El hijo de la vecina

Demasiado tentador. Demasiado cerca.

El hijo de la vecina

Aquella noche me desperté sobresaltada y tanteé a mi lado en total oscuridad. Alfonso, mi marido, no estaba, se encontraba en uno de sus viajes de trabajo. De pronto escuché con estupor ruidos al fondo del pasillo. Miré el reloj de la mesilla, eran casi las dos y media de la madrugada.

— ¿Estarán intentando entrar? —pensé preocupada.

A mis cuarenta y dos años había tenido que acostumbrarme a la soledad, pero eso no evitaba el miedo, el miedo a que quisieran robar en casa y estar completamente sola.

De pronto, escuché claramente una risa femenina.

“Tranquila, Pilar”, me dije esforzándome por mantener la calma.

Nunca me he considerado una fisgona, pero lo cierto es que no pude contener mi curiosidad. Me levanté y caminé a hurtadillas hasta la puerta de casa. Se oía gente afuera, pero ahora no hablaban. La curiosidad por saber que ocurría pudo conmigo, así que abrí la mirilla y eché una ojeada.

Lo que vi me dejó perpleja. Apoyado sobre la puerta de enfrente estaba Roberto, el hijo de mi vecina. En cuclillas delante de él, una chica de larga cabellera movía la cabeza adelante y atrás a la altura de su entrepierna. No hacía falta más para saber que aquella rubita le estaba haciendo una mamada al muchacho.

Sé que debía haber dejado de mirar, pero no pude.

“¡Menuda zorra!”, pensé. “Ni siquiera ha podido esperar a entrar en su casa”.

Es cierto que eran las dos de la mañana, y que la posibilidad de ser sorprendidos “in fraganti” era ínfima, pero allí estaba yo, contemplando su descarado arrebato juvenil.

Me quedé pasmada observando los gestos de placer de Róber, aunque la que de verdad me daba envidia era ella. La chica le estaba comiendo la polla con ganas, y a juzgar por los exagerados movimientos de su cabeza el chico debía estar bastante dotado.

Mi vecino debía rondar los veinte años. Siempre había sido guapete, pero ahora su cuerpo había madurado. Era un muchacho alto de tez morena y mirada oscura. Sus hombros habían ensanchado y sus brazos se habían vuelto musculosos. En fin, el muchacho estaba buenísimo.

Sin querer empecé a imaginar que era yo quién se daba un banquete con su miembro. De tanto jadear se me secó la boca, mi entrepierna en cambió se humedeció terriblemente.

“UMMM “, gemí torturada. Mi sexo babeaba con fervor.

Debí apartarme de la puerta, no estaba bien espiar a los demás. Lo hice, juro que me retiré y cerré la mirilla de la puerta. Sin embargo, cuando intenté dar un paso atrás no fui capaz, mi excitación era mucho más fuerte que mi voluntad. Volví a abrir la mirilla, pero al escudriñar a través del diminuto agujero me quedé sobrecogida. ¡Roberto me estaba mirando!

El hijo de mi vecina no pestañeaba, observaba al frente con gesto osco y el ceño fruncido. Entonces comprendí que el destello de luz en la mirilla debía haber llamado su atención y ahora parecía verme a través de la puerta. De pronto, su gesto suspicaz se esfumó y en su rostro se dibujó una sonrisa. Roberto sabía que les estaba espiando, me había descubierto.

Sin dejar de sonreír, mi joven vecino agarró la cabeza de la rubita y comenzó a penetrarla oralmente. Si bien al principio sus movimientos eran comedidos, poco a poco éstos se fueron recrudeciendo. Su mirada me decía que era mi boca la que follaba en su pensamiento.

Empecé a tocarme a toda prisa. Mi sexo estaba chorreando.

Aunque la pobre chica consintió aquel ensañamiento, clavó sus uñas en la cintura del chico a la primera arcada.

Unos segundos después, un cóctel de placer y deseo hizo que Roberto apartase sus ojos de los míos y mirase hacia abajo. ¡Se iba a correr!

― ¡UMMM! ―gimió la chica al recibir el esperma de Roberto en su boca.

Yo también me corrí con un agónico y sordo gemido, no lo pude evitar. Roberto convulsionaba, la rubia saboreaba su semen con insana delectación y yo contenía el aliento.

— ¿Te ha gustado? —preguntó la chica.

Mi vecino contestó que le había gustado mucho, pero no la miraba a ella, me miraba a mí.

Entonces la chica se hizo a un lado para recolocarse el pelo y la fugaz visión de la polla de mi joven vecino quedó grabada en mi retina. Era exultante. De hecho, no había comparación posible con la de mi marido. No solo por su tamaño, que también, si no sobre todo por una firmeza y una verticalidad casi insultantes.

Vi con desazón cómo la rubia entraba en el piso tras él, y al cerrarse la puerta el silencio volvió a reinar como si nada hubiera pasado.

Me lavé las manos con un calentón como hacía mucho tiempo que no sentía, y después me tomé un vaso de agua fría para refrescar la garganta.

Luego, en la cama, no podía dormir. Una imagen se repetía una y otra vez en mi cabeza, el momento en el que Roberto se había vaciado en la boca de la chica. Mis dedos bajaron a mis braguitas y empecé a acariciarme de nuevo.

Pero el silencio de la noche volvió a ser rasgado. No había duda, era la voz de la chica.

Escuché atentamente, mientras me tocaba como una adolescente. No podía creer lo excitadísima que estaba.

Los gemidos de la chica se volvieron grititos por momentos más intensos, hasta que un delicado gruñido me hizo saber que esta vez había sido ella la que había alcanzado un fervoroso clímax.

Metí dos de mis dedos en mi ardiente y húmeda gruta imaginando que era el miembro de Roberto lo que me llenaba. Aquel reprobable pensamiento logró que un violento chispazo de placer se propagase por todo mi cuerpo.

El choque de sus cuerpos sonaba de forma rítmica, acompañado de un constante golpeteo del cabecero contra la pared.

Por un momento pensé en la posibilidad de que todo aquel escándalo fuese un deliberado espectáculo para mí. Con la piel sudorosa y mis pezones a punto de rasgar el camisón, disfruté de una masturbación como hacía años que no lo hacía.

Sentí un el estallido de aguas termales entre mis piernas y otro intenso orgasmo sacudió todo mi ser.

