El internado (04 la historia de Sor Natividad 1)

Tras unos meses de ausencia (embarazo y parto) vuelvo con todos vosotros para seguir con la serie de mi experiencia en el internado. Le toca el turno a Sor Natividad. Que lo disfrutéis.

El internado IV (la historia de Sor Natividad; primera parte)

Leed, por favor, el último capítulo de la serie (el internado III) para así comprender mejor lo que enseguida os cuento...

Tras aquella noche, Vera estuvo muy extraña. Me hablaba muy poco y cuando intentaba acostarme a su lado me rechazaba. Cuando le preguntaba qué le pasaba, me daba largas y me pedía que le dejara un poco de tiempo para acabar de explicarme su historia.

Entre tanto, me dediqué en cuerpo y alma a averiguar qué tipo de relación había entre Sor Natividad y Rosalía...

Me lo contó todo. Fue en una larga noche, en su habitación, después de habernos bebido entre las dos una botella entera de "Licor de ángel" (bebida altamente alcoholizada que preparaban las hermanitas del convento adyacente al instituto) y de haberla utilizado como consolador en todo agujero donde pudieramos meterla... Y me llevé una gran sorpresa...


Natividad Ruiz era una mujer trentañera, Una mujer, decía, que seguía siendo virgen a sus treinta y dos años y que la vida no le había dado ninguna ocasión de ser feliz...Ningún hombre se había fijado en ella ni la había besado ni tocado.

Se sentía gorda y fea. Detestaba su cuerpo pequeño y rechoncho, con esas patas tan cortas y esos muslos enormes que se frotaban entre si al caminar... Y sus descomunales tetas, sólo un motivo más de vergüenza, sobretodo cada vez que se compraba un nuevo sujetador en el hipermercado y lo dejaba plegadito ante la cajera que se regocijaba desplegándolo y murmurando con picardía: "¡Qué pasada, señora! ¡Es el primero que vendemos de esta talla!". Si tu supieras, pensaba la pobre Nati, cuánto me cuesta soportarlos... Y para qué me sirven, añadía para ella misma, profundamente amargada.

... Trabajaba por entonces yendo por las casas haciendo la limpieza y otros quehaceres domésticos. Todo en negro, sin ninguna cobertura social, más ilegal que la mayoría de los clandestinos gambianos.

En una de esas casas, conoció al señor Manuel, un hombrecito cincuentón y soltero como ella. Tenía un parecido físico increíble con "Rompetechos", el simpático personaje creado por el dibujante Ibañez (el padre de Mortadelo y Filemón). Vivía con su madre, una viejita de más de ochenta años y a la que Nati apenas veía, siempre encerrada en su cuarto. Nati iba a su casa dos veces por semana: los martes y los viernes por la mañana. Llegaba a eso de las ocho y media y el señor Manuel la recibía siempre con una acogedora sonrisa. Le preparaba un café, se lo tomaban juntos y charlaban de banalidades como el tiempo o la crisis. Poco a poco, Nati fue cogiéndole cariño e incluso llegó a acostarse, la víspera de cualquiera de sus visitas semanales, pensando en ese hombrecito que la estaba tratando tan bien, durmiéndose agarrada a la almohada y notando como un dulce escozor la recorría por entero.

Estuvo trabajando un par de meses en esa casa hasta que un día todo cambió. El señor Manuel le abrió la puerta como siempre pero esta vez era otro hombre. Siempre la había recibido impecablemente vestido y afeitado (era comercial de una empresa de tornillos y bisagras) pero aquel día llevaba todavía su pijama (el que tantas veces había plegado y depositado casi con amor sobre la única silla de su habitación al hacerle la cama) e iba sin afeitar de al menos tres días:

  • ¿Qué le pasa hoy, señor Manuel? Hace usted muy mala cara, le preguntó con preocupación Nati.

  • Entra... No me encuentro bien... Haz tu faena y déjame tranquilo.

La brusquedad con la que la acogió, el verlo de esa guisa, el que la tuteara (era la primera vez que lo hacía), fueron cosas que debían haberla alertado de que algo malo estaba sucediendo. Sin embargo, en su ingenua bondad, aun se atrevió a preguntar:

  • ¿Y su madre?

  • Hoy no hagas su habitación... Ha pasado muy mala noche y ahora descansa, la pobre.

  • Como quiera, señor Manuel

  • Ya... Ni la mia tampoco... Voy a estirarme un rato... Procura no hacer mucho ruido...

Casi con el corazón compungido de amargura entró en la casa. Reinaba una semi oscuridad inhabitual y un fuerto olor a rancio se dispersaba por los pasillos en esa bochornosa mañana de finales de julio...

Fue a abrir los ventanales para airear el comedor, cuando sintió las manos de aquel hombre posándose brutalmente sobre sus pechos y todo su cuerpo pegarse a su espalda y a su culo. Nati se quedó petrificada. Un sordo quejido se ahogó en su garganta:

  • No abras nada... Todo va a ir bien... Muy bien...

