El grupo

Una madre y su hijo, desesperada ella por una dolencia, se unen a un misterioso grupo de terapia.

El Grupo

La desesperación es una de las fuerzas más poderosas que existen. Capaz de convertir a gente insignificante en héroes o villanos. De hacerles hacer cosas extraordinarias. También es muy peligrosa, algo de lo que se aprovechan todo tipo de sanguijuelas sociales. No hay nada más peligroso que una persona que no tiene nada que perder.

1

Lo primero que me sorprendió fue el lugar. Un chalé ubicado en El Viso, uno de los sitios más exclusivos de Madrid. Una vez allí una simpática recepcionista nos informó:

—Pasen por favor, el doctor Calleja les está esperando.

«No está mal para un curandero chamán homeopático», pensé recorriendo los elegantes pasillos. Agarrando a mi madre por el brazo nos adentramos en la consulta. Muy tradicional, con diplomas por todas partes y dos sillas frente al escritorio del doctor. Solo entrar se levantó de su butaca con una sonrisa y nos saludó estrechándonos la mano de manera afectuosa.

—Sentaos por favor —dijo señalando los asientos.

—Buenos días doctor Calleja —cogí la iniciativa—. Mire, le seré sincero, estamos aquí por desesperación. Mi madre lleva mucho tiempo sufriendo y nadie nos ha dado una solución al problema.

—Entiendo, sí. ¿Cómo han conocido la consulta?

—Mi amiga Mariajo me la ha recomendado —contestó ahora mi madre.

Era una buena amiga del trabajo. Ellas se conocieron en la guardería dónde trabajó mi madre hasta que hace casi un mes tuvo que cogerse la baja indefinida. Aquejada de una extraña soriasis desde que era niña, aseguraba que el doctor la había curado completamente.

—Ah, muy bien. Una chica encantadora, que alegría. Por favor, ¿os podéis presentar y decir la edad?

Nos tuteó desde el primer momento, supongo que era algo muy estudiado. Tenía cerca de cincuenta años bien llevados, con un peinado desenfadado y la cara afeitada a excepción de unas finas y cuidadas patillas y una incipiente perilla. Ambas canosas, grises en contraste con su pelo negro.

—Yo me llamo Victoria y tengo treinta y seis años.

—Mi nombre es Daniel y tengo dieciséis.

—Muy bien, un placer. Yo soy Luís Calleja, y tengo cuarenta y nueve años. ¿A qué os dedicáis?

—He trabajado siempre como educadora en guarderías hasta que me tuve que coger la baja —siguió mi madre.

—Yo soy estudiante de bachillerato.

—Perfecto, ya nos conocemos un poco mejor —dijo con una amplia sonrisa—. ¿Qué es lo que te ocurre exactamente, Victoria?

—Desde muy jovencita siento dolores musculares y cansancio, mucho cansancio. He pasado por manos de muchos médicos, en busca de cansancio crónico o fibromialgia pero, o directamente no creen que sea algo que exista, o simplemente no tienen ningún remedio que me funcione. Salvo atiborrarme a pastillas.

El doctor volvió a sonreír, esta vez de manera algo cínica.

—Bueno, la verdad es que no me sorprende nada lo que me contáis. Es lo que tiene la medicina tradicional. Se ha basado siempre en lo físico, obviando que todas las dolencias, absolutamente todas, tienen una pauta psicológica.

—¿Si cuando salga de aquí me atropella un autobús es por una pauta psicológica, doctor? —no pude evitar preguntar sacando a mi yo más escéptico.

—Por supuesto, será porque no has estado atento al cruzar. Y no has estado atento al cruzar por estar preocupado por tu madre, o quizás es el conductor del autobús el que está preocupado y ha cruzado en rojo, o el mecánico que revisa los frenos el que no hizo bien su trabajo porque tiene un hijo enfermo que no le deja dormir. Si uno no está bien es un peligro para su salud y la de los demás, y de eso solo se ocupan los psicólogos basándose en lo aprendido hace siglos, sin apenas actualización.

«Joder, que tío tan rápido».

—Mira, aquí no hacemos ni milagros ni brujería. Esto simplemente es un método, implementado por un médico real y colegiado, que soy yo. Nunca os diré que no vayáis al médico tradicional, esto sería un crimen. Pero id solo para temas puntuales y, sobre todo, investigad después las causas de lo que os ha pasado. Las causas físicas y ambientales pero también las psicológicas. Yo no curo el cáncer, y el cáncer existe. Si tienes un tumor, no te queda otra que envenenar tu cuerpo con químicos. Lo que intentamos aquí es que ese tumor no aparezca.

Asentí con la cabeza, avergonzado, dispuesto a seguir escuchándole.

—Tu dolencia, Victoria, es algo cada vez más común en estos tiempos. Una vida rápida, estresante, tecnológica y, en cierta manera, inhumana. Existe, por supuesto, una predisposición genética, y el que hayas sido madre tan joven, a los veinte según me contáis, suele ser un factor desencadenante. La cura total no es fácil, pero existe. Y la mejoría es rápida si uno está dispuesto a dejarse guiar.

