El infierno (1)
Esclavitud
— ¿Eres Romina?
Ya era tarde, y el café empezaba a llenarse con gente que apenas salía del trabajo. La mayoría, preparándose para pasar un viernes noche a todo lo que el cuerpo pudiera dar.
— Si Señor
No levantó los ojos, siempre clavados en el suelo. Las manos cogidas a la espalda, la cabeza inclinada en señal de respeto, y algo nerviosa.
— Quiero dejarlo bien claro, porque no habrá marcha atrás. Me has pedido que te muestre lo que es el infierno, aceptando las consecuencias que de ello puedan derivarse. Y eso incluye la posibilidad nada remota de graves daños externos e internos, e incluso tu propia muerte.
— Ese es exactamente mí deseo, Señor —asintió Romina totalmente tranquila.
— Eres bonita. ¿Estas completamente segura de que deseas ser llevar a cabo ese viaje durante un año, aceptando todo lo que pueda ocurrirte?
Roberto estaba sentado en una pequeña mesa circular de mármol, con negras patas de madera. La silla, también de madera, tenía un ancho y curvo respaldo que sostenía perfectamente su espalda. Sobre la mesa, un cenicero, un servilletero, un tarro plástico de kétchup y otro de mostaza, y un menú plastificado con distintas tapas y bocadillos. Romina no hizo ademán alguno de intentar sentarse. Estaba mucho más cómoda de pie. Si le hubieran dejado escoger, hubiera preferido posicionarse de rodillas frente a aquel desconocido con el que tanto había hablado por internet. Pero no deseaba desatar ninguna controversia en un lugar tan concurrido.
— Ya lo hablamos, Señor. Y puede estar perfectamente tranquilo en este aspecto. Llevo conmigo un documento firmado ante notario, conforme es mi libre decisión, y aceptando todas las secuelas que pueda acarrear esta entrega, le exonero de cualquier responsabilidad por activa o por pasiva.
— En tal caso, y según lo convenido, durante un año a partir de este momento, pasas a ser un trozo de carne de mi propiedad, sin condiciones ni límites.
El hombre sacó un documento que puso sobre la mesa. La mujer sacó una pluma del bolso, leyó el documento durante unos minutos, y lo firmó. Acto seguido guardó la pluma de nuevo, y colocó el bolso sobre la mesa, justo al lado de la mano del desconocido.
— A su servicio desde ahora, Mi Señor. En este bolso le hago entrega de toda mi documentación personal para que la use como estime conveniente.
— Sácate los zapatos, las medias, y el tanga, y mételos en el bolso.
La mujer obedeció sin pensarlo. Representaba tener unos cuarenta años. Más bien delgada, de pechos pequeños y culo duro, daba la sensación de haber ejercitado muchísimo sus músculos. Vestía una camiseta blanca, una falda tejana hasta medio muslo, y una chaqueta también tejana. Sólo una pareja la observó curiosa mientras Romina, de pie y sin pudor alguno, dejaba los zapatos en el piso, se sacaba las medias, luego el tanga, y ya descalza sobre el frío suelo de gres, lo colocaba todo bien acomodado sobre la mesa. Abrió muy despacio el bolso, y una vez todo dentro, lo cerró y esperó nuevas órdenes sin moverse de su sitio. Su mirada seguía clavada en el suelo.
El hombre empezó a inspeccionarla lentamente. La manicura de manos y pies era perfecta. Uñas cortas y sin color alguno. Manos robustas y muslos fuertes daban certeza a la suposición de que llevaba a cabo ejercicios duros. Los dedos de los pies bien formados le decían que aquella mujer no usaba zapatos de tacón ni tampoco de punta fina. Melena hasta los hombros de color negro, cejas muy pobladas y bien definidas, ojos verdes que daban la sensación de ser de cristal, cintura estrecha, y una altura aproximada de 1,60 mts. Calculó que debería pesar no más de 50 kilos.
