El internado (01 Ana María, Vera y Sor Angustias)

Inicio una pequeña serie de relatos que os servirán para comprender (y apreciar, espero) cómo Vera se vio involucrada en la peli porno que mi prima Aurelia me regaló para mi boda.

El internado 1 (la historia de Vera, Ana María y Sor Angustias)

Para poder contaros la historia de cómo se hizo la película que mi prima Aurelia nos regaló para la boda, necesito primero explicaros quien era Vera, cómo y en qué circunstancias la conocí... Y también, de rebote, hablaros de mis aventuras en el internado...

La cantidad impresionante de recuerdos que me vienen a la mente hará que el relato que a continuación os voy a desgranar sea un poco descosido. Intentaré dar cierta coherencia al hilo argumental para que no os sintáis perdidos...

En primer lugar, debo recordaros que con quince años recién cumplidos, mis padres me mandaron de vacaciones al cortijo extremeño de mis tíos con la idea de alejarme de ellos y que así se me calmaran un poco los ardores sexuales que se desataban en mí a la velocidad de la luz y que, según mi madre, principalmente, estaban poniendo en peligro mi educación y la integridad de la familia.

La jugada les salió al revés. En el cortijo se terminaron de despertar todas mis inquietudes, deseos, apetencias y perversiones que iban a moldear definitivamente mi temperamento sexual insaciable y abierto a todo. Para más inri, fui desvirgada con todos los honores por el doctor Torres, médico oficial desvirgador de todas las mujeres de la familia y más de la mitad de las chicas del pueblo.

Cuando mi madre vino a buscarme -dos semanas después-, yo ya era toda una mujer, en el más completo sentido sexual de la palabra. Mi cuerpo aun adolescente despertaba la morbosidad de todos cuantos me conocían -viejos y jóvenes, hombres y mujeres- y mi fogosidad inextingible hizo que me ofreciera generosamente a todos y a todas, sin límites, sin tabúes.

Merche y Lola -mi madre y mi tía- tuvieron una larga conversación a la que no pude asistir pues me mandaron con mi primo a la ciudad, para visitar una feria de ganado (no recuerdo ni dónde ni porqué; sólo sé que no me aburrí nada y que, además, le hice algunas marranaditas a un rico y viejo ganadero que proporcionaron a mi primo unos interesantes descuentos en el ganado que iba a adquirir). Pero, resultado de todo ello, fue que a partir de septiembre me iban a mandar a un instituto de monjas que hacía las veces de internado. Todo por mi bien...

Vera

El último año de internado hice amistad con una chica de origen ruso, huérfana de padre y madre, que se llamaba Vera. Su tutor, un siniestro hombre de negocios, trabajaba en Madrid y como no podía ocuparse de ella la había dejado interna en ese instituto.

Era una muchacha muy tímida, introvertida, reservada. Siempre andaba metida en sus libros o dibujando y escribiendo en un gran cuaderno negro del que no se separaba jamás. Hablaba un castellano perfecto –su madre era, en vida, profesora de español en la Universidad de Moscú- y las pocas veces en las que intervenía en clase dio muestras de tener un nivel cultural altamente superior al resto de chicas y al de muchas de nuestras profesoras.

La conocí en mi último año de bachillerato. Yo tenía, pues, diecisiete añitos. Ella, creo, tenía uno menos, pero era tan madura y tan... especial, que parecía que tuviera cinco más que yo. Al principio de curso, la pusieron en mi habitación y ya desde el primer día me sentí increiblemente atraído por ella. Tanto intelectual como físicamente.

Físicamente era... No, prefiero que lo descubráis más tarde...

Los dos años anteriores, había compartido mi habitación con dos chicas, una distinta cada curso, con las que me había llevado muy bien. El primer año fue Ana María, una chica de Toledo, toda redondeces, que todavía creía en los Reyes Magos y a la que me costó todo un trimestre iniciarla en los placeres lésbicos... Y Rosalía, una morenita de agradables formas, al año siguiente, a la que no hizo falta iniciarla en nada, pero muy corta de miras y con un coeficiente intelectual cercano al de los primates.

Pero ninguna de las dos no le llegaba a Vera ni a la suela de sus zapatos. Vera era luz. Cuando te miraba con sus ojos de aguamarina, te sentías inundada por olas de delicioso placer. Cuando te hablaba, su voz en tus oídos sonaba como arpa celestial y un escalofrío te recorría el espinazo. Cuando te hacía el amor –porque era siempre ella la que llevaba la iniciativa- todo tu cuerpo vibraba de puro goce. Era delicada y, al mismo tiempo, emanaba de ella un delicioso erotismo que convertía a todos cuantos gozábamos de su compañía en sus vasallos, en sus servidores incondicionales, en sus esclavos.

La mayoría de las Hermanas le tenían manía y evitaban tanto como podían el contacto con ella. Les costaba un mundo comprenderla y aceptarla como era, diferente a las demás. Incluso Sor Angustias, una arpía cincuentona, alta y seca como un palo de gallinero, de pelo negro y espeso que llevaba siempre recogido en un moño que hacía que el velo se le cayera a menudo, profesora de latín y de griego clásico, le tenía, casi casi, miedo. Y todo venía de la primera vez que « castigó » a Vera...

Ocurrió a los pocos días de empezar el curso. Estábamos en clase de latín. Vera no escuchaba nada, simplemente se dedicaba a dibujar en su cuaderno. Sor Angustias se detuvo ante nuestro pupitre y golpeó rudamente sobre el cuaderno con su regla de madera de medio metro. Vera levantó su mirada glacial hacia la monja y ésta le pidió que le diera su cuaderno a lo que mi amiga se negó en rotundo :

¿Con que esas tenemos, eh ? – Sor Angustias la agarró fuerte del pelo echándole la cabeza para atrás. Vera no dejaba de mirarla con absoluto desprecio. – Cuando termine la clase... ¡la quiero en mi despacho ! ¿Entendido ?  -soltó la monja casi chillando.

