El inmortal (Caracas, 1567)
Nací Dermoth Mc Lachlainn, de noble cuna, en el año de gracia de 1119, y soy inmortal. A lo largo de mi dilatada existencia, he conocido carnalmente a muchas mujeres, pero solo una ha conseguido mi amor. Esta es mi historia.
Santiago de León de Caracas, 1567.
Desde entonces, había conocido muchas tierras, y disfrutado de los favores de innumerables mujeres. La conciencia de mi inmortalidad, finalmente aceptada como un don, me llevaba a afrontar cualquier riesgo, en la seguridad de que era invulnerable, de lo que ya había tenido infinidad de pruebas. Mi "muerte" se reducía a un dolor que desaparecía junto con las heridas que lo habían causado, y solo lamentaba que, en cada ocasión, ello me obligara a cambiar de horizontes, para evitar cargar con el sambenito de haber pactado con el diablo. Y mi aspecto seguía siendo, a pesar de los siglos transcurridos, el de los 35 años que contaba en mi primer fallecimiento.
La noticia de la conquista de la tierra a la que arribó Alonso de Ojeda en 1499, se había extendido poco a poco por las tabernas de Sevilla. Se decía que los indios caribe, que habitaban en el golfo de Coquivacoa (primer lugar hollado por Ojeda) vivían en casas sostenidas por estacas en medio del agua, razón por la que denominaron a aquel lugar Venezuela, "la pequeña Venecia". Pero lo que despertó mi interés es que las historias narradas frente a jarras de vino, hablaban de que las perlas eran moneda corriente en aquellos pagos.
El año del Señor de 1567 me halló enrolado como capitán en las huestes de Diego de Losada. So pretexto de la captura del cacique Guaicaipuro, que había arrasado varias de las incipientes aldeas fundadas por los españoles en aquellas tierras, pasamos a sangre y fuego por todos los lugares en los que se decía que podía encontrarse. Y de todos aquellos poblados obtuvimos un rico botín: perlas, sí de las que portaba una buena cantidad en mi bolsa- pero también hermosas mujeres indígenas, de las que poseí a docenas, a pesar de las admoniciones de Fray Justo, que nos exhortaba a no caer en el pecado de la concupiscencia.
¡Ja!. Para entonces no quedaba en mí el más leve rastro de las enseñanzas cristianas que habían acompañado los primeros años de mi infancia. Pero, aunque hubieran prevalecido, habría abominado de ellas después de asistir a sesiones de "interrogatorio" del Santo Oficio, en los que las mujeres eran sistemáticamente desnudadas antes de atarlas al potro. ¿Por qué aquellos siniestros sacerdotes enlutados no lo hacían con los hombres?. "Se trata de quebrar su resistencia, al encontrarse desvalidas sin ropa", me dijeron. Pero yo había visto a más de uno de aquellos santos varones masturbarse a escondidas mientras contemplaba el sexo expuesto a las miradas de alguna de sus víctimas femeninas.
Además, aquellas indígenas no eran mujeres, sino animales con aspecto de hembras humanas, -decían-. Los mismos frailes no se ponían de acuerdo sobre si estaban o no dotadas de alma inmortal. Y si no la poseían, si no eran más que las perras o las yeguas, ¿cómo es que hablaban de contravención del sexto mandamiento por holgar con ellas?. Pero no, mujeres eran, y bellas. Era más conveniente para alguno de aquellos frailes airados tildarlas de animales y poseerlas a escondidas, acallando su conciencia al no considerar que ello constituía contravención al mandamiento que les prohibía fornicar, que ellos interpretaban como pecado solo cuando se realizaba con mujeres.
Al fin, Guaicaipuro, cubierto de su propia sangre y de la de algunos cristianos viejos, se encontró aherrojado en la tienda de Ojeda. Había sido una lucha desigual, en la que los caballos, las armaduras, las hojas de acero y la pólvora, mostraron su superioridad sobre las flechas y los garrotes, y más de 1.000 indios se pudrían bajo el implacable sol del Nuevo Mundo, cuando terminó la batalla. Y con el cacique, estaban presos varios de sus líderes guerreros, y también algunas mujeres.
Había en la mirada de Maihporee algo que no encontré en las demás, y que atrajo mi atención: desafío, en contraste con la vacua mirada de sumisión de las otras hembras. De modo que rogué a Alonso de Ojeda que me la entregara "para el cuidado de mi casa", renunciando a toda otra parte del botín que el rojo de mi espada demostraba a las claras había sido bien ganado. Así, la llevé a rastras a mi choza, ignorando sus pataleos y sus gritos.
