El hotelito rural (4): el segundo día de Virginia.

La segunda noche del aprendizaje de Virginia fue mucho menos cariñosa que la primera, pero ella disfrutó de una forma salvaje.

El segundo día del menú especial de Virginia empezó a mediodía, ya que había estado durmiendo hasta esa hora. Su asesora personal, Isabel, le planteó el plan para el día.

― Habíamos pensado que ahora puedes bajar a comer y las tardes las puedes dedicar a relajarte. Puedes usar el spa, o hacer un poco de senderismo, o una ruta a caballo o en bicicleta. Te presentaremos a tu cita de hoy a las nueve para la cena.

― Pero yo no estoy segura de que quiera probar más cosas. Yo vine aquí porque quería aprender a disfrutar y creo que ya lo hice.

― Me alegro de que te fuese tan bien anoche, Virginia. Pero lo de anoche fue solo un precalentamiento. Si lo dejas ahora solo habrás probado lo más simple que se puede sentir en este terreno. Si nos dejas seguir, quizás haya alguna cosa que no te guste. Con que lo digas, se acabó. Pero estoy segura de que vas a llegar a cimas que ahora ni siquiera imaginas que existan. Yo te rogaría que, simplemente, te dejaras llevar. Cuando no quieras algo solo tienes que decir que no. Pero te sugiero  que le des al menos una oportunidad a todo.

Virginia bromeó:

― Con lo que me cuesta este menú, más vale que lo aproveche todo ―dijo con una sonrisa pícara mientras guiñaba un ojo a Isabel.

― A partir de ahora, tenemos que pactar una palabra de seguridad para que puedas usarla ―le dijo Isabel.

― ¿Una palabra de seguridad? ¿Eso qué es?

― Es muy simple ―contestó Isabel―. A veces, en el juego erótico uno está tan excitado que decir al otro “¡para!” se convierte en parte del juego y en realidad no quieres que pare. Para eso se establece la palabra de seguridad. Se trata de una palabra que se procura que no tenga ninguna relación con el juego o el sexo y que si la dices, el juego, sea el que sea, se para inmediatamente. Tiene que ser una palabra que recuerdes tú en cualquier situación. Tú la eliges.

― Me estás asustando. ¿Qué me vais a hacer para necesitar eso?

― No te asustes. No te van a hacer nada que no quieras. Pero ya comprobarás que muchas veces se juega a decir “no”  cuando se desea seguir. Precisamente para dejar esto claro tienes que decidir la palabra.

― No se me ocurre ninguna palabra. Ayúdame tú.

― Para que sea una palabra fácil de recordar y no relacionada con la situación, puede poner, por ejemplo, el nombre de una ciudad que sea significativa para ti.

― Esa es una buena idea. Me gustaría que fuera Roma. Es una ciudad importante para mí y no la olvidaría.

― De acuerdo. Dejamos entonces Roma. Se la comunicaremos a tus instructores.

Virginia se sonrojó un poco cuando escuchó lo de instructores. Isabel continuó hablando.

― Ahora puedes bajar a comer y empezar las actividades de la tarde. Nos vemos a las nueve si no me necesitas antes.

Virginia, tras un buen almuerzo se dirigió a las cuadras y tras esperar que le ensillaran un caballo, se fue a dar un largo paseo por el campo con él. Volvió sobre las siete, se tomó un té y subió a arreglarse. Cuando bajó eran casi las nueve y llevaba un vestido espectacular. Largo, de fiesta, que realzaba su figura con elegancia, dejando a la vista un buen escote delantero y, sobre todo, un escote trasero de órdago. Pero de ninguna manera parecía vulgar, sino todo lo contrario. Isabel la esperaba a la entrada del restaurante y se dirigió hacia ella.

― Ven. Te presentaré a tu acompañante de esta noche ―la acompañó a una mesa donde se sentaba un hombre alto, con empaque y bastante atractivo―. Virginia, éste es Andrés ―a continuación se dirigió a él.

― Andrés, esta es Virginia. Os dejo a los dos. Yo tengo que marcharme.

Andrés le sostuvo la silla para sentarse. Era un hombre de unos cincuenta años, un poco más alto que ella, moreno, de rasgos acusados, ojos azul-grisáceo y aspecto varonil. Virginia pensó que normalmente no habría salido nunca con un hombre como aquel. Tenía un aspecto de mayor y levemente macarra, pero precisamente por eso se excitó y sintió que el calor le subía desde abajo hasta la boca, dejándosela seca.

