El hombre que fumaba en pipa

¿Recuerdas la primera vez?

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Los relatos cortos, evidentemente, seguirán siendo de lectura gratuita, sin embargo, los patrocinadores, además, podrán sugerirme temas a tratar y continuaciones o sagas. Así mismo, recibirán una copia de mis novelas (tres de ellas inéditas*) a lo largo de este año:

  1. El chico del pito
  2. Toño y Roberto
  3. Los hijos del conserje*
  4. Diálogos junto al mar*
  5. Primo Flavio*

Ninguna de estas obras se publicará en papel ni en formato digital, siendo exclusivas para los que me apoyéis en TodoRelatos.

Mi agradecimiento por adelantado a todos.

EL HOMBRE QUE FUMABA EN PIPA

Mi amigo Sebas y yo salimos del instituto sobre las dos de la tarde. Iba haciéndome unas preguntas sobre el tema que acabábamos de estudiar en clase y yo iba más pendiente del movimiento tan atractivo de sus pies al caminar ―embutidos en aquellas viejas zapatillas de deporte― que de las preguntas que hacía:

―Creo que te importa un bledo lo que hablo, Tomás…

―No, no es eso ―respondí al instante―. Tengo cosas en la cabeza dándome vueltas.

―Con más razón. ¿Se puede saber qué hay en tu sesera tan importante como para que me ignores?

―No se puede de momento, amigo. Cuando tenga las ideas más claras, quizá te lo cuente.

―Me tratas como a un compañero más de la clase…

―¿Como a uno más? ―me detuve para hacerle la pregunta―. Te aseguro que no.

En cuanto cruzamos la verja para salir a la calle oímos un gran bullicio y miramos hacia la esquina instintivamente. Dos chicos ―que no solía ver demasiado por clase― estaban enfrascados en una pelea, y la poca gente que se había acercado a observarlos se mantenía a una cierta distancia, sin separarlos. Alguno de ellos tomaba imágenes con su teléfono.

―Vamos a alejarnos por aquí, Tomás ―apremió mi amigo―. Esos dos son unos pintas de mi barrio y es mejor no acercarse a ellos.

―No me parecen chicos con mal aspecto.

―Mal aspecto no, pero sí muy malas costumbres ―comentó cuando ya nos retirábamos del lugar.

―¿Toman drogas o algo así?

―¡Qué inocente eres! ―exclamó―. Fumarse un porro no es una cosa del otro mundo y… si te refieres a coca o algo así, quizá la consuman. ¡No sé! Dinero no les falta.

―¡Qué lujos! ―protesté―. Prefiero gastar mi poco dinero en cosas útiles y menos perjudiciales.

Al oír lo que decía, miró con disimulo alrededor y, tomándome del brazo me apartó hasta los solitarios jardines:

―No sabes en el mundo en que están metidos algunos ―musitó con misterio―. Si no te conociera como te conozco, pensaría que te has caído de un guindo.

―¿Por qué? Me han parecido dos tíos bien vestidos, no unos delincuentes.

―No sé si calificarlos como delincuentes, desde luego, pero los conozco bien y no me gusta nada lo que hacen. Esos dos que ves tan bien vestidos, a los que no les falta de nada y seguro que llevan más de cincuenta euros cada uno en sus bolsillos, se dedican a hacer cosas que no me gustan un pelo. Todo el barrio lo sabe y calla.

―¿A qué tipo de cosas o negocios te refieres?

―Puedo confiar en ti, supongo.

―No lo dudes, Sebas. Para mí no eres un simple compañero de clase. En serio.

―¡Escucha! ―farfulló asegurándose de que no le oía nadie más que yo―. Esos dos, y otro puñado de vecinos, se dedican a hacerle visitas a un hombre mayor que… les da dinero a cambio de… ciertos servicios.

―Creo que empiezo a imaginarme algo.

―Pues es más complicado de lo que puedas imaginar. Mantente alejado de ellos, ¿me oyes?