Vera no respondió y siguió dibujando como si nada hubiera pasado. Le dije, bajito para que nadie pudiera oirnos, que debía tener cuidado con esa bruja, que contra más enfadada estaba más fuerte le daba con la regla. Me miró con dulzura y me pidió que estuviera tranquila, que ella sabía muy bien lo que tenía que hacer para que la vieja la dejara tranquila...

Sor Angustias

En los dos años pasados en aquel lúgubre instituto, fui castigada tres veces por Sor Angustias. Eso no era nada comparado con otras colegialas. Había algunas, como Ana María, mi compañera de cuarto, que eran castigadas practicamente una vez por semana. Más tarde iba a comprender un poco mejor sus gustos y que yo no correspondía demasiado a éstos...

La primera vez que fui a su despacho –a los dos meses de haber llegado al instituto y con apenas quince años recién cumplidos-, entré con mucho miedo. Era novata y las chicas mayores no quisieron decirme en qué consistía el « castigo » ; solo me decían que lo iba a pasar muy mal. Llamé a la puerta :

Da su permiso, hermana – dije con la voz entrecortada.

¡Entre ! – su voz, en cambio, era dura y autoritaria.

Ibamos todas vestidas con el mismo uniforme : una blusa blanca (y en invierno, un jersei sin mangas azul claro), una falda gris perla que nos llegaba a la rodilla, calcetines grises también y largos que ocultaban los pelillos de las piernas (eran muy pocas las que se depilaban) y unos mocasines negros de lo más clásico.

Lo primero que hacía la monja era dejarte en pie unos minutos con los brazos extendidos y las palmas de las manos mirando hacia arriba. Te dejaba una Biblia sobre cada mano y mientras tú luchabas para que no se te cayeran soportando el dolor creciente en los brazos, ella te iba increpando, primero recordándote las reglas que habías violado y que merecían tu castigo (cualquier tontería como dejar caer el boli o girarse para pedir una goma...) y segundo, metiéndose con algo de tu físico como por ejemplo en mi caso, que si llevaba el pelo demasiado suelto o demasiado largo. Cada vez que una biblia caía, te arreaba un mandoble en la mano con esa vara de madera que te hacía ver las estrellas. Y entonces, cuando tú te pensabas que el castigo había llegado a su fin :

Bueno... Y ahora, señorita Menéndez –te decía sentándose en la silla puesta delante del escritorio- ¡Venga aquí ! – y te indicaba su regazo. - ¡Túmbese !

Así lo hice. Me quedó medio cuerpo suspendido en el aire, con las manos apoyadas en el viejo y ennegrecido parquet y la cabeza casi tocando el suelo. Me levantaba la falda y me bajaba las braguitas hasta la rodilla. Mi culito, blanco como la nieve, quedaba así sobre sus piernas a su entera disposición :

¡No, hermana ! ¡No ! – grité sollozando al sentir el primer reglazo sobre mis nalgas. No sé como se las arreglaba en esa inconfortable postura para arrear esos golpes tan certeros. Pero la bruja era una auténtica profesional del reglazo.

¡Pídame perdón, señorita, en lugar de lloriquear como una tonta ! – y te soltaba otro golpe aun más fuerte que el anterior.

Le pedí perdón, entre sollozos, lágrimas y gritos. Le dije que nunca más lo haría, que por favor no me pegara más, que sería buena... Tras media docena de reglazos, la arpía se fue calmando y terminó por dejar la vara sobre el escritorio. Me escocía el culo como si fuera una res a la que acaban de marcar a hierro vivo. Hasta ahí, no había habido nada de excitante en lo que acababa de sufrir sino todo lo contrario. Era ella la que debía regocijarse de gusto haciendo daño... Pero el castigo según sor Angustias no había terminado aun :

¡Bien, señorita Menéndez, la creo ! ¡Levántese ! – eso hice y al ponerme de pie y subirme las bragas, con esa quemazón terrible en las nalgas y todavía llorando como una magdalena, le dije :

Me ha hecho usted mucho daño... –frotándome el trasero.

¿Qué ? ¿No decía que iba a ser buena ? ¿Quiere que la zurre otra vez ?

¡NO ! ¡Por favor, no ! ¡Haré lo que me diga !

Me ha puesto usted muy nerviosa, señorita... – en eso se levantó, se subió el hábito y se sacó su enagua. Se volvió a sentar en el borde de la silla, con el negro hábito subido hasta las costillas y espatarrándose como una cerda, me dijo : - Va usted a calmar mis nervios...

Mis ojitos azules se clavaron en aquel zarzal negruzco en cuyo centro a penas se adivinaba una informe raja violácea. Mi tía Lola y mi prima Aurelia (podéis leer la serie « El cortijo »), las únicas hembras a las que había comido el coño hasta ese momento, tenían ambas una pelambrera impresionante. Pero aquello que tenía ante mí era indescriptible : el vello púbico negrísimo ascendía por su escuálido vientre hasta tocar el ombligo, recubría sus raquíticos muslos de un pelaje hirsuto y rodeaba con su sombra oscura tapando por completo la arandela de su ano :

¡NO tengo todo el día, señorita ! ¡Venga ! ¡De rodillas ! –exclamó mientras iba abriéndose el chocho con dos dedos, largos y huesudos, y sus uñas larguísimas y curvadas como garras de perra.

¡Me da mucho asco, hermana ! –le dije en un último intento para evitar lo inevitable.

¡Cállese ! – gritó metiéndose un dedo en el coño y sacándolo completamente empapado. - ¡Acérquese y arrodillese para cumplir su penitencia !

¿Qué quiere que haga, hermana ? – le pregunté arrodillándome y acercando a medio metro de su espeluznante conejo mi carita de ángel inocente.

No me diga que no lo sabe... No me diga que con la gordita esa... – su voz se había endulzado un poco. -... Estoy segura que por las noches, en su cuarto, cometen pecado de lujuria... – ahora se estaba pellizcando con el garfio de sus uñas un clítoris escarlata que hasta ese momento no había aparecido.