Para cuando quise recuperarme, volvía a reinar el silencio. Hacía años que no me masturbaba dos veces seguidas. Recuerdo que salí a la terraza para refrescarme, ya que la visión de la polla de Roberto en erección no se me iba de la cabeza.

Mi marido regresó unos días más tarde. Ni que decir tiene que Alfonso salió beneficiado sin saberlo del estado de excitación en que había quedado sumida tras aquella noche de fervor juvenil.

De joven había sido una mujer atractiva. Nunca me faltaron los pretendientes. Mi intensa mirada y la prominencia de mis curvas eran irresistibles para los hombres. Sin embargo, a mis cuarenta y dos años la juventud era poco más que un vago recuerdo. Afortunadamente, había conseguido no ir cogiendo kilos con el paso del tiempo como le había sucedido a muchas de mis amigas. Además, mantenía unas facciones marcadas y una abundante melena morena, que regularmente teñía.

Me sentía orgullosa de haber alcanzado la madurez en buenas condiciones, gracias entre otras cosas a que, desde que di a luz a mi última hija, acudo religiosamente al gimnasio tres veces por semana. Tanto era así, que mi marido siempre tiene ganas de metérmela.

Me olvidé del hijo de Merche durante unos días, justo hasta la tarde que quedé con ella a tomar café. Ese día se me ocurrió comentar que estaba desesperada con mi ordenador portátil. Tenía que haberme estado callada.

En fin, no lo hice apropósito. Era cierto que mi ordenador funcionaba fatal, iba tan lento que tratar de hacer en casa mis deberes de la Escuela de Idiomas era un auténtico incordio.

— Róber podría echarle un vistazo —me propuso— Se le dan muy bien los ordenadores.

Con sólo escuchar su nombre se activaron todos mis perturbadores recuerdos.

— Gracias, Merche, pero no hace falta, de verdad —dije sin demasiada convicción— A ver si Alfonso lo lleva a reparar.

— ¿Molestia? Si seguro que está encantado de meterle mano —contestó.

“Meterle mano” ―pensé, y mi imaginación echo a volar.

— Déjalo, de verdad. No quiero poner al chico en un compromiso ―volví a replicar, aunque cada vez tenía más ganas de tener cerca su hijo.

— Que no mujer, que no es ningún compromiso —exclamó desenfadada— Seguro que él mismo se habría ofrecido si estuviera aquí.

— Bueno, en fin, gracias —acabé cediendo— Luego me dices cuando se puede pasar. No me extraña que estés orgullosa de él, se le ve buen chico…

— Pues claro, yo se lo digo y que se pase mañana por la mañana —concluyó― ¿Te viene bien mañana?

— Sí, claro —le confirmé sin nada que objetar― Mientras, aprovecharé para limpiar la cocina que falta le hace.

A la mañana siguiente, me puse a limpiar en cuanto Alfonso se marchó a trabajar. Estaba súper nerviosa, en teoría, esa misma mañana vendría mi vecino para meterle mano a mi ordenador.

“¿… y si viene antes de que me cambie de ropa?”, me pregunté. De pronto sentí un súbito sofoco, sólo llevaba puesta una camiseta vieja y unos mini shorts.

Como tenía intención de ir al gimnasio después de que el muchacho terminase, me puse unas mallas y una camiseta de licra de color fucsia. Por último, recogí mi melena con una trenza. “Así está mejor”, me dije orgullosa de mi trabajada voluptuosidad.

A eso de las diez por fin sonó el timbre. Había empezado a pensar que a mi vecina se le había olvidado pedirle a su hijo que viniese.

Cuando abrí la puerta, el muchacho se quedó pasmado contemplándome de pies a cabeza.

En ese momento, comprendí que me había vestido con prendas demasiado ajustadas. Mis omnipresentes pechos parecían querer escapar a través del escote, y mi hermosísimo trasero ponía a prueba la costura de aquellas mallas.

Aunque debería haberme dado vergüenza, la verdad era que estaba encantada de haberle impresionado.

― Buenos días, señora.

— Buenos días, Roberto —contesté sonriente― No me llames “señora”, me haces sentir mayor.

— ¿Mayor? —dijo escaneándome con la mirada— No diga tonterías. Está usted para darle unos buenos azotes, con perdón.

― Cuidado con esa lengua, muchacho ―le advertí lo más seria que pude. En realidad me había encantado su piropo. “Unos buenos azotes…”

― Perdone, no era mi intención.

El brillo de sus ojos dejaba claro que no estaba arrepentido en absoluto. Yo también me había fijado más de una vez en su torso. Con sólo veinte añitos, Roberto era un pecado más que tentador.

Vestía una camiseta blanca que le quedaba de escándalo. Aquella sencilla prenda apretada los músculos de sus brazos y hacía intuir un abdomen irresistible. Sus pantalones vaqueros estaban tan desgastados que una de las rodillas estaba deshilachada, pero lo cierto era que no le habrían sentado mejor a su trasero ni aunque se los hubieran hecho a medida.

Por un instante fui víctima del magnetismo de su mirada. Noté como mi temperatura comenzaba a aumentar. Era guapo, y su barba de tres días junto a su alborotado cabello le daba un aire salvaje.

― Vienes por lo del ordenador, ¿verdad? —rompí el hielo.

— Sí. Mi madre me ha dicho que tienes un problema. Si quieres le echo un vistazo.

— Sí, sí. Pasa, por favor.

— Okey. Por cierto, llámame Róber. Todos me llaman así.

Al guiarle por el pasillo supuse que el muchacho estaría mirando cómo se contoneaba mi culo, y sentí cómo mis pezones se revelaban contra mi sujetador. A todas nos gusta sentirnos guapas y deseadas. El mero hecho de despertar el instinto de un hombre constituye en sí mismo un subidón de autoestima que, pasados los cuarenta, una no debe despreciar.

— Aquí está —dije mostrándole mi portátil— Tarda una eternidad en arrancar y a veces se queda bloqueado.

— Es un equipo potente, es raro que no esté satisfecha con él ―dijo con picardía.

Volví a sentirme ruborizada, y él sonrió. Afortunadamente, se giró para poner toda su atención en el maldito ordenador.

Estuvo un rato trasteando. Primero le pasó un antivirus y luego se metió en pantallas de mi ordenador que yo no sabía ni que existían.

La verdad es que no presté mucha atención a lo que hacía el muchacho, mis conocimientos informáticos son prácticamente nulos. Sin embargo, sí aproveché mi perspectiva para echarle un vistazo a su paquete. “Ufff”

— Bueno, esto ya está —dijo de pronto.