―¡Pero si no los conozco! ―exclamé confuso.

―Mejor para ti.

―¿No puedes darme algún detalle más? Tampoco me gustaría encontrarte un día con ellos si son como dices.

―Vamos caminando hasta la parada del autobús. Voy a hablarte de algo que no hemos hablado nunca. Prométeme que no se lo vas a decir a nadie.

―¡Pues claro! ―contesté asustado―. Si es un secreto entre tú y yo ten por seguro que nadie lo va a saber.

Pareció ordenar un poco lo que había en su cabeza y que me iba a contar, me miró resignado y comenzó una historia que no entendí al principio:

―A todos nos gusta hacernos pajas, ¿verdad? ―me pareció avergonzado de lo que decía.

―Supongo. A unos más que a otros, imagino. ¿Por qué?

―¡Mira! Cuando estás caliente y no tienes a tu lado a alguien con quien follar, lo normal, digo yo, es hacerte una paja. Pero… ¿qué pasaría si alguien te la hace y encima te paga?

―¿De qué coño hablas, Sebas?

―Todo mi barrio lo sabe y nadie dice nada. No lo entiendo. Bastante cerca de mi casa vive un señor mayor. Vive solo en un caserón muy lujoso y, según tengo entendido, tiene dinero para muchos vicios. Entre ellos, está…

Dejó de hablar y, al mirarlo con atención, empecé a atar cabos:

―Es un viejo verde, ¿no? Un asqueroso que paga por hacer pajas.

―Algo así, Tomás, pero no es un viejo verde, te lo aseguro. Cuando sale a la calle todo el mundo lo tiene como un gran señor. Viste de lujo, come en los sitios más caros y tiene a su alcance a cualquier chaval, mayor de edad, claro; al que se le antoje. Sabe lo que se hace y no quiere líos.

―Y, ¿qué tienen que ver esos dos con él?

―¡Escucha bien, Tomás! ―bajó la voz aún más―. Esos dos tienen todo lo que quieren. Están más tiempo con ese hombre que en la calle. Lo mínimo que paga es una paja a diez euros. Te la hace y te paga.

―¡Joder! ―exclamé aguantando unas risas―. Los va a matar a pajas…

―Y ellos encantados… ―continuó―. Todavía peor… Si en vez de dejarse hacer una paja se dejan hacer una mamada, aún paga más. Y hay otro… «servicio» bastante mejor pagado.

―Está bien. No hace falta que me des más detalles. Procuraré mantenerme al margen.

Anduvimos otro tramo sin hablar y, como no podía ser de otra manera porque me atraía y me preocupaba su historia, volví a preguntarle con prudencia:

―Hmmm… ¡Verás, Sebas! ―farfullé―. No tienes que contestarme si no quieres. Sé que me meto en lo que no me importa… ―Lo miré mientras notaba que me temblaban las piernas―. ¿Tú has visitado a ese hombre alguna vez?

―Pero ¿qué dices? ―contestó entre risas y asombro―. Yo no tengo a nadie que me haga pajas, por desgracia, pero no se me ocurriría ir a ver al que fuma en pipa.

―¿Quién fuma en pipa?

―¡Ese hombre, Tomás! ―dijo como si yo tuviese que conocer todo aquel entramado―. El que fuma en pipa es ese hombre. Muchos chicos del barrio dan vueltas alrededor de su casa para dejarse ver. Cuando él los observa un poco, los deja pasar de uno en uno y satisface sus extrañas necesidades.

―Tú te haces pajas, ¿verdad? ―le pregunté sin pensarlo demasiado.

―Es evidente. ¿Conoces a alguien que salga conmigo y me las haga?

―No, claro. Nunca te he visto salir con una chica.

―Ni con un chico ―aclaró seguro―. Las pajas me las hago yo mientras no haya otra posibilidad más atractiva. Ese viejo verde no pone sus manos en mi carajo.