¡Sor Angustias, por favor ! ¡Yo nunca he cometido pecado de ... lujuria ! –le mentí fingiendo que lloraba de nuevo y con las dos manos como si rezara.

¡Basta ya ! ¡Va usted a lamerme hasta que yo se lo diga ! Sino... ¡la próxima vez le parto la vara en su culo a zurrazos !

Asentí debilmente y acerqué mi boquita infantil a esa raja inmunda. Un olor a leche rancia, a molusco pasado, me inundó las narices haciéndome venir arcadas al estómago. No me decidía. La vieja se percató y agarrándome por el pelo me aplastó la boca contra su coño. Contuve la respiración... y las ganas de vomitar. Ella, sin soltarme el pelo, me meneaba frenéticamente mi cabeza contra su vagina. Mis labios se iban impregnando de ese asqueroso sabor que de tan ácido me los quemaba. Sor Angustias empezaba a jadear lúbricamente. Yo me decía que si conseguía que se corriera sin meterle la lengua me dejaría irme... Pero me estiraba del pelo con tal rabia y fuerza, me frotaba los labios contra esa masa ingente de pelo y chocho con tanta vehemencia, que el dolor comenzó a hacerse insoportable... Tanto que terminé por abrir la boca y hacerle lo que con tanto gusto había hecho a mi prima y a mi tía...

Cuando Sor Angustias sintió cómo mi lengua le bruñía el chocho, dejó mi pelo tranquilo y se limitó a dejar sus dedos sobre mi cuero cabelludo y a arañarmelo suavemente como hacen los gatos cuando los acaricias :

¡Hhhhaaaa... Hhhhaaaaa... Síiiii ! –resollaba de puro goce.

La acidez de su sexo se me hacía insoportable. Además, su coño, a pesar de estar increiblemente húmedo, seguía soltando líquidos con cada lengüetazo como si fuera la cisterna de un váter al tirar de la cadena. Tenía la boca llena de pelillos gruesos como cerdas de un cepillo... Tenía que terminar con aquella guarrería como fuera. Busqué rauda su clítoris y se lo cepillé con la punta vibrante de la lengua como mi tía Lola me había enseñado. El efecto fue inmediato. Me asió la cabeza con sus garras y se puso a jadear de una manera muy especial... De hecho, más que jadear se puso a cantar, lo que me pareció ser un canto gregoriano :

¡GLOOOOO...RIAAAA ! ¡GLORIA INNN EXCEEEE...LCIIIISSSS DEEEE... OOOOOHHHH ! – lo llegó a repetir cinco veces antes de terminar diciendo : - ¡Fffuuu... AMEN !

Esa mujer tenía el diablo metido en el cuerpo y yo se lo había exorcizado. Pero a qué precio... Me había dejado el culo como una tomatera, la boca desencajada, la lengua irritada y el estómago más revuelto que un revoltillo de huevos :

¡Apártate de mí, pecadora ! – me soltó tras un breve respiro, estirandome del pelo hacia atrás.

Levanté la vista hacia ella (hasta entonces sólo había tenido una visión monofocal y ampliada de su matorral) y vi que me miraba con sus ojitos negros de urraca con una mezcla extraña de odio y deseo satisfecho... Como si fuera yo la culpable de su estado de trance místico...

Hice ademán de levantarme pero la vieja me ordenó que siguiera de rodillas. Ella, en cambio sí que se levantó. Se puso de nuevo la enagua y dio un par de vueltas a mi alrededor, observándome, estudiándome... Qué me va a hacer ahora, pensé, más por curiosidad que por miedo. Y no lo digo porque estuviera excitada... Bueno, un poquillo sí que lo estaba ; que siempre es agradable procurar un buen orgasmo a otro ser humano... Pero podía más el dolor, el asco y las ganas de alejarme de esa tarada que cualquier otra cosa...

Terminó detrás de mí, se dobló hasta que sentí su aliento en el cogote y me soltó :

¡Reza !

Hermana... yo...

El « Yo, pecador » ¡Empieza !

Esa tía estaba como una puta cabra. Era ella la sádica, pervertida y viciosa pecadora (vamos, en esa ocasión...) y me ordenaba que rezara yo... Como aquello tenía un aire tan surrealista, le seguí la corriente y puse mis dos manitas pegadas una contra la otra y levanté mi carita de ángel al cielo para iniciar la plegaria :

Yo, pecador, me confieso a Dios...

Bien, bien... continúa... – sus dedos me iban rodeando el cuello y ya los sentía bajar hacía mis senos. No llevaba sujetador (para qué) y eso era un pecado en aquella escuela.

... Todopoderoso, Creador del cielo y...

Me esperaba cualquier cosa menos eso. Me desabrochó tres botones de la blusa y mientras yo iba desgranando los versos de la plegaría, ella se dedicó a sobarme mis minúsculas tetas pasando y repasando la palma de sus manos sobre mis endurecidos pezones... ¡Mierda ! me dije... Estoy empezando a cogerle gusto al castigo :

...por mi culpa, por mi grandísima culpa...

¡Más fuerte ! ¡POR MI CULPA... !

...por tanto ruego a la Bienaventurada siempre... mmm... Virgen Mmmmaría...

Pero mis mini gemiditos de gustirrinín despertaron de nuevo su instinto sádico. Me pellizco ambos pezones con la punta de sus durísimas uñas y tiró de ellos como si quisiera sacar clavos con una tenaza :

¡Aaayyyyy ! ¡Me hace daño ! ¡Ayyyy !

¡Cállese, perra lúbrica ! – gritó estirándolos aun más fuerte.

¡Pare, hermana, pare ! ¡Me duele mucho ! – como cierto era también que se me estaba mojando increiblemente el coñito.

¡Termine la oración, hija del demonio !

... al bienaventurado San Miguel Ayyyy Arcángel...