Nati siguió bloqueada. El miedo la hacía sudar a mares. Podía sentir como el sudor le empapaba el tofudo vello de sus áxilas. Su boca, abierta en un rictus impotente de dolor, había dejado de salivar y le quemaba la garganta.

  • ¡Qué bien hueles! - exclamó el hombre mordiéndole el cuello y apretándole con mayor fuerza las tetazas.

Le estaba haciendo daño. Se sentía ofendida, humillada, traicionada por aquel hombre al que había ofrecido su confianza y, de alguna manera, su cariño también. Pero no conseguía gritar. No podía defenderse... ¿Por qué?

Algo extraño empezó a definirse en su mente. Aquel hombre la estaba tratando como a una mujer. Aquel hombre la estaba deseando con fuerza animal. ¿Era lo que ella tanto había deseado, noche tras noche, con la almohada entre sus muslos, pegada a su sexo humedecido? ¡Sí! Aunque ella lo imaginaba de otra manera, más romántico, más dulce, menos doloroso...

Natividad se dejó hacer. Claro que ella tampoco sabía qué hacer en esas situaciones. Dejó de tener ganas de gritar y salir corriendo, cerró los ojos y esperó a que fuera él quien guiara las maniobras.

Lo notaba cada vez más duro contra la tela de su pantalón bombacho, entre sus aparatosas nalgas. Le estaba dejando el cuello marcado de chupetones pero le daba igual... Empezaba a sentirse viva, mujer deseada, hembra caliente... Casi podía palpar su sexo abriéndose como una flor con el rocío de la mañana... Su coño le pedía a gritos que esa polla lo desvirgara.

Nati quiso girarse. Quería estar cara a cara con él. Quería verle los ojos, besárselos. Quéría ofrecerle su boca, sus labios, su lengua...

  • ¡No te des la vuelta! ¡No quiero que me veas!

Se sintió decepcionada. Pero lo dejó seguir poseyéndola. Ella lo vivía así. Veía al señor Manuel, a Manuel -ya no iba a llamarlo nunca más señor, ya no iba a hablarle de usted- como un primate macho queriendo copular con la hembra que ha escogido... con su hembra... ¡Ella! ¡Natividad Ruiz! Por eso le dijo melosamente:

  • Como quieras...

Manuel dejó de morderle el cuello y se entretuvo en sobarle torpemente las tetas (siempre por encima de la holgada camiseta de hilo de algodón que llevaba habitualmente), como panadero preparando pacientemente la masa, con la cara pegada a su espalda, entre sus omoplatos:

  • ¡Qué pechos tienes, Nati! ¡Qué tetas!

  • De verdad, ¿te gustan?

El no respondió. Sus manos lo hicieron acentuando el brutal magreo. Nati, a pesar de que empezaba a cogerle gusto al sobeo, pensó que debía dar un paso adelante si no quería que su primate terminara corriéndose como un chimpancé contra sus pantalones. Tenía que facilitarle las cosas:

  • ¡Espera, brutote!

Nati consiguió que Manuel interrumpiera el sobeo y se separara un poco de ella. Lo suficiente para que pudiera sacarse la camiseta por encima de la cabeza. La dejó caer al suelo. No se quitó el gigantesco sostén. Sentía mucha vergüenza de sus senos enormes y que, sin la ayuda del sujetador, caían sobre su vientre, flácidos...

Las manos de Manuel se ocuparon de desabrocharle el sujetador. Ella le ayudó estrechando sus anchos hombros, deslizándolo hasta caer a sus pies. Sus tetas, libres del apretado corsé, se quedaron colgando alegremente. Se las recogió con la palma de sus manos y se las miró con un interés hasta entonces desconocido. Eran muy pesadas y esponjosas. Estaban muy calientes y brillaban, empapadas de sudor, como todo su cuerpo lo estaba, en la penumbra de aquella estancia. Le sorprendió ver como sus rosadas aureolas -de varios centímetros de diámetro- se le aparecían ahora contraidas en mil pliegues, como cuando se duchaba con agua bien fría -casi siempre, ahora en verano- y en su centro despuntaban sus pezones, dos granates del tamaño de una cánica y que practicamente, en circunstancias normales, no se distinguían del resto. En un gesto inconsciente, se acarició los pechos y, cosa que nunca hacía, se encontró con sus dedos, pulgar e índice, presionando levemente aquellos hermosos pezones.