―¡Espera! ―Lo agarré fuertemente del brazo―. Ahí viene mi autobús. Preferiría hablar un poco más contigo de esto antes de irme. ¿Te importa?

―¡Eh! ―exclamó con una sonrisita―. ¿Vas a preguntarme dónde vive ese tío?

―¡No, no, por favor! Deja a ese hombre a un lado.

―Ya está olvidado. Ahora dime lo que quieras saber con más detalle. ¡No irás a decirme que no te haces pajas!

―Me las hago, te lo aseguro. Como todo el mundo: solo.

―¡Y cualquiera sabe en quién piensas! ¿Cuál es el problema entonces?

―¡Verás!... ―Tragué saliva―. ¿Nadie te ha hecho nunca una paja? ¿Siempre te las haces tú?

―¡Por supuesto y por desgracia! ¿A qué viene eso ahora?

―Sé de sobra que no es igual hacerse una paja a que te la hagan y… si hablamos de otras cosas…

―Será cuestión de tener paciencia y esperar a ver si alguien se fija en uno de una vez y empezar a ser alguien para alguien… aunque sea para un rollo pasajero, porque a este paso... Estoy seguro de que llegará ese momento. ¡Corre! Coge tu autobús que luego tarda mucho el siguiente.

―¡Déjalo! Ya se va. Ahora cogeré el otro. Cruza tú, que viene el tuyo.

Diciéndome adiós con su encantadora sonrisa, lo vi atravesar con precaución la calle a paso ligero hasta que se subió al autobús. Me quedé como un imbécil mirando cómo subía la gente hasta que lo vi asomado a una ventanilla. Me hizo señas con la mano y me lanzó un beso muy sensual y con un gesto un tanto exagerado.

No supe por qué hizo eso, aunque el tema del que habíamos estado hablando me había puesto bien caliente y pensé que tal vez a él también… No, Sebas jamás iba a mirarme como a algo más que a un amigo y compañero de clase. Una vez que salíamos de allí, cada uno llevaba su vida desconocida para el otro.

Ya en casa, aquella misma tarde, no podía dejar de pensar en él y en eso. No sabía qué podría sentir si era otra persona la que me masturbaba. ¿Y si pudiera ser Sebas? Estaba seguro de ser el tonto de la clase. A mi edad, seguro que todos habían echado más de un polvo.

Aparté el libro porque no me estaba enterando de nada de lo que leía, me levanté de la cama despacio y me fui a la cocina sabiendo que mis padres no me veían. Tomé media botella de vino que había en el frigorífico y volví al dormitorio para guardarla inmediatamente en la mochila.

Busqué en el cajón la sudadera verde tan vistosa que me había regalado Sebas, la tomé entre mis manos para acariciarla y me la llevé a la cara para olerla. Había perdido su olor. Se me antojó ponérmela para sentirlo más cerca. Bien abrigado ya, me dirigí a la salida despidiéndome a voces de mis padres.

A pocas calles de allí tomé el autobús hasta el instituto y, bajándome en la parada de siempre, atravesé para tomar el que iba al barrio de Sebas. Con mucho disimulo, casi metido en una casa, saqué la botella y bebí un largo trago. Nunca tomaba alcohol, así que empecé a notar los efectos en poco tiempo. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en mi rostro.

Sentado ya cómodamente en el otro autobús casi vacío, puse atención al recorrer las calles del barrio de mi querido amigo. Sabía más o menos por dónde vivía Sebas y no quería acercarme demasiado a su casa, así que me bajé una parada antes y me metí por unas callejuelas tranquilas antes de que alguien me viera.

El alcohol había hecho su efecto y me pareció poco. En cierto momento, con disimulo, volví a beber y a beber hasta agotar lo que quedaba. La vista se me nubló un poco pero notaba una sensación muy agradable.