— ¿Ya? ―pregunté sorprendida— ¿Tan rápido?

— Sí, aunque no se confunda, no soy igual de rápido para todo…

De pronto recordé la pared de mi habitación retumbando cuando se folló a la rubia el fin de semana anterior.

— Sólo le he puesto un poco de orden para que funcione mejor. Si quiere que consiga un rendimiento óptimo tendría que meterle mano a fondo —añadió atravesándome con sus ojazos oscuros.

Notaba mi respiración apurada. De repente me parecía que todo lo decía aquel chico iba con segunda intención.

— Gracias, Róber, pero ya has hecho bastante. Llevo meses diciéndole a Alfonso que lo lleve a reparar —acerté a decir.

― No necesita que lo reparen, sólo que le hagan un poco de caso ―contestó.

“¡Ufff! Lo ha vuelto a hacer”, me crispé casi segura de que en realidad Roberto estaba refiriéndose a mí.

― Con que no se bloquee me conformo. No te molestes ―respondí.

— Lo haría encantado. Es una pena que un equipo tan bueno no vaya como es debido ―aclaró con demasiada sinceridad.

“¿Por qué me estás haciendo esto?”, me lamenté sin saber que responder.

— Vendré mañana por la mañana —sentenció Róber— Te voy a meter un software que lo flipas.

— ¿Cómo? —pregunté con estupor, sin poder creer lo que acababa de oír.

— Quiero decir que te instalaré un programa que optimiza el rendimiento y también un firewall que previene la mayoría de los malwares de internet ―aclaró con desfachatez como si yo fuese tonta. “Te voy a meter un software que lo flipas”. Estaba clarísimo lo que había querido decir…

— Bueno, no sé… Si crees que hace falta… ―dudé― Ven cuando quieras —contesté atropelladamente, de tan turbada como estaba. ¡Por Dios, menudo calentón tenía!

“¡Qué coño he hecho! ¡Le he invitado a que vuelva mañana!” ―me reproché a mí misma mientras le acompañaba hasta la puerta. “¡Que culito tenía!”.

— Por cierto —añadió Roberto antes de salir— me he dado cuenta de que vuestro dormitorio está al lado del mío…

— ¿Ah, sí? ―fingí— No tenía ni idea.

— Sí, estoy seguro. Espero no molestarte con la música. Estas paredes parecen de papel.

— ¡No, qué va! —negué sujetando la puerta.

En su rostro volvió a dibujarse una sonrisa picarona.

— Bueno, entonces hasta mañana, Pilar.

— Eso, hasta mañana.

Aunque resoplé aliviada, en cuanto cerré la puerta me pegué a la mirilla para verle. “¡Por Dios, qué bueno que está!” pensé sin control de mí misma. Hacía años que no vivía una situación de tanta tensión sexual, y lo más desconcertante era que hasta ese día yo sólo había intercambiado con él algún saludo, nada más.

“¡Joder, no puede ser! ¡Tengo veinte años más que ese chico!” ―me recriminé a mí misma mientras bajaba las escaleras a toda prisa. Aquel día sudé sobre la bicicleta elíptica más que en toda mi vida, necesitaba quemar la gran cantidad de hormonas y energía que había acumulado.

A la mañana siguiente la ducha me sentó mejor que nunca ya que, a pesar de la intensa sesión de gimnasio, había tenido que masturbarme para poder conciliar el sueño. No sé cuántos orgasmos alcancé, pero acabé agotada de tanto tocarme. No podía parar y, de hecho, creo que me quedé dormida con la mano entre las piernas.

Me puse a hacer una redacción mientras esperaba que sonara el timbre. Tenía los nervios a flor de piel. No dejaba de darle vueltas a la frase que Roberto me había dicho sin aparente malicia: “Te voy a meter un software que lo flipas”.

¿Había sido tan osado como para flirtear conmigo, una mujer casada veintidós años mayor que él o eran todo imaginaciones mías? Y si el chico quería tontear conmigo, ¿debía pararle los pies a la primera insolencia, o quizá seguirle el juego para comprobar si de verdad tenía suficientes agallas como para ponerle los cuernos a mi marido?

Aunque a veces me sentía sola, yo era feliz con mi marido. En ningún momento había contemplado la posibilidad de una infidelidad real, eso sólo lo hacía en mis fantasías íntimas. Tampoco voy a negar que fuera muy agradable sentirse atractiva y que aquel emocionante juego me divirtiera mucho.

Ante la evidencia de que a Roberto le habían gustado cómo me quedaban las mallas, decidí enfundarme unos leggings grises y un top blanco bien ajustado.

Justo cuando revisaba en el espejo del dormitorio mis poderosas armas de seducción, sonó el timbre.

— Buenos días, Roberto.

— Róber, por favor. Llámeme Róber —volvió a rogarme antes de pasar.

― Ay, me he despistado.

— Sí que son buenos ―contestó admirando mis curvas.

— No me mires así, anda.

― Perdone, no quería molestarla ―se disculpó.

― No te disculpes, muchacho, encima de que vienes a hacerme un favor.

— Le haría más de uno, se lo aseguro —soltó con descaro.

— ¿Cómo dices? —pregunté haciéndome la tonta.

— Que puedes pedirme lo que haga falta. No es ninguna molestia, de verdad.

— Ya, claro, eres un encanto.

Sin duda, ese chico era un auténtico desvergonzado. Cada vez me sumía más en un deseo que hasta entonces no habían sido más que inocentes fantasías.

De camino al dormitorio, marqué el contoneo de mis caderas sintiéndome más sexy que nunca.

Roberto se puso manos a la obra, y al igual que el día anterior, yo no pude evitar fijarme en como el bulto de su pantalón evidenciaba un pene de buen tamaño. Por desgracia, el muchacho me cazó con la vista clavada en su paquete.

— Si quieres, te dejo trabajar tranquilo— dije tratando de ponerme a salvo.

— No hace falta, no tardaré —contestó— Además, no me gustaría renunciar a una compañía tan estimulante, como ya has visto. Estaré encantado de que puedas admirar mi software. Incluso te enseñaré a manejarlo…

Me quedé sin aliento.

— Aquí lo tengo —aclaró, sacándose un pendrive del bolsillo― Quieres que te lo meta, ¿no?

Mi entusiasmo se acrecentó dejándome muda.

― Sí, claro. Lo que haga falta ―contesté con desatino.