No dejó de torturarme hasta que terminé el rezo. Entonces, sin soltarme los pezones, me obligó a levantarme y retorciéndomelos una última vez, me dijo :

La próxima vez que se presente ante mí sin sujetador... ¡Se los arranco de cuajo !

¡AAAYYYYY ! Pero si no tengo pecho, hermana... – dije mirándome las tetillas y las dos cerezas de mis pezones inflamados...

Hum... Eso es cierto, señorita... Por no tener, usted no tiene nada... ¡Abróchese la blusa y salga inmediatamente de mi vista !

Ana María

En los días que siguieron a « mi castigo » comprendí que a la vieja le gustaban gorditas, contra más tetudas y morcillonas, mejor. La pobre Ana María –que cumplía con creces todos los requisitos para ser castigada muy a menudo- lo iba a sufrir un montón de veces. Pero volvamos a ese día...

Al salir de su despacho, me fui directa a mi cuarto. Mi compañera Ana María estaba allí, sentada en su cama, leyendo los apuntes de historia. Al verme, se me abrazó compungida :

¿Qué te ha hecho Sor Angustias ? – me preguntó después cogiéndome las manos entre las suyas rechonchitas.

Me ha zurrado el pandero como una loca... No voy a poder sentarme en dos días...

¡Oh, pobrecita Sandra ! ¿Qué puedo hacer para aliviarte ? –me preguntó con esa cara de pan tierno que tenía.

No sé... –dije mirándola fijamente a sus ojitos color caramelo. - ... ¿No tendrás alguna pomada que pueda calmarme un poco ?

Oh, no creo... Espera... Tengo Nivea... ¿Quieres ?

Vale.

De una bolsa sacó un tarro de esta crema y me lo tendió :

Me escuece mucho... Sería mejor que me la pusieras tú, la pomada –diciéndolo me desabroché la falda y me saqué las bragas.

¿Quieres que te ponga yo la Nivea ? – sonrojada como un pimiento- ¿Aquí ? –mostrando con su mirada mis lastimadas nalgas.

¿Eres mi amiga, no ? – sin perder más tiempo me saqué también la camisa pues el roce con la tela en los pezones me enviaba punzadas de dolor intenso. Acto seguido me tumbé en su cama, de espaldas. - ¿Quieres ?

Ana María se sentó en el borde, abrió el tarro y se llenó los dedos con el ungüento :

¡Qué rojo que se te ha puesto !

Pásame la pomada, amiga... Sé que me aliviará mucho...

El verano con mi familia en el cortijo me había enseñado, entre otras cosas, que mi cuerpo despierta el deseo. En aquel entonces tenía unas nalgas duras y saltonas (bueno, hoy en día tampoco están mal, pero los años no perdonan) pero abiertas, quiero decir que incluso estirada, mi ojete siempre quedaba al descubierto... Encima, había separado ligeramente mis muslos para que la chiquilla tuviera también una hermosa panorámica de mi vulvita en flor.

Hasta ese día, nuestro único contacto físico se había limitado a unos pocos abrazos y algún que otro besito en los labios... Todo ello muy púdico. Aunque yo siempre me desnudaba delante de ella sin ningún rubor y veía como me miraba de reojo pero con suma atención, Ana María, en cambio, se las agenciaba para que su desnudez me apareciera unos breves instantes... Suficientes para comprobar que con catorce años (le faltaban dos meses para cumplir los quince) estaba mucho más desarrollada que yo, aunque un poco entrada en carnes, pero todavía con la turgencia adolescente de las tres gracias de Rubens...

Apenas llegaba al metro sesenta, de pelo castaño, una naricita respingona, una boca carnosa... Mmm, me gustaba... Tenía un cuello fino, era algo ancha de hombros y se gastaba un par de peras suculentas, grandes y altivas (como las de la Sofía Loren cuando era jovencita), y unos pezoncitos difíciles de reconocer en los aros marrones de sus aureolas... En el centro de su vientre mullido, el agujerito de su ombligo atraía deliciosamente mi atención... Un vello púbico ralo anunciaba en su vértice invertido la frondosidad virginal de su rajita. Y a partir de ahí, todo era macizo : un muslamen robusto que se frotaba al caminar, unas rodillas anchas como sus piernas, de auténtica campesina, unos pies pequeñitos y rollizos como los de un bebé... Mmm... Y su culazo... ¡Qué caderas ! ¡Qué nalgas ! La de veces que le iba a poner cremita en ese doble bombo infernal...

¡Uauuu, está fría ! – gemí al sentir sus dos manos untadas de Nivea sobre mis cachetes- ¡Qué alivio, Ana María !

¿No te hago daño ?

¡Qué va, cielo ! Mi culito te lo agradece mucho... mucho.

Supe enseguida que la partida estaba ganada. Lo sentí en la manera como se entretenía amasándome los glúteos, en como sus manitas iban agrandando la zona de exploración, en como sus deditos se iban acercando a mis zonas erógenas, rozando unas veces mi puerta de atrás y otras mi húmeda cuevita :

¡Qué delgadita que estás, Sandra ! –exclamó admirativamente. Era el momento de cambiar de marcha y poner la directa.

¿No te gusto ? –giré la cabeza y me la miré. Su carita alterada – sus mejillas iluminadas por perlas de sudor, sus labios carnosos inyectados de sangre, sus ojitos brillando como centellas- anunciaba la respuesta :

¡Oh... ! Yo... Sí... ¡Sí, mucho ! –su turbación era tan evidente que decidí tomarme todo el tiempo necesario para que ésta desapareciera y se convirtiera en puro deseo.

¿Te gusto mucho ? – ella asintió con la cabeza. Dejé pasar unos segundos y añadí : - Sigue, por favor... Lo haces muy bien...

¿De veras ? – se había envalentonado y sus caricías se volvían más osadas. – Tienes una piel tan suave...

¿Ana María ?

¿Qué ?

¿Sabes ? Puedes acariciármela toda... –se lo dije mirándola intensamente, humedeciendo mis labios con la puntita de la lengua. - ¿Te apetece ? A mí me gustaría un montón...

