El guerrero
Un misterioso guerrero llega a una aldea perdida en medio de unos parajes montañosos, acompañado de un ominoso presagio y de un pasado familiar.
Cuando la noche caía, los hombres y las mujeres guardaban las azadas, las palas y las escardillas de lado tras la jornada laboral del campo terminada. Algunos acababan tan agotados que preferían marchar a casa a dormir, mientras que muchos de ellos se acercaban a la taberna del pueblo, un local humilde y no muy grande. Allí se reunían los aldeanos para comentar las noticias más recientes, a contar historias junto a la chimenea en los días más fríos y a beber un poco de cerveza de la cosecha del viejo Darra. Un acto cotidiano, casi una tradición, hecha para descansar y olvidarse de la jornada de trabajo finalizada antes de volver al hogar y prepararse para la próxima. Era de los pocos momentos de ocio que tenían los aldeanos y que todos disfrutaban, pues siempre había bebida y charla, por banal que fuese. No era una aldea grande, apenas un grupúsculo de casas en un valle apartado del bullicio del mundo, en el que las eventualidades y los sucesos anómalos sucedían con muy poca frecuencia, a lo sumo una cada año, dos o tres en los mejores.
El ambiente era distendido aquella noche, al igual que siempre. Las múltiples voces se confundían en una atmósfera cargada por el olor del alcohol y del humo de las velas que iluminaban la estancia, ahuyentando las sombras para que regresasen a su reino de las sombras en el exterior. Aun así, había una sutil penumbra entre las mesas, los clientes, las copas y las camareras que se paseaban de un lado a otro. En ocasiones, un eructo o una carcajada se elevaban por encima del bullicio general, sin turbar el ritmo ligero de la velada de principios de primavera.
Un portazo producido por un embate de aire fresco hizo que todos los presentes se sobresaltasen y todas las cabezas se girasen hacia la puerta de acceso. Una figura imponente se adivinó entre las tinieblas. El recién llegado avanzó hacia el interior, aumentando la intriga de los parroquianos por su presencia extranjera en un lugar tan remoto como aquel. Era un hombre de espaldas anchas, mirada fría como el acero, cabello corto y plateado y piel tostada por el sol. Una pequeña barba circular, muy corta y del mismo color que su cabello, rodeaba su boca. Sus manos eran grandes y su mera visión revestía fuerza y determinación. Sin embargo, lo más extraño era su atuendo, consistente únicamente en unos pantalones de cuero tachonados con placas de acero, unas hombreras del mismo material metálico y guantes y botas pesadas de piel. De su cinturón colgaban una refulgente espada de acero, un cuchillo y una honda. Esta vestimenta tan peculiar dejaba su torso y brazos desnudos, revelando su musculatura marcada y abultada, con algunas cicatrices que lo surcaban. Cruzó la estancia hasta la barra sin girar su mirada hacia ninguno de los presentes, que susurraban a su alrededor:
-¿Quién es ese?
-Qué hombre más raro.
-Es un guerrero de Andora.
-¿En serio?
-¿Un guerrero de Andora? ¿Aquí?
-¿Qué es un guerrero de Andora?
Aun en el rincón más apartado y aislado del mundo, alguien había de saber qué era un guerrero de Andora. Hombres feroces y curtidos en la batalla, eran fácilmente reconocibles por sus atuendos ligeros y con la protección justa, que ensalzaban su hombría y su valor. Expertos en distintas armas y técnicas de combate, también se decía que eran capaces de usar algunos tipos de magia para emplear cuando la situación lo requería. Aunque eran una orden antigua con una jerarquía organizada, sus miembros eran llaneros solitarios que viajaban por el mundo en busca de la aventura y el combate. No peleaban por reyes o por caudillos, sino contra monstruos que campaban a sus anchas por el mundo y amenazaban a la población. Cuando la gente avistaba uno, tenía al instante la certeza de que algo iba a suceder. En algunas partes eran mal vistos, como un oneroso presagio de un desastre cercano que había de causarles un gran mal, mientras que en otros lugares se consideraban una bendición, en que el pueblo gozaba de una protección segura contra un peligro inminente. Por eso, aquellos que sabían quién era ese hombre se lo contaban al resto, junto con el nefasto presentimiento que le acompañaba.