Caminando por aquella calle tranquila y de casas lujosas, me pareció ver a un chico que, si no estaba demasiado borracho, me pareció uno de los que había visto en la pelea. Ni siquiera me planteé si lo que hacía era bueno o malo. Caminé decididamente hacia él y me detuve muy cerca observándolo echado en unos setos, fumando un pitillo.

―¿Qué pasa tío? ―preguntó mosqueado―. ¿Tengo monos en la cara?

―¡No, no! ¡Perdona! ―le contesté como pude―. ¿Tú sabes dónde vive el que fuma en pipa?

No pareció extrañarse de mi pregunta, aunque sí me miró con un gesto de asco de arriba abajo. Tiró el pitillo, lo pisó con fuerzas y levantó el antebrazo para señalar:

―Es aquella de la esquina ―dijo a disgusto―. El 332. ¡Que te aproveche, so maricón!

No niego que sentí una enorme vergüenza. Caminé rápidamente hacia esa casa y, al acercarme a la cancela del jardín, observé durante un instante el interfono de la entrada. Levanté mi mano y pulsé el botón.

―¿Sí? ―preguntó alguien desde la casa―. ¿Qué quieres?

―Venía a… ―farfullé como pude.

―¿Qué deseas? ―oí a medias por el altavoz―. No tengo tiempo para perderlo.

―Venía a hacerle una visita… ¡Ya sabe a qué me refiero!

―Lo imagino. No has venido nunca.

―No.

―¡Lárgate!

―¡Espere, señor! ―insistí al instante en voz baja―. Tengo diecinueve…

―¡Hm! ¿Piensas que soy tonto? ―oí su voz metalizada pero agradable―. Sé la edad de alguien de un primer vistazo. Casi tienes los veinte. Y no es ese el problema. Cruza a la acera de enfrente y pasea visiblemente de un lado a otro. Vuelve dentro de diez minutos.

Oí perfectamente cómo colgaba y supe que me estaba observando de alguna manera. Hice lo que me dijo. Crucé a la otra acera y me puse a recorrerla en ambos sentidos una y otra vez.

Me pareció que mi reloj se había parado. La espera, tambaleándome y paseando de un lado a otro, se me estaba haciendo interminable y no quería, bajo ningún concepto, que alguien se diera cuenta de lo que estaba haciendo allí. Si lo que me dijo Sebas era cierto ―y eso me pareció― nadie quería saber nada de lo que pasaba en ese lugar.

De pronto, bastante antes de que llegara la hora, una mano me agarró con fuerzas por el brazo y, mientras me tambaleaba viendo todo dar vueltas, me arrastró aprisa calle abajo:

―¡Imbécil! ―dijo alguien muy pegado a mí―. No sé por qué tengo que contarte ciertas cosas. ¡Pareces un niño chico! ¿Qué coño haces aquí?

―¡Sebas! ―balbuceé cuando pude reconocerlo―. Me he perdido…

―¿Perdido? ―gruñó bastante enfadado―. Tienes una cogorza indecente. ¡Vamos a mi casa!

Lo que pasó en los siguientes minutos casi desapareció de mis recuerdos. Eso sí, mi amigo me llevó a vomitar al baño, me desnudó como pudo y me echó en una cama dejando la habitación a oscuras.

Noté mucho frío cuando desperté. La ventana estaba abierta y era de noche. Cuando intenté moverme, tuve que sujetarme la cabeza. Conseguí levantarme y fui hasta la puerta de la habitación para abrirla con prudencia. Oí un golpe muy fuerte.

―¿Ya se te ha pasado? ―me preguntó Sebas echado en una esquina del pasillo observándome―. Vente aquí conmigo, al salón. Creo que tienes que contarme algunas cosas.

―¿Me das un vaso de agua? ¡Por favor!

Una vez que me llevó de beber, volvió a agarrarme por el brazo y tiró de mí hasta el sofá:

―Tienes suerte de que mis padres se hayan ido de viaje. No sé qué hubiera hecho contigo… Si antes te digo lo que no se debe hacer, antes lo haces.