Soltó una tímida risita. Se la veía algo indecisa, como si empezara a tomar conciencia de cómo podía terminar ese juego :

Es que yo... Sandra... No lo he hecho nunca... Quiero decir... Que no sé si lo haré bien...

¡Tontorrona ! Seguro que lo harás muy bien... Tus friegas en mi traserito han sido magníficas... ¿Entonces ?

Bueno... ¡Vale ! ¿Y por dónde empiezo ? ¿Sigo con la Nivea ?

Por supuesto, Ana... Mira, puedes empezar por los pies... después las piernas... después la espalda...

Y se puso manos a la obra. Muy obediente. Me hizo un masaje en los pies que me supo a gloria. Se aplicaba escrupulosamente sin decir palabra, delicadamente. Tras los pies se ocupó de mis pantorrillas con la misma parsimonia. Más tarde de la parte de atrás de las rodillas –zona que en mí, como en muchas mujeres, es muy sensible-. Yo le iba soltando algún gemidito alentador, algún que otro comentario estimulante (como por ejemplo : « Tienes unas manos divinas, Ana María »).

No había querido separar demasiado ostensiblemente los muslos. Quería que su deseo creciente le hiciera tomar esa iniciativa. Sin embargo, cuando sentí sus manos envolver en una caricia emulgente uno de mis muslos y subir resbaladizas hacia mi volcánica entrepierna, yo misma las separé, sabiendo que con ello le ofrecía una inmejorable vista de mi chuminín rebosante de fluídos. Y jugué la carta de la provocación :

¿Sabes qué he tenido que hacerle a Sor Angustias ? –mi pregunta la hizo detenerse. – No te pares, por eso... Sigue, por favor... ¡Me encanta tu masaje !

No sé... Me pensaba que te... había pegado con la regla... – sus manos se detenían siempre justo antes de entrar en contacto con mi vulvita.

Yo también me pensaba que con esa tortura terminaba todo... Pero, no...

Cuenta... ¿Qué más te hizo ?...Sabes que puedes confiar en mí... ¡Soy tu amiga ! – había dejado estar mis muslos y ahora se dedicaba a masajearme la espalda empezando por la zona de los riñones... Paciencia, todo llegará...

Fui yo la que tuve que hacerle una cosa horrible...

¿Una cosa horrible ? – su tono reflejaba un gran pavor. Creo sinceramente que la niña no tenía ni la más remota idea de lo que iba a contarle.

¡Hummm, qué bueno lo que me haces ! –exclamé un tanto exageradamente cuando sus manos se dedicaron a acariciar la parte alta de la espalda, los hombros y el cuello (me había recogido mi larga y rubia melena para facilitarle el trabajo).

Entonces, me di la vuelta. Estaba segura que mi táctica estaba consiguiendo despertar en mi gordita amiga todo su instinto sexual pero no creo que estuviera más despierto que el mío. Yo estaba hirviendo. Había luchado con toda mi voluntad para no deslizar una manita entre mis piernas y masturbarme mientras me masajeaba. ¡Qué duro había sido !

Al verme de cara, su mirada se fijó enseguida en la tirantez vermellona de mis pezones inflamados y soltó un « ¡Ohhh ! » que quería decir muchas cosas :

Esto me lo hizo después... –le expliqué sujetándomelos entre el pulgar y el índice de cada mano.- Me los pellizcó con sus uñas; tan fuerte que creía que me los iba a arrancar.

Pero... ¿por qué ? –me preguntó indignada pero sin sacarme la vista de ellos.

Ya ves... Todo porque no llevaba sujetador... –yo seguía con mis dedos retorciéndolos suavemente.

Pobrecita... Debió dolerte mucho... –me fijé que mi amiga estaba empapada de sudor : dos grandes aureolas se marcaban en sus sobacos.

Mucho... Sí... Me parece que necesitan también un poco de cremita... ¿Me la pones ?

Ohhh... ¿yo... ?

Sí, tú. –me salió la cosa del alma, con un tono más autoritario de lo que hubiera querido... Pero, bueno, empezaba a estar demasiado impaciente, demasiado ardiente. - ¿No tienes calor, Ana María ?

Ehhh... Sí... Mucho calor. – y es que no se había sacado ni los zapatos.

Desnúdate, cielo... Estarás mucho más cómoda...

Euuhhh... Claro... Sí...

Se quitó primero los zapatos y los calcetines. De espaldas a mí. Después la blusa y la falda. ¡Me recordaba tanto a mi prima Aurelia ! ¡Todo en ella era voluptuosidad !

Los pelillos de sus axilas brillaban mojados de sudor. Llevaba un sostén blanco demasiado pequeño para el tamaño considerable de sus senos y éstos se tocaban en un canalillo de lo más evocador. Idem por lo que refiere a las braguitas, de algodón blanco también y que dejaban escapar un poquito de vello por todas sus costuras... E incluso, hubiera jurado que las tenía mojadas...

Oh, no, Ana... Sácatelo todo... Por favor. –le dije dulzona.

Es que me da corte...

Anda, mujer... Tú también me gustas mucho...sabes.

No dijo nada más. Se quitó el sujetador y sus hermosos senos salieron disparados redoblando de grosor y placer al sentirse liberados de tamaña opresión. Hizo lo mismo con su braguita, que deslizó por sus muslos hasta que cayó a sus pies. ¡Qué hermosa geografía !, pensé. Y se sentó a mi lado.

No la toqué. Quería que fuera ella la que me tocara... Toda entera... Y que se abriera a mí como una flor con el rocio matutino. Se dispuso a aplicarme la crema, de lado, en esa incómoda posición :

Siéntate sobre mí... –la incité mostrándole mi vientre, mi pubis. -... Así estaremos mejor y tendrás las dos manos libres...

¡Jijiji ! ¡Sandra, Sandra !