El guerrero se acodó contra la barra y pidió una jarra de cerveza. El gerente, algo amedrentado, se lo sirvió. El murmullo constante de los centenares de conversaciones cruzadas del pueblo ahora se limitaba a susurros, como si el pueblo presente temiese despertar a alguna bestia dormida. Y entre ellos se encontraba Ciro, un joven de cabello de fuego, rostro flaco y pecoso y nariz rechoncha que se encontraba sentado a una mesa junto con algunos compañeros veinteañeros como él que cuchicheaban alrededor del guerrero.
-¿Un guerrero de Andora?-inquirió Merlo, con tono burlón-. ¿Y eso qué es, un tipo de rábano?
Carcajadas disimuladas entre los jóvenes.
-Miradle, parece un montón de morcillas-replicó Nargo.
Mas carcajadas disimuladas.
-¿Y dónde tiene su armadura? Seguro que le podría matar hasta yo.
-Peor aún, le mata un resfriado.
De nuevo se rieron. Hasta que se dieron cuenta de que su compañero no les seguía el juego.
-¿En qué piensas, Ciro?
El joven se había quedado embelesado mirando al guerrero de Andora. Era un joven apuesto, de su edad o algo más mayor, tal vez. Pero, además, tenía la sensación de que le conocía…
-¿Qué?-reaccionó-. No estaba atento.
-Ya lo vemos.
-Siempre estás en las nubes-replicó Otha, el tercero de sus amigos-. ¿En qué estás pensando ahora?
-Seguro que está fantaseando con alguna chica.
Las carcajadas volvieron, esta vez más sonoras, con él como objetivo. Ciro enrojeció. Él y sus amigos eran todavía jóvenes y empezaban a entrar la época de pensar en mujeres y, en especial, de buscar una para compartir el resto de sus vidas
-No, quiero decir… ¿No os suena ese hombre de algo?
-Pues, ahora que lo dices… No, no me suena.
-¿Quién crees que es?-inquirió Merlo.
-No lo sé. Tendría que hablar con él.
-A mí no me suena de nada-musitó Nargo.
-Voy a ver.
Según se levantaba, el guerrero apuraba su vaso y se abría paso hacia la salida. Ciro anduvo con tranquilidad, sin llamar mucho la atención, y se dirigió hacia él, mientras sus amigos miraban. Sin embargo, la posada era un lugar atestado de gente y moverse entre las mesas era más fácil decirlo que hacerlo. El espacio entre las sillas era muy reducido y había que hacer cabriolas entre respaldos que se pegaban mucho por hombres y mujeres muy apartados de sus respectivas mesas. Para cuando llegó al pequeño proyecto de pasillo central que había recorrido el guerrero, hacía rato que este había abandonado el local.
Ciro salió al ambiente nocturno. Aunque la primavera ya había hecho acto de presencia, todavía no había remitido parte del frío invernal y, sumado al calor humano del interior, le hizo estremecerse por un momento. Aunque la luz de la luna era muy tenue, en cuarto menguante, era suficiente para ver a unos cuantos metros de distancia, aunque necesitó un momento para habituarse al cambio de luminosidad. Miró a un lado y a otro y entonces vio al guerrero, a una corta distancia, marchándose calle abajo. Ciro corrió tras él y, en unas pocas zancadas, le había dado alcance.
-¡Oye, espera!
El guerrero no se detenía. Ciro fue a posarle la mano en el hombro, para pedirle que le aguardase, pero antes de que siquiera tuviese tiempo a rozarle, se vio aprehendido en un abrir y cerrar de ojos. El guerrero se había dado la vuelta con una velocidad inusitada y le había atrapado desde la espalda, atenazándole el cuello con un brazo y presionándole contra su propio cuerpo. Con la otra mano había desenfundado su arma, cuyo filo rozaba peligrosamente la piel de su garganta.
-¿Quién eres? ¿Por qué me sigues?
-¡Por favor, no me mates!-exclamó Ciro, aterrado.
Ciro intentó zafarse del abrazo mortal, pero el guerrero bien entrenado tenía más fuerza que él. La respiración se le aceleró por el susto, el peligro y el flujo de aire, que se había visto reducido de manera drástica y brusca. Podía sentir el poderoso cuerpo del hombretón rozando cada fibra de sus cabellos.
-¿Cómo te llamas?-inquirió.