Entonces se giró. Y lo vió. Manuel se había quitado el pijama. Ella, primero, lo miró a la cara, esperando que sus miradas se cruzasen. Pero Manuel tenía los ojos clavados en aquel par de cántaros que Nati seguía sosteniendo entre sus desgastadas manos. Durante unos breves instantes, Nati observó aquel cuerpo desnudo que se encontraba ante ella. El torso de Manuel estaba completamento cubierto de vello oscuro; desde los hombros hasta el bajovientre bombeado. Un auténtico simio. Descendió su mirada, casi sin querer, y a pesar de la semi-oscuridad del comedor, no le costó mucho comprender que el señor Manuel estaba dotado de un pene desproporcionado con su pequeña estatura; una verga descomunal, terriblemente erguida y amenazante.

Dios mío, pensó, si me desvirga con esa monstruosidad me va a matar... Torpemente, se fue acercando a él con el fin de aliviarle la tumescencia de su polla como en una ocasión lo había visto hacer a una compañera de clase con un chico en los lavabos del instituto. El recuerdo le vino a la mente con sorprendente claridad...

"Había entrado en los lavabos sigilosamente siguiendo a esa parejita que desde hacía una semana se morreaban y magreaban sin ningún pudor por los pasillos. Sentía una enorme curiosidad por ver lo que iban a hacer. Lo descubrió enseguida. La chica le bajó la bragueta y le sacó el miembro procediendo a masturbárselo inmediatamente. El chico jadeaba ruidosamente y ella le pedía que se callara entre tontas risitas. El le pidió que se lo hiciera con la boca pero ella le contestó que eso ni en broma. El chico se conformó y siguió sobándole las púberes tetillas por encima de la blusa. Se acercaron al lavamanos justo a tiempo para que aquel jovencito descargara una gran cantidad de esperma en su interior. La chica reía entusiasmada y sin soltarle la verga le decía que cómo se había pensado que ella iba a tragarse esa cantidad bestial de semen. Nati salió corriendo, confusa. Le ardían las mejillas y una extraña humedad se había adueñado de su entrepierna."

Pensaba en ello mientras sus manos se apoderaban del pollón de Manuel. Imitando lo que había visto hacer a aquella chica, empezó a pajearlo con fuerza esperando ingenuamente que Manuel iba a correrse con la misma celeridad que el jovenzuelo. El la dejó hacer. Y volvió a ocuparse de sus cántaros. Se los estrujaba con fuerza. Le pellizcaba rabiosamente los pezones:

  • ¡Ayyyy! ¡Me haces daño!

El se inclinó y se puso a chupárselos, a mamárselos, a morderlos. Ella quería sentir placer y sin embargo sólo estaba sintiendo dolor. Y empezó a llorar.

  • ¡No llores, puta! ¡Bien te ha gustado enseñármelas! ¡Bien que te ha gustado agarrarme la polla! ¡Sácate los pantalones! ¡Vamos!

Natividad obedeció. Ella, que estaba dispuesta a entregarse a ese hombre con el corazón en la mano, que esperaba que todo ocurriera como en una de las novelas románticas que tanto le gustaba leer...

  • ¡Las bragas también! ¡Date la vuelta! ¡A cuatro patas! -le gritó fuera de si Manuel.

Lloriqueando, resignada, se desprendió de aquella prenda íntima. Se quedó de pie, tapándose el felpudo con ambas manos. De golpe, sintió la mano abrupta de aquel depravado entre sus muslos, separándoselos con rabia. Y un par de dedos adentrándose en su virginal intimidad:

  • ¡Joder con la gorda! ¡Si está chorreando, la muy cerda! ¡De rodillas, te he dicho!

Se puso a cuatro patas. Manuel se arrodilló tras ella. Y acto seguido, la empaló. Le rompió el coño. Le clavó aquella demoniaca tranca haciéndola aullar de dolor:

  • ¡Nooooooooooo! ¡Ahhhhhhhhhhhhhhh! ¡Paraaaaaaaaaaaaa!

Así fue como Natividad perdió su virginidad. El señor Manuel la folló durante unos largos, eternos minutos y terminó descargando en sus entrañas regueros de leche caliente. Nati no sintió otra cosa que dolor y asco.

Cuando vio que aquel hombre había terminado y yacía exhausto en el suelo, se levantó, se vistió y se fue... llena de pena, de odio...

A los pocos dias se enteró que el señor Manuel había sido despedido y que la noche antes de su violación había atiborrado a su madre de sedantes hasta provocar su muerte. El hizo lo propio -triplicando la dosis- poco tiempo después que Nati saliera.

La policia le hizo algunas preguntas. Ella dijo que todo le había parecido normal esa mañana.

Al mes, la regla no le vino. Asustada, fue a la farmacia para comprarse y hacerse el test de embarazo. Estaba encinta. Sola en el mundo.


Los meses siguientes fueron un calvario. Al septimo mes de embarazo, tuvo que parar de trabajar por orden del doctor que la visitaba; la vida del bebé corría peligro. Practicamente no tenía nada con qué vivir. Había engordado mucho y cada vez que se miraba al espejo se avergonzaba de lo que veía. Incluso llegó a pensar en quitarse la vida... Como Manuel...

