El guarda Isidoro y yo

Un día cualquiera se convirtió en especial cuando encontré un tesoro en forma de lencería femenina.

Vivíamos en una de esas urbanizaciones de las afueras de una pequeña ciudad cuyo nombre no importa, un lugar en el que, salvando los meses estivales, era bastante aburrido vivir. No había nada a mano, y mis padres tenían que ir de aquí para allá en coche en cuanto faltaba algo en casa. Iba a uno de los múltiples colegios que había en la capital, pero en cuanto el timbre nos liberaba a las 2 de la tarde, mis amigos desaparecían hasta el día siguiente, y dos días si en medio había un fin de semana.

Yo era un chico delgado y de piel blanca, con el pelo moreno y cortado a media melena, estilo que desesperaba a mi padre, un brusco mecánico, pero que encantaba a mi madre, mucho más sofisticada que aquél. Mi madre siempre deseó tener una hija, pero el destino le fue esquivo, y tan solo pudo ser bendecido conmigo y mis tres hermanos, dos mucho mayores que yo y el pequeño Alex, demasiado joven como para poder entretenerme. De hecho, era muy común que deambulara por entre aquellas casas desiertas o en la zona interior privada de en medio de los chalets, en donde la piscina concentraba todo el bullicio estival. Pero aún faltaban un par de meses para que llegara el verano, y aunque los días eran ya mucho más largos, aquel martes por la mañana libre de escuela no significaba para mí más que un nuevo conjunto de horas al que superar hasta volver a tener algo que hacer. Me duché por puro aburrimiento, por matar algunos minutos antes de salir a caminar por la enorme recta que dividía en dos aquella urbanización. Fui al descampado sin saber muy bien por qué, ya que allí no había nada salvo escombros y demás basura, de modo que volví hacia el eje central de las viviendas, cuando de repente vi cómo uno de los vecinos desechaba con rabia varias cajas en un contenedor de basuras cercano a donde me encontraba. Entonces recordé una conversación entre mi padre y mi madre mientras cenaban.

—Parece ser que Nuria engañaba a Hernán con chaval del taller.

—¿Nuria trabaja en un taller? —Preguntó mi padre sin mucho interés.

—Ella está en la oficina, pero creo que se acostó con uno de los mecánicos.

—Por eso no contrato secretarias, para evitar todas estas tonterías.

—Pues por lo visto, un amigo de Hernán fue al taller a entregar unos paquetes, y le dijeron que los dejara en el almacén, y dice que vio a Nuria arrodillada delante del chaval mientras le... —y hacía un gesto como de estar chupando una polla. Cómo si no supiera lo que era una mamada.

Aquel vecino, Hernán, arrojó una de las cajas de cartón incluso antes de haber llegado al contenedor, y el contenido de una de ellas se desparramó levemente por el suelo. Esperé a que Hernán volviera hasta su todo-terreno y se fuese, y aún así aguardé un par de minutos más, por si acaso decidía volver arrepentido. Tal cosa no sucedió. Con gran celeridad, me acerqué a aquellos objetos que para mí significaban el comienzo de una jornada con algo que hacer al fin, y más aún cuando abrí la caja rota, dentro de la cual había toda suerte de lencería femenina de encaje, tangas, medias, ligueros y sujetadores, todo en gran número y mayor erotismo. Como si fuera un tesoro sin parangón, apreté aquella caja contra mi pecho y atravesé la carretera como un soldado en una zona de guerra, llegando hasta el pasillo que conectaba con la zona común, ya saben, aquella en donde estaba situada la piscina comunitaria. Junto a ésta, había dos casetas de idéntico tamaño pero bien distintas funciones: una contenía la depuradora, y era un cuarto oscuro y de un fuerte olor a cloro. La otra eran los servicios para los bañistas, el vestuario y un pequeño cuarto con una camilla y los utensilios con los que el socorrista de turno contaba a la hora de desarrollar su trabajo. En este último cuarto, la ventana no cerraba del todo, y era mi refugio en los días de lluvia. Empujé el cristal con la mano, y éste cedió después de un par de tímidas intentonas, y pronto me delante de un auténtico banquete de prendas interiores femeninas que provocaban una extraña excitación en mí. Yo ya sabía que me gustaban los chicos, y de hecho tenía que hacer un esfuerzo cada vez que veía a mis amigos masturbarse delante de mí para no relamer mis labios o lanzarme directamente a chupar aquellas pollas tan duras aunque de un tamaño aún por desarrollar. Lo primero en probarme fue un precioso tanga de color negro que formaba un pequeño triángulo en la zona superior del culo, y en verdad que aquella prenda parecía estar diseñada para mí, pues se adaptó a mis nalgas a la perfección; para acompañar a la braguita, usé un par de medias del mismo color con encajes en las ligas, lo que me daba un toque lujurioso y erótico. Mi excitación iba en aumento, pero mi por entonces pequeña polla no era un problema, pues la recolocaba aquí y allá cuando me miraba en el espejo de encima del lavabo, y la verdad es que estaba para follarme a lo bestia, con mi piel blanca resaltando el conjunto mientras me elevaba sobre mis pies para que mi culito luciese más respingón. Después le tocó el turno a un conjunto de tanga, medias y sujetador a juego de color rojo pero invadido por cientos de puntitos blancos. Las medias eran rojas y tenían su propia liga de silicona. Emocionado y cada vez más excitado, me tumbé sobre la camilla mirando a mi imagen en el espejo y levanté las piernas al más puro estilo