Intenté recordándome a mí misma que la madura era yo, y que si estaba dispuesta a seguirle el juego era sólo por diversión. Volví a mirar su entrepierna mientras él saltaba de pantalla en pantalla.

— ¡Listo! ―dijo triunfal— Ahora ya puedo meterte lo que he traído para ti.

— Ummm ¡Qué bien! ―contesté en tono meloso— ¿Seguro que entrará todo?

― No te preocupes ―me tranquilizó― Lo he hecho muchas veces.

Róber introdujo el pendrive en mi ordenador mirando mi escote de reojo. Primero instaló el programa y después hizo algunas comprobaciones.

— ¿Ya está? ―pregunté haciéndome la sorprendida y siguiéndole el juego añadí— Como dijiste que tu software era tan potente pensé que tal vez no cabría todo.

Al chico se le escapó una carcajada.

— ¡Qué va, mujer! Tiene usted un buen equipo —contraatacó con su mirada clavada en mí trasero― De todas formas, lo mejor es que lo maneje usted misma.

Para mi sorpresa, rodeó mi cintura con su brazo izquierdo e hizo que me sentara sobre su regazo.

Aprovechando mi desconcierto, tomó mi mano derecha con la suya y la llevó hasta el ratón del ordenador.

— ¿Ves? ―dijo susurrando en mi oído— Tienes que apretar aquí, luego aquí…

Empecé a jadear mientras él me guiaba por el programa informático acariciando mi mano bajo la suya, explicándome cómo utilizarlo. Me acomodé mejor para que su bulto se instalase entre mis redondeces.

Cuando por fin terminó de darme hasta la más mínima explicación, yo estaba excitadísima. No me había enterado de nada que no fuesen sus manos, su aliento y su polla encajada entre mis glúteos.

Estaba a punto de hacer una locura, pues mi cuerpo lo pedía a gritos, cuando el sonido de mi teléfono me hizo dar un salto.

— Perdona, es mi marido ―dije apurada.

— Claro, claro ―contestó Róber levantándose él también y colocándose bien la polla sin ningún pudor— Me marcho. Ya nos veremos.

Tan solo pude hacer un gesto de adiós.

— Hola, cariño… Pues nada, aquí, con el ordenador…

Esa noche no me podía dormir. Estaba completamente desvelada. De hecho, había pasado toda la tarde incapaz de centrarme, pensando en él y en nuestra excitante conversación cada tres por dos. Sentir su duro miembro bajo mi trasero había sido el colmo.

Serían las dos de la madrugada cuando decidí tomarme una copa en la terraza. Estar allí tumbada observando las estrellas era un verdadero lujo, pero de pronto me pareció escuchar voces en la terraza de al lado.

Me deslicé sigilosamente hasta el muro que separaba ambas viviendas. Aunque no debí hacerlo, eché una ojeada sintiendo mi corazón latir a toda velocidad. Me encantaba notar la adrenalina correr por mis venas. Espiar a mi vecino se estaba convirtiendo en un vicio.

Efectivamente, vi una silueta a través de los agujeros de la celosía de madera. Era él, estaba de pie y completamente desnudo. Había alguien más, su novia estaba a cuatro patas sobre una de las tumbonas. El miembro de Róber entraba y salía de entre sus labios. Mientras ella se comía aquella maravilla, Roberto refregaba suavemente entre sus piernas.

A pesar de la voracidad de su novia, el rostro de Róber permanecía impasible. Los suculentos músculos de mi vecino se tensaban cada vez que ella lograba tragarse más de la mitad de su potente miembro. La polla de Roberto era un verdadero bombón que a cualquier mujer le apetecería poder saborear.

Me resultaba terriblemente excitante espiarles sin que ellos se enterasen de nada. Me sentía a salvo disfrutando en primera fila de aquel espectáculo, sorprendida por la confianza con que la rubita jugaba con el impresionante miembro de mi vecino.

De repente, me di cuenta de que tenía mi sexo bien pochadito. Desgraciadamente, yo no tenía a Roberto para que me consolase, aunque sí cinco traviesos deditos en cada mano.

Por sus agónicos resoplidos, comprendí que hacía rato que el espectáculo había empezado. De hecho, la actitud de ambos vaticinaba que estaban a punto de acabar.

Apretando los dientes, Roberto aceleró la velocidad de su mano masturbándola con tanta furia que la chica no tardó en convulsionar. Entonces el muchacho dio otra vuelta de tuerca. El muy canalla la sujetó con firmeza de la nuca obligándola a gozar de aquel orgasmo con su polla dentro de la boca.

— No conozco a ninguna chica que le guste tanto como a ti ―sentenció Roberto, con un denso hilo de saliva colgando de su miembro.

― ¿Es un piropo? ―preguntó la rubia.

― Por supuesto.

Roberto metió uno de sus pulgares en la boca de la chica y está comenzó a chuparlo. La muchacha tenía ganas de jugar y empuñó la verga de mi vecino.

Entonces intercambiaron sus posiciones, Roberto se echó sobre la tumbona y la rubita se sentó sobre él, encajando ella misma la polla de Roberto entre sus piernas.

Jadearon de placer. “Joder, que envidia”, me lamenté a la vez que me metía los dedos para aliviar mi desconsuelo. Su novia lo montaba como una auténtica amazona, rebotando sobre él con movimientos amplios y contundentes. No me sorprendió escucharla dar un alarido al alcanzar un nuevo orgasmo. La muy zorra sonreía de oreja a oreja.

Entonces Roberto hizo algo que yo sólo había visto en las películas.

— ¡Arriba! ¡Vas a cabalgar hasta que te desmayes!

Róber se puso en pie sujetando a la chica en vilo. Ella le abrazó con fuerza entrelazando las piernas alrededor de su cintura. Por el grito que dio y su cara de susto quedó patentemente que aquello no era algo que solieran hacer. La muchacha tenía bien clavada la polla de Roberto y se puso a menear el culo con ganas. Estaba decidida a lograr que el muchacho se corriese y sus caderas se contoneaban en el aire con temeridad, unas veces en sensuales círculos y otras con violentas arremetidas.

Verla tan exultante hizo que una pizca de envidia se apoderase de mí. Sin duda aquella era una postura no apta para cualquiera. Sería insensato intentar imitarla, ni mi peso, ni mi edad eran los de aquella muchacha, tampoco mi marido era tan musculoso como Roberto.