El Doctor Quijano (que hizo las funciones de ginecólogo) fue quien la habló del convento de las Ursulinas (adosado a nuestro instituto). Era un hombre mayor -nunca le dijo la edad pero rondaba los setenta- que seguía ejerciendo en su domicilio particular. Natividad lo conocía por haber hecho la limpieza en su casa durante algunos años. El día que el doctor le dijo que no podía seguir trabajando, ella rompió a llorar:

  • ¡Oh, doctor! ¿Cómo me van a aceptar en el convento?

Estirada en la camilla, complétamente desnuda y espatarrada, y con una mano enguantada de latex urgándole las entrañas, se sentía sucia y humillada. Perdida.

  • No te preocupes por eso, hija... En el convento te acogerán con los brazos abiertos...Me deben muchos favores...

Algo extraño estaba pasando. Era la tercera vez que el doctor la visitaba y, si bien es cierto que desde el primer dia le pidió que se desnudara por completo, para poder examinarla mejor, decía el viejo, todo cuanto le hacía le parecía a Nati muy natural, muy propio de un médico... Incluso cuando se pasaba cinco minutos auscustándola, con la oreja pegada entre sus pechos, o palpándoselos voluptuosamente, en busca de cualquier bultito sospechoso, decía él; ella no veía nada malo en ello... Y se dejaba hacer, docilmente...

Pero ese tercer día, el examen ginecológico estaba durando más de la cuenta... La mano del doctor en su vagina ya no la examinaba. El doctor Quijano se la estaba follando con la mano. Ella se irguió para poder mirarlo a la cara, por encima de su prominente barriga. Y descubrió en aquel vejuto rostro, en sus diminutos ojos, el mismo destello lúbrico que había visto en los de Manuel poco antes de que la desvirgara:

  • ¿Doctor? ¿Qué me está haciendo?

Su voz, que hubiera querido severa, le salió demasiado melosa. ¿Era gusto lo que estaba sintiendo?

  • Relájate, niña... Verifico si todo está bien para el parto... ¿No te hago daño, verdad?

  • Un poquito, sí... ¿Y dónde tendré a mi bebé?

El doctor extrajo la mano de su coño. Se quitó el guante de látex y volvió a metérsela, aunque esta vez sólo fueron dos dedos:

  • En el convento. Yo te asistiré, con la hermana Lurdes, que es enfermera. Todo irá bien.

  • Mmmm... ¿Y qué será del niño?... Mmmmm...

Los dedos del doctor entraban y salían de su chocho lentamente. A cada entrada, una leve presión sobre su zona clitoridial le recordaba que, a pesar de todo, era una mujer insatisfecha... deseosa de gozar como cualquier otra mujer.

  • El niño... o la niña... lo darás al orfanato del convento... Tu vagina se dilata estupendamente, Nati... ¡Y cómo lubrifica! -exclamó el doctor metiéndole de nuevo la práctica totalidad de la mano.

La pobre estaba entre Pinto y Valdemoro. Aquel hombre le estaba diciendo que iba a tener un hijo al que no podría educar normalmente, al que tendría que abandonar en un triste orfanato y... ese mismo hombre le estaba despertando sus instintos más primarios. La estaba haciendo gozar...

Como si un diablillo le hubiera soplado al oído, Natividad le preguntó:

  • ¡Aaaa...! ¿Cómo voy a poder pagarle todo esto... mmm... doctor?

  • No te preocupes por eso, nena... Me encanta poder ayudarte...

  • ¡Qué buenooo que es usteeeed, doctooo...aaahhh!

  • ¡Disfruta, mi nena, disfruta!

Nati tenía (como le había ocurrido seis meses antes con Manuel, como le ocurría cada vez que se duchaba con agua helada) las aureolas contraídas en un mar de pliegues y los pezones hinchados y duros como piedras. Y le dolían. Con la gestación, sus tetas todavía habían engordado una talla más y caían, como globos llenos de agua, sobre sus rechonchos brazos. Sin darse cuenta, contrajo sus hombros y presionó con sus brazos aquella tremenda masa pectoral:

  • ¡Cielito! ¡Qué hermosas cantimploras!

El doctor, sin dejar de taladrarla manualmente, se abalanzó sobre aquel par de tetazas y le comió los pezones hasta perder el aliento:

  • ¡Qué gustooooo! ¡Doctoooorrr!

Nati empezó a convulsionarse. Le temblaba todo el cuerpo. Tenía la impresión que el coño se le abría como la escotilla de una presa:

  • ¡Aaaajjj! ¿Qué me paaaasaaa, do...? ¡AAAAAAAAAAAMMMMMMM!

Natividad acababa de tener el primer orgasmo de su vida. Y le pareció maravilloso. Largo, intenso, inacabable.