― Hola, Virginia. ¿Qué tal tu paseo esta tarde?

― Muy bien, Andrés. La verdad es que hacía un tiempo que no montaba a caballo. Me ha sentado muy bien dar un paseo, aunque la falta de costumbre me ha dejado la espalda un poco dolorida.

― Estupendo. A mí también me encanta montar a caballo. Me gustaría saber algo más de ti, Virginia.

― No hay mucho que saber. Familia rica, colegio de mojas, matrimonio adecuado, marido fallecido y poco más. Formo parte del consejo de administración de varias empresas, tanto de las de mi familia como de las de mi marido. Soy muy rica y estoy bastante aburrida. ¿Y tú?

― Comparado contigo, soy un desgraciado. Tengo una pequeña empresa de tipo familiar con cinco empleados aquí cerca. Nos dedicamos al turismo de aventura. Nuestros clientes se alojan aquí y luego los llevamos a las montañas a hacer distintos deportes de aventura: barranquismo, piragüismo, alpinismo, ciclismo extremo… Lo que nuestros clientes deseen. Esta es una buena zona para todos ellos. De todas formas, comparada con tus grandes corporaciones, es apenas un entretenimiento para pobres.

―Quizás sí. Pero tú al menos controlas todos los aspectos de tu empresa. Estoy segura de que incluso llevas algunas de las excursiones personalmente.

Siguieron charlando durante la cena. Andrés era un buen conversador y le contó anécdotas muy divertidas que les habían ocurrido a algunos de sus clientes más patosos, como aquel que haciendo barranquismo se había resbalado y, estando atado a la cuerda de seguridad, se quedó en una cascada colgando boca abajo y gritando durante la media hora que tardaron en rescatarlo. Virginia se rio mucho con todas estas anécdotas.

Ella, por su parte, le contó también anécdotas sobre sus compañeros en la directiva de algunas empresas, y de lo pesadas que resultaban la mayoría de las reuniones.

Al final de la cena hablaban como si fueran amigos de toda la vida, aunque ninguno de los dos había revelado ninguna información relevante sobre sus vidas íntimas. Se fueron a bailar a la discoteca del hotel. Los dos eran buenos bailarines y se lo pasaron bien. Al cabo de un rato él le propuso que se tomaran la última copa en su habitación. Ella sintió un leve estremecimiento, sabiendo que se aceraba la hora de la verdad y que no sabía que le iban a hacer, pero al mismo tiempo sentía un punto de ansiedad que le recorría el estómago. La verdad es que Andrés le resultaba atractivo, pero su educación la hacía sentir como una puta. Ayer se acostó con un hombre al que no amaba, y aquí estaba dispuesta a acostarse con otro sin amarlo tampoco. Al mismo tiempo, esa sensación de culpa la removía por dentro. Se sentía excitada. Cada vez más.

Mientras salían de la discoteca él la llevaba abrazada por la  cintura. Cuando entraron en el ascensor, Andrés la abrazó con fuerza y la besó. Un beso largo y con fuerza. Incluso le hizo un poco de daño en los labios. Al mismo tiempo la abrazaba con fuerza. Cuando llegaron a la habitación la cogió en brazos y la llevó hasta la cama. Con mucha suavidad. Pero al llegar a la cama la dejó caer de golpe. Ella se sorprendió un poco.

― ¿Qué haces?

― A partir de ahora no quiero oírte. La única palabra que quiero escuchar hoy es “Roma”, si quieres decirla. Y contestarás si te pregunto, pero nada más ―habló con un tono duro, casi desagradable.

Virginia se quedó indignada.  Le molestó la forma de echarla en la cama. Le molestó el tono en el que le habló. Le molestó su prepotencia, pero al mismo tiempo, sintió un cosquilleo en el estómago y un picor en su vagina. Se notó enfadada y caliente a la vez. Estuvo a punto de soltar la palabra de seguridad, pero ese cosquilleo que sentía allí abajo la hizo arrepentirse y callar.

Andrés la empujó haciendo que se tendiese sobre la cama.

― No te muevas.

Virginia sintió crecer su excitación. Nunca le había gustado que le diesen órdenes, pero aquella vez se sentía excitada por esas órdenes. Y esa excitación se mezclaba con cierto miedo.