Hube de reponer enseguida sus ligaduras, que ingenuamente había cortado: no bien se vio libre, me atacó con la furia del mismísimo infierno, golpeándome con puños y pies, mordiéndome y arañándome como una gata, mientras de su boca brotaban palabras en su para mí incomprensible jerga hereje, que de seguro no eran precisamente halagos.
La empujé, y quedó sentada en el piso de tierra, mirándome con ojos iracundos. Un seno de color tostado, con una gran aréola de tono más oscuro, coronada por un pezón erecto y desafiante, había escapado por el rasgón de su pechera. Las caribes, antes de que los frailes comenzaran su tarea "evangelizadora", no usaban más ropa que una especie de túnica corta, por lo que, en esa posición, era visible su sexo lampiño, que ella no se cuidaba de mostrar a mis ojos hambrientos.
Sentí una punzada de deseo, y estuve a un paso de forzarla en ese mismo instante. Pero prevaleció la conciencia de que tenía toda la existencia a mi disposición, y otro sentimiento: no la quería debatiéndose debajo de mí, en un intento de evitar lo que mi mayor corpulencia haría inevitable No, esa mujer terminaría aceptándome de buen grado. Habría de conseguir ver en sus ojos negros amor, en lugar de la profunda aversión que ahora mostraban. La tomaría cuando sus manos no pretendieran herirme, sino acariciarme. Sería mía, pero no a la fuerza.
Esa noche puse ante ella el primer alimento que, de seguro, recibía en varios días, y un cuenco lleno de agua. Tenía las mejillas hundidas por las privaciones y los labios resecos, pero ello no dulcificaba su fiera mirada. Segundo error. Después de la experiencia anterior, no me atreví a desatarla, de modo que acerqué a sus labios el recipiente. Bebió ávidamente, y yo me confié. Cuando acerqué a su boca una porción de comida con mis dedos, pareció que iba a tomarla, pero El mordisco estuvo a punto de cercenar mi dedo índice.
- Conque esas tenemos, ¿eh?. No eres más que una gata salvaje, pero yo te domaré exclamé, a sabiendas de que no me comprendía.
Un coro de lo que sin duda eran insultos, respondió mis palabras.
Puse a su alcance los dos recipientes, y la dejé sola. ¡Que comiera y bebiera como los animales!. Ello contribuiría a doblegar su fiero carácter.
Transcurrió una semana. Yo intentaba cada vez que me encontraba con ella no más de tres veces al día- ir dando pequeños pasos en la dirección que me había propuesto. Me sentaba ante ella, hablándole durante horas en el tono más dulce que podía, diciéndole lo bella que me parecía, y el deseo que me embargaba, cada vez más acentuado. Le sonreía todo el tiempo, sin importarme que su respuesta consistiera en duros sonidos que seguía sin poder comprender.
Sin gran éxito, al principio. El plato de comida que ponía a su alcance, amaneció volcado el primer día, aunque sí bebió el agua. Tras la segunda jornada, el recipiente del alimento estaba limpio, como si lo hubiera lamido tras consumirlo. Ello me animó a intentar, en medio de las que pretendía tranquilizadoras palabras, acariciar sus lacios cabellos negros. Hube de retirar rápidamente el brazo, para evitar un nuevo y doloroso mordisco, pero su salivazo acertó de lleno en mis labios. Lo lamí, logrando por primera vez que la animadversión de su fiera mirada se trocara en una pensativa mirada de extrañeza.
El tercer día intenté algo más: con mucha prevención, probé a limpiar los resecos restos de alimento que había en su nariz y alrededor de su boca, donde no alcanzaba la lengua. Hurtó el rostro al lienzo húmedo varias veces, hasta convencerse de que lo único que pretendía era asearla. Su profunda mirada no era ya de fiereza a estas alturas, sino que se clavaba en mí, con suspicacia sí, pero sin el odio de los inicios.
Cuando finalizó el cuarto día, decidí que era tiempo ya de acostumbrarla a mi presencia, y dormí en la choza, aunque fuera de su alcance para evitar ser atacado, cosa que aseguraba por otra parte la tira de cuero amarrada a uno de sus pies en un extremo, y a una estaca profundamente clavada en el suelo en el otro, que había evitado su fuga todo el tiempo.
Desperté cuando la luz del amanecer comenzó a penetrar a través de los huecos a modo de ventanas, y admiré durante un tiempo su cuerpo abandonado en el sueño. Era verdaderamente bella. El vestido se había subido hasta la cintura, y la totalidad de sus encantos quedaban a la vista. Sus piernas y muslos eran tan hermosos como los de la más bella Venus modelada por el mejor escultor. Pero ningún artista se habría atrevido a representar la raya cerrada de su sexo, visible en aquella postura. También sus pechos se ofrecían a mis ojos, y me maravilló la perfección de su forma, y su tersura.
