El hombre

Hacía calor; demasiado calor. Apenas si se había levantado el sol y el paisaje ardía. La luz hacía daño a los ojos. El polvo se colaba en la garganta, en la nariz, entre la ropa. Pero no quedaba más remedio que seguir adelante, caminando sin mirar atrás, sin detenerse.

Hacía calor; demasiado calor. Apenas si se había levantado el sol y el paisaje ardía. La luz hacía daño a los ojos. El polvo se colaba en la garganta, en la nariz, entre la ropa. Pero no quedaba más remedio que seguir adelante, caminando sin mirar atrás, sin detenerse.

A la vuelta del camino apareció, como por ensalmo, una pequeña casa de piedra, con el tejado de madera y un más pequeño cobertizo. Junto a la casa, un corral hecho de postes de madera vieja y, dentro, tres mulas dormitaban al sol. En alguna parte había gallinas: su cacareo se oía perfectamente.

El primer pensamiento del Hombre fue robar algunas gallinas, saciar con ellas su hambre, un hambre que apenas le dejaba pensar con claridad, más insoportable que el calor, que el cansancio. Pero antes tenía que saber cuanta gente había en la casa; no quería más problemas de los necesarios. Y si la cosa se ponía complicada, siempre podría recurrir a la caridad. Alguien le había dicho que por esas tierras vivían comunidades de fanáticos religiosos. Sí, sino había más remedio, recurriría al humillante recurso de pedir.

El hombre se acercó en silencio hasta la casa. No había perros. "Mala idea" pensó "los perros alertan de la llegada de extraños". Empezaba a sospechar que la cosa no iba a ser tan complicada. Caminó junto a la casa, por la parte posterior sin ventanas, cerca del hedor de la letrina, y se paró en la esquina. Dejó que transcurrieran diez latidos y avanzó de nuevo, esta vez hasta la ventana abierta. Permaneció agachado junto a ella y escuchó. Había alguien. Oía como trajinaba por la casa, pero no podía determinar cuantas personas eran. Tampoco podía saber si el resto estaría fuera o no. Lo único seguro es que fuera no se veía a nadie y dentro había alguien. Se sentó en el suelo a esperar. Los pies le dolían de caminar tanto y las alpargatas que calzaba no le ayudaban en nada. Apenas consiguió elaborar un plan. Su cabeza estaba embotada por el cansancio, la falta de sueño y el hambre. Oyó un murmullo. Alguien hablaba. No podía entender bien lo que decía ni si alguien contestaba. El sudor corría por su cara.

Misca, ven aquí – dijo una mujer en la casa. – Te he dicho que vengas, no me hagas ir a buscarte.

Había alguien más en la casa. La mujer hablaba con un fuerte acento, pero no supo descubrir de donde. Tal vez de algún lugar de la vieja Europa. Dos personas. Una mujer al menos y alguien llamado Misca, pero no sabía si Misca es nombre de hombre o de mujer. Se mantuvo tenso, esperando la contestación. Se oyó el maullido de un gato.

Misca, gato tonto ¿No te he dicho que vengas? Venga, que aquí tienes tu comida. Ya verás cuando vengan tus amitos de la ciudad el miércoles la de cosas que nos traerán. Tontorrón.

El Hombre se levantó como si una descarga eléctrica le recorriera el cuerpo. Una mujer, sola. Y alguien que no vendría hasta pasado mañana. Tiempo de sobra para comer, beber y hacerse con una mula. Estaba harto de caminar. Caminó agachado y con sigilo hasta la puerta de la parte delantera. Estaba abierta. Desde su posición podía ver una mesa y tres sillas; el suelo de tierra y una bomba manual de agua. Pero no a la mujer. La oía y podía intuir que estaba en el centro de la casa, haciendo algo. Despacio, entró.

Delante suyo estaba la mujer, de espaldas, vestida de negro aunque la tela estaba gris por lo usada y por el polvo que lo cubría todo. El gato estaba refrotándose entre sus piernas. Ella se volvió despacio y un poco sorprendida. A penas podía distinguir al Hombre que estaba tapando la puerta. El dio un paso y penetró en la oscuridad de la vivienda. Así ella lo pudo ver. Sucio, cansado, de unos treinta años.

Señora – dijo con una voz asfixiada- No la molestaré mucho. Sólo necesito un poco de comida y agua.

Ella no respondió. El miedo le impedía hablar. Jamás imaginó que en aquellos parajes pudiera aparecer nadie.