Llegó el camarero, y el hombre pidió un café y un refresco de cola. Antes de dar media vuelta, el camarero dedicó una buena mirada de arriba abajo a la mujer mientras hacía lo imposible por alargar las anotaciones del pedido en su bloc sin perderla de vista. Como buen profesional, un segundo antes de llegar al descaro, marchó rápidamente bandeja en mano hacia la barra para preparar el pedido y volver lo antes posible.
— La primera lección es muy sencilla. Solo tú puedes servirme, cuando necesito o pido cualquier cosa.
La mujer asintió con la cabeza, sin dejar de mirar el suelo. Ahora sus brazos se colocaron instintivamente a ambos lados de su cuerpo, con las palmas de las manos abiertas hacia su cadera. No hizo ningún movimiento más. El único sonido existente era el murmullo de las personas que pasaban cerca de la terraza. El hombre encendió la pipa, y siguió con su examen visual.
A los pocos minutos, el camarero se acercó a la pareja, llevando el pedido. Sus ojos no dejaban de examinar a la mujer. Y cuando solo le quedaban dos metros para llegar a la mesa, la mujer hizo algo que nunca esperó. Levantó la mirada del suelo, se dirigió resueltamente hacia él, y en un tono suave pero decidido le dirigió una frase que nunca más olvidaría.
— A mi Amo únicamente yo puedo servirle.
Romina le quitó la bandeja de las manos sin esfuerzo alguno, pues el camarero quedó como petrificado. Como no sabía si alguna de las bebidas era para ella, colocó ambas entre el hombre y el bolso. Luego dejó un pequeño plato con la cuenta sobre la mesa, y devolvió la bandeja al camarero. El pobre seguía inmóvil mientras su mente intentaba razonar lo que acababa de ocurrir. Luego dio media vuelta y volvió a la barra, rascándose la nuca con la mano libre. Romina volvió a su posición inicial.
— Espero que hayas venido preparada tal como quedamos.
La mujer separó algo las piernas, y sin miramientos se levantó muy despacio la parte delantera de la falda hasta mostrar su sexo al hombre. Limpio, y totalmente depilado. En ese momento el camarero dirigía a Romina una mirada de absoluta incredulidad, inmerso en sus pensamientos. Aquella visión de la mujer con la falda alzada lo trastocó todavía más, dejándolo como hipnotizado. No pudo quitarle la vista de encima. Hasta que el hombre sentado frente a ella asintió con la cabeza, y la mujer volvió a bajar la falda, quedando en su posición inicial. El camarero se volvió hacia su compañero, le murmuró algunas palabras al oído, se puso su chaqueta y salió rápidamente del bar.
— Siéntate y tomate el café. Recuerda: Las rodillas siempre separadas un palmo.
— Sí, mi Señor.
Y mientras Romina se sentaba con las rodillas separadas, dejando perfectamente a la vista de cualquier transeúnte su depilado sexo, el camarero salía disparado en dirección a la calle. Volvió su mirada un instante hacia donde se hallaba la mujer, y sus ojos recibieron la imagen sus pies desnudos, sus piernas abiertas, y su sexo totalmente depilado. No pudo más. Esta vez salió disparado, con extraños movimientos de cabeza a un lado y otro.
— Tómate el café. Pero solo media taza.
— Sí, mi Señor.
Romina obedeció al instante. El café estaba ardiendo, pero no puso obstáculo alguno. Muy despacio, sorbió hasta llegar a lo que ella pensó era media taza. Miró al hombre esperando su aprobación. Y cuando éste asintió de nuevo, dejó la taza sobre el plato. Se puso algo nerviosa, pues el hombre no le había indicado como debía ponerse sobre la silla. Le sobraban brazos y manos al no saber dónde ni como colocarlos. Estaba en esos pensamientos cuando el hombre se dirigió a ella.
— Bien. Ahora aprende unas normas básicas que deberás respetar por encima de todo lo demás. Cualquier error en la observación de estas normas llevará consigo un castigo bastante duro.
— Sí, mi Señor —. Romina se puso tensa. Nunca habían hablado de esto, por internet.