La tentación fue demasiado fuerte: me acerqué a la figura dormida, posando una mano en sus redondas y firmes nalgas, que acaricié suavemente. No hubo en ella transición entre sueño y vigilia. Me sobresalté cuando se puso repentinamente en pie sin ayuda de las manos, apartándose de mí hasta quedar sentada todo lo lejos que le permitió la ligadura de su pie, fuera de mi alcance. Su mirada ahora era interrogadora y pensativa.
La dejé sola el tiempo preciso para obtener unas frutas a modo de desayuno, que pelé y corté en pequeños trozos. Acerqué uno a sus labios. Dudó primeramente, pero al fin abrió la boca, y me permitió depositarlo dentro de ella. Cuando terminó de comer, nuevamente enjugué sus labios con toda la suavidad de que fui capaz, sin cesar por un instante de verter en su oído requiebros dichos en el tono más dulce y tranquilizador que pude. Esto se repitió en la siguiente comida de aquel quinto día, que ocupé haciendo determinadas compras a los buhoneros del puerto, cuyos tenderetes estaban repletos de mercancías recién traídas de España.
Cuando volví a la choza, poco antes de oscurecer, no pude evitar una sonrisa al comprobar que el aroma del dorado pavo recién asado que portaba, causaba en Maihporee una instantánea salivación. Y en su mirada no pude vislumbrar otra cosa que el ansia de probar la carne que humeaba en la bandeja.
Fui cortando pequeñas porciones de la suculenta ave, que tomó de mis dedos ávidamente al principio, hasta que negó con la cabeza cuando se vio ahíta, mirándome de frente sin reparos por primera vez. Y tan solo pude colegir una sombra de interrogación en la mirada de sus ojos negros, ya no fieros, sino tranquilos como la superficie líquida del fondo de un pozo.
Dudé unos instantes, pero al fin me decidí. Retrocedió asustada cuando vio la daga en mi mano, pero traté de hacerle comprender por señas, acompañadas de palabras dichas en tono suave, que no iba a hacerle daño alguno.
Finalmente, me permitió cortar el endurecido cuero de sus ligaduras, y se frotó las llagas que habían causado en la suave piel de sus muñecas. Una de mis compras había sido un caro ungüento llegado al Nuevo Mundo el día anterior. Tomé una de sus manos, y extendí con mucha suavidad una buena porción del mismo en las líneas enrojecidas. Me dejó hacer, tratando de contener sus gestos doloridos.
Hice otro tanto con su tobillo, tras deshacer el nudo que lo aprisionaba, y calmé igualmente el dolor de las rozaduras.
Cuando terminé, me miró expectante, posiblemente intentando adivinar mi siguiente paso, que no fue otro que acercar mi mano a su rostro. Tras un respingo de sorpresa, permitió que mis dedos acariciaran lentamente su mejilla, llegando hasta el oído. Sujeté con ambas manos su pelo, y dejé al descubierto su largo cuello, sin resistirme esta vez a posar mis labios sobre él. Estaba muy bella, a pesar de la suciedad que cubría su vestido y que tiznaba la mayor parte de su cuerpo.
¿Gratitud?. ¿Sumisión al fin?. No sé, no supe reconocer la emoción que reflejaban sus ojos. Salí de la choza solo el tiempo suficiente para tomar el jergón relleno de suave pluma que había comprado para ella. Lo tendí en el suelo, indicándole con gestos que se acostara en él, y lo hice a mi vez en mi crujiente camastro de paja, dándole la espalda. Estaba seguro de que no intentaría la fuga que, por otra parte, sería abortada por mis hombres en cuestión de horas.
Abrí los ojos lentamente a la difusa luz previa al orto del astro rey. Un rostro moreno me contemplaba fijamente, rostro que ya no hurtaba los ojos a los míos. ¿Animales decían los frailes?. No tal, a fe mía. Su profunda mirada era, no ya humana, sino que además expresaba a las claras una emoción que yo, aún receloso, me resistía a reconocer.
Tomé el envoltorio que había dejado el día anterior sobre la rústica mesa fabricada con una madera para mí desconocida. Así una de sus manos y tiré suavemente de Maihporee, conduciéndola al exterior.