Los acompasados golpes y jadeos fueron in crescendo hasta que Róber acabó claudicando ante la arrolladora fogosidad de la chica. Mi portentoso vecino eyaculó apretándola con fuerza contra él y arrastrándome también a mí al orgasmo.

Afortunadamente para mi cordura, los días siguientes pasaron sin sobresaltos. En cuanto sus padres volvían a casa cada domingo por la tarde casi ni me enteraba de la presencia de su hijo. La verdad es que agradecía la vuelta a la rutina, aunque ahora la rutina incluyera masturbarme pensando en él.

Roberto seguía presente en mis pensamientos. No podía sacármelo de la cabeza. Su cuerpo era imposible de olvidar, tampoco las cosas que le había visto u oído hacer con su novia, ni cada libidinosa frase que me había dicho en sus visitas a mi casa, de forma que, tomé por costumbre masturbarme cada vez que me metía en la ducha.

Cuando volvió mi marido de viaje le di un repaso que le dejó exhausto. Yo me sentía fatal por fantasear con el hijo de la vecina mientras él me follaba, pero Alfonso estaba entusiasmado con mi renovada fogosidad. Cada noche le exigía una nueva y abundante ración de sexo con la que poder sofocar mi fuego. Lamentablemente, mi marido apenas lograba sofocar mis intensas llamaradas.

Una de aquellas tardes volví a quedar a tomar café con Merche, la madre de Roberto.

— Mi chico me dijo que te ha arreglado el ordenador —me dijo a modo de pregunta.

— Sí, sí. Gracias —contesté.

— De nada, mujer, para eso están los vecinos, para ayudar en lo que sea posible, ¿no?

― Claro, pero de todas formas. Toma, dale esto de mi parte ―le dije sacando un billete de mi bolso.

― ¡No, mujer! ―replicó rechazando el dinero― A Róber le encanta la informática, seguro que para él ha sido un placer.

“No te haces una idea”, pensé al recordar su erección bajo mi trasero.

― Tienes un hijo encantador.

— Sí. La verdad es que me siento orgullosa de que sea tan responsable y trabajador —confesó henchida de orgullo.

— ¿Ha encontrado algo ya? —pregunté refiriéndome a un trabajo.

— Le han llamado para una entrevista pasado mañana.

― ¡Qué bien! Seguro que lo contratan. Es muy… inteligente —terminé diciendo, aunque lo que pensé fue otra cosa.

— Sí, y cuando se propone algo no para hasta conseguirlo.

Sonreí preguntándome si estaría yo en la lista de su hijo.

Los días se sucedieron tediosamente, especialmente por las mañanas, cuando estaba sola. Al principio me inquietaba la posibilidad de que Roberto se presentase en casa con cualquier escusa, pero no apareció y el alivio se fue convirtiendo en decepción, igual que el temor en expectación. Aunque me de vergüenza reconocerlo, oía ruido en el rellano corría para verle a través de la mirilla.

Por suerte una tarde su madre acudió en mi ayuda sin saberlo, el sábado estábamos invitados a comer en su casa. Aquello fue para mí como si me hubiera tocado la lotería. Tenía tantas ganas de verle que ya me daba igual que fuera en público o en privado.

Ese viernes decidí madrugar para ir temprano al gimnasio. Al volver a casa, Alfonso ya se había marchado a la oficina, por lo que me apliqué con una redacción con un té frío al lado. Mis dedos revoloteaban sobre las teclas del ordenador. ¡Estaba escribiendo un relato erótico! Gracias a Reverso.net y al traductor de Google me estaba volviendo una fervorosa autodidacta.

A media mañana, sonó el timbre.

“El cartero”, me dije con mala leche. Justo cuando mi relato se ponía interesante. Además, después de la ducha me había quedado con unos shorts y una camiseta de tirantes bastante escasa.

— ¡Buenos días! —voceé con enojo.

— Buenos días, Pilar —contestó Roberto al otro lado de la puerta.

— ¡Qué sorpresa!

— Ya veo —dijo sonriendo y mirándome descaradamente las tetas.

“¡Joder, no llevo sujetador!” pensé avergonzada.

― ¿Qué pasa? ―pregunté abruptamente.

— Empiezo a trabajar el lunes, así que he venido a terminar lo tuyo ―explicó.

— ¿Ah, sí? ¡Qué bien! —dije contentísima, pero en seguida añadí― Quiero decir que me alegra que te hayan contratado.

Roberto no era ningún tonto y se había dado cuenta de cuánto me alegraba de que hubiese venido. Me ruboricé al sentirme descubierta.

— ¿Puedo pasar? —preguntó educadamente.

― Sí, claro. Pasa, pasa ―dije haciéndome a un lado. “¡Qué alto es!”, me dije.

— En realidad a mí me parece que ya funciona bien…

“¡Mierda, el relato! ¡No lo he cerrado!”, me asusté.

― ¿Sí…? ―preguntó Roberto.

― Nada, que estaba haciendo cosas.

― ¿Cosas? ―dijo extrañado.

― Una redacción para la escuela de idiomas.

— Perfecto. Tú sigue con lo que estabas haciendo que vea si sigue ralentizado, será un segundo.

Al sentarme delante del ordenador cambié pestaña y cerré discretamente el relato que estaba escribiendo. Mi mano comenzó a manejar el ratón, pinchando aquí y allá, pero mi pensamiento empezaba a atascarse. “¿Estaría Roberto mirándome las tetas?” “¿Se me marcaban los pezones?”

— ¿Va todo bien? —pregunté, aunque cuando giré la cabeza… “¡Oh, Dios! ¡Está empalmado!”

— Va justo como tiene que ir —contestó con una encantadora sonrisa. Roberto me había sorprendido mirándole el paquete.

— Entonces, ¿ya está?, ¿cierro todo? —dije azorada, clicando en las distintas ventanas.

De pronto, no sé por qué, la pantalla del ordenador se apagó y nos vi reflejados sobre la oscura superficie, descubriendo que mi vecino no estaba mirando el ordenador si no mis tetas.

Enojada, giré la silla para encararle, pero el resultado fue que me quedé justo delante de su abultado paquete. “¡Joder!”, me dije impresionada al advertir el bulto que se marcaba hacia el bolsillo izquierdo de su pantalón.

— Ya está —conseguí decir― No sabes cuánto te agradezco que me hayas ayudado.

— Pues hágalo, agradézcamelo —sentenció él con voz grave.

— ¿Qué quieres decir? —pregunté obviando el más que evidente significado de sus palabras.

