El Harem (1)

La historia del harem del sultán de Fayuma.

EL HAREM

I

Rodeados por el desierto de Salima los pocos miles de habitantes del sultanato de Fayuma estaban acostumbrados a un aislamiento sólo alterado por las grandes caravanas de comerciantes, a criar su propio ganado para alimentarse y a exprimir los escasos pero bien localizados pozos de agua. Unas fuentes de vida descubiertas hacia ya incontables lunas por los antepasados del propio sultán Ahmed Ab Alin, descendiente, según cuentan los viejos del lugar, del mismísimo Mahoma.

Fueron aquellos exploradores quienes fundaron la ciudad y quienes iniciaron el próspero negocio familiar. El fruto de su riqueza no era otro que el de dar alimento, agua y escolta a las caravanas de comerciantes que procedentes del sur debían cruzar el desierto para alcanzar las ricas y prósperas tierras del norte. Gracias al monopolio de aquel negocio pudieron independizarse y crear su propio sultanato, el mismo que ahora gobernaba el venerable Ahmed.

Los fayumos, así se hacían llamar los pobladores, malvivían en aquel paradigma de aridez, pero se sentían seguros bajo la protección del sultán y no envidiaban sus riquezas. Eran ya muchas las generaciones acostumbradas a la austeridad. Fayuma nunca fue un territorio atractivo ni siquiera para la codicia de los escasos pueblos vecinos y rivales. Si acaso en épocas de agonizante escasez, de mortales hambrunas, los enemigos organizaron expediciones de saqueos. Pero en todas aquellas acometidas las defensas magistralmente dirigidas por el sultán Ahmed y por su mejor general llamado Alzid lograron expulsar a los, por otra parte, débiles enemigos. Aquellas derrotas sirvieron de escarmiento y Fayuma gozó de un largo periodo de paz y de tranquilidad. Los súbditos se mostraban agradecidos por ello a su sultán y pagaban dóciles sus impuestos.

Ahmed había sabido administrar tanto el negocio de protección de caravanas como las tasas que cobraba a su pueblo. Invertía una buena parte en el bienestar de sus súbditos, ya fuera construyendo mejoras en los pozos, servicios sanitarios e incluso colegios y frágiles templos donde el pueblo llano pudiera depositar sus esperanzas. Otra considerable parte de la riqueza iba destinada a financiar el pequeño pero bien equipado ejército, imprescindible tanto para defenderse como para garantizar la seguridad de los comerciantes nómadas. Los más jóvenes y fuertes de Fayuma no dudaban en alistarse. Era la única manera de ascender socialmente.

Pero la mayor parte del tesoro familiar tenía otro destino. No era otro que financiar la vida licenciosa y caprichosa de los 25 hijos de Ahmed. A pesar de la sobriedad paterna ninguno de sus descendientes supo apreciar aquella virtud. La mayor parte se dedicó a crear de la nada una vida de lujo en aquellas tierras en medio del desierto. Ordenaban importar joyas de Egipto, manjares de Eritrea, camellos de Libia, caballos de Al Andalus, armas de Jerusalén, telas de la India, alfombras de Persia y prostitutas, esclavas o esposas de los más recónditos lugares del mundo conocido.

Quizá por estos excesos Alá les castigó. De aquel considerable número de hijos sólo quedaron dos. El resto no llegó a los 30 años. Fallecían víctimas del abuso de la buena vida, la mayoría acuciados por la sífilis.

Uno de los dos destinados a sobrevivir al padre se convirtió en heredero. Fue Abdul. Quizá el peor de sus hijos, el más vicioso y vividor de la familia. Estaba obsesionado por el sexo e incapacitado para cualquier tarea que tuviera algo que ver con lo que griegos y romanos llamaron res publica . La solitaria esperanza para, el ya viejo, Ahmed era la única hija que le dio Alá, la menor de todos sus vástagos y tres años más joven que su hermano. Karimé la llamaron, que en la lengua de Fayuma significa agraciada. Le otorgaron aquel nombre porque ya de recién nacida sus rasgos eran delicados suaves y bellos. Y así se conservaron. Con los años Karimé se convirtió en la más hermosa rosa del desierto.

Pero ni siquiera Ahmed tenía el poder de cambiar las leyes sagradas. Las hembras no pueden gobernar. Sería por tanto el incapacitado y protervo Abdul el llamado a heredar el sultanato.

Amargado por el implacable destino que le aguardaba a su pueblo, así vivió Ahmed sus últimos años. En cualquier caso el venerado sultán quiso dejar resuelto antes de que Alá le llamara para siempre algunos asuntos familiares y entre ellos los casamientos de su hijo, el heredero.

