pub "el escondite":

  • ¿Merchita? -con su voz más persuasiva- ¿Por qué no me haces lo mismo a mí?

Entonces, ella se lo miraba con cara de pena y un poquito de asco y le pedía que se fueran de allí ahora mismo y que no iba a volver más.

Tras estos incidentes, cada vez más frecuentes, se estaban varios dias sin hablarse. El lo solucionaba a base de pajas y de visitas cada vez más frecuentes a su nueva "amiga" Luciana. Muchas veces, mientras veía la cabeza morena, de negra melena como el carbón, bombeándole el pijo con ese profesionalismo propio de las putas clandestinas, se ponía a pensar en su hermosa Merche y en cómo debería ser de morboso verla a ella, con su melenita rubia, con su boquita delicada, comiéndole el rabo...

No podía esperar más. No podía esperar a la boda. Vete a saber si ésta iba a realizarse algún día. El había ido insistiendo en que se casaran ya, por lo civil, qué importaba y ella le iba dando largas, diciendo que si los estudios, que si el trabajo, que si hay que pensar en nuestros hijos, que tendremos muchos, ¿verdad, mi vida, verdad que tendremos muchos?

Mercedes era conciente del mal que le estaba haciendo a Emilio. Pero sabía que estaba haciendo lo debido. ¿Qué son dos o tres años más de espera si después podrían pasar juntos el resto de sus vidas? Y hacer el amor. Sólo de pensarlo notaba que se humedecía su sexo virgen. Y es que tenía que confesar que se lo pasaba muy bien con él, con sus besos y sus caricias.

Siempre había un momento en que su novio le cogía la mano y se la llevaba a su bragueta:

  • Tócame, amor... ¡Mira cómo me tienes!

Ella sentía la dureza de su miembro bajo la tela del pantalón. Incluso podía sentir su calor. Le quemaba la palma de su mano.

  • No. No, cariño. Ten paciencia.

  • Paciencia, paciencia... A veces pienso que eres una calientabraguetas.

Y ella salía corriendo, llorando y enfadada. Y vuelta a empezar: dos o tres días de morros y de silencio hasta que Emilio la llamaba pidiéndole perdón y diciéndole que no podía estar más sin verla.

Pero un día, se le acabó la paciencia. Y Emilio se la llevó al cine. A un cine X.

  • Yo aquí no entro. Entra tú si quieres.

Recordaba el título: "Cinco vergas para la novia". Sólo de leer el título, Merche tuvo ganas de salir corriendo.

  • Mujer... No seas mala. ¿No has visto qué tiempo hace?

Vamos a coger una pulmonia si seguimos paseando.

Fuera, llovía a cántaros y hacía un frío de muerte. Mercedes le miró resignada y entraron. Emilio se dirigió a la taquilla para comprar las entradas. Merche se quedó detrás de él, parada, sin saber adónde mirar, muerta de vergüenza:

  • La película ya ha empezado -dijo el hombre de la taquilla.

Mercedes reaccionó al oir aquella voz grave y profunda. Miró por encima de su hombro y se encontró con los ojos oscuros del hombre. Era guapísimo, pensó, una copia mejorada de Bertín Osborne.

  • No importa -contestó Emilio-. Seguro que estaremos mejor dentro que fuera.

  • Sí, eso sí. Estaréis más calentitos. -soltó mirando directamente a Merche, guiñándole un ojo.

Se ruborizó ante aquella soez osadía y bajó la mirada. Tras pagar, el hombre salió de su garito. Era más alto y corpulento que su novio. Cómo si este último no estuviera allí, se la miró de arriba a abajo y les dijo, cortando las entradas:

  • Aquí lo hago yo todo. Todo. Soy taquillero, proyeccionista, acomodador... ¡jajaja!

Emilio sintiéndose amenazado, agarró a Merche por la cintura e hizo el gesto de meterse para adentro. El hombre se percató y añadió:

  • En los aseos encontraréis todo lo que hace falta... ¡jajaja! Y hay papeleras por todas partes.

  • Ya... gracias -dijo serio como un soldado Emilio, bajando la mano hasta las nalgas de Merche que tocó de manera evidente por encima del impermeable amarillo que ésta llevaba.

  • ¡Jajaja! Lo digo porque yo también me encargo de la limpieza... ¡jajaja! Ya me comprendéis, ¿no?

Tras esta mini conversación franquearon la puerta y se encontraron en un largo pasillo, estrecho y mal iluminado, que conducía hasta la sala de proyección. Merche estaba furiosa:

  • ¡No! Pero, ¿qué se ha creído este tipo? ¿Has visto cómo nos hablaba? ¿Has visto cómo me miraba?

Claro que lo había visto. Pero Emilio ya estaba hasta los mismísimos cojones del comportamiento mojigato, casto hasta la exageración, de su novia. Además, después de una tarde de toqueteos y besitos y ante la perspectiva de ver una peli porno con ella al lado, iba el pobre más salido que los pitones de un toro de lidia:

  • ¿Cómo quieres que no te mire así? Si estás más buena que el pan de miga...

Dicho esto la agarró por los hombros y la arrinconó contra la pared. Se puso a besarla en un morreo furioso al que ella correspondió mansamente. Merche sólo había besado a un chico antes que a Emilio pero casi ni se acordaba. Debía admitir que su novio la besaba muy bien... ¡Qué lengua, señor! Y que sentía como todo su cuerpecito se estremecía de gusto. Otra cosa eran las manos de Emilio. ¡Qué sobón! Aquello era mucho más peligroso...

  • ¡Mmmm, amor! ¡Para, para! Venga, entremos de una vez... -dijo cogiéndolo de la mano y llevándolo hacia la puerta de entrada.

"Y que sea lo que Dios quiera" pensó resignada.

Continuará...