— La primera es muy sencilla: Cualquier acción o movimiento que puedas hacer, incluso el mismo hablar, necesitará de mi permiso explícito.
— Sí, mi Señor —. Esta norma le encantó.
— La segunda es igual de sencilla: Cualquier orden mía será ejecutada al momento. Estemos donde estemos, con quien estemos, o como estemos. Siempre podrás pedir una aclaración si la orden no te ha quedado suficientemente clara. Será mucho mejor para ti el preguntarme, que no el ejecutar mi orden erróneamente y sufrir castigo por ello.
— Sí, mi Señor —. Con esta norma, se vería obligada a vencer su miedo a los extraños.
— La tercera sigue siendo también muy clara: Jamás estarás a solas con nadie. Siempre estaré yo presente en cualquier lugar o circunstancia. Y nunca delego nada a nadie. Si algo ha de hacerse contigo, siempre estaré presente para llevarlo a cabo, o para verificar que quien lo hace, lo hace exactamente de acuerdo a mis instrucciones.
— Sí, mi Señor—. Romina pensó que aquél hombre, en el fondo cuidaba de sus animales.
— Y por último la cuarta. Y la más sencilla de todas. Serás totalmente transparente en tus palabras y pensamientos, sin ocultar ni modificar nada de lo que puedas pensar, sentir o vivir.
— Sí, mi Señor —. Sintió que era la más difícil de todas. Aquello era una invasión total a su propia intimidad, despojándola de cualquier derecho a pensar o actuar por cuenta propia y al margen de él. Pero ella así lo había escogido voluntariamente, y lo cumpliría. Costase lo que le costase.
El hombre terminó su refresco y se levantó de la silla. Se colocó frente a Romina. Romina no se lo esperaba, y se agarró fuertemente a los brazos de la silla. El hombre cogió con sumo cuidado la taza de caliente café, y lo fue dejando caer lentamente sobre el halda de Romina. La mancha se fue expandiendo por la falda de Romina, a medida que abrasaba sus muslos. Romina cerró los ojos y apretó fuertemente sus manos a la silla. No dijo ni palabra. De su boca no salió un solo quejido. El hombre sacó unas pequeñas tijeras, hizo un corte en la falda de apenas tres centímetros, y luego forzó el corte hasta abrir la falda un palo más. Guardó las tijeras en el bolsillo.
— Ahora levántate y ven. Siempre andarás dos pasos por delante de mí, y a mi derecha. Si hay que cambiar de dirección, te lo haré saber. Y escucha siempre mis pasos sin girar la cabeza. Pues si yo me detengo, tú también debes hacerlo. Y esperar a cualquier orden mía. ¿Te queda claro?
— Sí, mi Señor —. Le escocían un poco los muslos. Se levantó. La falda ahora rota apenas le cubría el depilado sexo. Y la mancha se había extendido a la parte de atrás de la falda, al estar sentada en la silla. Se dio cuenta de que daba la sensación de una pordiosera a la que le acababa de venir la regla, y no tuviera compresa alguna que ponerse.
— De frente y a tu derecha. Luego todo recto —. La voz del hombre sonó tranquila pero firme. Romina obedeció. El hombre tomó el bolso de Romina y la siguió a dos pasos.
A cada paso, tenía que concentrarse en tener el oído atento para saber si su Amo se había o no detenido. Notaba cada colilla, piedrecita o papel en las desnudas plantas de los pies. A veces pisaba restos de bocadillos, algún escupitajo, o incluso pequeños pedazos de cristal provenientes de alguna botella de cerveza, rota. Y a la vez sentía el menosprecio de la gente cuando se cruzaba con ella, al verla de aquella forma tan humillante. Para su desgracia, el café había empapado casi toda la falda y seguía su curso muslos abajo. Algunas personas, cuando la veían desde lejos, procuraban evitar el mirarla a los ojos al cruzarse con ella. Otras, por el contrario, clavaban sus ojos en los de Romina, mostrándole toda la repugnancia y menosprecio de que eran capaces.