Caminamos un trecho, internándonos en la espesura del bosque. El contacto de sus dedos en los míos me llenaba el pecho de un gozo difícil de expresar. Me miraba de vez en cuando, expectante, hasta que mis intenciones quedaron claras a la vista del pequeño salto de agua que se remansaba en una poza de poca profundidad, cuya contemplación hizo que sus ojos se abrieran ante la perspectiva de poder introducirse en ella.
Los nativos fruncían la nariz en presencia de los españoles. No soportaban nuestro olor, mezcla de excrementos, sudor rancio, ropa sin lavar y el agrio olor de la orina y otras secreciones. Yo era una excepción; mis andanzas por reinos más civilizados que la España de la época, me habían hecho valorar el aseo de mi cuerpo y el cambio frecuente de ropa, aún cuando la ruda compañía de los sucios y piojosos soldados de mi Compañía, me hacían abstenerme de usar los perfumes que habrían aliviado el terrible hedor que, como una estela, dejaban a su paso, fragancias que habrían sido objeto de murmuraciones y burlas.
Sabía que una de las peores penalidades que afligían a Maihporee, después del cautiverio, era precisamente la de estar impedida de lavarse. Sonreí y me acuclillé, indicándole la tersa superficie de las aguas calmas. No lo dudó. Su cuerpo rompió en ondas el espejo líquido cuando fue sumergiéndose en él, muy despacio, haciendo graciosos gestos ante su frialdad.
Cuando solo su cabeza quedó visible, pareció dudar. Me miró, titubeó de nuevo, y finalmente se decidió: sus brazos emergieron arrastrando la andrajosa prenda que apenas cubría ya sus encantos, lanzándola hacia la cercana orilla.
Percibía apenas la difusa imagen de sus morenos brazos moviéndose bajo el agua, mientras frotaba con las manos todo su cuerpo, constituyendo una estampa inocente, aunque profundamente erótica al mismo tiempo. Sentí una ola de deseo al contemplarla, pero no me veía impelido a satisfacer rápidamente mis instintos, antes al contrario. Intuía cercano el cumplimiento de mis planes, y no quise desviarme de ellos un ápice. Sería mía, pero a su tiempo, cuando ella lo aceptara de buen grado.
Me desnudé a mi vez, mientras ella contemplaba con la para mí conocida sorpresa, el vello rojizo que cubría mi cuerpo, pilosidad corporal desconocida para ellos antes de la llegada del hombre blanco. Pude percibir el rubor de sus mejillas cuando sus ojos se posaron en mi virilidad enhiesta. Apartó los ojos, sí, pero pudo más en ella la curiosidad que el pudor, y fijó la vista de nuevo en mi pene completamente erecto.
Me sumergí a mi vez, nadando durante unos segundos a su alrededor, mientras le obsequiaba mi más tranquilizadora sonrisa, con Maihporee girando sobre sí misma para seguir mis evoluciones. Y, ¡oh dioses!, escuché por primera vez su risa cuando salpiqué su rostro, juego que ella repitió, impulsando el agua hacia el mío.
Parecía una niña despreocupada, jugando conmigo sin sombra alguna del rechazo y la ira que me había mostrado tan solo hacía cinco días. Pero aún tenía otro regalo más para ella. Volví a la orilla solo para tomar el penúltimo artículo del envoltorio: una minúscula pastilla de jabón de olor, raro lujo que me había costado una verdadera fortuna. Me detuve cuando el agua llegó a mis rodillas, mientras la mujer contemplaba extrañada como frotaba mi cuerpo con la suave cremosidad que desprendía una ligera espuma, y hasta me pareció ver fruncirse las aletas de su nariz cuando percibió su perfume.
Me acerqué a ella. Tomé una de sus manos, y la conduje hasta casi la misma orilla. Me siguió dócilmente, y entonces pude admirar a mi sabor su desnudez, cuya contemplación produjo un nudo en mi garganta, mezcla de admiración y deseo. Era la perfección hecha morena carne de mujer, de una feminidad que mostraba sin rubores ni hipócritas aspavientos, exhibiendo con naturalidad sus armoniosas formas de Venus cobriza.
Comencé a friccionar su cuerpo con el fragante detergente. Me había visto hacer lo mismo con el mío propio, por lo que no se extrañó cuando mis manos comenzaron a recorrer su piel, extendiendo por ella el blanco encaje desprendido de lo que era ya un pequeño y reblandecido grumo en mi mano.
Froté su espalda, caderas y nalgas, descendiendo por sus muslos y pantorrillas. Desde mi posición, en cuclillas tras de ella, me fue dado distinguir la línea cerrada de su sexo y el pequeño fruncimiento de su ano, y mi deseo se incrementó aún más si cabe.