―¡No, no, Sebas! ―argüí―. Estaba dando un paseo por curiosidad…

―Deja de mentirme, Tomás. ¡No sabes! Además, antes de que me pongas más excusas, te voy a decir yo lo que piensas.

―Me he equivocado. ¡Lo siento!

―Lo sé ―me pareció que me hablaba con cariño―. Cuando estabas ahí paseando es porque estabas esperando para entrar en esa casa y, cuando esperabas para entrar en esa casa, los dos sabemos para qué era, ¿verdad?

―Yo no quería…

―¿Por qué no eres claro conmigo, Tomás? Ahora estoy seguro de que en tu vida te ha hecho alguien una paja. Ir a hacerle una visita a ese hombre no es precisamente la forma más apropiada de… ―Me miró confuso―. ¿O es que necesitas dinero? Luego dices que yo soy para ti más que un simple compañero de clases.

―No, no lo eres. Eres mucho más. Eso te lo juro.

―¿Y por qué no me hablas claramente? ¡Yo no me como a nadie!

―No me gusta hablar de esas cosas. Y menos, contigo. No quiero que te enfades conmigo, Sebas ―gemí―. ¡Te quiero mucho!

―Yo también te quiero ―musitó tras un breve silencio―. Esperaba que en cualquier momento me hablaras de esto y te he dado pie mil veces, ¡pero sigues en babia! Estoy cansado de tirarte los tejos, Tomás. No haces más que apartar la vista cuando clavo mis ojos en los tuyos. Te rozo la pierna, y la retiras como si fuera a violarte.

―¿He hecho eso?

―Creo que te falta un hervor… A partir de hoy se acabaron los secretos y, si vienes a este barrio, vendrás conmigo y a mi casa. ¿Te parece bien?

―Eso quiere decir que…

―¡Vale! ―protestó resignado―. Seré más explícito todavía. A ver si así te das cuenta de una puñetera vez de que me gustas una barbaridad y me dices algo. Te hablo lo de las pajas y no se te ocurre otra cosa que ir a que te hagan una. ¿Para qué coño estoy yo?

Lo miré espantado. No me estaba diciendo nada que me disgustase, pero no esperaba esa reacción viéndome a su lado casi desnudo.

―¡Venga, anda! Échate atrás en el sofá y dime… ¿Me quieres, aunque sea un poquito?

―¡No! ¡Te quiero mucho! No sabía cómo decírtelo…

Se echó lentamente junto a mí y me acarició la mejilla. Yo aún no había perdido los efectos del alcohol y una lágrima floja, resbaló por mi mejilla. Sonrió sin dejar de mirarme y puso su mano en mi muslo desnudo para acariciarlo:

―Ya vale, Tomás. Me parece que ya no tendrás más dudas. Llama a tu casa, disimula el pedo que tienes en lo alto y dile a tus padres que te quedas esta noche conmigo.

―¿Contigo? ―exclamé incorporándome.

―¡Sí, conmigo! ―susurró moviendo su mano poco a poco hasta mi ingle. Nos vamos a hacer una paja, ¿vale? Así nos estrenamos los dos, que yo también lo necesito. No quiero que nadie, nada más que tú, toque mi carajo, ¿comprendes? No puedo ser más claro ya.

―¿En serio? ―gemí poniendo mi mano en su mejilla―. Esto es un sueño de la borrachera…

―Verás cómo no es un sueño…

Su mano, al fin, se posó sobre mi carajo medio empalmado bajo los calzoncillos y fue metiendo el pulgar por el pernil:

―¡Oye! ―concluyó misteriosamente―. No me voy a enfadar si me tocas, ¿eh? A mí también me gustaría. ¡Venga! Aquí podemos. Es el momento. Es tu momento y el mío. El primero, claro; espero que esto vaya a más si es verdad lo que dices.