Señora, necesito comida

El Hombre hablaba casi en un susurro, con la garganta seca. Ella miró sin querer hacia la mesa, hacia el cuchillo que allí había. El Hombre siguió su mirada. Lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo, él se acercó hasta le cuchillo y lo cogió. Con el en la mano volvió a mirar a la mujer. El pelo corto y rubio, con algunas canas en las sienes, los ojos claros y las manos encallecidas por el duro trabajo de años. Aparentaba cincuenta años pero él calculó que rondaría los cuarenta o cuarenta y tantos. El gato se movió a sus pies. Estaba descalza. ¿Hacía cuanto tiempo que no veía una mujer descalza? Casi había perdido la cuenta. Al menos desde que lo atraparon hacía ya seis años. Esos pies le recordaron algo, pero no podía precisar qué. Ella lo miraba entre desafiante y asustada, con el orgullo de una mujer valiente. No podía descubrir qué se le escapaba de la memoria. Ella retrocedió un paso. Intuyó, más que supo, qué era lo que el hombre iba a recordar. Llevaba sin probar una hembra más de seis años.

Él estaba confuso, pero no dejaba de mirarla, de vigilarla. Dio un paso hacia ella para que no se alejara demasiado. A su izquierda se abría la única habitación de la casa, con una vieja cama en el centro; enrollado, en una esquina, un colchón de lana. Al ver la cama se acordó. El hambre desapareció; la sed se esfumó; el cansancio se borró. Delante de él había una mujer.

De dos zancadas salvó la distancia que les separaba y ella, dando un gemido, intentó volverse, pero él la sujetó por le vestido y, de un solo golpe, se lo desgarró de arriba a bajo. Debajo apareció una combinación que en algún momento había sido blanca. Ella intentó cerrarse la ropa desgarrada pero apenas tuvo tiempo. Él tiró de la combinación y uno de sus pechos saltó fuera. No era muy grande, pero el paso de los años y el haber amamantado a sus dos hijos, habían hecho de él algo que caía sin tersura. Al ver el pecho, la enorme aureola de la matrona, coronada con un pezón grande y duro, el Hombre apenas se pudo contener. Terminó de romper la prenda y, casi en el mismo movimiento, le arrancó las grandes bragas blancas que llevaba puestas. El pelo que protegía su coño, rubio, ensortijado y abundante, se mostró ante él. Apenas lo acarició con el dorso de la mano.

Señora – musitó- Hace mucho, mucho tiempo que no pruebo un coño. Por desgracia para usted, va a ser el suyo.

Ella se llevó a las manos a la cara, tapándose los ojos. Él la empujó y calló al suelo, boca arriba. Él rápidamente se quitó la camisa, las alpargatas y los pantalones. Se presentó ante ella en toda su desnudez. La mujer gemía de miedo y la lágrimas caían por su cara, pero apenas se la oía. Tampoco se movió. Frente a ella el Hombre, de pié, la miraba con los ojos desorbitados. Su pene cabeceaba furiosamente y brillaba por culpa de un líquido transparente que brotaba de la punta; estaba empapado de ese fluido. El Hombre se arrodilló entre sus piernas y se las abrió con fuerza.

Señora- jadeó- Déjeme follarla sin darme problemas y todo acabará bien

Dejó el cuchillo junto a ella y es echó sobre su cuerpo. La mujer sentía el peso de él y como comenzaba a moverse, buscando su sexo. Ella sintió su dureza en un muslo e inmediatamente notó como recorría la distancia que lo separaba de su objetivo. Ella musitó una oración que se quebró en sus labios al sentir su pene perforándola.

Señora – gritó el Hombre- tiene el coño seco

Él empujó con fuerza pero apenas si pudo penetrarla casi. Ella estaba seca pero además completamente cerrada. Hacía más de catorce años que nada la había tocado, ni tan siquiera cuando hacía sus abluciones en la palangana apenas se rozaba con el agua, lo suficiente para que estuviera limpia. Su marido, un beato brutal, había muerto por una patada de una mula hacía catorce años y aún así, él la usaba rara vez; y lo peor es que después de usarla la golpeaba por ser "el instrumento del diablo". Ahora su coño apenas si podía abrirse para recibir aquella acometida.

El Hombre le metió con violencia los dedos en la boca. Hizo que se los chupara bien y, después, sacó su instrumento dentro de ella. Respiró aliviada. Pero inmediatamente él le introdujo esos dedos ensalivados en su raja y los movió dentro para abrirla un poco. Ella gritó de dolor. Él sonreía enloquecido y arremetió contra su coño de nuevo. Esta vez consiguió penetrarla hasta casi la mitad de su tronco. La mujer sentía como su intimidad era perforada salvajemente, causándole un dolor casi insoportable; la barra de carne ardiente que la poseía le quemaba por dentro.