Pin-up

. Aquella mañana estaba resultando de lo más gratificante, aunque todo estaba cerca de cambiar... para bien.

Nada más bajar de aquella camilla, una llave comenzó a girar al otro lado de la puerta, algo que hizo que por poco no se parase mi corazón, pues no tenía salida alguna, ya que la ventana por la que entré está justo al lado de la entrada. Bloqueado por la situación, tomé del suelo mi sudadera y cubrí todo lo que pude de mi cuerpo semi-desnudo en el mismo instante en el que la luz del exterior invadía aquella minúscula habitación. Había cometido un gran error, pues no conté con el hecho de que, aunque yo no tuviese que ir a la escuela, el resto del mundo seguía girando, los trabajadores acudirían a sus puestos de trabajo, e Isidoro, el guarda de la urbanización, entraría en la sala del socorrista mientras un joven salido fantaseaba con ropa de puta sustraída de un contenedor de basura.

“¡Luisito, ¿qué haces?”, dijo con su voz varonil y grave. Dado lo desesperado de la situación, tan solo supe reaccionar de un forma tan leve como inútil, pues llegado el momento, solo pude explotar la belleza que me presumía vestido como una bailarina de un club de carretera, de modo que dejé caer la sudadera que me cubría, dejando a la vista mis piernas aún desprovistas de vello alguno y embutidas en las preciosas medias rojas y transparentes. Giré sobre mí mismo y me encaré con la pared, pegando a ella mi pecho y sacando mi culo hacia afuera para remarcar el trazo que el tanga describía hasta desaparecer entre mis nalgas. La puerta se cerró, y la tenue luz de la ventana volvió a ser la única fuente de luz en aquel lugar mientras yo proseguí con mi especie de castigo. “¿te gusta?”, acerté finalmente a decir en el mismo instante en que Isidoro, mucho más alto y corpulento que yo, me embistió desde detrás lamiendo mi cuello y apretando su paquete contra mi culo y encajando su cada vez más abultado miembro justo en el medio, lo cual me produjo una sensación de placer casi indescriptible. Sin que yo pudiera hacer nada al estar aprisionado por su cuerpo contra la pared, lamió mi cuello con su enorme lengua mi cuello y mi oreja al tiempo que su respiración, caliente y cada vez más entrecortada, me hacía subir al séptimo cielo. Sus manos palpaban arriba y abajo mis delicadas piernas, y de repente giró mi cabeza y metió su lengua en mi boca, ocupando casi toda su capacidad mientras yo me dedicaba a chuparla como si se tratara de su polla. Gemí un par de veces, lo que provocó que su ímpetu arreciara, volviendo sus besos, mordiscos y lametones a la zona de la clavícula, respondiendo yo al desafío apretando mi culo contra su ahora sí voluminosa polla dentro de sus pantalones de pana marrones sucios y acartonados. Al fin pude dar media vuelta y llevar mis manos hacia su paquete, descomunal a mis ojos, frotando arriba y abajo mientras Isidoro me ahogaba con su lengua y su saliva, que sabía a tabaco negro y alcohol pese a ser temprano. Sus manos estrujaban mi culo y pasaban por encima del tanga, como si disfrutase con su presencia sobre mi piel. Su polla estaba a punto de alcanzar su tamaño máximo, así que reuní fuerzas y lo empujé hacia la camilla, arrojándome al suelo sobre mis rodillas como si mi vida dependiese de ello, le desabroché con ansia el pantalón y los bajé de un tirón, quedando delante de mí una imagen que difícilmente olvidaré; su calzón, un pequeño slip de color negro, no podía ni mucho menos cubrir aquel enorme cipote que sobresalía al menos en su mitad, pegado a su propia pelvis mientras sus enormes huevos rebosaban por los lados. El glande que coronaba aquel enorme y precioso tronco estaba completamente fuera de su capuchón debido a la terrible erección que sufría. Le miré desde mi posición, completamente a su merced, y aquel hombre de gafas oscuras, pelo negro y barba de tres días y piel morena se limitó a esperar lo que sabía que pasaría. Como un depredador, me impulsé sobre mis rodillas y, sin tocarla y desde arriba y al descender, me metí aquel pedazo de polla en mi boca, sacando sus cojones de su cautiverio y golpeándome en la cara su pedazo de rabo. Lo chupé y lamí su punta mientras le miraba con la mayor cara de puta que supe poner en aquel momento, y él agradeció mis cuidados tomándome por la nuca para marcar el ritmo de la mamada; con una mano lo masturbaba al chupar, y con la otra acariciaba sus enormes huevos al tiempo que la saliva se desliza desde mi boca y hacia mi pecho, algo que pareció excitarle. “Vamos, sí, chupa... puta”, decía entre jadeos. Yo seguía con mi ansia por comerme aquel nabo, y no dudé en sacarlo de mi boca un par de ocasiones para admirar el tamaño de aquel pollón que, por suerte, estaba a mi entera disposición.