— Lo sabe perfectamente —sus ojos brillaban cargados de excitación— Le gusta este juego tanto como a mí.

— ¡No seas descarado! —traté de defenderme.

— Descarado es espiar a tus vecinos mientras follan.

— Yo… ―me quedé en blanco, no podía rebatir aquella acusación. Era la verdad.

— Deje de hacerse la tonta de una vez ―me recriminó.

— ¡Es que no sois nada discretos! —estallé al fin.

― No le entiendo, Pilar. ¿Por qué se conforma con mirar?

— ¡Cállate! ¡Podría ser tu madre! —respondí ofuscada.

— Mi madre no me la pone así.

La mirada de Roberto se ensombreció, y de pronto vi como el muchacho se bajaba la cremallera y liberaba su erección delante de mí.

— ¡Joder, Roberto! —exclamé apartando la mirada.

Me quedé sin respiración. Su miembro era impresionante, al menos yo nunca había visto ninguno igual y mucho menos tan de cerca. Se erigía en el aire como una columna. Varias venas lo recorrían adheridas al grueso fuste, realzando así el soberbio aspecto de su polla. En lo más alto, el amoratado glande me señalaba con ganas de bronca, acusándome de su furibundo estado.

— ¿La ves bien? —preguntó con sarcasmo.

No respondí, estaba completamente ofuscada, no en vano hacía semanas que fantaseaba con ese momento: tener su polla a mi alcance. Haciendo realidad aquel deseo, mi mano se alzó a cámara lenta y la agarró. “Qué maravilla”, pensé evaluando el diámetro de aquella cosa.

— Eso es, Pilar. Es toda tuya ―me arengó Roberto.

— Yo… —me quedé muda, perdida en el magnetismo que su miembro ejercía sobre mí.

Los ojos del muchacho refulgían a la vez que me empujaba hacia delante. Cuando quise darme cuenta ya no había remedio, abrí pues la boca para acoger su duro miembro. Cuánto tiempo esperando ese momento.

Al notar su polla entre mis labios, un súbito bienestar se apoderó de mí. Mi libido me nubló la mente apoderándose así de mi voluntad. Dejé que su pollón se deslizara hasta chocar con mi paladar. Aquel muchacho esperaba que su madura vecina se la mamara como Dios manda y yo no pensaba decepcionarle. Gracias a mi propia saliva, Roberto entabló un fluido y delicado vaivén en mi boca.

Al principio, los gemidos del muchacho me alentaron a tolerar aquel trato humillante, pero cuando metí una mano entre mis piernas fue mi propia excitación la que hizo que le permitiera utilizar mi boca de aquella manera.

De todos modos, en seguida fui yo quien tomó la iniciativa. Un frenesí desmedido me incitó a chuparle la polla igual que lo haría una buena esposa, cosa que Roberto me recompensó amasando uno de mis pechos. Aquel muchacho me hacía salivar profusamente.

— ¡Menudas tetas! ―bramó airadamente— ¡La de pajas que me habré hecho en tu honor!

La fuerza con que amasaba mis tetas, y el vigor de su polla en mi boca me llevaron al delirio. Jamás había deseado tanto comerle la polla a un hombre.

— ¡Joder, qué bien la chupas! ―me alabó― Lo contento que debes tener a Alfonso.

“¡Alfonso!” pensé escandalizada al darme cuenta de que le estaba poniendo los cuernos a mi marido. Miré hacia arriba para asegurarme de que la polla que tenía en la boca no era la de mi esposo, y naturalmente fue la ardiente mirada del hijo de Merche la que hallé.

— ¡Sigue, preciosa! ―exhortó con pasión.

Escucharle rogar me motivó para emplearme a fondo, y hablo literalmente. Conteniendo la respiración, hice que la punta de su miembro alcanzara el fondo de mi boca y entrara por mi garganta.

― ¡Joder, Pilar! ―exclamó sobrecogido.

Completamente atragantada intuí que Roberto no resistiría mucho tiempo y me dispuse a hacerle eyacular. Extraje de nuevo su duro miembro y entable un endiablado vaivén en torno al glande del muchacho.

― ¡Me corro, Pilar! ―gritó.

Me sorprendió que me avisara. Sin embargo, cuando intenté retirarme su mano me lo impidió. Roberto no había pretendido advertirme para que me apartara si no para que supiera que iba a recibir su semen en mi boca.

― ¡Oh! ―gruñó desesperado.

Tras una fuerte sacudida de su miembro, el primer chorro de esperma chocó violentamente contra mi paladar. A su edad, el hijo de mi vecina era ya un macho dominante y yo no me había dado cuenta.

Sin embargo, lo más desconcertante para mí fue como el sabor del semen desencadenó mi propio clímax. Un súbito estremecimiento que me atravesó haciéndome jadear, intentando sin éxito que su esperma no se derramara. Me puse perdida.

Yo estaba más que acostumbrada a las generosas corridas de mi marido. Hacía casi quince años que Alfonso tenía que pasar semanas enteras de viaje a causa de su trabajo y siempre volvía a tope. Lo que nunca me había pasado era tener un orgasmo a la vez que mi amante se corría copiosamente en mi boca. Aquello fue alucinante.

A pesar del desastre, recuerdo perfectamente cómo tragué con glotonería su caldito caliente y almibarado. “Hasta su semen es delicioso”, me regocijé succionado su polla con todas mis fuerzas.

Entonces, Roberto me tomó de la barbilla haciendo que me pusiera de pie. Prácticamente me arrancó la camiseta, liberando violentamente mis pechos que botaron ante su pasmosa mirada.

— Vaya par de tetas —refunfuñó entre dientes.

De igual modo, se puso en cuclillas y de un tirón me bajó al mismo tiempo los shorts y las bragas, dejándome desnuda ante él.

El muchacho me contempló como quien va a darse un atracón tras un mes haciendo dieta.

Me echó sobre la cama, colocándose inmediatamente sobre mí, agarrándome las tetas con maldad y devorando ansiosamente la punta de mis pezones. Gemí loca de excitación.

El chico descendió por mi abdomen con su boca hasta que su cabeza se perdió entre mis piernas. Entonces, me lamió el coño arrancándome un profundo suspiro. Sus labios se pegaron a mi vulva y su escurridiza lengua se abrió paso hasta dar con mi exuberante clítoris.

Yo acababa de alcanzar un orgasmo, así que tras unos pocos lametones del muchacho otro potente clímax arrancó un quejido de mi garganta.

