El inmortal (Ulster, 1154)

Nací Dermoth Mc Lachlainn, de noble cuna, en el año de gracia de 1119, y soy inmortal. A lo largo de mi dilatada existencia he conocido carnalmente a muchas mujeres, pero solo una ha conseguido mi amor. Esta es mi historia.

Madrid, hoy.

  • Voy a entregarte mi secreto mejor guardado, a sabiendas de que con ello me pongo en tus manos. Ignoro si cuando termine el relato de mi vida, veré en tus ojos temor o quizá asco. Pero si sigue siendo amor lo que reflejan, como en este instante, seré redimido por él, y toda la ruindad de mi vida, todas mis maldades y el dolor que he causado serán perdonados.

Va a hablar, pero se lo impido poniendo mi dedo índice sobre sus labios.

  • Chsssst, mi amor, no digas nada. Bésame ahora, puede que no desees hacerlo otra vez cuando termine, y escucha mi historia. Pero antes de comenzar, quiero que sepas que te amo como nunca he amado en mi ya demasiado larga vida, y que es amor lo que me impulsa a rasgar el último velo, y entregarte mi alma desnuda:

Ulster, 1154.

Nací Dermoth Mac Lachlainn, de noble cuna, pues era mi clan el del poderoso rey del Ulster, Murtough Mac Lachlainn. Siguiendo la tradición, fui educado desde pequeño en las artes de la guerra. Eran otros tiempos, en los que un hombre debía huir de mostrar debilidad, considerada propia de mujeres, porque solo eso permitía sobrevivir en aquellos rudos y agitados tiempos. Nadie me enseñó que existe la compasión, no fui instruido en el perdón ni la benevolencia. Y crecí pensando que todo me estaba permitido, que mis deseos eran órdenes a cumplir (¡ay de aquel que osara oponérseme!, que para algo era pariente de un rey).

Conocí carnalmente a muchas mujeres, la mayor parte de grado, porque era difícil para casi todas resistirse a mi apostura, y sabía como hechizarlas con halagos, requiebros y regalos. Otras tomé a la fuerza, ignorando sus ruegos y su llanto impotente, cuando no se rendían a mí por las buenas.

Un día que nunca debió haber amanecido, puse mis ojos y mis deseos en

Caireann

, esposa del noble Shemus O’Rourke, hombre de avanzada edad, 30 años mayor que ella. Supuse que se trataría de una presa fácil, porque imaginaba que el anciano Shemus no estaría en disposición de atenderla en el lecho, como así era en realidad.

No esperaba su resistencia. Mis cartas no obtuvieron respuesta, mis regalos no fueron aceptados y, en las raras ocasiones en que pude dirigirle la palabra –siempre acompañada- no dio pie a nada que no fuera un cortés saludo. Y ello excitó aún más mi inconfesable apetito, y me espoleó a conseguirla a como diera lugar.

Transcurrieron así varias semanas, en las que no avancé un paso en la dirección en la que mis deseos me impulsaban. Forzarla estaba fuera de cuestión, porque parecía estar siempre acompañada.

El oro que derramé a manos llenas, conseguía hacerme llegar noticias anticipadas de sus escasas salidas, la mayor parte de ellas para acudir al templo, y siempre me encontraba allí como por casualidad, pero sin poder cruzar con ella más palabras que un saludo y una pregunta acerca de la salud de su venerable esposo.

Otro día aciago, el collar que le envié por medio de una sirvienta sobornada, me fue devuelto, sí, pero acompañado de una misiva:

“Tened compasión de mí, os lo suplico. Soy una mujer casada”.

Eso me infundió nuevas esperanzas, y me dio alas para continuar. Porque podía haber escrito “no me persigáis, os aborrezco y no conseguiréis nada de mí”. O también “dejadme en paz enhoramala o mi esposo tendrá noticias de vuestro acoso”. Pero no había dicho nada de eso. Y entendí que, si apelaba a mi indulgencia, no podía ser más que porque yo no le era indiferente, y se resistía a aceptarlo.

Otro puñado de monedas me consiguió unos instantes a solas con ella, a la salida de la iglesia. Decidí llegado el momento de jugarme su amor a una sola carta.