De nuevo en pie, dándole frente, lavé su rostro, su cuello, y froté sus pechos duros al tacto como su erguida forma cónica hacía prever; luego su vientre, pero obvié el pubis liso como el de una niña, acariciando sus piernas hasta sus pies, que levanté alternativamente para frotar con delicadeza el espacio entre sus pequeños dedos.
Luego dediqué mi atención a la cara interior de sus muslos, ascendiendo hasta sus ingles, pero sin hollar todavía su tesoro apenas vislumbrado, conteniendo a duras penas las ansias de posar mi mano sobre él.
De nuevo tras ella, aproveché los últimos restos del jabón, que extendí por mis manos. Y, ahora sí, acaricié con ellas largamente su pubis, descendiendo poco a poco hasta posarlas en su hendidura. Conteniendo apenas la urgencia del fuego que me consumía, acaricié suavemente su vulva.
Maihporee comenzó a jadear, con su piel erizada respondiendo al estímulo de mis dedos. Segundos después, reclinó la cabeza sobre mi hombro, con sus ojos cerrados vueltos al cielo, y sus manos se posaron en mis caderas, atrayéndome contra su cuerpo.
Sentí mi pene oprimido contra el inicio del canal entre sus nalgas, y mis caderas iniciaron un instintivo movimiento de vaivén, frotándolo contra su piel. Se dio vuelta rápidamente, abrazándome, y ahora fue su vientre plano el que recibió la dureza de mi erección. Mis labios buscaron su boca, que se entreabrió para recibirlos, regalándome su fragante aliento entrecortado.
La elevé a pulso, sosteniéndola por las nalgas. Ella no tuvo más remedio que pasar sus brazos en torno a mi cuello para evitar caer hacia atrás y, con mis manos liberadas de una gran parte de su peso, pude emplear una de ellas para guiar mi pene, introduciéndolo en su abertura sin ningún esfuerzo. Un quejido de placer, acompañado de un estremecimiento, acogió mi penetración.
Las mujeres blancas de la época se mantenían totalmente pasivas en el acto amoroso; se suponía que no debían obtener placer en el coito y, por tanto, trataban de fingir que se prestaban a él de mala gana, aunque muchas de ellas no eran capaces de mantener la simulación cuando su cuerpo reclamaba sus derechos, y sus instintos se sobreponían a las estúpidas inhibiciones impuestas por su estricta formación religiosa.
Maihporee no había sufrido una educación castradora en ese aspecto. Se entregaba con verdadera pasión, y participaba activamente, contorsionándose entre mis brazos, con el rostro transfigurado en una máscara de deleite.
Sus gritos de placer hicieron levantar el vuelo a varias aves de colorido plumaje. Contrajo todo el cuerpo, apretando su pubis contra el mío, y cuando pensé que había alcanzado la cima de su orgasmo, inició una rápida oscilación de su trasero, gimiendo acompasadamente, y la expresión de su placer, me llevó a las cotas más altas del gozo. ¡Había merecido la pena esperar!. El premio había sido infinitamente mejor de lo que había imaginado.
El último artículo era un vestido nuevo, que deslicé por sus hombros, mientras ella me miraba con una expresión de absoluta adoración.
La tercera noche desde su entrega, mientras ella dormía en mis brazos, sentí el conocido hastío que seguía a todas mis conquistas. Y pensé que iba siendo hora ya de continuar mi peregrinaje.
Cuando al día siguiente volví de pedir licencia a Alonso de Ojeda, la encontré moliendo grano a la puerta de mi choza. Me recibió con una hermosa sonrisa, que estuvo a punto de dar al traste con mi decisión pero solo consiguió ablandarme lo suficiente como para no abandonarla allí, a merced de los frailes y la soldadesca, como había sido mi primera intención.
Aparejé mi caballo, monté, y la elevé hasta acomodarla a la grupa. La expresión de Maihporee había variado desde la desilusión cuando me vio cinchar la montura, a la extrañeza no exenta de confianza cuando la hice montar tras de mí. Mientras duró el corto trayecto se mantuvo en silencio, pero su mejilla apoyada en mi espalda, y sus brazos cruzados en torno a mi pecho, eran más elocuentes que cualquier palabra que hubiera podido decir que, por otra parte, yo no habría comprendido.
Desilusión y desesperanza. Eso era lo que expresaba su rostro cuando la hice desmontar en medio del poblado indígena. Intentó retenerme, sujetando una de mis piernas cuando comprendió al fin que no la llevaría conmigo. No quise mirarla. Espoleé mi cabalgadura, y partí, cerrando mis oídos a sus sollozos desgarradores.
A. V. Agosto de 2005