Andrés abrió un cajón y sacó unas cuerdas. Con ellas en la mano, levantó los brazos de Virginia y los ató al cabecero de la cama. Ella empezó

― ¿Pero qué…?

― Te he dicho que no quiero oír más que una palabra. Y si no dices “Roma” no digas nada.

― Pero…

Andrés le soltó una palmada en el culo. Bastante fuerte.

― ¡Silencio!

Virginia se calló. Se sentía extraña. Andrés sacó una navaja y empezó a cortar el vestido para desnudarla. Ella no pudo evitarlo y empezó…

― Ese vestido cuesta…

El le dio un fuerte azote en el trasero y le dijo:

― Te he dicho que no quería oír ni una palabra.

Ella se mordió la lengua y se calló. El siguió cortando con la navaja hasta que pudo retirar todo el  vestido sin desatarla. Ella quedó solo con una ropa interior de lo más sexi, pero él no se paró y empezó a acariciar su piel con el borde romo de la navaja. Al sentir el frio del metal sufrió un estremecimiento de miedo. De nuevo recordó su palabra de seguridad: “Roma”, “Roma”, “Roma”… Se oía a sí misma gritarla, pero la sensación de humedad y los calambres de placer que recorrían su útero hicieron que la palabra se gritara solo en su cabeza. No salió ningún sonido de su garganta.

Por último recorrió con el dorso de la navaja el borde de la tela del sujetador y las braguitas antes de cortarlos también y retirarlos de un tirón fuerte, sin miramientos. Virginia seguía pensando para sus adentros “ROMA”,  pero seguía callada. Sentía desesperación porque aquello acabara y al mismo tiempo daría la vida porque no acabara nunca.  Andrés, sin ningún preámbulo, le pellizcó uno de los pezones. Ella soltó un gemido. Pero no habló. Había aprendido la lección.

Él se sentó en la cama y le fue desatando los brazos que le había sujetado a la cama hasta dejarla tumbada sin ninguna sujeción. Entonces le llevó las manos hacia arriba y la hizo agarrarse con ambas manos al cabecero de la cama. Una vez que estaba cogida con las dos manos, se acercó a su oído y le susurró:

― Escúchame atentamente. Quiero que tus manos no suelten el cabecero de la cama pase lo que pase. Si lo sueltas tendrás unos azotes de castigo.

A continuación empezó a acariciarla por todo el cuerpo, sin miramientos, con brusquedad. Cuando pasaba por el pecho le pellizcaba los pezones. Le recorrió todo el cuerpo con las manos excepto el pubis y la vulva. Ella no sentía esas caricias como amorosas, sino como una intromisión en su intimidad. Se sentía forzada. Cada instante deseaba parar, pero cada roce, cada apretón, cada pellizco de Andrés hacía que una corriente eléctrica le recorriera el clítoris y le llegara hasta el útero. El se acercó a su boca y le mordió los labios. En este caso con suavidad, pero haciéndole daño a pesar de ello. Después fue mordiéndole en la cara, la barbilla, el hombro, el pecho; le chupó los pezones y se los mordisqueó, siempre con un poco más de fuerza de la debida. Le bajó por el vientre hasta llegar al pubis. Lo fue mordisqueando mientras ella daba saltitos cada vez que lo mordía. Por fin le fue mordiendo la vulva, separando los labios mayores con la lengua para mordisquearlos y llegar también a morder los labios menores. Por último le dio un mordisco en el clítoris. También un poco más fuerte de la cuenta.

Ella no pudo más y soltó un grito al tiempo que se soltaba del cabecero de la cama y bajaba los brazos para apartarle la cabeza. El sonrió, se retiró y se fue hacia la cabeza de Virginia. Le susurró al oído.

― Te dije que no podías soltar el cabecero o recibirías un castigo. Si querías pararme tenías la palabra de seguridad. Ahora tienes dos opciones. O dices la palabra de seguridad o aceptas tu castigo por no haber cumplido así que quiero oír la palabra o tu silencio.

Ella tuvo un primer impulso de pegarle un bofetón, decir la palabra e irse. Pero todo aquello le estaba provocando fuego en el vientre. Sentía rabia, enfado, asco, vergüenza, pero también un calor que la abrasaba por abajo y que no quería que se acabara. Al final optó por seguir callada.  Andrés le volvió a susurrar al oído.