La primera esposa de Abdul le fue entregada cuando él cumplió los 16 años. Ella, Amina, apenas llegaba a los 13. Por aquel entonces su aspecto era todavía el de una niña, morena de ojos negros y largos cabellos. Sus pechos sólo eran leves sinuosidades embellecidas, eso sí, por unos rosados pezones. Sus caderas aún no habían comenzado a formarse pero lo compensaba con unas nalgas respingonas y un elevado monte de venus. No tardó en desvirgarla. Las celebraciones de su boda se alargaron ocho lunas pero ya en la primera de ellas, un Abdul adolescente y obcecado en el sexo, violó, prácticamente, a su mujer.

En cuanto pudieron quedarse solos. Abdul obligó a la todavía niña Amina a desnudarse. Intentó penetrarla sin mayor esfuerzo por hacer del acto algo agradable para los dos. Pero Abdul era también un inexperto. Le costó consumar aquello con lo que tanto había soñado, poseer a una mujer, aunque en este caso sólo fuera una chiquilla. La estrechez de la cuevecita y la ausencia de excitación de Amina complicaron sus deseos. Frustrado por su propia torpeza se desquitó pegándola con todas sus fuerzas hasta hacerla llorar antes de volver a intentar montarla. Sin embargo aquellas dificultades le obligaron, casi por instinto, a lamer la inexplorada hendidura de su mujer. Amina pudo experimentar un leve, muy leve placer con esas caricias no desinteresadas, y con ellas, Abdul pudo por fin romper el himen de su esposa. Apenas un minuto después expulsó su semen en el interior de Amina.

Su intención aquella noche era, en un principio, desfogarse con su estrenada mujer hasta caer extenuado. Pero escarmentado por su propia incompetencia nada más copular abandonó a Amina para unirse a sus amigos que seguían celebrando las nupcias del por aquel entonces príncipe de Fayuma. Amina supo esa misma noche que su vida se había convertido en un calvario.

Y sus temores se confirmaron. Con el tiempo aquel matrimonio no fue a mejor. En la relación entre Amina y Abdul nunca hubo algo parecido al amor por ninguna de las dos partes. Abdul la montaba con el fin único de obtener placer, en ningún momento pensó en la satisfacción de su esposa. La obligaba a lamerle su pene en al menos un par de ocasiones a lo largo del día, la montaba en todas las posturas inimaginables. Una noche, no a mucho de su boda, Abdul desvirgó el trasero de su mujer. Aquello fue una tortura para Amina, un castigo que tendría que acostumbrarse a sufrir prácticamente a diario desde ese momento.

Abdul además no se saciaba con las vejaciones a su esposa. Frecuentemente ordenaba traer ante su presencia a las prostitutas de Fayuma sin que ninguna de ellas recibiera un solo dinar por sus servicios, si acaso debían darse por contentas de no salir de allí amoratadas. También acostumbraba a beneficiarse sexualmente de todas las esclavas de palacio.

Amina conocía los hábitos adúlteros de su marido, pero nunca le supusieron ni preocupación ni disgusto. Con el tiempo la joven esposa se fue acostumbrando a sobrellevar la vida que el destino le adjudicó. Simpatizó con su cuñada la princesa Karimé de su misma edad. Ambas compartían el odio hacia Abdul. Karimé había logrado convencer a su padre para que no la entregara a ningún esposo. No había hombre en Fayuma a su altura, si acaso el general Alzid pero estaba demasiado ocupado en dirigir el ejército y en ayudar a Ahmed en las tareas de gobierno. La otra opción habría sido desposarla con algún gobernante extranjero. Pero el ya anciano Ahmed prefería la soltería de su flor antes que separarse de Karimé, la única fuente de alegría en sus últimos años de vida.

Aquella soltería de Karimé fue un soporte vital para Amina. Las dos muchachas se convirtieron en inseparables salvo en los momentos en los que la presencia de Amina era necesaria para satisfacer a Abdul.

Así, la esposa del sultán cumplió los 14 y los 15 y su cuerpo desarrolló sus propias ambiciones sexuales. El adulterio ni se lo planteaba, sería torturada y degollada en caso de ser descubierta. Por lo tanto se esforzó por sacar partido de las lerdas prácticas que le proporcionaba su marido. Intentaba excitarse pensando en otros hombres mientras Abdul la penetraba el ano o la vagina. Le gustaba fantasear imaginando ser la mujer de un galante emir persa a quien ella se habría entregado voluntariamente. Así llegó incluso a excitarse con la verga de Abdul en su boca. Nunca llegaba al orgasmo con él, pero cuando se quedaba sola, ella misma se terminaba masturbándose con femenina habilidad.

