El hambre eterna

Algunos apetitos son más difíciles de saciar que otros...

Nunca me hace caso… Es una niña demasiado traviesa. Hace tiempo que me obligo a jugar, y mucho más que las reglas ya estaban cambiadas para ella siempre ganar, pero yo nunca perder.

Se pasea por mi morada apenas vestida por una vaporosa gasa rojiza, como la niebla que cubre mi mente cuando la miro encerrado por la convicción de mis deseos… Se que no esta bien, pero es quien me hace dormir entregada a mi piel y quien me despierta con la ligereza de sentirla marchar de mi lecho.

Palpita. Y no debería. Se que no debería. No por ella… Aun así, lo hace con la intensidad de un martillo forjando acero templado al fuego, cuando me hundo en su carne tibia, y sus gemidos al penetrar su piel taladran mi oído, cuando succiono su aroma, su cuerpo, su esencia cuando su más calido néctar asoma por mi abrazo… Es entonces cuando su ritmo tiene sentido. La carne solo se sacia con carne.

Me vende felicidad. Esa que cuanto mas tratas de guardar, antes marcha, arenosa, entre las oblicuidades de un puño cerrado. Me vende felicidad a curvas, sinuosas, a gotas, como lagrimas. Y solo cuando ella esta pienso que no tendría que serlo, sin siquiera saber un precio que fantaseo con haber pagado ya.

Al final nunca importa, impertinente asoma, como ella en mi vida, su cuerpo en mi habitación… Su sonrisa, entre labios deseosos de mi beso, de mis labios deseosos de su sonrisa… Y vuelve a ser mía y yo suyo, nos hacemos una masa crepitante, magma que borra todo rastro de virtud en mi cuerpo, dejándolo yermo tan solo para sus escasas primaveras.

Hoy llovía, y los cristales de la ventana, rociados de una húmeda capa de vaho, eran arañados por sus manos, mientras la lluvia marcaba el mismo ritmo de golpes incesantes, dentro y fuera de unos dominios tan finos y escasos, como un vaporoso vestido veraniego. Aunque aquí nunca llegaba más luz que los destellos rojizos de una silueta turgente.

Su cuerpo se removía como la serpiente capital, con la misma lujuria por el pecado, antes de serlo. Susurraba a mi oído con un látigo de seda por lengua, insistente como nunca, placentera como la ultima de mis acometidas, mientras tratando de conquistarla a ella, acabo poseyéndome a mí… Como otras tantas veces que prometí sería la última.

Decidí dormir. Por siempre. Mi corazón mordió con terrorífica ansia su escapatoria, y lo que antes era gris, se volvió negro. Sin llantos ni suplicas de infante consentida, guardo ladino silencio a mi marcha

Desperté entre extraños recuerdos, no mas conocidos que siluetas en una imagen negativa frente a mis ojos vidriosos acostumbrándose a estar desnudos de los parpados. Tan vívidos como borrosos, igual que un mal sueño perdurando por años. Aletargado, tropecé con una fragancia que abofeteo mis sentidos.

Desde la otra estancia, podía escuchar su melosa voz, cual caramelo envenenado. Seguía siendo una niña consentida. Al tratar de responder a su canto de nereida, como buena sílfide apenas una sesgada mirada de sus turbios ojos, que obvio los muros de mi morada, de mi cuerpo y el tiempo pasado, me hizo quedar solo gesticulando un silencioso hálito.

Pude sentir entonces su descanso perenne en mi interior, casi a la vez que deslicé mis dedos por mis labios mudos, descubriendo que volvía a llevar su carmín escarlata sobre ellos. Incluso aun estaba fresco, casi goteante cuando la punta de mi lengua ronroneo entre carne y perlados dientes, asomando un atisbo de sonrisa. Por fin había entendido el precio.

Ella me esperaba desnuda. Ya no necesitaba su disfraz para atraerme ni saberse deseada. Sobre el sofá junto a una ventana cuyas cortinas aleteaban dejando correr tras ellas una fresca brisa nocturna, sus ojos ronronearon en una mirada que no había perdido su encanto, ni su encantamiento. Había sabido esperar y ahora volvería a ser mía, volvería a ser suyo, y solo el rastro de una bestia títere, manejada por hilos en manos de seda, marcaría nuestra pugna por tener el control.

Había aprendido el significado del Hambre Eterna.