— ¡Oh, Dios! —grité derretida de placer.

Aún así, Roberto continuó haciendo diabluras con su lengua, elevándome al séptimo cielo, haciendo que mi espalda se arqueara sobre la cama.

— ¡Para! —supliqué metiendo mis dedos entre sus cabellos y tirando de él.

Entonces, uno de sus dedos me penetró.

— ¡Ah! ―grité, pero otro dedo más irrumpió en mi vagina.

— ¡Para, por favor! —imploré, pero sus dedos ya entraban y salían de mi coño dándome tanto placer que pronto no me cupo entre las piernas.

― ¡Ah! ―volví a temblar.

Era desquiciante, no podía dejar de correrme. Aunque le pegaba y le tiraba del cabello, no servía de nada, Roberto no dejaba de lamer mi clítoris.

De repente sentí una descarga de placer tan intensa que tuve la sensación de orinarme encima, y entonces hice justo lo contrario, apreté su cabeza con mis muslos y le obligué a beber de mi coño.

Me derrumbé completamente extenuada. Mientras jadeaba vi como Roberto se irguió entre mis piernas con el rostro resplandeciente, echó mano de mis shorts y se limpió con ellos.

— No ha estado mal, ¿eh? ―dijo sonriente.

No pude reprimirme, me lancé sobre él aplastando mis tetas contra su pecho.

Roberto recibió mi lengua sin remilgos. Sus manos atenazaron mi culo, estrujando mis firmes glúteos con fuerza. Hizo que me derritiera, me besó con pasión hasta que tuve que separarme de él para recobrar el aliento.

Me mordí la comisura de la boca. Por increíble que parezca, seguía con ganas.

Instintivamente miré hacia abajo, y…

— Sí ―confirmó Roberto― Sigue dura.

Entonces, el muchacho tocó el pequeño cerco de humedad que yo acababa de dejar en las sábanas.

― Te voy a follar hasta que empapes toda la cama ―me susurró al oído.

Sus palabras me dejaron sin aliento. Me mordí los labios al imaginar su falo dentro de mí. Mis grandes tetas subían y bajaban, con los pezones duros, al compás de mis jadeos.

Roberto se puso en pie, buscó en su bolsillo y sacó un par de condones. El muy sinvergüenza había ido preparado. Los echó a mi lado y dijo:

― Pónmelo.

Lo miré unos segundos. Aquello no estaba bien, yo era una mujer madura y él casi un adolescente. Sin embargo, el mal ya estaba hecho. Así que, mientras enfundaba su potente erección con uno de los condones, mi duda era cómo conseguir que me follase como a mí me gustaba.

Segundos más tarde, Roberto hizo que me incorporara frente a él e instaló su vigorosa polla entre mis muslos.

En pie, me contoneé para que mi vulva embadurnase aquel falo enfundado en un preservativo demasiado corto. Su boca se apropió de la mía y nos fundimos en un tórrido beso con el que aquel muchacho me hizo suya.

Roberto jugó a deslizar su estaca adelante y atrás mientras me chupaba el lóbulo de la oreja.

Ebria de placer, apreciaba indefensa como su miembro frotarba mi zona erógena. Entonces, sentí cómo la punta incidía entre los labios de mi sexo y se deslizaba dentro de mí con inesperada facilidad.

— ¡Dios! —exclamé.

— Te morías de ganas, ¿eh? —afirmó con chulería.

— A ver si sabes follar a una mujer de verdad —traté de defenderme y provocarle.

El hijo de Merche me arrancó un profundo gemido al abrirse paso dentro de mí. Tenía una buena polla, la verdad.

— ¿Quieres que siga así, despacio? —preguntó en un susurro.

— Sí, pero no pares.

Para mi sorpresa, Roberto me empujó sin avisar haciéndome caer sobre la cama. En cuanto le vi abalanzarse separé las piernas. Entonces, el muchacho se puso sobre mí y se abrió paso con dulzura.

— ¡Qué calentita estás! —suspiró en mi oído a la vez que me penetraba con su acero.

Sus contundentes arremetidas me sumieron en un éxtasis lisérgico. En pleno delirio, entrelacé mis piernas en su espalda y clavé mis uñas en los musculosos brazos de aquel chulazo de sólo veinte años.

Me embebí en su mirada de fuego. Róber hizo que todo mi cuerpo se estremeciera con un apasionado bombeo que, a golpe de cadera, me dejó sin aliento y acumuló un placer inmenso dentro de mí.

Menos mal que mi marido fijó el cabecero a la pared años atrás. Lo hizo justo después de que yo le confesara lo cachonda que me ponía fantasear con que otros hombres me forzaban cuando él estaba de viaje. Mi fantasía favorita era con un guapo amigo suyo que sabiéndome sola en casa venía una tarde y me follaba a cuatro patas sobre la mesita del comedor, y otra muy truculenta era con un ladrón que me sodomizaba a cambio de no llevarse la valiosa alianza de mi abuela. Aunque lo cierto era que en esas fantasías al final siempre era yo quien acababa dejando exhausto a mi supuesto asaltante.

¡Clack! Clack! Clack! Clack!

Roberto siguió contrayendo su hermoso abdomen una y otra vez mientras yo sujetaba su ancha espalda. Entonces, en uno de sus enérgicos arreones, Roberto debió entrar en mi útero provocando mi catarsis.

— ¡Oh! —me estremecí.

Mi sexo se convirtió en una caldera y las poderosas contracciones de mi vagina oprimieron su duro miembro. Mi espalda se encorvó sobre el infausto lecho conyugal, y durante unos maravillosos segundos me sentí en el Olimpo de los Dioses.

— ¡Joder, cómo me has apretado! Pensaba que me ibas a arrancar la polla ―dijo jovial.

— Es justo lo que debería hacer.

Contemplé los ojazos oscuros de aquel insolente. ¡Su miembro seguía duro dentro de mí! Era increíble, al haber hecho que se corriese en mi boca le había convertido en una máquina de dar placer.

A la desesperada, le hice apartarse y me puse a cuatro patas con el trasero en guardia.

— ¡Guau! ―alucinó el muchacho— No podrías ser más sexy.

Sentí su mano acariciar mis hombros y bajar por mi costado. Roberto recorrió mi sinuosa silueta para acabar agarrándome el culo con fuerza. Noté la humedad que salía de mi coñito, pero mantuve la compostura.

