El infierno (4)
Esclavitud
Algo debió llevar el caldo, porque Romina se despertó dentro de una bañera de plástico transparente. Intentó quitarse rascarse la nariz cuando se dio cuenta de que estaba totalmente atada por brazos y piernas a unas anillas que llevaba incorporadas la enorme bañera en su interior. Totalmente abierta, el agua le llegaba justo hasta el cuello. Debería tener cerca de tres metros de largo por metro de ancho. Sobre la bañera, una tapa la cerraba herméticamente de forma que por mucho que intentara moverse, era imposible que saliera una sola gota de agua.
— Buenos días, perra.
— Buenos días Señor. ¿Permiso para hablar?
— Lo tienes.
— ¿A que es debido esta bañera, Señor? —Romina pensó que necesitaba una buena ducha, y que su Señor le había preparado aquella bañera para no perderse detalle.
— Ayer estuve preparando tu cuerpo a conciencia para lo que ahora va a venir —. El hombre se sentó en el borde de la bañera, sonriente.
— Señor, tengo el cuerpo lleno de pequeñas heridas debido a los clavos de la vara de bambú que usted fue clavando, golpe tras golpe, por todas las partes de mi cuerpo. Todavía no están curadas, y van a ensuciar el agua con la sangre. No va a poder ver nada.
— Precisamente a eso te hacía referencia, perra. Ahora estás perfectamente preparada. ¿Sabes lo que son los Argonauta Argo?
— Me suena a cierto animal mitológico de la antigua Grecia, Señor.
— Es un pequeño pulpo de no más de 2 centímetros de largo, muy común en el Mediterráneo. La hembra puede llegar al medio metro, pero yo prefiero los machos. Es curiosa su voracidad, sobre todo si han pasado varios días sin comer. Disponen de un pico extremadamente duro, capaz de romper la concha de la mayoría de los moluscos, para poderse alimentar de ellos. Algunos pulpos, tiene la capacidad de soltar cierto ácido para disolver las conchas. Estos lo hacen con el pico.
Romina, de alguna manera respiró aliviada. Un pulpo de 2 centímetros poco podría hacer más que dar algún que otro picotazo. El hombre se dio cuenta de los pensamientos de Romina, y volvió a sonreír. Se levantó, y fue a buscar una bosas de malla que tenía metida dentro de una nevera plástica de camping. Volvió con ella en la mano. Era pesada. Abrió una pequeña portezuela situada en la tapa de la bañera, a los pies de Romina. Colocó la bolsa sobre la tapa, y volvió a sentarse junto a Romina. Se colocó junto a su oído.
— Ahora mismo, en esa bolsa hay cincuenta pequeños pulpos de la especie Argonauta Argo. Llevan varios días sin comer. Y les empieza a faltar el aire, apiñados en esa bolsa de malla que ves. Son una masa, muy cabreada, de minúsculas patas, picos y ventosas. En cuanto entren en el agua van a saborear tu sangre, y van a ir directos a tus heridas. Para que te hagas una ligera idea, cada picotazo de esos “cariñosos” pulpitos duele como cinco picotazos de avispa. Creo que vais a hacer muy buenas migas, pues se van a dedicar a limpiar todas tus heridas a fondo…
— Mi señor…
Romina no tuvo tiempo de decir nada más. Su vista quedó pegada a la bolsa, su boca totalmente abierta, y su garganta incapaz de soltar una sola sílaba. Intentó forcejear para zafarse de las cuerdas de Perlon que la mantenían atada, pero inútilmente.
El hombre desató la bolsa y, poco a poco, vertió en el interior de la bañera todo su contenido. Los pulpos enseguida reaccionaron al entrar en el agua. La masa quedó al principio junto a la tapa. Luego, lentamente, fueron explorando el terreno. El hombre colocó una silla a tres metros de la bañera, y se sentó preparado para no perderse detalle.
Los pequeños pulpos enseguida notaron la sangre de Romina en el agua, y se fueron desplazando lentamente hacia el origen de la misma. Las primeras heridas estaban en los muslos de Romina, y allí pegaron sus ventosas los primeros en llegar. Al principio, Romina notó un extraño cosquilleo. Sobre todo, era intenso el cosquilleo en la parte interior, donde la piel era mucho más fina. A medida que iban avanzando sobre el cuerpo, iban fijándose a la piel uno tras otro, como si de diminutos vampiros se tratara.
Para desgracia de Romina, los penes metálicos sobre los que se vio obligada a cabalgar el día anterior, habían causado también pequeñas heridas en ano y vagina, y habían dejado bastante despellejado el clítoris. No tardaron en estar cubiertos por los glotones pulpos. Luego siguió el vientre, los costados, y en último lugar pechos y pezones. Las cosquillas se intensificaron lentamente, y Romina empezó a ponerse nerviosa. A través de la transparente tapa de plástico, podía ver con todo detalle como aquellos animalejos iban tomando posesión de ella, como si de un comedero viviente se tratara.