El doctor dejó de mamarle las tetas, extrajo la mano de su babeante chochazo y le acarició con ella el interior de sus muslos tembleantes:

  • Te has corrido, pequeña. No me digas que ha sido tu primer orgasmo...

  • Hummm... Creo que sí, doctor... Nunca antes había sentido tanto placer...

  • ¿Ni cuando lo hiciste con... con el padre de la criatura...?

Nati se incorporó levemente, sujetándose los senos con ambas manos, acariciándose los pezones suavemente, completamente espatarrada... Ese orgasmo la había transformado. Se sentía caliente, calentísima. Quería más. Quería que aquel viejito se la follara... Su coño chorreaba pidiéndolo a gritos:

  • No... el señor Manuel... que en paz descanse (aunque ella esperaba lo contrario: que se pudriera en el infierno) me quitó la virginidad como una bestia... Me hizo mucho daño...

  • Pobrecita... Con lo cariñosa que eres...

Qué extraño, pensó Nati (que seguía sobándose los melones tranquilamente, sintiendo el cosquilleo uterino hacerse cada vez más insoportable), me tiene a su disposición y parece como si no...

  • Doctor... ¿No le gusto?

  • Oh... Claro que me gustas... ¿Por qué lo dices?

  • Por... No sé... Me da corte... Usted me ha dado tanto placer que me gustaría devolvérselo... Uy, qué vergüenza...

El viejo se acercó a la camilla y le acarició la barriga sin decir nada. Las calientes manos del doctor le masajearon la panza agradablemente. Ella se las cogió con las suyas y se las llevó sobre sus pechos:

  • ¡Mmm! ¡Qué manos tiene! Me noto tan extraña... tan bien...

  • Hija mía... Yo sólo le doy a tu cuerpo las caricias que pide.

Una de las manos de Nati se fue directa hacia la entrepierna del doctor. Como llevaba una bata blanca puesta, lo primero que hizo ella fue desabrocharle los botones que le venían a mano. Justo los de abajo. A continuación, le rodeó el paquete con la palma de la mano por encima de la bragueta. Sin apretar. A pesar de su inexperiencia, Nati comprendió que al viejo no se le había empalmado. Estaba confusa. No comprendía nada:

  • Me operaron de la próstata... Y a ésta ya no hay dios que la levante.

  • Oh, lo siento... - exclamó retirando la mano de su bragueta.

El dejó de magrearle los senos. Le acarició la cara. Acercó su boca a la suya y le besó tiernamente los labios. A Nati nunca la habían besado. A pesar de la edad avanzada de aquel hombre no pudo evitar que un escalofrío placentero la recorriera por todo su cuerpo serrano. Abrió la boca y le entregó su lengua para que se la comiera como antes le había comido sus pezones.

Tras un largo y sofocador morreo, Nati le preguntó si ella podía hacer algo para remediar su... impotencia:

  • No te preocupes por mí, chiquilla... Yo ya he tenido mi dosis de sexo en esta vida. Eres tú la que necesitas encontrar a un buen macho, potente y joven, que te monte como es debido...

  • Pero...

  • Ni pero ni nada... Tienes un cuerpo hecho para gozar... Disfrútalo.

Acto seguido, el doctor dispuso un taburete a los pies de la camilla. Pidió a Nati que acercara su culo hasta dejarlo a la altura de su cara. Y le practicó una larguísima mamada de coño que la hizo correrse un par de veces más:

  • ¡Grita, grita tu placer! - le decía el sabio doctor, sin dejar de rebanarle el clítoris enrojecido.

  • ¡Dioooooooooooossssssssss! ¡Me mueeeeeeeeeeeeeeerooooooooooooo! ¡AAAAAAAAAAAA! - gritaba y gritaba Nati, sintiendo como los dedos del doctor se adentraban de nuevo en ella.

Hubo dos visitas más. Una, al inicio del octavo mes, en la que el doctor Quijano comprendió que no debía abusar de las introducciones manuales, pero que suposo para Natividad el descubrimiento de lo placentera que era la otra vía de acceso, la anal. Delicadamente, el doctor le enseñó cuan sensible tenía el esfínter y la fisteó analmente sin que ella sintiera otra cosa que un placer redoblado. Claro que las carícias linguales que el viejete le procuraba ayudaron mucho a la obtención del éxtasis. Nati le obsequió con un orgasmo tremebundo que hizo que temblaran las paredes de su consultorio.

  • Déjeme que lo intente, doctor... Déjeme, por favor - le pidió casi llorando Nati la última vez que se vieron antes del parto.

En esa última ocasión, estando ya de nueve meses, el doctor se limitó a examinarla. A pesar de que ella se sentía presta a todo, caliente y mojada como nunca, él sólo le tocó los pechos y le mostró cómo debía hacerlo para excitarlos y prepararlos para el amamantamiento.

  • Ya te dije que no sirve de nada... Venga, déjalo estar...