— Qué culo tienes, cabrona —escuché.

No pude evitar una mueca de orgullo.

¡Plash!

Roberto hizo vibrar mi trasero con un azote.

― ¡Oh, sí! ―gemí de inmediato.

— ¿Te gusta?

― Sí ―jadeé.

No podía evitarlo, me encantaba ese juego. Eché mi culo hacia atrás buscando su polla como una desesperada.

Roberto apoyó su pesado rabo a lo largo del surco formado por mis nalgas y sopesó mis pechos con ambas manos.

— Que suerte tiene tu marido ―comentó estrujándome las tetas.

Sin saberlo, Roberto había dado en mi punto débil. Como ya he comentado, yo siempre había fantaseado con la posibilidad de ser forzada mientras mi marido se encontraba de viaje.

— ¿Qué me vas a hacer ahora? ―dije haciéndome la asustada, pero empujando mi culo contra su erección.

El joven amasó mis pechos con lujuria magnificando mi placer, obligándome a esforzarme para mantener la calma. Tenía el coñito hirviendo y no dejaba de lubricar, cuando de pronto Roberto comenzó a jugar alrededor de mi esfínter.

— No pensarás... —tuve que morderme la lengua para no suplicar.

— Tranquila, mujer ―trató de confortarme― Hasta ahora todo te ha gustado, ¿no?

— Sí, pero... —rezongué simulando temor.

Entonces, el muchacho me tomó por las caderas y dio un largo lametón por toda mi zona genital, arrastrando el flujo de mi coñito hasta la diminuta entrada de mi trasero.

— ¡Ay! —gemí entre dientes.

El chico volvió a recorrer el mismo sendero tres o cuatro veces más antes de sondear mi agujerito.

— ¡Me haces cosquillas! —reí a causa de su insólita caricia.

Sus fuertes manos separaron mis glúteos para que la punta de su lengua se moviera con holgura.

— Me vas a hacer daño —protesté haciéndome la ingenua.

— ¿No quieres saber de lo que soy capaz?

― ¡Ummm! ―la pasión me hacía ronronear como una gatita mientras su intrépida lengua continuaba retorciéndose en mi ano.

— ¡Oh! —jadeé en cuanto noté como metía un dedo.

Su dedito empezó a entrar y salir de mi culo, devolviéndome una sensación que hacía más de un mes que no sentía.

Por mucho que intenté mantener la compostura, Roberto me hizo jadear. Aquello era demasiado libidinoso como para no dejarse llevar, incluso cuando forzó un segundo dedo.

Para mi sorpresa, mi joven vecino traía bien aprendida la lección. Al mismo tiempo que trabajaba mi ano, con la otra mano frotaba mi sexo. Roberto sabía que el secreto para derribar cualquier reticencia femenina al sexo anal pasaba sí o sí por calentarla al máximo.

Lamentablemente, no teníamos toda la mañana y de ningún modo estaba dispuesta a conformarme con ser masturbada disponiendo de un pollón todito para mí. Así que aun a riesgo de parecer un auténtico putón, grité:

— ¡Fóllame de una vez, niñato!

Roberto me sacó los dedos del culo y colocó su miembro en la pequeña ventanilla de recepción. Aquello me causó pánico. Aunque la verdad es que, a pesar del tamaño de su herramienta, mi esfínter se abrió al primer empujón.

— ¡Ah! —grité horrorizada.

Mi lamento no sirvió para nada, ya que Roberto me la había metido bien metida.

— ¡Joder, lo sabía! ¡Estás acostumbrada! ―me recriminó.

― ¿Y qué esperabas, idiota?

Apartando su mano, empecé a frotar yo misma la perlita de mi coño. Necesitaba un extra de estimulación, pues lo cierto era que su grueso miembro me estaba poniendo a prueba.

Con los ojos cerrados, me concentré en masajear mi clítoris a fin de mantener relajada mi entrada trasera. Me sentí tan ruborizada de que el muchacho supiese cuánto me gustaba aquello, que me puse a gritar fingiendo malestar.

— ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!

Aún así, Roberto continuó perforando entre mis nalgas, haciendo que mis grandes tetas se bamboleasen sin control con cada arremetida. Había perdido la cordura, se ensañaba conmigo como si no le importase lastimarme. Y si por desgracia se le salía la polla, volvía a metérmela por el culo sin contemplaciones.

Podía oír sus gruñidos y su esfuerzo en cada embestida. Le sentía resoplar detrás de mí y le miré por encima del hombro. El joven y esbelto muchacho estaba concentrado, atento a como su miembro barrenaba en mi ojete.

— ¡Sí! ¡Así! ¡Así! ―demandé a voz en grito.

Yo intuía mi último y definitivo orgasmo, y entonces sobrevino el delirio.

Era denigrante. Roberto me estaba montando como a una yegua. Sujetándome de los hombros, cabalgaba sobre mi grupa como un audaz jinete. Mi cabello se agitaba delante de mis ojos igual que la crin de una jaca y mis resoplidos imitaban el relincho nervioso de una potra con ganas de macho.

Entonces Roberto me metió algo en la boca y tiró de mi cabeza hacia atrás. Aunque no podía verlas, algo me decía que estaba usando mis propias braguitas a modo de riendas.

Finalmente, el muchacho me metió una profunda estocada justo antes de entrar en erupción, y noté su polla palpitar en mi maltrecho trasero, escaldándome con cada descarga.

Creo que perdí el conocimiento por un momento, porque cuando abrí los ojos vi que seguía agarrada a las sábanas bañada en sudor.

— ¡Qué culo tienes, cabrona! —resopló agotado.

Sentí mis mejillas arder de vergüenza. ¿Cómo iba a poder mirar a su madre a la cara a partir de ahora?

Tirada sobre la cama como un trapo, observé en silencio como Roberto se enfundaba su pantalón.

— Ha sido un placer ayudarte ―comenzó a decir― Si el ordenador vuelve a darte problemas, ya sabes dónde estoy. Eso sí, avísame cuando tu marido esté fuera, ¿Okey?

Miré al techo intentando comprender cómo demonios había dejado que aquello hubiese ocurrido, pero hay veces que las cosas pasan porque tienen que pasar y no sirve de nada darle vueltas. Simplemente, una debe aprender de sus errores, y yo aprendí tanto de aquel error que no dudé en volver a cometerlo unas cuantas veces más.

Este relato es un remake de “Paredes de Papel", relato escrito por alfascorpii.