― Ahora vas a recibir tu castigo por desobedecerme. Date la vuelta y ponte de rodillas. Más abajo. Ahora sujeta el cabecero con las dos manos.

Las órdenes de Andrés la habían puesto en una posición que le resultaba muy humillante. Estaba de rodillas, con el tronco inclinado hacia adelante para llegar al cabecero de la cama con las manos, de forma que el pecho y la cara caían sobre la cama. La postura le resultaba doblemente humillante, ya que por un lado no podía incorporar el tronco y estaba caída sujetándose con la cara doblada a un lado y el pecho sobre la cama. Por otro lado, esa misma postura hacía que su trasero se levantara más, mostrando la vulva y el ano más que si estuviera a cuatro patas.

El empezó a acariciarle las nalgas, como siempre con rudeza, apretándole con las dos manos y pellizcándoselas, separando las dos y pasando el dedo sobre el ano. Como le había ocurrido toda la noche, la actitud de Andrés la cabrea; se siente como si fuera un mueble. Siente que la utiliza. Pero al mismo tiempo siente un fuego que le abrasa las entrañas como no lo ha sentido nunca. Ni siquiera la noche anterior. Por eso aguanta el cabreo y sigue allí  haciendo caso de aquel cabrón.

A continuación él empieza a acariciarle la vulva y el ano, pero esta vez con suavidad, casi con cariño. Ella se olvidó inmediatamente de que le esperaba un castigo. Los jugos de su vagina encharcan su vulva. Parece que se hubiera orinado encima, por la cantidad de líquido que le escurre entre las piernas y cae sobre la cama. Cuando ella está gimiendo de gusto, él, de pronto, le da una fuerte palmada en la nalga derecha. Ella siente a la vez dos sensaciones: el dolor instantáneo en la nalga y el latigazo de placer que le recorrió la vagina. El primer golpe, en vez de molestarla, la puso más cachonda. Él le susurra al oído.

― Te voy a dar diez azotes. Quiero que los cuentes uno a uno. Y no te equivoques o volveré a empezar. Ya te he dado el primero. Cuéntalo. Sabes que puedes dejarlo cuando quieras.

Siguió acariciándola, tanto el trasero como la vulva. Empezó también a meterle un dedo al pasar. Cuando ella ya estaba retorciéndose otra vez le dio el segundo golpe. Ella titubeó. Una nueva descarga de placer le recorrió las entrañas. Al poco habló ella.

― Dos ― dijo con voz temblorosa.

Sin darle tiempo a pensarlo le dio un tercer azote en la nalga.

― Tres ―ella se quedó temblando esperando el cuarto, pero él volvió a acariciarla.

― Cuatro.

― Cinco.

― Seis.

― Siete.

― Ocho.

― Nueve.

―Diez.

El había ido intercalando caricias con golpes de forma que Virginia ya no sabía si lo que le producía el placer eran las caricias o los golpes. Lo que si sabía es que se había corrido en medio de un montón de golpes, odiando al hombre que se los daba y rezando para que no parase.

Cuando la vio estremecerse de placer le metió dos dedos en la vagina y buscó el punto G, que en esa postura es fácil de encontrar. Sintió que la vagina le apretaba y le soltaba los dedos mientras que el orgasmo la asaltaba en oleadas, subiendo cada vez más hasta que bajó del todo. Ella se quedó jadeando, en la postura en la que él la había dejado, sin atreverse a soltar las manos del cabecero por temor a empezar de nuevo con los golpes, aunque en algunos momentos tuvo la tentación de soltarse para volver a repetir, pero tenía miedo de no aguantarlo.

― Puedes soltar las manos y tumbarte. También puedes hablar. El se tumbó junto a ella y la abrazó con ternura. Ella, después de correrse y de todas las emociones que había sentido se echó a llorar. Él la abrazó más fuerte. Se quedaron un rato así mientras ella se relajaba. Al poco rato dejó de llorar. Lo miró a la cara sonriente y le dijo:

― Eres un bruto. Me has dejado el trasero marcado para un mes. Pero ha sido una experiencia increíble. En mi vida había gozado tanto.

― Pues esto es solo el principio. Te queda mucho por probar esta noche. Espera que descanses un poco y verás.