  • Por favor - insistía con voz melosa - Quiero probarlo... Sólo un besito... Así - y ponía los labios como lo había visto hacer a Marilyn en una película.

El viejo doctor aceptó. Se bajó los pantalones y el calzón anticuado y se quedó con la picha al aire. Nati estuvo unos segundos observándole el pingajo inerte. Era largo y delgado, un pellejo sin vida. En la base, colgaba un par de cojones que por su peso tiraban de la bolsa escrotal ridiculamente. Pero ella no lo veía así...

Le acarició los huevos con sus manitas rechonchas. Estaban calentitos. Le paso un dedito por su base y lo dirigió lentamente hacia el ano del doctor. Este separó sus flacas piernas para que la joven partera pudiera hacer lo que quisiera. El esfínter del doctor estaba seco. Le dió la vuelta sin pedirle permiso y haciendo que se inclinara un poco hacia delante, comenzó a besarle el ano, a lamérselo con pasión. Olía a limpio. Se ha lavado a conciencia, pensó ella. Estuvo un buen rato lubrificándoselo con la lengua, mientras que con una mano le sobaba los huevos y con la otra le iba pajeando.

Poco a poco, la polla del doctor empezó a reaccionar. Todavía estaba lejos de la erección pero, al menos, parecía que tuviera vida. Nati lo giró de nuevo y sin más dilación se la introdujo en la boca. Se moría de ganas de chupar una polla. Quizás iba a ser su última oportunidad. Después, una vez en el convento, con el niño en el orfanato... Mejor no pensar ahora en ello...

Se agarró a las nalgas del viejo y le mamó el cipote tan bien como pudo. Al principio, le cupo entero en su boca. Le gusto muchísimo la sensación de tener la boca llena de polla. Sus manos le sobaban el culo, le separaban las nalgas... sus dedos buscaban el ano del doctor... Hasta meterse en él... uno, dos... Follándole el culo... Chupándole la polla con vehemencia...

Y poco a poco, se fue produciendo el milagro. Aquella verga medio muerta, que no servía más que para mear, resucitó en la boca de Natividad. Fue creciendo y creciendo hasta tocarle con el capullo la campanilla. El doctor le acariciaba el pelo con ambas manos, bombeando al mismo tiempo su cabeza contra él. Nati se ahogaba, le venían arcadas, pero le daba igual... Era feliz. Ella, la más gorda y fea de las preñadas, estaba consiguiendo lo que ninguna otra mujer había conseguido.

  • ¡Niñaaa! ¡Qué maravillaaaa! No me lo puedo creer... ¡Agggg! ¡Me voy a correrrr!

Nati, al oir esas palabras, le hundió los dos deditos tanto como pudo en el culo del doctor y se empaló su polla en la boca hasta que los labios tocaron los pelillos de su pubis. Deseaba morir ahogada por la leche de su querido doctor. No le hubiera importado. Pero todo fue de otra manera...

Como fulminado por un rayo, el viejo se quedó patitieso... Justo en el instante en que empezaba a correrse. Se llevó las manos al pecho y su polla, ya liberada de la boca glotona de su paciente, se puso a eyacular espesos chorros de lefa blanquecina:

  • ¡Aggggggggggggg! ¡Natiiiii! ¡Agggggggggg!

En un acto reflejo incontrolado, la gorda preñada y a punto de parir, cerró los ojos al sentir éstos como la leche caliente del doctor se le estrellaba en plena cara. La pobre ni siquiera vio como él se desplomaba hacia atrás, expirando su último aliento. Nati rebosaba de felicidad. Se acariciaba la cara llena de semen. Se chupaba los dedos pringados, saboreándolos con deleite. Vivía intensamente ese momento, sin abrir los ojos, inconsciente de la desgracia que acababa de ocurrir.

Cuando los abrió y descubrió el cuerpo sin vida del doctor Quijano, se abalanzó incrédula sobre él. Quiso reanimarlo... Inutilmente. Le hizo el boca a boca, un improvisado e inútil masaje cardíaco. Muerto. Estaba muerto. Un espantoso grito surgió de su garganta. Un espasmo tremendo le convulsionó las entrañas...

Rompió aguas allí mismo, sobre el cuerpo sin vida del doctor. Las violentas contracciones que la sacudían, anunciaban la llegada inminente del parto... Como pudo, a gatas, se acercó al teléfono y llamó al convento. Era el único número que tenía, su último refugio. Habló entre llantos y gemidos lancinantes. La hermana que la escuchaba comprendió enseguida la gravedad de la situación. Le pidió que se tranquilizara y mandó llamar de urgencia al hospital...

Cuando llegó la ambulancia, el niño ya había nacido. Desgraciadamente, el cordón umbilical se le había enroscado en torno al cuello. Aquel bebé nació en un mal día...