Se sentó a horcajadas sobre mí. De inmediato, sentí la tibieza de sus muslos contra mis caderas y un ligero olor a sudor y a sexo... Mmm... Cerré los ojos para dejarme invadir los sentidos con el contacto de su piel. Tuvo que bajarse para poder aplicarme la Nivea en mi pecho y al hacerlo su conejito entró en contacto con mi monte de venus. ¡Dios ! Cada uno de mis pelillos púbicos captaron como finos sensores el calor y la humedad de su virginal chochito... ¡Contrólate, Sandra !, me dije.

Acto seguido, sus manos empezaron a untarme delicadamente los pechitos. Como Sor Angustias, Ana María no paraba de masajearlos con las palmas de las manos. Me gustaba, cierto, pero yo quería más :

Sor Angustias me ha obligado a... –abrí los ojos y vi hasta que punto se deleitaba con el masaje.

Sí, Sandra...

Se ha quitado esa cosa que llevan las viejas en lugar de bragas y me ha ordenado que me arrodille entre sus piernas...

¡Ohhhh !

... Y que le acaricie el... (no quería emplear con ella palabras soeces)... la cosita... ¡Con la lengua !

¡Qué asco ! ¡Con la lengua... Arrrggghhh ! ¿Y lo has hecho ? –su curiosidad se acrecentaba; sus manos se deslizaban hacia mi vientre; su vulva se frotaba instintivamente sobre mi pubis.

Claro que lo he hecho. Sino me iba a azotar diez veces más fuerte.

No sé, Sandra... ¿Y cuánto tiempo estuviste... ?

Poco... Se corr... Hum... Tuvo un orgasmo muy rápido... ¡Mmmm, qué bien me acaricias, Ana !

¿Un orgasmo ? ¿Eso qué es ? –preguntó inocentemente.

¿De veras no sabes lo que es un orgasmo ? –la preguntaba estaba de más, sabía que la niña era pura inocencia.

No, Sandra, te lo juro... Explícamelo, por favor...

Se me ocurre algo mejor, cielo.

¿Tú ya has tenido ... eso... un orgasmo ?

Muchos, muchísimos... Y es algo maravilloso, increible...

Pues yo... nunca... –se quedó pensativa, parecía incluso triste. Le cogí las manos que habían cesado su agradable masaje y se las deposité sobre sus pechos :

Primero, hay que aprender a tocarse... Tienes unos pechos deliciosos... Tócatelos, acariciátelos, pellizcate suavemente las puntitas hasta que se pongan duras... Los tuyos son grandes y hermosos... Apriétatelos, amásatelos, siéntelos enormes en tus manos...

Ana María estaba haciendo todo lo que le pedía. Torpemente al principio, pero enseguida comprendió que nadie mejor que una misma conoce su propio cuerpo y sus gestos y sus caricias se fueron haciendo cada vez más voluptuosos, más oscenos. Me la miraba más que satisfecha. En breves minutos iba a conducir a ese ángel de inocencia al paraíso orgásmico por primera vez en su vida :

Muy bien, Ana, muy bien... Estoy segura de que puedes tocarte los pezones con la punta de la lengua... Tocarlos, chuparlos, morderlos... Anda, prueba.

Siempre me ha dejado alucinada el ver a una tía mamándose sus propias tetas. Eso es algo que yo nunca podré hacer... ¡Qué pena ! Ana María si que podía y... ¡con qué vehemencia se las comía ! Yo, sin tocarme ni nada, estaba ya al borde del clímax. Podía haber acelerado el mío y el suyo con un simple y hábil toqueteo. Pero quería que fuera ella misma la que se condujera hasta ese punto mágico y, por suerte, repetible hasta el infinito :

Ahora, pon tu mano en tu sexo. –Al hacerlo, sus nudillos rozaron la parte baja de mi pubis, cerquita de mi botoncito. - ¡Hummm ! Métete un poco el dedo mayor en la rajita para que se te moje bien mojado... ¡Mmmm ! ¿Ya ? Bien... Acariciate suavemente tu clítoris, ese botoncito que tienes arriba de tu cosita...

¡Aaaahhh ! ¡Qué gustito más bueno ! –exclamó soltando el pezoncito que tenía entre los dientes...

¡Frótatelo ! Cada vez más rápido... Tú debes imprimir el ritmo que más te convenga... Un dedo, dos, tres... Lo que quieras... Lo que más gusto te dé...

(Perdonadme, queridos lectores, que haga este pequeño paréntesis, pero deseo haceros una pregunta y me encantaría que vuestras respuestas –lo más detalladas posibles- llegaran a mi correo :

¿Hay algo más hermoso en este mundo que contemplar a una mujer orgasmeando ?

Fin del paréntesis.)

El primer orgasmo de Ana María fue impresionante. Descubrí entusiasmada que aquella niña iba a ser una de estas mujeres que chillan como si las estuvieran degollando en el momento de correrse, que tienen orgasmos inacabables pero únicos, y que después se quedan exhaustas y tranquilas como si no hubiera pasado nada.

Llegó tan de repente que el mío se había quedado como quien dice en la puerta, a punto de entrar pero sin que se la abrieran. Mi amiga se derrumbó sobre mí, sus tetas aplastadas contra mi pecho, su cara al lado de la mía hundida en la almohada. La rodeé con mis brazos y la abracé con fervor. Nuestras pieles húmedas y calientes se transmitían infinitas ondas de placentera felicidad.

¡Gracias, Sandra ! – exclamó casi llorando, irguiéndose hasta dejar su cara a medio palmo de la mía. - ¡Gracias !

Acercó sus labios a los míos para besarme en señal de agradecimiento. Mi boca se entreabrió y mi lengua buscó la suya. Hubo un instante de vacilación... Un breve instante. Y nuestras lenguas se fundieron en uno de los morreos más largos y sabrosos que mi dulce boquita haya podido disfrutar. Nos mordíamos los labios, nos chupábamos la lengua, intercambiábamos nuestras salivas hasta casi perder la respiración...