―Claro que es verdad lo que digo ―respondí dejando caer mi mano lentamente hasta sus piernas para cogérselo por primera vez―. Ojalá no estuviera borracho ahora.

―Se te pasará. Te voy a poner un café y algo de alimento. Tienes que coger fuerzas porque vas a dormir, o lo que sea, conmigo toda la noche.

Hizo un ademán como para levantarse y, en ese mismo instante, posó sus labios sobre los míos en un beso que me pareció delicioso:

―No nos oye ni nos ve nadie ―musitó al instante volviendo a sentarse―. Si quieres, nos hacemos la primera paja y luego comes. Tenemos toda la noche para nosotros.

―¿Y podemos hacer también otras cosas?

―No te quepa la menor duda. Si no sabes o no te atreves, déjame a mí. Yo te enseño.

En ese momento, por supuesto, abandonó la idea de ir a por café y tiró de mis calzoncillos casi violentamente para abarcar mi carajo, sacarlo y apretarlo con fuerzas, cerrando los ojos y aspirando con profundamente. No tuvo que decirme nada más. Mi mano se agarró a sus pantalones, en un movimiento reflejo, y casi le arranco el botón antes de bajar su cremallera y encontrar sus calzoncillos azules abultados.

Mi mano tocó por primera vez un carajo que no fuese el mío, es más, no quería tocar otro que no fuese el suyo.

Cuando volvimos a besarnos comenzamos a masturbarnos mutuamente y creí que me ahogaba.

―¡Espera! ―dijo en voz muy baja―. No me gustaría que nuestra primera aventura la viviéramos en el sofá. ¡Vámonos a la cama! Para eso está.

Me levanté con él, que llevaba los pantalones medio abiertos, intentando no dejar de acariciarlo. Echó su brazo sobre mis hombros y recorrimos el pasillo hasta su dormitorio. Tiró de la colcha y, sujetándome con dulzura, me sentó en la cama, tomó mis pies y los levantó para dejarlos sobre el colchón. Al instante, se quitó los pantalones, se sentó a mi lado y se echó junto a mí. Era la primera vez que miraba a sus ojos sin avergonzarme; sin apartar la vista.

Movimos un poco las manos y continuamos con aquella primera masturbación que tanto él como yo habíamos deseado durante mucho tiempo sin poder llevarla a cabo por mi torpeza.

Cuando pensaba que era el chico más feliz del planeta Tierra, noté que tiraba de mis calzoncillos hacia las rodillas e, incorporándose un tanto despacio, bajó su cabeza hasta posar sus labios en mis huevos velludos para lamerlos. Eso ya no lo había pensado:

―Sebas ―farfullé―. No sé si vamos a empezar la casa por el tejado…

―¡En absoluto! Vamos a empezar por los cimientos. ¿Te preocupa que te la mame?

―¡No! No he dicho eso. He venido hasta aquí por simple curiosidad y me he encontrado con esto.

―¿Te gustaría comérmela también?

―¡Claro! ―exclamé incrédulamente gozoso―. Todas las veces que me lo pidas.

―Pues voy yo y, cuando termine, te toca. Si lo prefieres hacer tú antes…

―Como quieras. Lo importante es hacerlo, no el orden. Sigue tú.

―Pues prepárate. Me parece que esto se va a repetir unas cuantas veces esta noche. Ya no podía esperar más, y tú no te dabas cuenta.

Cuando volvió a bajar la cabeza hasta mi vientre, noté que la metía en su boca y la lamía con deseo. No me estaba imaginando nada y no quería perder de vista aquella situación. Levanté la cabeza para ver cómo lo hacía. Sebas, al que amaba en silencio desde hacía mucho tiempo, me estaba dando el placer más indescriptible que había sentido hasta la fecha. Su cabeza subía y bajaba para darme más y más. Esperaba mi turno para hacerle eso mismo.