Pasado un tiempo, en el cual me perdí en el noble arte de la felación, me tomó por las axilas y volvió a besarme agachándose un poco por la diferencia de estatura, mezclándose nuestras lenguas en medio de la vorágine de placer. Agarré su polla, ya desprovista de cualquier tela que lo sujetase, y moví mis manos arriba y abajo sobre su empapado por saliva pene. De repente, y usando su enorme fuerza, me dio vuelta y me apoyó en la camilla, quedando mi culo a su entera disposición; apartó el maravilloso tanga de color rojo y sentí como dejaba caer una buena cantidad de saliva que resbaló de forma muy placentera hacia mi agujero. Noté como apoyaba la punta de su polla en mi culo, y desde luego que sentí cómo la blanda cabeza de su pene se habría paso hacia mi interior con un solo empujón, lo que me hizo sentir un dolor enorme, pues aunque mi trasero ya había catado las mieles de alguna alargada verdura como forma de dar salida a mi lívido, el tamaño de la fruta de la pasión que tenía en mi interior era de una envergadura incomparable. Lo introdujo lentamente hasta llegar a su tope, a lo que respondí emitiendo un gemido y agudo, lo cual pareció excitarle aún más, lo que desató sus sacudidas, sintiendo como sus pelotas golpeaban en mi perineo a cada embestida salvaje que me entregaba. Agarró mis nalgas, una de ellas atravesada por el hilo del tanga, y sus respiración se volvió más acelerada al tiempo que me follaba con una pasión que convirtió mi dolor inicial en una sensación tan placentera que pronto me vi buscando una mayor penetración echando hacia atrás mis caderas. “¡Fóllame, fóllame, fóllame, fóllame!”, grité sin importarme una mierda si alguien podía oírnos, pues en aquel instante solo estábamos él y yo, follando como posesos mientras el sudor por la humedad y lo cerrado humedecía aún más nuestra pasión. “¡Ah, ah, ah, ah!”, repetía a cada sacudida que su enorme polla hacía al entrar en mi culo, deseando que aquel mete y saca no acabase nunca. Después de un buen tiempo, me dio media vuelta y volvió a comerme la boca, respirando ambos apresuradamente por la nariz al enrollarnos; me subió a la camilla, me abrió las piernas y metió de nuevo su enorme cipote sin siquiera tener que ayudarlo con la mano. Nos miramos a la cara mientras me follaba, y de cuando en cuando me entregaba un apasionado beso que volvía a unir nuestras lenguas, o más bien me obligaba a mamar la suya debido a su enorme tamaño respecto a mi boca. Alzó mis piernas aún más, y al fin se quitó la sucia camisa de cuadros marrón, dejando a la vista un torso moreno, peludo y casi definido en su zona más alta, la cual se convertía en una pequeña barriga al bajar, torso que se movía al frenético ritmo de sus acometidas al meterla una y otra y otra y otra vez, lo que hizo que ambos gritáramos de puro placer mientras él me gritaba “Toma polla, toma polla”, a lo que yo respondía con un no menos lascivo “¡Así, así, fóllame así, así!”