Yo no cesaba de acariciarla, le sobaba como podía esos maravillosos glúteos, le buscaba con la punta de los dedos uno de sus pezones para pellizcárselo, le mecía la nuca, el pelo. Ella se frotaba contra mí, espatarrada sobre mí, rozándose el sexo contra mi pubis. De repente, enderezó el torso, se llevó veloz una mano a su coñito y volvió a tocarse con redoblado ímpetu. Erguí el cuello y mi boca buscó uno de sus pezones. Se lo chupé con ganas, se lo mordí con fuerza y su segundo orgasmo estalló aun más espectacular que el primero :

¡AAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHH ! ¡Sandr... AAAAAAAAAHHHH !

Le tapé la boca como pude pues estaba segura que aquellos chillidos animales no podían pasar desapercibidos por alguna de las Hermanas que siempre estaban por los pasillos montando guardia:

¡Chiiiitttt ! ¡Chiiiittt !

¡Oh, Sandra, ohhh, Sandra... Qué maravilla, Sandra ! – se desplomó de nuevo sobre mí.

¿Ana María ?

Ehhh... –apenas un susurro desde el paraíso.

¡Ahora ya sabes lo que es un orgasmo, cielo !

Oh, que sí...¡Es el cielo !

Un instante después, se me quedó dormidita. La acosté y arropé. Me acosté en mi cama, apagué las luces y me puse a revisar todos los acontecimientos del día. El miedo, el dolor y el asco que había sentido con la urraca Sor Angustias... Y, paradójicamente, la excitación morbosa que aquella experiencia extrema me había procurado... Ana María dormía como un querubín. Sus grititos de placer seguían resonando en mis oídos. Sus redondas y acogedoras formas impregnaban mi mente. Me procuré un silencioso orgasmo, rápido y calmante: el mejor de los somníferos.

Vera

Esperé un largo rato en nuestra habitación el retorno de Vera. Llevaba más de media hora encerrada en el despacho de Sor Angustias y a pesar de sus extrañas palabras tranquilizadoras, me temía que el castigo a la que la vieja arpía la habría sometido superaría con creces a los que me había inflingido a mí o a mis amigas.

Por eso, cuando entró en el cuarto, me quedé sorprendida de ver que estaba muy calmada y que en su rostro -muy serio- no había ni rastro de cualquier signo de dolor o de sufrimiento:

  • ¿Estás bien, Vera?

  • Perfectamente. - contestó secamente sentándose en la cama y buscando el libro que leía en esos momentos para continuar su lectura.

Como pasaba el tiempo y no me contaba nada, terminé por sentarme a su lado y pasándole un brazo por los hombros, le dije:

  • Somos amigas... Puedes contarme todo lo que te ha pasado con la monja... -yo no sabía como abordarla. Me moría de deseos de consolarla, de aliviar su dolor... de acariciarla, de amarla, de poseerla.

  • No ha pasado nada. -me contestó impertérrita, sin levantar los ojos de su libro.

  • ¿No te ha pegado?

  • No...

  • ¿No te ha obligado a...?

  • ¿A qué...? ¿Qué te hace a ti?

Me senté en mi cama y le conté con todo detalle mis tres escabrosos encuentros con Sor Angustias. Vera me escuchaba atentamente, sin apenas pestañear. Yo hablaba y hablaba y en lugar de rememorar con mis palabras los malditos castigos de la monja, me iba imaginando a Vera desnuda, sus nalgas blanquísimas cubiertas de moratones y yo aplicándole la cremita calmante y...

  • No te lo volverá a hacer nunca más. -me dijo tajantemente.

  • ¿Por qué? ¿Cómo lo sabes?

Y entonces me explicó cómo habían ido las cosas:

" Al entrar en su despacho, me hizo quedarme de pie, con los brazos en cruz, cinco buenos minutos. Durante todo ese tiempo, estuvo sermoneándome sobre un montón de estupideces como la obediencia, la servitud, la decencia, el decoro... Yo le decía que sí a todo... Después, me pidió que me desnudara...

Me saqué toda la ropa con premeditada lentitud. Ella me observaba de una manera extraña. Sus ojos estaban llenos de odio pero también de deseo. Me quedé con el sujetador y las bragas puestas. "Sáqueselo todo" me gritó. La obedecí, sonriéndole con desprecio...

Empezó tocándome el pelo, agarrándomelo con fuerza, estirándomelo en todas direcciones, diciéndome repetidas veces que tenía el pelo del diablo... A continuación, se puso ante mí y recorrió todo mi cuerpo con la punta de sus afiladas uñas, parándose un instante en mis pechos, pellizcándome los pezones como había hecho contigo, queriendo hacerme daño pero sin obtener de mí el más mínimo quejido...

Bajo su mano hasta deslizarla sobre mi pubis. Me asió con rabia mi espesa pelambrera y mirándome fijamente a un palmo de mi cara, me espetó: "¡Tiene usted el cuerpo del diablo!"... "Y usted, hermana, tiene el diablo en el cuerpo", le contesté sin alzar la voz, sin evitar su mirada de hiel...

Se apartó y me soltó un bofetón que me cruzó la cara... Fue la gota que desbordó el vaso. Le dije, tan seria como ahora te lo dije a ti, que si me volvía a tocar ni que fuera un cabello se iba a arrepentir el resto de sus días... Se rió a carcajada limpia y dijo cogiendo su famosa regla de madera: "Ah, sí... ¿Y qué me vas a hacer, hija del demonio?"...

Paré el primer reglazo agarrándole le muñeca con fuerza. "Yo, nada, hija de la gran puta"... Su mirada cambió de repente. Empezaba a leer en ella otra cosa muy distinta: el miedo. "Mi tutor va a enviarte a unos señores muy simpáticos que van a romperte el culo con un bate de béisbol y mientras te retuerzas de dolor se te van a mear y a cagar encima..."

Hubo unos segundos de tenso silencio. Sor Angustias recapacitó, tragó saliva varias veces y finalmente dijo: "Está bien. Vístase y váyase". "Espere, añadí. Lo que le he dicho para mí lo hago extensivo a Sandra, mi compañera de habitación"..."