Lo llamaron Jesús. Nati no quería ni siquiera ponerle un nombre. Fueron las hermanas del convento que así lo bautizaron.


Las primeras semanas, Nati y su hijo fueron instalados en el orfanato. Como una autómata, la madre le daba el pecho varias veces al día. Cada vez que lloraba, se abría el vestido y pegaba la cabecita del bebé a sus pezones. Tenía las tetas hinchadas al máximo y rebosantes de leche. Siempre había alguna monjita que asistía al espectáculo. Ella no decía nada. Las dejaba mirar, llorando en silencio. La mayoría de aquellas chicas miraban absortas soltando de vez en cuando alguna risita nerviosa. Nati no sabía qué sentían al verla así, con las tetazas al aire, pero sí que comprendió que algunas de ellas la miraban con envidia, deseosas quizás de poder amamantar un día a su propio bebé...

A las dos semanas, le trajeron otro bebé. Lo habían abandonado a la puerta del convento. Nati no se negó. Al contrario, abrió su pechera de par en par y ofreció su leche a los dos pobres desheredados. Tenía para dar y vender...

Una de las monjitas le pidió un día si podía probar un poquito. Nati se había dado cuenta de que siempre hacía lo posible para quedarse sola con ella, cuando las otras ya se habían ido llevándose a los dos bebés. Era una novicia portuguesa, fea como el pecado, plana como una tabla de planchar, pero muy cariñosa . Se llamaba Fátima. A Nati le daba igual todo. Vivía sin vivir, sin experimentar el mínimo sentimiento. Por eso cuando la joven novicia le pidió que le dejara mamar un poquito, ella asintió debilmente y le ofreció su seno con la misma indiferencia con la que lo ofrecía a los dos bebés.

Fátima estuvo chupando unos largos minutos aquel enorme pezón, bebiendo de aquel manantial de leche inacabable, aferrando la teta con ambos manos. Después, al terminar, le dió las gracias y desapareció. Estuvo varias semanas sin volver a aparecer. Quizás, pensó Nati, estaba avergonzada de su acto insensato. Pero volvió. Y esta vez ya no le pidió permiso...

Mientras la iba mamando con ganas, como si estuviera sedienta a morir, le iba acariciando el otro pecho. De vez en cuando paraba y mirándola a los ojos le decía palabras dulces sobre la belleza de aquellos cántaros, sobre la generosidad de sus curvas, sobre...

  • Fátima... No está bien lo que hacemos... Aquí, en la casa de Dios...

  • ¿es pecado colmar nuestros íntimos deseos?

  • Yo no tengo deseos... Y tú deberías pensar en lo que estás diciendo...

Fátima terminó de desabrocharle la blusa y se la quitó. Se puso tras ella y le agarró las mamellas presionándolas como lo hacía en su pueblo para ordeñar las vacas. De inmediato, de cada pezón surgieron múltiples chorritos de leche caliente:

  • Cómo me encanta ordeñarte! Eres mi vaquita particular!

Nati cerró los ojos y apoyó su cabeza contra el vientre de la novicia. A pesar de la infinita pena que albergaba su corazón, no podía negar que aquella jovencita la hacía sentirse viva... y caliente:

  • Muuu! Muuu! ¿A que está disfrutando mi vaca?

  • Calla, tonta, que te pueden oir

  • ¿Quieres ver como tengo la cosita?

  • No, no quiero ver nada... Anda, vete y déjame tranquila.

  • Seguro que no quieres verla... La tengo muy mojadita...

Aquella chiquilla la estaba llevando por el camino de la perdición. Ella también sentía que su coño empezaba a resucitar. Estaba muy confusa.

Fátima dejó de magrearla y se situó delante de ella. La miró fijamente. La respiración de Nati se iba alterando poco a poco. La joven novicia se levantó la falda por encima de la cintura. Llevaba unas braguitas de algodón blanco. Nati las observó detenidamente. Le sobresalían a ambos lados una gran cantidad de vello negro. Se le marcaba la vulva y parte de la tela se adentraba en su raja. Era evidente que aquella niña estaba mojadísima:

  • ¿Has visto, vaquilla mía, cómo me pone ordeñarte?

Fátima tomó una de las manitas de Nati y se la llevó hasta su entrepierna.

  • Tócame... tócame, por favor...

Nati se acordó de cómo la había tocado el doctor, del placer que aquellas "exploraciones" le habían procurado... Ahora, sus dedos rozaban a penas aquel juvenil chochito y sentía renacer el deseo. ¿Qué estaba haciendo? ¿En qué se había convertido? Pero su mano, ajena a sus pensamientos culpables, se aferró a aquel virginal sexo y lo acarició con delicada fuerza:

  • Oh, sí... Así, así, así...