Al cabo de un tiempo, Andrés se levantó y abrió una botella de champán. Llenó tres copas. Se quedó una, dio otra a Virginia y dejó la tercera sobre la mesilla de noche. Brindaron con sus copas. A ella ya se le había pasado el sofocón y lo consideraba una experiencia maravillosa, sobre todo por lo tierno que había sido él después, mientras descansaban. A pesar de su orgasmo, que la había dejado dolorida por un buen rato, había disfrutado una barbaridad. No podía odiarlo después de eso. Por fin él retiró las dos copas vacías y la empujó de nuevo sobre la cama. Volvió a susurrarle al oído.

― A partir de ahora eres mía de nuevo. No quiero oír ni una palabra, salvo que quieras dejarlo. ¡Y sin protestar!

Virginia ya sabía que lo que venía no iba a ser agradable, y eso cuando pensaba que la peor parte ya había pasado y que el resto de la noche iba a ser más tierna. Pero precisamente por eso sintió como su vulva y su vagina se volvían a encharcar, ahora que ya estaban secas. ¿Qué tenía este hombre, que con solo susurrarle una frase conseguía que se derritiera?

― Sujétate de nuevo al cabecero de la cama y no lo sueltes o el castigo será mucho peor que antes.

Virginia se asustó, ya que todavía le dolía el trasero por los diez palmetazos que él le había dado. Se sujetó del cabecero rápidamente. El sacó un tarro de crema de chocolate de un cajón, junto con un pincel de silicona. Empezó a dibujar círculos con el chocolate sobre el cuerpo de ella. Sobre el pecho, alrededor de las areolas, levantando una especie de cordón de chocolate, sobre el vientre, alrededor del ombligo y dos o tres más. Por último dibujó otro sobre el pubis y trazó una línea de chocolate desde el círculo del pubis hasta el ano pasando por los labios mayores. Luego cogió la tercera copa de champán que había llenado y fue dejando caer un poquito en cada círculo de chocolate.

A continuación empezó a chupar el champán en el círculo del ombligo, al tiempo que lamía el chocolate. Luego, con la copa volvió a llenar el mismo círculo, pero como ya había lamido parte del chocolate, el champán se escapaba por un lado, por lo que se dedicó a lamerlo para que no se desperdiciara, chupando sobre la piel a toda velocidad.

Virginia ya tenía un buen calentón de nuevo con la pintura y el frio del champán, pero al ver como la lamía y la chupeteaba Andrés en el ombligo sintió que el fuego le volvía a recorrer las entrañas. Andrés pasó entonces al pecho e hizo lo mismo. Lamer, chupar y rellenar. Ella tenía los pezones tan sensibles que dio un salto cuando él se los chupó. Entonces él le dio un mordisquito que le hizo gritar. Luego bajó al pubis y repitió la situación. A ella se le escurría el champán del círculo porque estaba temblando. El hilo de champán bajaba por los lados del cordón de chocolate llegando hasta la vulva.

Él llegó y se comió el círculo de chocolate y el champán del pubis de un solo chupetón, después se dedicó a darle mordiscos por todo el pubis con bastante fuerza. Con cada mordisco, un latigazo de dolor le recorría el sexo, tanto por dentro como por fuera. Pero también, cuando pasaba el dolor la recorría un latigazo de placer. Cuando ya estaba casi desesperada él se fue comiendo el cordón de chocolate que había sobre su vulva hasta llegar a su ano, mordisqueando también las zonas por las que iba pasando. Virginia estaba a un suspiro de correrse de nuevo, pero él se detuvo. Le dio un buen pellizco en un pecho y le habló.

― Cuidado, te estás soltando del cabecero. ¿Quieres  que te vuelva a azotar?

Virginia volvió a agarrarse con todas sus fuerzas al cabecero. Él abrió un cajón y sacó un par de vibradores. Cogió el más pequeño y se lo metió de un golpe. Ella soltó un gemido. Le había hecho daño, a pesar de que estaba muy lubricada. El vibrador salió empapado. Andrés entonces empezó a acariciar con él el ano de Virginia. Poco a poco empezó a introducirlo. Entonces ella no pudo resistir su educación católica y exclamó:

― ¡Eso si que no!

Inmediatamente Andrés le dio una fuerte palmada en la nalga y le cogió un pellizco en el pecho que tenía más cerca. Ella soltó un grito.