  • ¡Oh, Vera! ¡Eres increíble! ¡Gracias!

  • No hay de qué, Sandra - y volvió a sumergirse en la lectura de "Crimen y castigo".

  • Pero... ¿por qué insistía tanto en tu pelo?

  • Sandra, por Dios... ¿No sabes que para estas monjas que siguen ancladas en las supersticiones de la Edad Media, una mujer pelirroja es como la reencarnación del diablo?

  • No, no lo sabía... -me había sentado de nuevo a su lado y le acariciaba esa voluminosa melena (no muy larga pero increiblemente espesa y mullida, con la raya en el medio y los mechones rojizos saliendo de su cráneo como los rayos solares) color zanahoria- ... pero a mí me gusta un montón, Vera... ¡Un montón!

Dejó el libro sobre la mesita. Tomó mi cara entre sus delicadas manos, mirándome con la profundidad abisal de sus claros ojos eslavos:

  • Desnúdame.

  • ¿Qué...? - todo mi ser temblaba de emoción.

  • Sí, Sandra... has oído bien.

Nos pusimos de pie. Le acaricié de nuevo el pelo. Recorrí con las yemas de los dedos su rostro recubierto de centenares de pecas rosadas. Deslicé un dedo entre sus labios carmesí. Ella los entreabrió y la yema entró en contacto con su maravillosa lengua. Me lo chupó sabiamente. Intenté besarla, impaciente, pero no quiso:

  • Espera, espera...

Nunca he disfrutado tanto desnudando a una mujer como ese día con Vera. Tenía un cuerpo extraordinario. La piel más blanca y transparente que haya visto en mi vida: se podía reseguir por doquier el curso de su flujo sanguíneo a través de su epidermis. Sus senos lechosos eran suaves como tocinillos de miel y estaban coronados por dos pequeñas aureolas rosadas, casi del mismo color de su piel, y un par de garbancitos apenas algo más anaranjados y que sólo aparecían cuando eran excitados. Tenía algo más de vientre que yo... Tenía más de todo que yo... Tenía, con dieciséis años, un cuerpo de mujer hecha y derecha...

Se estiró en la cama y abrió sus muslos. Entre el hirsuto pelaje solar que camuflaba su vulva, pude distinguir el brillo de sus labios vaginales:

  • ¡Ven! ¡Hazme lo que le hiciste a Sor Angustias!

Su petición fue acompañada por sus dos manos que, apartando y separando el vello naranja de su sexo, me ofrecieron su coño abierto, su jugoso fruto del diablo.

Yo no me había desnudado. Vera no me había tocado. Incluso en ese momento, con mi cabeza entre sus piernas y mi lengua lamiéndola a fondo, ni siquiera me dedicó una caricia en el pelo...

Llevaba un largo rato chupándole el chumino. Me encantaba su gusto; diferente del de mi tía Lola o el de mi prima Aurelia... Un olor y un gusto mucho más salado, más ácido, más profundo... Pero, aunque era evidente que le gustaba lo que le hacía, pues emitía gemiditos sin cesar y no paraban de emanarle efluvios cálidos de sus entrañas, no distinguía en su cuerpo los signos evidentes de un pronto orgasmo. Aceleré mis lengüetazos sobre su diminuto clítoris y alcé las manos hasta encontrar sus tetas y pellizcarle, entre índice y pulgar, sus ahora abultaditos pezones.

  • ¡Da...da...da... Sí...sí...sí! ¡Hazme gozar, por favor! ¡Siiii...gueeehhh! -suplicaba, medio en ruso, medio en español.

Abandoné unos instantes el sobeo de sus tetas y apoyando mis manos sobre sus muslos la alcé un poco para que mi lengua pudiera acceder al precioso cráter que anidaba entre sus rollizas nalgas. Le comí el culo con la misma dedicación con la que le había comido el coño, aplicando las enseñanzas de mis maestras familiares y toda la experiencia acumalada en mis dos años de pensionado... Vera gozaba, ciertamente, pero yo empezaba a sentir que aquello podía durar horas sin que consiguiera arrebatarle el clímax liberador... Me decía que si a mí me hubieran sometido al mismo tratamiento, ya me hubiera corrido como mínimo quince veces...

Vera seguía abriendo con sus dedos su jugosa calabaza, jadeando discrétamente. Me concedí una pausa para contemplar su hermoso coño. Su vagina era un agujero negro en el que no se veía ni rastro de himen virginal. Vera no era virgen. Eso me decidió a emplear mis hábiles dedos. No hacía falta humedecerlos con mi saliva... Ese coño estaba más que lubrificado. Le metí sin más preámbulos el índice, el mayor y el anular... Y con el impulso penetrador, les acompañó el meñique. Estaba dispuesta a follarla con la mano entera si hacía falta, con tal de arrancarle de una santa vez un buen orgasmo.

Sin embargo, Vera reaccionó de manera impensada. Explotó en un llanto imparable y una tormenta de lágrimas se desató de sus ojos aguamarina:

  • ¡Nooo... nooo! ¡Esto... nooo!

Sin comprender qué pasaba, extraje mi mano empapada de sus jugos y me quedé mirándola, pensativa:

  • Vera... ¿Qué pasa?

  • No puedo explicártelo...

Vera seguía estirada, una mano entre sus muslos apretados, llorando desconsoladamente. Me estiré a su lado y la abracé. Sin darme cuenta, empecé a beber sus lágrimas saladas y mi boca terminó por encontrar la suya. La abrió y nuestras lenguas se enredaron en un apasionado beso que consiguió calmar brevemente su desconsuelo.

  • Lo siento, Sandra... -me dijo entre sollozos- ... No puedo... no consigo llegar al orgasmo... Es más fuerte que yo...

  • Cuéntame, Vera... Cuéntame qué te pasó...

Y mi amiga rusa me contó su historia.

Continuará...