En poco tiempo noté que no aguantaba y que iba a correrme enseguida. Le hice señas agitando su cabeza y siguió mamando machaconamente hasta que me corrí de verdad por primera vez. Fue en su boca, no en su mano, y mucho menos en las manos de aquel desconocido hombre que fumaba en pipa.

Buscó unos pañuelos en la mesilla y echó allí toda mi leche, pero en ningún momento noté en su cara una expresión de asco. Deseaba mi turno y no me atrevía a decírselo.

―¿Qué? ―me preguntó contento―. ¿Todo bien? ―Asentí―. Si quieres, puedes probar tú ahora… Eso o lo que quieras.

―¡No! Eso mismo. Lo he deseado durante mucho tiempo.

Copié cada gesto que hizo. Empujé sus calzoncillos hasta debajo de sus rodillas y preferí ponerme frente a él para hacerle la mamada. No podía creer que estaba viendo aquello. Al bajar la cabeza, metí en mi boca el trozo más deseado de su cuerpo. Olí su piel, la saboreé. Mamé para darle placer hasta que vi signos de que se acercaba su orgasmo. Seguí con más fuerzas mientras tiraba de mi cabeza y noté su leche entrar en mi boca en una enorme y deliciosa experiencia.

Me acercó los pañuelos para que cogiera uno para escupir. No había hecho una mamada nunca y, aunque no me dio asco ninguno, preferí no tragarlo.

―Parece que estás mejor de tu cogorza ―me dijo al acabar mientras descansábamos―. Llama a tus padres. Vamos a aprovechar estos días.

La llamada fue rápida y no pusieron pegas cuando dije que me quedaba con Sebas unos días (lo conocían de vista y lo apreciaban). Al volver a mirarlo fijamente poco después, me besó y pensé que se le había ocurrido otra cosa:

―¿Te gustaría follarme?

―¡Claro! Si tú quieres…

―Eso no se pregunta ―murmuró mientras se movía para darme la espalda―. Ten un poco de cuidado porque no sé si aguantaré. Estaba deseando que llegara este momento.

Follamos entonces, también después de cenar algo… y casi durante toda la noche y de muchas maneras. Así y todo, hubiese seguido.

―Será mejor que nos duchemos y salgamos a comer algo ―propuso―. ¿Una hamburguesa?

―¡Sí! Yo invito.

Nos duchamos juntos, reímos, nos vestimos y hablamos…

―¡Oye, Sebas! ¿Cómo adivinaste que estaba esperando frente a esa casa?

―Me asusté muchísimo ―respondió claramente preocupado―. Alguien se puso a aporrear la puerta y, cuando abrí, vi a una cierta distancia a Leo.

―¿Y quién es Leo?

―Uno de los chavales que estaban en aquella pelea. Le extrañó que alguien con mi sudadera verde le preguntara esta tarde por esa casa. Es más listo de lo que piensas. Imaginando que éramos pareja, creyó en que algo no iba bien entre nosotros, seguro. Corrió hasta aquí solo para decirme que mi novio estaba allí esperando para entrar. Ni siquiera permitió que le diera las gracias por avisarme.

Me pareció una situación más que rara. Leo había pensado que éramos novios… No volví a comentar nada al respecto y salimos a dar un paseo hasta la avenida.

Cuando íbamos por una de esas tranquilas calles, ya a punto de llegar a la esquina, noté que Sebas me daba un codazo y me hacía señas. Por la acera de enfrente, en sentido contrario, caminaba Leo como un zombi.

Los dos nos pusimos muy unidos, pegados uno al otro, y agachamos un poco la cabeza para no ser vistos. Sin embargo, cuando ya llegábamos a la esquina, oímos unos pasos por detrás y, bastante asustados, nos volvimos para ver quién era. Leo, inmóvil, mirándome fijamente a los ojos con su rostro de cadáver, antes de salir corriendo para retirarse de nosotros, dejó oír su voz ronca y destemplada:

―¡Lo siento, tío! No quería llamarte maricón.