― Te he dicho que no quería oír más que una palabra. ¿Quieres irte a Roma?

Virginia se quedó callada un momento sintiendo el pellizco en el pecho, que él no le había soltado. Por fin negó con la cabeza.

― ¡NO! No quiero ir a ningún sitio.

― Entonces no quiero volver a oírte. Si no, el castigo será terrible.

Ella sintió un escalofrío que le recorría el cuerpo. Estuvo a punto de nuevo de decir la palabra de seguridad, pero el fuego que le recorría el vientre le hizo callarse. Él le soltó el pecho y la volvió a inclinar hacia atrás. Continuó mojando el vibrador pequeño en lubricante y después se lo introdujo en el ano. Le puso una vibración suave. Lo fue introduciendo poco a poco. A Virginia le dolía, pero no tanto como ella temía. Al tiempo que entraba y salía, ella sentía el tirón en el esfínter, y el escalofrío que le recorría la vulva y le llegaba hasta el útero. Sentía al mismo tiempo dolor y placer. Una vez que entró entero Andrés lo apagó y cogió otro más grande. Ese empezó a meterlo por la vagina aprovechando la lubricación natural que ya tenía. Una vez que lo tenía dentro, puso los dos en vibración con el mínimo de potencia. Luego le cruzó las piernas de forma que los vibradores no se pudieran salir y, cogiendo una cuerda, procedió a atarlas de forma que no pudiera separarlas. Luego le bajó los brazos y se los ató por detrás del cuerpo a las cuerdas de las piernas, de forma que estaba inmovilizada. A continuación le susurró al oído.

― ¡No te muevas!

Andrés se fue al salón, se sirvió una copa de champán y se sentó en un sillón desde el que podía ver la espalda de Virginia y se quedó paladeando la copa tranquilamente.

Virginia se sentía llena por todas partes. La suave vibración que le habían puesto en los dos orificios la estaba excitando por  momentos. Por otra parte, como con todo esa noche, se sentía cada vez más irritada con él por haberla dejado sola, sintiendo esa agonía de placer y angustia que sentía. Sentía la vagina encharcada a  pesar de que su enfado iba cada vez más aumentado. Por otro lado, sabía que si hablaba la volvería a azotar y a gritarle  que lo dejara, y no quería dejarlo. No quería que el placer brutal que estaba sintiendo esa noche se acabara nunca. Quería odiar a Andrés más aún de lo que  lo odiaba. Para sentir más placer del que sentía, aun sabiendo que mas placer la destrozaría.

Cuando Andrés vio que Virginia temblaba de placer, estando próxima al orgasmo, se acercó de nuevo a ella, dándole una palmada en la nalga. Ella dio un respingo. A continuación le quitó las cuerdas de las piernas y las manos. Le abrió las piernas de golpe y sacó los dos vibradores de un tirón. Virginia no pudo evitar un gemido fuerte. Al sacar el vibrador salió un gran chorro de líquido de la vagina.

Andrés la colocó de rodillas, aunque ella apenas se sostenía. Él se colocó detrás de ella, y de un empujón, la penetró por el culo. Ella sintió esa barra de carne que se metía dentro de su ano, de un tamaño mayor que el vibrador que había tenido metido antes. Aunque tenía la zona relajada por el gran rato de vibración, la polla que le entró, le produjo un gran dolor, pero como todo lo de esa noche, al tiempo que le dolía le hacía sentir fuego en el útero y temblar la vagina. Una vez que le acomodó todo el pene dentro del culo, empezó a meterlo y sacarlo. Primero, suavemente. Después cada vez con más fuerza. Andrés, al sentir como el esfínter de ella le oprimía la polla, no pudo contenerse y se corrió con todo su fuerza. Virginia, al sentir la presión y el calor de la leche que le estaba llenando el culo, se dejó llevar por la sensación que le daba el trasero mezclada con el fuego de su vagina y de su útero explotando en un orgasmo final que no olvidaría jamás. A continuación la colocó en la cama, le dio un beso en la frente y le habló de nuevo al oído.

― Yo tengo que marcharme ya. Espero que hayas disfrutado. Dentro de un rato vendrán dos camareras para ayudarte a bañar. Descansa.

Y aquí termina el segundo día de las aventuras de Virginia y su menú. En breve os contaré los dos días restantes.