-¡Ciro! ¡Ciro! ¡Me llamo Ciro!-exclamó, casi suplicante.
-¿Ciro?
Entonces, con toda calma, el guerrero le soltó. Ciro aspiró hondo, como prisionero que acaba de recuperar la libertad. Se giró y miró a la cara al guerrero.
-Ciro… Eres tú.
-¿Te conozco?
-Pues claro que sí.
Si el guerrero estaba entusiasmado por reencontrarse con alguien, su voz no lo translucía. Ciro estaba intentando recordar. En la base de su cerebro, un impulso eléctrico le decía que reconocía esa cara, que la había visto con anterioridad. Pero ese mismo impulso no conseguía encontrar la información precisa. Pasó un momento de duda, intentando sin éxito ofrecer una respuesta plausible.
-Soy Vir-dijo el guerrero-. ¿No te acuerdas de mí?
Entonces cayó y su rostro se iluminó.
-¿Vir? ¿Eres tú?
El guerrero asintió. Vir había sido un habitante de ese mismo poblado perdido en las montañas. Tenía la misma edad que Ciro, apenas unos meses de diferencia. A la mente le vinieron los recuerdos de la infancia de ambos: los juegos, los baños en el río, las bromas a los adultos, los líos en que se podían llegar a meter… Pero eso había sido muchos años atrás. Cuando ambos tenían unos seis o siete años, la familia de Vir se había marchado del pueblo por causas que nunca llegó a averiguar.
-¡Has cambiado un montón!-exclamó Ciro.
Y tanto. No parecía aquel chaval escuchimizado de entonces. Ahora era un hombre bien formado que había dejado atrás las características infantiles. A pesar de que tenían la misma estatura, Vir parecía más grande por su complexión más robusta.
-Lo sé.
-¿Cómo es que entraste a la orden de Andora?
-Es una larga historia. Pero ahora me alegro de estar de vuelta.
Ciro se alegraba de verle. Pero Vir parecía no sentir lo mismo.
-¿Y por qué has venido?-preguntó Ciro.
-Eso no te lo puedo decir. Y ahora tengo que marcharme.
-¿Por qué? ¿A dónde vas?
Su seriedad le daba mala espina. Ni siquiera se había alegrado por el reencuentro después de tantos años. Vir no medió ni una sola palabra más y enseguida se alejó calle abajo. Ciro se sintió tentado de seguirlo, pero su instinto le decía que no debía ir tras su viejo amigo. Tras un rato, volvió a entrar a la taberna, con la cabeza llena de dudas y preguntas.
* * *
El día siguiente fue un día bastante relajado. Para compensar la falta de labor, Ciro cogió su caña de pescar y se marchó al río. Su herramienta era tosca, apenas un palo muy largo con una cuerda atada, que le había procurado buenas piezas en el pasado. La corriente de agua era el típico río de valle, no muy ancho, de aguas frías y no demasiado profundo. En las orillas apenas cubría hasta las rodillas y albergaba buenas piezas en el centro más profundo. Su zona favorita se encontraba en el interior de un bosque que se encontraba a unos pocos centenares de pasos del linde de la aldea. El río se introducía entre los árboles y la zona apartada que tanto le gustaba a Ciro le ofrecía un remanso de tranquilidad, al abrigo del sol en los días más crudos y con el trino de los pájaros para hacerle compañía. Era un lugar idílico para escapar de la gente por un tiempo.
Acompañado de un cubo, fue recolectando insectos a los que arrancaba la cabeza para que dejasen de moverse y sirviesen de cebo para los jugosos peces que pensaba atrapar. Si todo iba bien, él y su familia podrían disfrutar ese día de las capturas que hiciese. A medida que se acercaba a su destino, el arrullo del agua se dejaba oír a través de los árboles. Poco después llegaba a un calvero de reducido tamaño a las orillas del torrente, un espacio de suelo arenoso con unas rocas al borde donde se sentaba horas a la espera de que los peces picasen. Sin embargo, en esa ocasión hizo un descubrimiento sorprendente. Allí, en el centro, quedaban los restos de una fogata que alguien había hecho, con un perímetro de piedras para que no se propagase. Un poco más allá, entre las hierbas, creyó distinguir una pequeña bolsa de viaje, medio escondida entre las hierbas, y justo al lado unas cuantas prendas y unas armas tiradas. Avanzó un poco al interior del calvero y fue entonces cuando lo vio.