— La segunda calle, a la izquierda.
— Sí, mi Señor —. Le ardía la cara. Jamás había pasado tanta vergüenza, ni había sido tan humillada. También se sintió, por primera vez en muchos meses, húmeda. El café la había quemado la piel incluso en el pubis. Y el dolor tan fuerte y a la vez tan inesperado, le había provocado una excitación que hacía tiempo tenía olvidada. Pero su Amo no le había preguntado, y ella tampoco deseaba facilitarle las cosas.
En una fiesta de rol, de las muchas que Romina frecuentaba, una pareja madura, después de jugar con ella un par de horas, le había pasado el correo de aquél hombre. A Romina le encantaba el trato duro. Es más. La fascinaba. En los seis años que llevaba en el mundo BDSM, había ido descendiendo en su interior hasta cuevas muy profundas. Y allí se había visto cara a cara con ella misma, hasta aceptarse tal como lo que realmente era: una esclava masoquista que necesitaba de alguien a quien pertenecer, y que se lo recordara a cada momento en la piel, a cualquier precio. Durante los últimos meses anduvo en la búsqueda de esa persona especial que pudiera encadenarla a sus pies para siempre. Alguien que no tuviera miedo, ni prejuicios, ni estúpidas contemplaciones. Alguien que la viera y tuviera como un simple trozo de carne al que echar mano cuando necesitara algo en que descargar su ira, o simplemente con el que jugar cuando estuviera aburrido. Estaba harta de agujas en los pezones, azotes en las valgas, o ser el plato único de 5 hombres con ganas de sexo. Necesitaba mucho más. Y aquél hombre era su última esperanza.
Algún camión de la limpieza había regado la calle, dejando bastantes charcos en las viejas y desconchadas aceras de aquella sucia, apestosa y oscura calle. Apenas se oía el murmullo de la gente, y ahora los pasos del hombre eran fácilmente oídos por Romina. No tenía problema alguno en distinguir al hombre, y pudo dejar atrás las acusadoras miradas del gentío. Se sintió algo mejor al caminar en aquél lugar ajeno a todo el mundo. El dolor de la quemadura del café ya había pasado, lo que le hizo pensar en que no había sido nada grave. Y mientras su mente iba recordando lo acontecido en la última hora, desde que conoció al ahora su Amo, una orden le paralizó de inmediato.
— ¡Detente!
Romina no se movió. Juntó sus pies, colocó los brazos a los costados, bajó la mirada al suelo, y esperó.
— Mira a tu derecha, al otro lado de la calle.
Apenas había luz. La mayoría de las farolas tenían las bombillas fundidas, y la única luz provenía de la calle que unos metros antes habían dejado atrás. La mujer giró la cabeza, y apenas divisó un pequeño y destrozado parque con cuatro matojos y un par de maltrechos árboles.
— Ve al parque y espérame.
Se movió despacio, intentando no poner todo el peso de golpe en los pies, por si alguna lata o vidrio se escondían dentro de los charcos. A medida que se acercaba, vislumbró un banco de madera. Y en el banco, un bulto que apenas se movía, pero roncaba a pleno pulmón. Tan ensimismada iba que, por seguir los pasos de su Amo, no había prestado atención a los ronquidos de aquél cerdo borracho. Se colocó frente a él y esperó. El olor era nauseabundo, mezcla de alcohol de garrafa, vómitos, tabaco barato, suciedad de meses, esputos y orines.
— Como ves, un infeliz que la vida a apartado de sus caminos fáciles. Un paria que sobrevive a duras penas. Ahora duerme feliz, dejando atrás por unas horas este mundo de mierda que solo le ha traído olvido y problemas. Creo que merece unos momentos de felicidad.
— Mi Señor… no comprendo —balbuceó la mujer sin llegar a comprender del todo.
— Bájale la bragueta y hazle una buena mamada. No quiero ver que te la sacas de la boca hasta que tu garganta no haya tragado todo lo que ese hombre quiera vaciar en ella. Quiero que sepas a que sabe la amargura, el odio, la desesperación y el olvido.
