El hombre deforme
Como la miseria humana siempre será eso, miseria.
El hombre deforme, nació niño deforme. Por eso nunca quiso nadie mirar su rostro desfigurado. Como si la sola visión de lo horrible fuera contagiosa, los otros niños ni siquiera se reían de él. En los recreos, siempre estaba sólo y si el niño deforme se acercaba al patio en el que jugaban sus compañeros, estos salían corriendo en todas las direcciones, gritando y dejando abandonados el balón y las porterías.
El niño deforme sabía que nadie se atrevía a mirarle a la cara, que la gente se cambiaba de acera o agachaba la cabeza al toparse con él por la calle. Sin embargo, cuando el niño deforme se hizo hombre deforme se dio cuenta de que algunos, mucho menos horribles que él, utilizaban su fealdad para pedir limosna por las calles. Tuertos, cojos o mancos se agolpaban pidiendo en las puertas de las iglesias o en las esquinas más transitadas para mercadear con su desgracia.
Por eso, una mañana el hombre deforme decidió mostrarse por las calles y formar parte de ese circo de la miseria. Eligió una plaza en el centro de su ciudad y se quitó la camisa desnudando su pecho, dejando al descubierto su piel afectada por esa rara enfermedad que la convertía en una masa color vino. Además, por primera vez levantó su cabeza con orgullo, mostrándola para que todos vieran al pasar su rostro horrible, más cercano al de un elefante que al de una persona.
Ocupó una esquina de mucho tránsito frente a una perfumería famosa. Parecía un buen sitio para mendigar. Un lugar lleno de turistas, de gente de paso, que podrían lanzar miradas fugaces a su rostro, a su cuerpo y a su célula de identidad que enseñaba en su mano derecha, para que la gente no le tomara por un farsante y dejara alguna moneda sobre la caja de zapatos que reposaba a sus pies.
Sin embargo, los turistas pasaban demasiado rápido, borrachos de su deseo de verlo todo, de olerlo todo, de vivirlo todo. Algunos, los menos, comentaban algo sobre él entre la extrañeza y la risa. Otros se paraban a mirarle con los ojos perdidos, como si fuera una estatua puesta por los dueños de la perfumería. Incluso alguno, llegó a echarle unos miserables céntimos esperando que se moviera o cambiara de postura como los mimos. Pero nadie se paró movido por la pena. Ni siquiera por la curiosidad. Lo consideraron parte del paisaje.
El hombre deforme descubrió poco a poco, que en estos tiempos locos todo pasaba demasiado deprisa, incluso, los hombres, como para prestar atención a su fealdad. Entonces se sintió humillado, marginado, arrinconado. Por primera vez en su vida, se dio cuenta de que su rango de distinción, su fealdad, era ignorada por aquellos que miraban la ciudad a través de sus ojos extranjeros y de los objetivos de las cámaras. Ya no era el hombre que causaba rechazo a quienes pasaban por la calle. Ahora era peor, causaba indiferencia. Si antes era pobre, ahora no tenía nada, ni siquiera su fealdad.
Entonces, se puso su camisa, recogió la caja de zapatos y, mirando al suelo, emprendió el camino hacia su casa. Y en el esa esquina donde estaba parado, dejó la huella de unas lágrimas.