Era un hombre. Metido en el río. El agua le llegaba hasta las rodillas. Estaba completamente desnudo y de espaldas a él. Se estaba bañando, cogiendo agua con las manos y dejando que resbalase por su cuerpo tostado y bien formado. A juzgar por su complexión y por el pelo blanco de su cabeza, Ciro creyó averiguar quién era.
-¿Vir?
El aludido se dio la vuelta. Efectivamente, era él. Una oleada de pudor sacudió a Ciro cuando le vio tan al natural y le impelió a apartar la mirada.
-Buenos días, Ciro-saludó Vir, con una voz muy hierática-. ¿Qué haces aquí?
Ciro intentó volver a entablar contacto visual con Vir. A los ojos. Pero, por alguna atracción magnética, la mirada se le iba de vez en cuando a su miembro. Vaya escándalo. ¿Acaso no podía tener un poco más de vergüenza?
-Venía a pescar. Este es mi lugar preferido de pesca y… ¿podrías ponerte algo, por favor?
-¿Por qué? Ya me has visto desnudo antes.
Sí, pero eran otros tiempos. Entonces, cuando él y sus amigos eran pequeños, la inocencia le ganaba al pudor y no había ningún problema en divertirse y chapotear en el río sin nada que les cubriese. Pero ahora eran adultos y Vir había desarrollado un buen miembro que, aun relajado, tenía un buen tamaño y se balanceaba de un lado a otro con cada paso que daba. Y su vello púbico, tan blanco como su cabello por alguna razón, llamaba la atención sobre su piel bronceada.
-Por favor…
-Está bien.
Parecía que lo hacía como un niño obligado por su madre. A Ciro no se le escapaba la falta de sentimientos que traslucía. ¿Qué había sucedido con aquel Vir del pasado, tan vivaz a pesar de su raquitismo? ¿Qué le habían hecho los guerreros de Andora?
-¿Qué haces aquí?-preguntó Vir, una vez se hubo puesto los pantalones.
-He venido a pescar. ¿Qué haces tú aquí? ¿Has estado durmiendo aquí?
-Así es.
-Podías haber venido a mi casa. Te hubiéramos dado alojamiento.
-Soy un guerrero de Andora. No necesito que nadie me ofrezca un techo por caridad.
Los guerreros de Andora eran hombres respetados en todo el mundo, según tenía entendido Ciro por lo poco que había oído de ellos. Luchaban por aquellos que no podían defenderse contra amenazas desconocidas que, según los rumores, no procedían de este mundo. Pero ahora empezaba a no estimarles tanto, viendo en lo que habían convertido a Vir. Y también se compadecía de él. Vir se sentó junto a la hoguera apagada para afilar su hacha y Ciro se situó a su lado.
-¿Tan duro es?
Vir no respondió, por la razón que fuese.
-¿Y por qué tienes el pelo blanco?-inquirió-. Antes solías ser pelirrojo. Al igual que yo.
-Se me puso así cuando aprendí a hacer magia.
¿Magia? ¿De verdad existía eso? Él nunca la había visto en persona. Siempre sonaba fascinante cuando alguien hablaba de ello.
-¿En serio sabes hacer magia?-con aire de entusiasmo-. ¿Podrías enseñármelo?
-No. Es un arte peligroso. Solo puedo utilizarlo cuando la ocasión lo requiere.
-¿Y por qué vais sin armadura? Te hubiera ahorrado una buena cantidad de cicatrices.
-Son marcas de guerra, insignias de honor. El pecho desnudo es un símbolo de valor. No necesitamos más defensa que a nosotros mismos y a nuestras propias capacidades.
Una tradición un poco extraña, se dijo Ciro. Aunque había que reconocer que ir por ahí así… Le habría granjeado una buena cantidad de mujeres.
-Seguro que las damas se te tiran encima, ¿verdad?
Vir le dedicó una mirada de soslayo que Ciro no supo interpretar. Sintió algo en su interior que se removía. ¿Tal vez el desayuno? Por un impulso, acarició ligeramente el brazo de Vir, para saber cómo se sentía un cuerpo tan desarrollado. El de Ciro también lo estaba, fruto del trabajo manual, pero nunca lo estaría tanto como el de su amigo.