  • Decidme que me odiáis, o que no os inspiro ningún sentimiento, y no volveréis a verme. Pero si al menos albergáis en vuestro pecho una brizna de aprecio por mí, dadme siquiera una leve esperanza, porque estoy rendido a vuestros pies, y me basta para seguir viviendo una única mirada vuestra. Solo eso os pido.

Bajó los ojos y el rubor asomó a sus mejillas, mientras sus ojos se humedecían.

  • ¿Por qué me torturáis así?. No son mujeres lo que os faltan.

  • En verdad, podría conseguir a cualquier mujer que me pluguiera. Pero solo suspiro por vos, y solo vos ocupáis mis pensamientos día y noche. Y cambiaría el más exquisito placer que alguna pudiera ofrecerme, por una sonrisa de mi Caireann.

  • Por favor, piedad –murmuró mientras intentaba alejarse, sacudida por los sollozos.

La tomé de un brazo, obligándola a mostrarme de nuevo su rostro.

  • Decidme que no me amáis, y nunca volveréis a verme.

Su única respuesta fue el llanto, que estuvo a punto de conmoverme. Y, ahora sí, la dejé partir.

Dos meses después, mi constancia había sido recompensada: ahora había respuesta a mis escritos, y ésta fue variando poco a poco su tono, hasta llegar a contener frases como la siguiente:

“Sois la luz de mis ojos, y lo único que me impide abandonarme en brazos de la locura. Mi existencia sería inútil y vacía sin vos”.

Conseguir mi meta fue ya cuestión de días. Mis notas, cada vez más ardientes y explícitas, lograron por fin que ella aceptara encontrarse conmigo.

Y el día que selló mi condena, aproveché la oscuridad de la luna nueva; otro puñado de monedas de oro consiguió que determinada puerta no quedara cerrada aquella noche, que los dos guardias del perímetro estuvieran ocupados en el lado contrario cuando accedí a ella, y que su doncella se tornara invisible.

Temblaba como un corzo cuando la estreché entre mis brazos. Sus rodillas se doblaron, y tuve que sostener su liviano peso, hasta depositarla en el inmenso lecho solitario. Empleé mis mejores artes amatorias, besos y halagos, hasta ir reduciendo poco a poco los últimos vestigios de su resistencia.

Y por fin, pude contemplar su piel nacarada, con el penacho llameante de su vello púbico, como un volcán entre sus muslos apretados. Sus cabellos rojos extendidos sobre la impoluta almohada, eran el marco perfecto para resaltar la delicada belleza de su rostro, en el que destacaba la profundidad de sus ojos color esmeralda. Sus senos se elevaban y descendían a impulsos de su aliento entrecortado, y la expresión entre anhelante y temerosa de sus facciones me hizo desearla como nunca antes había deseado a otra mujer.

(Te juro, amor mío, que si alguna vez he estado a un paso de amar a alguien antes de conocerte, fue en aquel instante. Pero se impusieron mis instintos, y solo quedó la exaltación del cazador que cobra una presa especialmente difícil y huidiza).

Me tendí a su lado, conteniendo a duras penas mis impulsos de poseerla de inmediato. No, aquel era manjar para saborear despacio, sin prisas. Necesitaba además llevarla poco a poco al punto en que la excitación se sobrepondría a los restos de su natural pudor, porque a pesar de todo, siempre he encontrado mayor placer en la entrega voluntaria que en la violación.

De modo que cubrí de besos la totalidad de su cuerpo, que poco a poco iba respondiendo a mis caricias. Tenía los ojos cerrados, y sus suspiros iban tornándose en ligeros jadeos. En un instante dado los abrió, para encontrarse con mi pene erecto a muy corta distancia de su rostro, que se arreboló instantáneamente. Los cerró de nuevo… pero solo un momento. Luego me miró directamente. ¡Dioses, a fe mía que en esta ocasión había hecho un buen trabajo!. Aquella mujer estaba verdaderamente enamorada de mí, no había más que ver su expresión.