Él arremetió de nuevo y esta vez consiguió enterrarse dentro de ella perfectamente. Una vez dentro esperó un momento. Sentía en cada milímetro de su polla la estrecha cámara de la mujer; en sus huevos, los labios de su coño; en su cara, el aroma del miedo de la hembra. Tras esos momentos, comenzó el vaivén, primero lento, recorriendo todo el pasadizo hasta notar en su glande los labios menores del rubio conejito, y volviendo a enterrarse sin contemplaciones. Ahora su coño no ofrecía resistencia y ya podía follarla con tranquilidad. Ella gemía al ritmo de cada acometida; ella gritaba cada vez que la polla del Hombre la atravesaba de nuevo.

Él comenzó a cabalgar cada vez más deprisa hasta que por fin, con un golpe en lo más profundo de la mujer, descargó todo el líquido acumulado durante años. Después se derrumbó sobre ella.

La mujer, con el rostro bañado en lágrimas, apenas se atrevía a moverse. Sentía como la leche la inundaba por completo, y como la polla del Hombre le mantenía su sexo abierto. Él jadeaba sobre ella.

Poco a poco el Hombre se fue incorporando, demorándose una eternidad mientras sacaba su aparato de la cueva, haciendo que ella lo sintiera en toda su extensión. Cuando estuvo fuera la miró.

Ahora, señora, prepáreme algo de comer.

Ella intentó levantarse, pero sus piernas no respondían. La leche salía a borbotones de su ahora mancillada raja. Él la ayudó a incorporarse para que cocinara lo más deprisa posible. No la dejó cerrarse el vestido.

Quiero verla, señora. Ahora que ya nos conocemos no debe de sentir vergüenza.

A lo largo de sus piernas el líquido espeso bajaba casi sin cesar. Él se sentó en una de las sillas, desnudo como estaba, y buscó algo para limpiarse la polla. Encontró una cofia, la que ella se ponía los domingos para ir a la iglesia, relativamente limpia; eso serviría.

Al cabo de un rato, ella le puso un plato de guiso encima de la mesa, y él comenzó a devorar. Después comió otro, y otro, y otro hasta que en la cazuela no quedó nada. Cuando se sació, el Hombre se echó hacia atrás en la silla. La mujer estaba de pié ante él, con los brazos caídos a cada lado y los jirones de ropa abiertos, dejando ver su sexo, sus pechos. Enseguida él se volvió a excitar. Con un gesto la hizo acercarse. Las lágrimas comenzaron a rodar por la bonita cara de nuevo.

Cuando estuvo a su lado, descubrió que la polla estaba otra vez erecta, otra vez cabeceante. Con su marido jamás había tenido más de una sesión al mes y ahora descubría con horror como el hombre la iba a usar de nuevo.

La hizo arrodillarse, mirando su polla. El glande se movía sin cesar, y el líquido blanco volvió a aparecer. Él se la sujetó con la mano.

Creo que hoy no ha bebido nada, señora.

Ella no entendió lo que le quiso decir. No lo entendió hasta que él, con la mano libre, empujó su cabeza hacia abajo, intentando introducir aquello en su boca. Ella la cerró con fuerza. En ese preciso instante, la mano que sujetaba la polla se lanzó contra su cara que, sujeta la cabeza, hizo que el golpe casi la dejara inconsciente. Pero no lo suficiente como para no saber que, cuando él la empujó de nuevo hacia abajo, ella debía abrir su boca y la polla, con un sabor acre, se introdujo dentro. Él apenas tuvo tiempo de moverse porque casi inmediatamente, al sentir la húmeda lengua en su glande, se corrió, expulsando grandes cantidades de leche en la garganta de ella. Casi la mitad salió fuera; casi la mitad fue tragada.

Cuando la soltó, la mujer se tumbó en el suelo, encogida, llorando a gritos. Nunca, en toda su vida, se había sentido tan sucia. El Hombre se agachó junto a ella y le acarició la cara. Estuvo así hasta que ella se tranquilizó. Después la llevó hasta la cama, la tumbó en ella y le ató las manos al cabecero. Después él se tumbó a su lado y se quedó dormido.

Al cabo de un rato, de unas horas que para ella fueron un infierno intentando liberarse de las ataduras, él despertó.