-¿No habías venido a pescar?-inquirió Vir.
-Eh… Sí, claro.
No volvieron a mediar palabra. A veces alguna mirada, como para vigilarse el uno al otro, pero permanecieron allí durante horas: Vir dedicado a sus asuntos de guerrero y Ciro a sus capturas.
Cuando hubo pescado unos cuantos peces, Ciro se dispuso a marcharse. Sin embargo, antes de abandonar el calvero, se giró hacia su viejo amigo.
-Oye, Vir… ¿Hay algún tipo de amenaza cercana? ¿Es por eso por lo que estás aquí?
El guerrero alzó la cabeza.
-Es posible-dijo, sin dejar traslucir nada.
-¿Y sabes cuándo llegará? ¿O lo que es?
-No lo sé. Estas cosas nunca se saben con certeza. Y aunque lo supiese, no podría decírtelo.
-Entiendo…
Hubo un momento de pausa.
-Y, dime… ¿Podría volver aquí? Para hablar contigo y eso.
-Claro.
-Gracias.
Ciro le dio la espalda y se marchó. No quería que viese la pequeña erección que empezaba a marcarle.
- * *
Maldita sea, pensó Ciro. ¿Por qué no podía dejar de pensar en ello? Era de noche y no podía conciliar el sueño. Tenía en la mente la imagen de Vir, allí desnudo, en el río. No la de diversión, de cuando eran jóvenes y no había problemas, sino la de esa misma mañana. ¿Acaso ese era Vir? Le reconocía, sabía que era él, pero estaba tan cambiado… Y su maldita falta de vergüenza, que le había permitido ver en su totalidad lo mucho que se había desarrollado… Pero claro, Ciro tampoco era el de siempre, también había crecido. Y ahora también le crecía otra cosa mientras le visualizaba. ¿Por qué? Deseaba quitárselo de la cabeza, pero al mismo tiempo deseaba ese cuerpo férreo y formado y… ¿Y qué le estaba pasando? Jamás había sufrido esas contrariedades por una dama. ¿Por qué ahora?
Como por puro instinto, Ciro infiltró su mano por debajo de la tela de su pantalón. Palpó su propia hombría gruesa, delgada y alargada. Con dos dedos, lo recorrió en toda su extensión, evaluando el tamaño total que debía alcanzar. Y cuando llegó abajo, volvió hasta arriba. Pronto lo tenía asido con toda la mano y vibraba con el placer que aquel vaivén le producía. Algo se agitaba en su interior, algo que luchaba por salir, y se mordió los labios para evitar que lo que saliese fuera un grito que algún oído inoportuno pudiese captar. Aún más importante cuando, llegando a la cima, esa tensión interna, esa leche que deseaba salir, voló al aire.
A la mañana siguiente, Ciro quería volver a hablar con Vir. Se saltó la jornada y fue directamente al bosque temprano. El guerrero de Andora todavía se encontraba allí acampado.
-Buenos días, Vir-saludó.
-Buenos días, Ciro. ¿Cómo es que estás aquí tan temprano? ¿No deberías estar en el campo?
-Me han dado el día libre-mintió-. Y por eso vine a charlar un rato. ¿Todavía no han venido esas amenazas de las que hablabas?
-Todavía no.
Ambos amigos se sentaron y conversaron sobre diversos temas durante unas cuantas horas. Ciro quería comprobar un par de cosas. La primera, hasta qué punto Vir seguía siendo aquel joven delgaducho y escuchimizado. Y la segunda, hasta qué punto estaba obsesionado con él. Desde que llegó al claro se había quedado mirando su cuerpo bien formado Tenía que esforzarse por mirar a los ojos a su viejo amigo, pero no era fácil mantener la mirada en dos lugares distintos y tenía que forzarse a mantenerla en un lugar adecuado. Por suerte, Vir no llegó a darse cuenta.
Así pasaron cinco días de visitas matutinas, sin el menor indicio de las amenazas predichas por el guerrero de Andora. La ventaja de los años invertidos en lugares distintos era que había muchos temas de conversación con los que pasar el tiempo. Ciro le contaba algunas noticias, cotilleos, eventos y otras cosas que habían acaecido en el pueblo, mientras que Vir le hablaba sobre algunas de sus aventuras, sus batallas, los lugares que había visitado y los pormenores de la vida del guerrero errante en general, siempre y cuando no fuesen secretos por alguna oscura normativa de su orden. En un momento, Ciro llegó a envidiar la vida tan interesante que había vivido, aunque no le atraía tanto por los sacrificios y las dificultades que había de sobrellevar. No era fácil ser un guerrero de Andora, aunque así lo pareciese.