. La excitación al ver mis extremidades cubiertas con el sutil tejido y a aquel hombre empujando para follarme creció hasta tal punto que conseguí aferrarme a su cuello, cayendo mi peso sobre su verga y llegando hasta el punto máximo de penetración, lo cual celebré buscando meter su enorme lengua en mi boca, cosa que conseguí tan pronto me acerqué a su rostro castigado por el trabajo bajo el sol. Solo los gemidos fueron entonces audibles, con mis manos apretando sus nalgas para ser más y más follado como la puta que aparentaba y era... Sin previo aviso, sacó su nabo de mi culo y lo sacudió como antesala a su orgasmo, pero conseguí arrodillarme delante de él y tomar su polla de nuevo entre mis manos. Sin pensarlo, la empecé a mamar, forzando a mi garganta a aceptar un poco más de su pollón hasta casi tenerla entera dentro. Di un par de arcadas, pero volví al ataque mientras Isidoro, mi Isidoro, se volvía loco de placer intuyendo una descarga de leche caliente. “Córrete en mi boca”, le dije mirándole directamente a los ojos y lamiendo su capullo con extrema sensualidad, lo que precipitó que su polla comenzara a dar pequeños espasmos, a lo que yo respondí intensificando mi chupada, succionando sus enormes huevos y volviendo a aquel trozo de carne que parecía estar a punto de explotar. “¡Ya viene, ya viene...!”, dijo mirando hacia el techo. Aun con su polla dentro de mi boca, el líquido espeso y ardiente invadió mi cavidad dentro de un enorme chorro que no pude si no tragar con el ansia de quien adora el semen masculino, pero entonces vino otra sacudida, y mi boca no dio para más, derramándose parte del delicioso fluido sobre mi pecho. La saqué para no ahogarme, pero aquel monstruoso pene volvió a dar un espasmo lechoso que golpeó mi rostro con la fuerza de un latigazo, y al cual recibí con la mayor de las aceptaciones, pero entonces llegó otro, y otro más... volví a meterlo en mi boca con el firme propósito de tragar todo lo que pudiera darme, y así lo hice: varios chorros más fueron absorvidos por mi garganta sin que yo dejara de gemir. La lefa terminó de salir, pero yo no dejaba de chupar aquel nabo que tanto placer me había entregado al tiempo que con mis dedos dirigía los restos de semen de mi cara y pecho hacia mi lengua, lamiendo el contenido sin dejar de mirar a Isidoro, dejado claro, si es que aún no lo estaba, que yo era su puta, su cubo de esperma al que follarse cada vez que quisiera. “Joder, Luisito, qué bien follas”, me dijo mientras volvía a ponerse la ropa. “Recoge esto... y guarda eso”, añadió en referencia a nuestra caja de lencería. “Ya nos veremos”, me dio un beso y salió del cuarto sin más.