Fátima se quitó las bragas y se sentó en el regazo de Nati. La abrazó con ternura, como si abrazara a una madre. La besó. Al principio, Nati no abría los labios, pero la lengua de Fátima terminó por abrirse camino y se fundieron las dos en un profundo morreo. La boca de Fátima sabía a leche materna:

  • Hazme gozar, por favor... -suplicó Fátima, levantándose y recostándose en el pequeño camastro del cuarto de Nati.

Nati se levantó y se acercó a la joven, que la esperaba con las piernas abiertas, sus manos agarrándose los muslos delgados. Tenía una vulva protuberante y en su centro, una pequeña raja rojiza y brillante. Era muy peluda, más aun que ella, pensó Nati.

Se arrodilló a los pies de la cama y acercó su cara a aquel coño espumoso. Un fuerte olor a sexo le taladró las narices. Fátima, con sólo el aliento de su admirada vaquita cosquilleándole el chumino, empezó a estremecerse voluptuosamente. Y cuando la lengua de Nati se hundió en su cueva, dió un brinco hacia delante y comenzó a jadear y a gemir como tantas veces lo había hecho desde que con su primita Raquel jugaban a comerse mutuamente:

  • ¡Qué buenooooo, por Diosssssssss! ¡Muuuuuuuuuu! ¡Qué lengua tiene aaaaaaaa mi vaquillaaaaaaaaa!

Fátima se abrió el coño para que su clítoris quedara bien expuesto a las caricias linguales de Nati. Esta comprendió enseguida lo que su lengua debía hacer:

  • ¡Asi, asi, asi, asiiiiiiiiiiiiii!

Los deditos de Nati buscaron, como habían hecho con el doctor, el agujerito de atrás, cubierto de un suave vello y que no paraba de contraerse y dilatarse, contagiado de los espasmos lúbricos del coñito vecino:

  • ¡Aggggggggg! ¡Siiiiiiiiiiiii! - chilló la novicia cuando el dedo de Nati la penetró por la puerta de atrás.

Y empezó a dar brincos como una cabrita. A gritar que se corría como una loca. A repetir hasta el infinito el nombre de Natiiiiiii. A suplicar que parara que la iba a matar de gusto. A clavar sus uñas en la nuca de Nati.

Unos segundos más tarde, Fátima le pidió que le dejara hacerle lo mismo. Nati temía que los alaridos de Fátima hubieran alertado a las hermanas que hacían la ronda por el claustro adyacente. Pero...

Se desnudó por completo. Se tumbó en la cama. Se espatarró descaradamente...

  • ¡Vamos! Cómeme, si eso es lo que quieres...

Cuando la madre superiora entró en su celda, descubrió con horror a la joven Fátima arrodillada entre los lechosos muslos de Nati, lamiéndole el coño con devoción. Esa fue la última vez que Nati gozó de tal tratamiento... Por parte de Fátima.

Fátima fue despedida en el acto. Ni sus lloros ni sus súplicas hicieron que la abadesa cambiara de opinión.

Nati fue sometida a un intenso tratamiento para exorcizarla del demonio que la consumía. Este consistió en duchas de agua helada que las hermanas le propinaron con sadismo. De pie, en medio del patio del convento, desnuda ante la vista de todas las monjas, a manguerazo salvaje -bien dirigido hacia sus partes más íntimas- le quitaron para siempre el fuego uterino que la consumía.

Su hijo fue creciendo. No era un niño normal. Los problemas del parto habían hecho que su coeficiente mental fuera el de un retrasado. Físicamente, era un niño fuerte y bien dotado y muy pronto su madre pudo darse cuenta de que aquel niño tenía algo de demoníaco y perverso.

Le estuvo dando el pecho hasta los tres años. A Nati apenas le quedaba leche, pero el niño seguía reclamando su ración láctea y se aferraba con todos sus dientes a esos pezones deformados y enormes de tantos años de succión.

Cuando dejó de amamantarlo, los separaron y desde entonces Nati sólo tenía derecho a verlo una vez por semana. Al principio fue muy duro para ella: se había acostumbrado tanto a que la mamaran permanentemente... Pero poco a poco se fue habituando a su nueva vida monacal y terminó por convencer a todas las monjas de que ella también podía serlo.

Al cumplir siete años su hijo, la ordenaron monja. Sor Natividad se sintió feliz. Por fin era aceptada como una más.

Los sábados dejaban que su hijo viniera a verla. La criatura apenas hablaba. Se pasaban el rato abrazados y Jesús le acariciaba la cara, con la suya entre las tetas de su madre. Antes de volver al internado, su madre le dejaba que le mamara las tetas y el niño lo hacía como si fuera un bebé. Nati no veía nada malo en ello.

Y así fueron pasando los años. Hasta que el niño dejó de ser niño y se hizo un hombrecito. A los 13 años, Jesús tenía la edad mental de un párvulo pero su desarrollo hormonal correspondía ya al de un adulto. No tardó nada su madre en apercibir el cambio...

Continuará...