Al sexto día, Ciro visitó a su amigo por la tarde. Tras casi una semana de desatender sus labores en el campo, la responsabilidad le había atrapado y tenía que volver. Pero las horas centrales del día no le pertenecían a nadie, especialmente aquel anómalo día que era más caluroso de lo normal. Cuando llegó al claro, se encontró a Vir una vez más con los pies en el río. Una oleada de pudor le invadió tan pronto como le vio. Esta vez no le estaba dando la espalda.
-Buenas tardes, Ciro-saludó Vir-. Hoy has venido muy tarde. ¿Ha sucedido algo?
-No, nada…-balbuceó-. Solo que… He tenido que volver al… Al trabajo y…
-¿Te sucede algo?
-¿No puedes vestirte, por favor?
Vir le miró por un instante con un gesto que recordaba al de un niño pequeño que no entiende lo que se le ha preguntado.
-Lo siento, no puedo. Acabo de entrar y necesito lavarme. No tienes ningún problema, ¿no? Al fin y al cabo, somos hombres y nos hemos visto así anteriormente.
Pero eso era parte del pasado. Eran tiempos distintos.
-Ven, acércate-le instó el guerrero desnudo-. El agua está buena.
Ciro se acercó, aunque sin mucha convicción. Se sentó a la orilla, a una distancia prudencial, que no pareciese muy distante ni que estuviese demasiado cerca de ese cuerpo que le empezaba a excitar y no quería que ello se revelase. Sin embargo, Vir lo notó y él mismo se acercó.
-¿Has tenido un día muy duro hoy?-inquirió mientras cogía agua y la echaba sobre sus hombros.
-Eh… Sí…
-Seguro que te vendría bien bañarte. Quitarte todo el polvo y el sudor. Venga.
-No, gracias… Estoy bien.
-Que sí.
Ciro se encogió sobre sí mismo, como un armadillo que quiere protegerse de una amenaza. Pero Vir se acercó a él y le agarró del brazo para instarle a que se levantase y se animase. Ciro intentó resistirse, pero Vir era muy fuerte. Ambos forcejearon, en una lucha desigualada, hasta que Ciro se resbaló por la inestable orilla y cayó al agua.
Antes estaba seco y sucio, pero después del chapuzón estaba limpio y chorreando. Se había mojado de pies a cabeza y su ropa se le pegaba al cuerpo. El choque térmico le hizo tiritar enseguida.
-Vas a coger un resfriado con esa ropa húmeda. Quítatela.
Buena manera de condicionarle. Mientras Ciro se quitaba la ropa, Vir salió del agua y encendió un pequeño fuego para que se calentase. Abrazándose a sí mismo, un desnudo y titilante Ciro se acercó y se arrodilló junto al fuego que poco a poco empezaba a avivarse y a lamer la madera seca. Vir se sentó junto a él. Hubo una ligera reminiscencia de cuando se echaban para secarse bajo el sol, tantos años atrás.
-¿Cómo aguantas tú el frío?-preguntó al guerrero cuando el frío empezó a desvanecerse.
-Gracias a mi magia. Me protege hasta cierto nivel.
-Bueno, gracias por el fuego… Aunque no ha sido muy educado tirarme al río.
-Lo siento, no era mi intención. Tan solo quería que te abrieses.
-¿A qué te refieres?
-Me he dado cuenta de que sientes algo por mí. He notado tu excitación y tu alborozo… Y quería que no estuvieses tan cohibido.
Ciro se llevó las manos a la entrepierna de manera involuntaria. Así que, a pesar de haber intentado ocultarlo, se había percatado de sus erecciones. Qué vergüenza.
-Lo siento mucho. Yo solo… Es que… Verás… Yo…
Solo podía tartamudear frases inconexas. Tras un poco de barboteo, Vir le calló con un método inesperado: uniendo sus labios con los de Ciro. Se besaron y se mordisquearon los labios unos pocos segundos, mientras el poderoso guerrero le sujetaba la nuca para que no se marchase. Cuando por fin se separaron, Ciro estaba rojo de vergüenza y erecto por la excitación del momento.