Inició un conato de huída cuando mis labios se posaron en el sedoso cabello que tapizaba su pubis, pero se quedó finalmente quieta, entregada. No opuso resistencia alguna cuando mis manos separaron sus muslos, otorgándome la dicha de contemplar, al fin, el misterio de su feminidad que probablemente ningunos ojos habían tenido el privilegio de contemplar.

Estaba tan ensimismado, que no me percaté de la presencia del anciano Shemus hasta que su estocada falló por poco, hiriéndome el brazo levemente, solo porque los vacilantes pies del hombre se enredaron en la alfombra de piel.

Un grito desgarrador surgió de lo más hondo de Caireann. Me puse en pie, y eché mano de mi espada.

  • ¡No lo intentéis una segunda vez, viejo, o este será el último día de vuestra vida!.

Cruzamos los aceros. Pude darme cuenta en seguida de que no era rival para mí. Pero el hombre insistía, cegado por la ira y deseando vengar su honor mancillado, y yo no me decidía a atravesar su pecho flaco, cubierto únicamente con la camisa de dormir. Nuestra pelea tenía como fondo los lastimeros gritos y sollozos de la mujer, incorporada en el lecho donde había estado a punto de consumar su infidelidad.

Por fin, mi juventud se impuso, y Shemus se vio obligado a detenerse, jadeante. Casi sentí lástima del pobre arnudo, que resollaba pesadamente al otro lado de la estancia, mientras me miraba con los ojos inyectados en sangre.

Instantes después, sacando fuerzas de donde no las tenía, arremetió de nuevo contra mí. El cuerpo desnudo de Caireann se interpuso entre nosotros, pero no para evitar su muerte a mis manos… ¡sino intentando servirme como escudo del ataque de su cónyuge!.

No tuve opción. De no haber envainado mi espada entre sus flacas costillas, la suya habría ensartado a la bella Caireann. Se detuvo con un gesto de sorpresa, y el arma se abatió, resbalando de su mano. Sus ojos se tornaron vidriosos, e intentó detener su caída aferrándose a su mujer. Ambos rodaron por el suelo, quedando finalmente ella debajo. Mi pensamiento en aquellos instantes no fue nada caritativo: la idea que vino a mi mente fue que, al fin, el pobre desgraciado había conseguido cubrirla, aunque ya no podía hallar placer alguno en ello.

Yo ya conocía la sensación. La exaltación de una pelea incrementaba siempre mi libido hasta el extremo, y no era raro en mí experimentar una erección en el transcurso de un combate. Loco de deseo, hice rodar el frágil despojo humano, y tomé en brazos la delicada figura cubierta de la sangre de su esposo, llevándola de nuevo al lecho, sin parar mientes en su expresión horrorizada, ni detenerme ante los temblores que sacudían su cuerpo.

Separé sus piernas, tendiéndome después sobre ella, y la penetré rápida y brutalmente. Sus sollozos conseguían únicamente espolear aún más mi deseo. Embestí una y otra vez, completamente fuera de mí, buscando la rápida culminación liberadora, pero ésta no se producía, a pesar de la sensación de aquella hermosa piel desnuda en contacto con la mía, de la conciencia de sus grandes senos oprimidos por mi pecho, y de la grata sensación de su estrecha vagina oprimiendo mi masculinidad.

Si hubiera habido en mí en aquellos instantes espacio para otra cosa que no fuera el deseo más exacerbado, seguramente habría podido advertir que mi pene resbalaba sin esfuerzo en el lubricado conducto que había tomado por asalto.

Y yo continuaba empujando y empujando, cada vez más excitado. Aquel coito era la suma de la satisfacción de mis más bajos instintos: arrebatar una vida con mis manos, y acto seguido lo que constituía casi una violación, pero en la que la víctima no sólo no se resistía, sino que comenzaba a responder como mujer. Sus desgarradores sollozos fueron apagándose, y convirtiéndose poco a poco en rítmicos gemidos que consiguieron enervarme aún más.

En algún momento noté que sus manos se aferraban a mis glúteos, rasguñándolos, y su cuerpo se arqueaba ante mis acometidas. Mordió mis labios, que solo soltó para aspirar el aire que demandaba el desbocado ritmo de su corazón, que yo percibía latir agitadamente bajo la dureza de sus hermosos pechos.