— Sí, mi Señor —. La respuesta le había salido sola, sin pensarlo. Pero no estaba tan convencida de poderlo hacer. Se puso de rodillas en el suelo, junto al borracho vagabundo. Deslizó sus manos sobre la bragueta, y se dio cuenta de que no la llevaba cerrada. De hecho, no existía cremallera. Solo un sucio trozo de cuerda hacía las veces de cinturón. Buscó con sus manos hasta encontrar el pene. El olor era repugnante, y apenas medía cinco centímetros. Estaba segura de que llevaba meses sin saber lo que era agua y jabón. Al descapullarlo, apareció una substancia blanquecina y apestosa. Aquel esmegma daba la sensación de haber fermentado allí dentro. A Romina le dieron arcadas, pero su resolución de seguir adelante era mucho más fuerte que un pene apestoso. Intentó no pensar más en ello y se metió el pene en la boca. Lo primero que hizo fue limpiarlo todo con la lengua. Le costó tragarlo, pero era la mejor manera. Pues todo lo que saliera de allí a partir de entonces, sería ya limpio.
El borracho apenas se movió, y Romina se afanaba en lograr un mínimo de dureza en aquél diminuto y fofo pene. Acarició las pelotas con las manos, jugó con la lengua en el frenillo, pero no conseguía nada. Pensó que sería imposible conseguir que aquél borracho tuviera una erección, y mucho menos un orgasmo. Llevó a cabo un masaje prostático con la mano, oprimiendo fuertemente cierta zona a medio camino entre el ombligo y el pene. Y siguió jugando con su lengua y succionando. Al cabo de unos quince minutos, el borracho pareció despertar algo. O al menos eso dio a entender, cuando entre murmullos soltó un nombre.
— ¡Lucía! ¡Te había olvidado! ¡Cariño…!
Al oírlo, Romina se afanó en el trabajo bucal y el masaje prostático. El vagabundo borracho empezó a jadear. Y al poco, semen y orina salieron juntos de aquel menudo pene. Romina no dejó nada al azar, y tragó y tragó hasta que no salió ni gota. La mano del borracho acarició su pelo con su último jadeo, antes de volver a quedarse dormido.
— Mi Señor, ya ha terminado. No he dejado ni gota, como usted ordenó —. Romina seguía de rodillas en el suelo, junto al dormido borracho.
El hombre se acercó hasta quedar en mitad de la calle.
— Estás sucia. Ven aquí.
Romina se levantó, alejándose lo antes posible de aquel ser tan repugnante, intentando olvidar sus enormes deseos de vomitar. Se colocó frente a su Amo, y esperó. Siempre con la mirada pegada al suelo.
— Te has portado adecuadamente. Ahora necesitas un buen baño. Lo mereces.
Romina dio gritos internos de alegría. Por fin podría lavarse y quitarse tanta porquería de encima. Pensó que incluso podría llegar a necesitar un buen lavado de estómago.
— Túmbate aquí mismo, en el suelo —. El hombre le indicó un charco bastante grande y profundo que estaba justo frente a él. Romina no entendió, pero obedeció. El charco tenía pocos centímetros de agua, pero los suficientes como para dejar a Romina totalmente empapada. El hombre se acercó a ella, sacó su pene, y con toda la naturalidad del mundo se puso a orinar sobre la mujer. Repartió bien a conciencia, dejando a Romina mojada de pies a cabeza. Menos mal que ella tuvo un buen reflejo, cuando llegó a su cara, abrió la boca para poder beber todo lo que en ella cayera.
— Ahora podemos seguir. Levántate, y sigue todo recto la calle. La segunda a la derecha.
— Sí, mi Señor.
Los pasos de ambos se perdieron calle arriba, en la oscuridad. La mujer, pensando en que por fin había encontrado al Amo tan deseado. El Hombre, pensando que aquella mujer prometía, pero que no se haría ilusiones. Estaba todo todavía por demostrar.