-Yo también pienso que eres muy guapo-susurró Vir.
Hasta hace poco, Ciro tenía frío y tiritaba. Ahora, el calor interno disipaba la frigidez que le atenazaba.
-Pero… Eres un guerrero de Andora…
-La orden no me impone restricciones en cuanto a las relaciones. Siempre y cuando no entorpezcan mi labor.
El corazón de Ciro latía a toda prisa. Era Vir, su amigo, con el que jugaba de pequeño. Un amigo, nada más, solo eso. Pero ahora… volvió a unir los labios con los de él. Acunado por Vir, se recostó sobre la hierba, con el fornido guerrero a su lado. Sus poderosos brazos le abrazaban y le acariciaban, acercándole a él para que pudieran sentir el cuerpo y la musculatura del contrario; bien formada en el guerrero, no tanto en el campesino.
En toda su vida, Ciro nunca había pensado que se habría enamorado de un hombre, menos de uno con el que había tenido una relación tan fraternal. Pero su intuición le decía que, aunque parecía que obraba mal, era justo lo contrario. Adoraba a ese hombre que, imponente y temible, le correspondía. Se había estado encariñando con él durante esos últimos días y ahora no podía hacer otra cosa que ansiarle.
En toda su vida, Ciro nunca había pensado que se habría enamorado de un hombre, menos de uno con el que había tenido una relación tan fraternal. Pero su intuición le decía que, aunque parecía que obraba mal, era justo lo contrario. Adoraba a ese hombre que, imponente y temible, le correspondía. Se había estado encariñando con él durante esos últimos días y ahora no podía hacer otra cosa que ansiarle. Tocó su cuerpo por primera vez sin reservas, rozó su piel, sus pezones y su cabello. Recorrió los vaivenes de su cuello, sus hombros y sus brazos, hasta las caderas y más allá. Vir hacía lo propio, atrayéndole hacia sí. Compartían el calor que irradiaban sus cuerpos y que les hacía crecer y endurecer las hombrías. La de Ciro tenía buen tamaño, pero no podía competir con la de Vir, que apenas había crecido a partir de su tamaño original.
Retozaron por un tiempo más, rodando por el suelo y besándose con pasión. Cuando tiempo después se cansaron y el tiempo apremió la vuelta de Ciro, se lavaron un poco para eliminar la escoria y la tierra que se había pegado a sus cuerpos empapados y Ciro se marchó, con una sensación de gozo en el pecho. Todavía no podía creerse que pudiese alcanzar un gozo tan grande y en unas circunstancias tan inusuales. Ese Vir no era el mismo que cuando eran pequeños. Era mucho mejor.
Durante los días siguientes, Ciro siempre encontraba un momento para escabullirse hacia el bosque en busca de la presencia de Vir. Se sentía pleno junto a él, notando su roce y, recordando viejos momentos, nadando junto a él en el río exentos de toda prenda, disfrutando como niños pero con la consciencia de los adultos. Sentía en la cara el cosquilleo de su barba recortada y le gustaba. Cada día iban más lejos. Primer fueron solo besos, luego exploraron sus cuerpos con la lengua, con Vir siempre tomando el control, incitando a Ciro a ir más lejos y a experimentar los límites del gozo masculino que nunca había conocido. Nunca supo la sensibilidad que podían tener sus labios, sus orejas, sus pezones y su ombligo hasta que Vir se lo mostró en días sucesivos. Y, en el tercero, la de su miembro excitado.
Todo parecía normal. Vir le había acostumbrado a aprisionarle con su cuerpo contra la orilla, aprovechando la sensualidad del agua. Luego le besaba, un beso largo y duradero, de minutos que parecían horas, y tras ello bajaba por el cuerpo del campesino, explorando con los labios los contornos de su cuerpo no muy fornido, pero formado por el trabajo manual. Ese día pasó por los pezones, en una escala fugaz, y dejó atrás el ombligo sin reparar en su presencia. Llegó al área dentro del triángulo que formaba el cinturón de Adonis, se separó por un momento y, abriendo la boca, ingirió el trozo de carne duro. Ciro abrió los ojos del asombro.
-¡Vir! ¿Qué estás haciendo?-exclamó, pensando en silenciosos tabúes que nadie le había impuesto.