Cerré entonces mis brazos bajo su espalda, descargando todo mi peso sobre ella para hacer aún más íntimo el abrazo, mientras continuaba con mis embates cada vez más urgentes. Mi pubis golpeaba el suyo en cada uno de ellos sin misericordia, pero los quejidos de Caireann no expresaban sufrimiento: eran en este punto ya de indudable goce.

Locura. Esa es la palabra apropiada para describir el estado en que me encontraba. No veía ni oía, concentrado solo en las sensaciones que me embargaban. Los quejidos de la mujer fueron subiendo de volumen hasta convertirse en una especie de lamento sostenido. Sus piernas se cruzaron en torno a mi cintura, y percibí las primeras contracciones de su culminación; su cuerpo se tensó, el sonido gutural que escapaba de su garganta se tornó chillido de placer, y alcanzó la cumbre de su orgasmo. Solo entonces me fue concedido el verter en ella mi ardor, apagando el fuego diabólico que me consumía. Quedé sin fuerzas, derrumbado más que tendido sobre el hermoso cuerpo que al fin había poseído.

Tiempo después, ella abrió los ojos, y sonrió con dulzura. Sus dedos acariciaron mis cabellos, y conocí su primer beso.

  • Os amo –murmuró-. Soy vuestra, llevadme con vos, que solo deseo serviros y amaros el resto de mi existencia.

La miré, y sentí crecer en mi pecho un sentimiento de profundo asco. ¿Cómo podía hablar de amor esta mujer, que terminaba de satisfacer sus más bajos instintos a un paso del cuerpo muerto de aquel a quién había jurado fidelidad eterna?.

  • ¿Amor decís?. ¿Venir conmigo?. ¡Jajajajaja!. Ilusa. No soy hombre para atarme a mujer alguna, y menos aún a vos. Solo me inspiráis repugnancia en este instante.

Su rostro se crispó, pasando de la sonrisa a la más absoluta incredulidad, incapaz aún de aceptar la sentencia que habían pronunciado mis labios. Ceñí el tartán en torno a mis caderas, deslicé mi acero tinto en sangre en su tahalí, y me dirigí a la puerta del dormitorio, dejando a la bella Caireann como un muñeco roto sobre las sábanas revueltas, incapaz incluso del llanto.

Una anciana de rostro arrugado estaba detenida ante dintel, estorbándome el paso. No decía nada, solo clavaba en los míos sus ojos como carbunclos, con expresión serena en la que no había temor alguno.

  • Apartad de mi camino, vieja, u os atravesaré de parte a parte –ordené.

No se movió, por lo que, iracundo, eché mano de nuevo a mi espada. Algo me impidió desenvainarla. Sentí los miembros repentinamente pesados, y el simple hecho de respirar me costaba un esfuerzo ímprobo. Como entre sueños, escuché su voz cascada:

  • Habéis hecho mucho mal, Dermoth Mc Lachlainn, y debéis pagar por ello. Pero vuestro peor pecado consiste en burlaros del sentimiento más elevado que un ser humano puede albergar en su pecho. Por ello, vagaréis eternamente sin hallar el descanso de la muerte, hasta que vuestros ojos conozcan el llanto por el amor perdido.

Mi parálisis desapareció repentinamente. Me reí en sus barbas, e intenté apartarla de un puntapié, pero mi calzado encontró el vacío donde antes había estado el decrépito despojo que había osado maldecirme.

No tardé en olvidar a Caireann y a la vieja.

Tiempo después, me encontraba entre los defensores del castillo de Ferns, en el condado de Wexford, sitiado por Rory O’Connor rey de Connacht. La pelea acabó muy pronto para mí: una certera flecha encontró mi bravo corazón en su trayectoria, y me despedí de este mundo.

Recobré la consciencia horas más tarde, tendido entre los restos humeantes del castillo, cubierto de sangre y rodeado de cadáveres, cuyos cuerpos comenzaban a ser festín de los buitres. Tiré del asta emplumada que sobresalía de mi pecho, y ello me causó un dolor insoportable, que amainó muy pronto. Ante mis atónitos ojos, la herida comenzó a cerrarse, y el sufrimiento desapareció.

A. V. Agosto de 2005.