Señora – dijo al descubrir los intentos de ella – en presidio me ataron muchas veces las manos; he aprendido a hacer muy bien los nudos.

Después se echó encima de ella y la violó de nuevo.

Estuvieron así toda la tarde y toda la noche. Él la violó al menos otras cinco veces más, aunque ella ya no fue capaz de llevar la cuenta. Por suerte para ella, después de las dos primeras veces, su coño ya estaba la suficientemente abierto como para que no la hiciera tanto daño, y aprendió que si su cuerpo no ofrecía resistencia, el dolor no era tan grande.

Por la mañana, él se levantó y buscó por la casa. Encontró algo de ropa que le podría servir, un par de botas un poco grandes y un viejo rifle que sólo necesitaba un poco de grasa. Después fue hasta la cama, se vació por última vez dentro de ella y la desató. Acto seguido salió de la casa.

Cogió dos de las mulas y preparó una silla de montar con una raída manta y unas cuerdas y le puso los arreos a la más joven de las dos. En la otra echó las gallinas que había matado, agua, y unos cuantos utensilios de comida. Y se dispuso a irse. La mujer estaba en la puerta de la casa, cerrándose la ropa con las manos. Él se le acercó.

Me voy, señora. Gracias por todo y espero no haberla causado más molestias de las necesarias.

Ella lo miró con odio, de abajo arriba; sus ojos brillaban de ira.

¿No pensarás dejarme aquí? – le escupió

Él quedó desconcertado.

¿Cómo crees que voy a enfrentarme a mis hijos cuando mi barriga se empiece a hinchar?

Bueno, señora, yo no creo que

¡Yo si creo! – gritó todo su odio la mujer – Mi marido, que en paz descanse, con solo mirarme me dejaba preñada. Por suerte Dios sólo me permitió parir dos hijos, el resto se los llevó antes de cumplir el tiempo. Ahora no me voy a quedar aquí para que mis hijos conozcan mi vergüenza.

Bien, señora. Entonces, ¿qué propone?

Me llevarás contigo, me cuidarás y cuidaras del hijo que me has hecho.

El Hombre se quedó confuso. Pensó por un momento hacer galopar a sus mulas, pero la mirada de ella le disuadió. Hizo un gesto con la mano y ella, rápidamente, entró en la casa para recoger sus pocas cosas y enseguida fue a buscar la mula que quedaba.

Esa tarde, mientras cabalgaban lentamente hacia el sur, el Hombre comenzó a ver el lado bueno de la situación: buscaban los caza recompensas a un fugado, no a un tranquilo e inofensivo matrimonio; cuando le apeteciera, y le apetecería, podría follarse a la señora hasta quedar saciado porque estaba seguro que ya no se resistiría; cuando llegaran Al Paso la podría vender al burdel de los mejicanos porque, aunque ya era un poco vieja, a los sureños aquellos les volvían locos las gringas rubias de ojos azules; con lo que le dieran por ella podría comprarse un buen caballo y, después, cabalgaría hasta las montañas cercanas, hasta el poblado indio y cambiaría una o dos mulas por una joven india con poco uso.

Si, las cosas no estaban saliendo del todo mal, al fin y al cabo. De repente recordó una antigua melodía de sus tiempos de la confederación y comenzó a silbarla.

P.D.: A la salida del pueblo, dos hermanos se tambaleaban desesperados. Apenas tenían más que lo puesto.

¿Y ahora? – dijo el pequeño- ¿qué le diremos a madre?

El otro negó con la cabeza. Había perdido todo el dinero de las reses, los caballos e incluso botas, chaleco y sombrero, en aquella maldita casa de perdición, en aquella maldita mesa de juego. Pero su hermano estaba aún peor: aquellas putas le habían contagiado la enfermedad del diablo y ahora por su aparato el pus corría sin piedad. Y él entendía a su hermano. Él, el mayor, no era suficiente para el pequeño; después de tantos años satisfaciéndole por las noches en la cama mientras madre dormía en la sala sobre el colchón; después de tantas noches en las que dejaba que lo atravesara sin cesar; después de todos estos sacrificios para que no abandonara a la familia, entendía que necesitaba una hembra; o dos. De hecho fue él mismo, el hermano mayor, el que lo empujó a gastarse algo del dinero obtenido en alguna de aquellas mujeres. Pero no pudo imaginar que aquellas estaban malditas. Y ahora lo estaba su amado hermano. Y ahora no tenían el dinero con el que su madre soñó durante años.

No le diremos nada. No regresaremos para que no conozca nuestra vergüenza.