Una noche Abdul había requerido a su mujer. En aquella ocasión el todavía príncipe sodomizó a su esposa y como siempre llegó al éxtasis en un exiguo periodo de tiempo. Amina se quedó una vez más insatisfecha, desnuda, y con el trasero inundado por los líquidos de su marido. Nada más marcharse Abdul, Amina inició su acostumbrada masturbación. Primero con un suave masaje en el clítoris y luego introduciéndose un par de dedos. Estaba a punto de llegar al deseado orgasmo cuando una voz la interrumpió...

  • Querida Amina, veo que mi hermano no ha sido capaz de mitigar tu ardor.

A la joven esposa le dio un vuelco al corazón y detuvo de inmediato su masturbación. Levantó la cabeza y comprobó para su tranquilidad que quien le había sorprendido en tan comprometida labor era Karimé.

  • Karimé, qué susto me has dado.

  • Oh, lo siento, pero no esperaba encontrarte así. Te dejaré a solas para que concluyas.

  • No, no hace falta. Quédate conmigo, ya tendré otra oportunidad- le dijo Amina con sonrisa pícara.

  • ¿Acaso no tienes suficiente con la voracidad sexual de mi hermano?

  • Tu hermano, Karimé, tiene un deseo sexual implacable, pero ese ardor no va acompañado de sabiduría. Nunca tu hermano ha sabido complacerme. Te contaré un secreto Karimé. Cuando Abdul está conmigo yo pienso en otros hombres imaginarios, en bellos y varoniles sultanes persas que me poseen con sincera pasión.

Ambas jóvenes se rieron de las fantasías de Anima y de la incompetencia de Abdul. Estuvieron un buen rato hablando de otros temas banales pero Karimé, cada vez se notaba más turbada. Aunque había intentado esconder sus sensaciones, estaba experimentando algo parecido a la excitación sexual. Le había conmovido la visión de su cuñada masturbándose. Ella, aún virgen, fantaseaba ya con aventuras sexuales con hombres. Al igual que Amina estaba adiestrada en el arte de la masturbación, sin embargo todavía no había gozado de una experiencia compartida. Ahora se sorprendía así misma admirando los pequeños pechos de su cuñada.

Amina percibió la mirada de Karimé. Se notaba deseada y a su vez aquello le provocaba cierto calentamiento corporal. Ambas se fueron excitando con sus respectivas contemplaciones mientras hablaban de asuntos intrascendentes. Finalmente fue Amina quien se atrevió a sugerir...

  • Karimé, creo que estoy necesitando terminar lo que había empezado cuando entraste... ¿Te importa si continúo?

  • No, claro- dijo Karimé casi tartamudeando- ¿Si quieres me marcho a mi jaima?

  • No, quédate, y.. si lo deseas desnúdate y tócate tú también

A Karimé la propuesta la dejó algo desconcertada pero Amina no esperó su respuesta y comenzó a masturbarse de nuevo. Ante aquélla escena Karimé sintió un deseo irreprimible de masajear la bella hendidura de su cuñada pero logró controlarse. Sin embargo la excitación la embargaba. Finalmente decidió desnudarse y acompañar a su amiga en el viaje de placer.

Una vez estuvo sin ropa Karimé se tumbó junto a Amina. Imitando sus movimientos se masajeaba el clítoris y en pocos segundos se contorsionaba en el lecho. Las dos muchachas se revolvían como si realmente estuvieran fornicando con bravos hombres. En una de esas vueltas en la cama sus caras quedaron tan sólo separadas por un leve desfiladero. La boca de Anima rozaba la de Karimé y ésta no pudo ante la tentación, besó los labios de su amiga y ésta respondió casi por instinto porque nunca había sido besada por nadie, ni siquiera por su marido. Le introdujo la lengua y ambas siguieron masturbándose ahora incentivadas por el intercambio de fluidos. Cuando Amina notó que estaba apunto de explotar, en lugar de enaltecer sus propias caricias levantó la mano de su vagina y la elevó hasta la de Karimé. Ella se llevó un sobresalto al notar la piel de su cuñada, pero no hizo sino excitarse aún más. Le devolvió las caricias y ambas se encontraron masturbándose mutuamente. No tardaron en alcanzar el mayor placer nunca experimentado por ellas.

A partir de esa noche Karimé y Amina hallaron la una en la otra el consuelo sexual que ellas echaban en falta. Las cuñadas se convirtieron en amantes y cada noche, después de que Abdul quedara saciado de Amina, las dos jóvenes se fundían en un solo cuerpo. Karimé con sus caricias y lamidas aprendió a aliviar aquellas zonas del cuerpo de Amina que habían quedado maltrechas por las embestidas de su marido. Y luego ambas llegaban al éxtasis lésbico.