Mientras los pulpos se entretuvieron en comer trozos de piel muerta de las heridas, no hubo dolor. Pero al cabo de poco, la piel muerta se terminó. Tenían mucha hambre. Y unos pulpos empezaron a luchar con otros por la posesión de las heridas más grandes. Para no ser desplazados por los rivales, algunos empezaron a clavar sus terribles y duros picos en las heridas de Romina. El dolor la traspasó, al no estar preparada. Gritó. Y se revolvió. Los pulpos, al notar su movimiento, empezaron a clavar sus picos para evitar que la presa se escapara. Y Romina notó como cada parte de su cuerpo se convertía en una orgía de dolor, lucha y sangre. Pensó aterrada que podría ocurrir si alguno de ellos lograba entrar en ella a través de su ano o vagina. La sola imagen de ser devorada por dentro la volvía loca. Enseguida notó dolor mucho más terrible cuando pequeños picos se clavaron en su clítoris y labios menores de su vagina. No lo podía ver, pues su mismo cuerpo lo ocultaba. Solo veía un grupo de pequeños pulpos luchando entre ellos por ser el primero en devorarla, justo bajo su pubis.
Romina se agitaba como loca, y los pulpos siguieron atacando a su presa. El dolor ahora era insoportable. Gritaba hasta desgañitarse. Entonces sus ojos se dirigieron a sus pechos. Los pezones estaban siendo destrozados en pedazos por grupos de hambrientos pulpos. La sangre empezó a brotar con fuerza, y el agua se estaba tiñendo de rojo cada vez más intenso. Con los ojos desorbitados, y la garganta a punto de romper las cuerdas vocales, Romina estaba al borde de la locura.
El hombre no perdió detalle. Estaba consiguiendo el máximo de dolor con el mínimo de daños, pues todas las heridas causadas por los pulpos eran superficiales. Clítoris y pezones quedarían destrozados, pero seguirían allí para ser usados en los próximos días.
Cada mordisco de cada pulpo apenas abría dos milímetros de la piel. Pero ahora ya no quedaba dermis. Ahora era herida sobre herida, y los capilares empezaron a romperse, manando sangre de más de cien distintas heridas. El cuerpo de Romina era ahora atravesado por convulsiones y espasmos. La tapa era totalmente eficaz. Ni una sola gota salió de la bañera. Ya no se la oía gritar, por mucho que su garganta intentara hacerlo una y otra vez. Sus labios menores estaban abiertos por decenas de cortes. Su clítoris, dividido en varias partes, lo mismo que sus pezones.
La bacanal llevaba hora y media, y el hombre pensó que era suficiente. No quería quedarse sin esclava el segundo día. Se levantó, abrió la portezuela de la tapa de la bañera, y vació el contenido de una pequeña botella en su interior. A los pocos minutos, todos los pulpos quedaron como dormidos. Romina había perdido el conocimiento. El hombre sacó la tapa, y con una pequeña red fue colocando de nuevo todos los pulpos en la nevera de plástico.
Cuando terminó, sacó la tapa de plástico transparente, y quitó el tapón para vaciar la bañera. Luego cogió el teléfono de la ducha, y poco a poco limpió con agua helada tanto el cuerpo de Romina como la bañera. Pequeños ríos de sangre fueron desapareciendo por el desagüe, mientras Romina volvía en sí debido al agua helada. Aquél frío, de alguna manera estaba sofocando el terrible dolor que sentía por todo el cuerpo. El frío actuaba como sedante, mientras notaba los latidos de su corazón en cada una de los cientos de heridas.
— Mi Señor, estoy muy mal…
— Te has portado, perra. Ahora ya conoces de primera mano que zoofilia no es igual a un perro o un caballo rompiéndote por dentro. Disfruta del agua fría, que voy a buscar algo para que no se te infecten las heridas.
— Gracias, mi Señor —pudo decir Romina a duras penas. Tenía la garganta destrozada, y el cuello como si se tratara de un tubo de esparto.
El hombre volvió a los pocos minutos con una botella de dos litros. Sacó el tapón, se colocó junto a la bañera, y muy despacio fue vertiendo el contenido sobre el cuerpo de Romina, no dejando una sola herida sin lavar. Al sentir aquel producto en su piel, Romina intentó gritar, pero nada salió de su garganta. Simplemente se volvió a desmayar.
— No hay nada como puro zumo de limón para eliminar cualquier tipo de infección o bacteria, ¿verdad perra?
Romina no le pudo oír.