-Tranquilo-dijo él, con calma-. Relájate y ya verás.
Estaba nervioso. No sabía qué esperar. Vir fue poco a poco, deleitándose con cada centímetro, primero chupando la punta, luego encajando el espacio adicional en su húmeda boca, hasta que llegó a la base. Las sensaciones encontradas de Ciro eran indescriptibles. Arqueaba la espalda con cada oleada de placer que le recorría, con cada cosquilleo que la lengua de Vir le producía en su vara masculina, como si quisiese alejarse al tiempo que avanzar con las caderas por delante. Aferraba con fuerza la hierba de la orilla, la arrancaba a puñados, liberando terrones de tierra oscura y compacta que caían sobre ellos y luego al agua. Una lluvia agreste que no era capaz de interrumpirles.
No era igual que aquella noche en que se complació a sí mismo. Era mucho mejor. El placer se expandía hasta cada fibra de su cuerpo, desde los dedos de los pies hasta cada uno de los cabellos de su cabeza. Y allí, en ese epicentro, la tensión se iba acumulando, de manera mucho más lenta, casi imperceptible. Un volcán que lanzaba sus primeros y leves avisos, terremotos que le hacían agitarse todo él entero. Estaba tan cerca de erupcionar… Pero, justo cuando la tensión estaba a punto de llegar a su máximo exponencial, Vir se detuvo y le soltó. Ciro hizo un mohín de fastidio.
-¿Por qué te detienes?-preguntó.
-Hagámoslo los dos juntos.
Vir agarró a Ciro por la base de su miembro y, con un gesto, le indicó que hiciese lo propio. La hombría de Vir era impresionante, al igual que el resto de su cuerpo. Tan grueso que parecía una pierna adicional, malformada por no ser de la misma longitud que las otras dos y alzada con fuerza hacia el cielo. Ciro lo hizo un poco cohibido y el guerrero le indicó que agarrase con más fuerza.
-¿Y ahora qué?
-Ahora empezamos.
Vir empezó a sacudir el miembro de Ciro, al igual que él se había hecho a sí mismo. Estaban conectados, complaciéndose el uno al otro. Ciro no podía creerlo y permanecía paralizado, disfrutando del placer que volvía a llegar. Vir tuvo que traerle de vuelta del trance, pues él también quería llegar hasta la cima del éxtasis. El principio fue lento, pero el ritmo fue aumentando. A medida que Vir iba más rápido, Ciro hacía lo mismo por imitación, por no querer quedarse atrás.
La respiración se volvió más agitada a medida que la fricción se volvía más rápida e intensa. Las bocas, ahora abiertas, exhalaban el aire sobrante para absorber todavía más, puesto que sus pulmones necesitaban soportar el esfuerzo frenético producido por el placer creciente. Los gemidos se perdían en el aire vacío de las profundidades del bosque. Si alguien estuviese cerca, los árboles hubieran ahogado el sonido, salvo que estuviese en ese mismo calvero que era su nido de amor. Con esa seguridad, arrojaban sus voces al cielo sin miedo, dos trémulos lobos que a coro aullaban a la luna que estaba lejana de salir. Ciro fue el primero en arrojar su simiente al aire, Vir un par de segundos después. Los chorros cayeron sobre el cuerpo del contrario, acariciándolos con su humedad pegajosa y cálida, como un obsceno bautismo. Los de Ciro llegaron hasta poco más arriba del ombligo, pero Vir tenía más potencia de tiro y uno de ellos manchó la clavícula de su amigo. Sus deseos más carnales habían sido satisfechos.
Poco después, ya más relajados, se lavaban para que el río se llevase la marca de su relación.
-Ha sido genial… Me ha encantado-musitó Ciro.
-Y no hemos probado lo mejor de todo.
-¿Lo mejor? ¿Qué es eso?
Vir le respondió con una breve sonrisa que Ciro no supo interpretar, tan cándido como era. Unos pocos besos después, Ciro se volvió a vestir y dejó a Vir en el calvero, en su campamento provisional. Había disfrutado como nunca de su cuerpo y tenía ganas de que llegase el día siguiente, para repetirlo y para averiguar qué era aquello que era “lo mejor de todo”. ¿Qué podía ser?
Al día siguiente llegaron los monstruos.