Y así, la vida en Fayuma continuaba. Cuando Amina alcanzó los 16 y su marido los 19 el destino aflojó algo más la soga de su infelicidad. Adbul deseoso de hallar nuevos placeres carnales buscó una nueva esposa. La encontró en una caravana de comerciantes. Era hija de un acaudalado contrabandista sin demasiados escrúpulos. Padre de 36 vástagos, no dudó en vender al príncipe Abdul, por un alto precio eso sí, a la joven Zaira. Otra belleza mora, de la misma edad que Amina y Karimé, y al igual que ellas de piel tostada. Su cuerpo, en cambio, destacaba por sus voluptuosas curvas y sus enormes y atractivos pechos. Abdul se quedó prendado de estas redondeces, sin embargo, a cualquier otro mortal con algo más de sensibilidad le hubieran impresionado más sus penetrantes ojos verdes.

Lo cierto es que ambas eran dos joyas pero Zaira era muy distinta a Amina. Acostumbrada a la vida nómada, a danzar en libertad sin vigilancia paterna y a jugar con chicos de su edad y más mayores, la morita estaba ya avezada en artes amatorias. Perdió la virginidad con su hermanastro a los 14 años y desde entonces había sabido gozar de la carne. Su madre a sabiendas de que su hija no cumplía los requisitos necesarios para ser la esposa de un sultán apañó la fecha de la boda con hábiles argumentos para que coincidiera con los días del sangrado mensual de su hija. Las dotes interpretativas de la joven Zaira hicieron el resto y el cegado Abdul creyó poseer a una nueva esposa virgen.

Zaira no recibió un mejor tratamiento que Amina pero acostumbrada como estaba a gozar del sexo en un ambiente de rudos comerciantes supo aprovechar las escasas dotes sexuales de su marido. Incluso solía llegar al orgasmo en el lecho con Abdul.

El príncipe había dispuesto que, al menos los primeros días, Zaira durmiera en sus aposentos. La nueva esposa y la primera apenas se habían podido ver en la celebración del rito nupcial. No fue hasta pasadas 30 lunas cuando Zaira se trasladó a la misma jaima de Amina.

Las dos esposas no tardaron en congeniar. Ambas compartieron sus experiencias y llegaron a parecidas conclusiones. Abdul no sólo era un ser sin ningún tipo de sentimientos ni escrúpulos sino que además dejaba mucho que desear como amante. Fruto de aquélla incipiente amistad Amina no tardó en revelarle a Zaira los juegos lésbicos que solía practicar con Karimé. Zaira con su fogosa personalidad no rechazaba ningún tipo de experiencia sexual y aunque nunca había tenido oportunidad de estar con mujeres, sin pensárselo demasiado, se sumó sin dudarlo a los retozos sáficos. Aquel modo de vida se hacía más o menos soportable para las dos esposas de Abdul. Ambas se alternaban para satisfacer a su marido sin que éste en ninguna ocasión requiriera a las dos a la vez.

Por su parte Karimé seguía gozando de la protección de su padre Ahmed. Pero el sultán era ya un hombre anciano. Transcurridos dos años desde la última boda de Abdul el monarca abandonó la tierra de los vivos para viajar hasta el paraíso junto con su antepasado Mahoma.

El día de sus honras fúnebres todos los fayumos, sin que faltara ni uno sólo, acudió a llorar al que fue su protector durante casi medio siglo. Abdul fue nombrado de inmediato nuevo sultán de Fayuma.

Pero no era Abdul un hombre ambicioso, al menos en cuanto a poder político se refería. Sólo tenía una obsesión vital, el goce carnal. La primera medida, por tanto, fue entregar el mando de su gobierno a una terna de generales encabezada por el lugarteniente de su padre, Alzid. Mataba así dos pájaros con una sola flecha. Por un lado se liberaba del día a día de su cargo, limitándose a los actos protocolarios en que su presencia fuera obligatoria. Por otro, se aseguraba la fidelidad del ejército. Ostentando el poder real no caerían en la tentación de despojarle de su trono. El se centraría en su harem y en todo aquello que le pudiera propiciar satisfacción sexual.

CONTINUARÁ

NOTA: ESTA SERIE HA SIDO ESCRITA ENTRE SUPERJAIME Y OTRA AUTORA. YA SE PUBLICÓ BAJO SU NOMBRE Y AHORA SE PUBLICA CON EL MÍO.

SI QUERÉIS COMENTAR POR CORREO: jaimecorreo2000@yahoo.es