Mi madre ya lo miraba concentrada y esperanzada mientras yo intentaba reprimir mi incredulidad.

—No puedo hacer más que recomendaros uniros a mi grupo. Nos reunimos una vez a la semana y hacemos terapia. Sería importante que asistierais siempre los dos y, claro está, reforzaríamos todo con consultas individualizadas como las de hoy.

«Como no, si vamos dos es el doble de dinero». Me pareció otro de tantos embaucadores pero para cuando quise pronunciarme mi madre ya estaba asintiendo casi con lágrimas en los ojos. Me di cuenta de lo venenosa que podía ser su voz, modulada y calibrada al milímetro para penetrar la piel. Lo único interesante de aquella visita era la pequeña esperanza que representaba aquel hombre para mi madre, aunque viviendo de una pequeña ayuda estatal y la escasa pensión de mi padre todo me parecía una pequeña locura.

—Confiemos en Mariajo —dije yo estrechándole de nuevo la mano antes de despedirme—. ¿Se paga en recepción?

—No, por favor. Esta consulta es gratis y también la primera sesión de grupo, no quiero que paguéis nada en lo que no tengáis confianza aún.

2

Tres días después ya estaba yo asqueado acompañando a mi madre a la primera reunión del misterioso grupo. Nos habían citado en el parque del Retiro, y me sorprendió siendo ya noviembre y haciendo un frío más que considerable. Lo encontramos fácil, un descampado con unas quince personas arremolinadas alrededor del doctor Calleja, que sonrió al vernos llegar. Todos nos miraron con curiosidad, especialmente Mariajo, la amiga de mi madre, que parecía realmente feliz por nuestra presencia. Nadie dijo nada a la espera de que empezara el terapeuta:

—Buenas tardes. Amigos, como ya os había avisado, Victoria y Daniel son dos nuevos miembros del grupo. Ella está pasando una mala temporada, de todos depende que esta quede atrás lo antes posible. Démosles la bienvenida como solo nosotros sabemos.

Se acercaron todos a nosotros como una manada de zombis que, en vez de buscar alimentarse de cerebros, repartiesen achuchones. Nos abrazaron uno por uno, afectuosamente, balanceando los cuerpos, pasando sus manos por la espalda de manera casi infantil. Me llamó la atención que en el grupo solo hubiera dos hombres más además de mí. Los integrantes con edades comprendidas entre los veinti muchos y los cuarenta y pocos.

—Fantástico —expresó el doctor—. Ahora, lo primero, zapatos fuera. Pies completamente descalzos.

Los veteranos obedecieron rápidamente mientras mi madre y yo nos mirábamos con asombro.

—Confiad en mí —insistió él—. El frío es nuestro amigo, lejos de resfriaros vais a estimular los nervios y el sistema inmune. Cuando terminemos sentiréis que nunca habíais estado tan relajados.

Finalmente obedecimos, pensándomelo yo un poco, sobre todo a la hora de deshacerme de los calcetines.

—Por favor grupo, que algunos de vosotros explique vuestra experiencia aquí para que Victoria y Daniel os puedan conocer un poco mejor.

—Yo me llamo Enrique —dijo uno de los dos varones, de unos cuarenta años —. Vine aquí por una alergia que no me dejaba vivir. Siempre moqueando y con problemas respiratorios. Actualmente puedo decir que hace dos años que he vencido a mi enfermedad.

—Yo soy Eli, vine por una hipersensibilidad a la tecnología. Me decidí a conocer al doctor Calleja después de estar casi un año encerrada en mi casa, sin ver ni hablar casi a mi familia. Hoy en día sería hasta capaz de tener un teléfono móvil, aunque he decidido no usarlo.

—Yo me llamo María José —se adelantó a hablar ahora una exultante Mariajo— y vine desesperada por una soriasis agresiva que convertía mi cuerpo entero casi en una lesión en las épocas más difíciles. Hace mucho tiempo que no he sufrido ningún brote y estoy convencida de que seguiré así.

Mi cuerpo temblaba sobre los pies congelados mientras escuchaba aquellas historias que bien podría pensar que estaban preparadas si no fuera porque conocíamos a una de las protagonistas. Decidí tener fe un rato más.

—Ahora notáis la naturaleza bajo vuestros dedos, el césped húmedo. Lo desagradable empieza a ser tolerable y vuestro cuerpo se activa. Los que soléis venir a estas sesiones ya sabéis que es lo siguiente, abrazaos todos unos a otros. ¡Con fuerza! Abrazad y restregad los cuerpos activándolos.

Todos obedecieron, no tuvimos ni tiempo de pensar que ya teníamos a alguien achuchándonos de nuevo. Una mujer de unos treinta años, atractiva y desabrigada, me apretujaba con fuerza contra sus voluminosos pechos. Le siguió Enrique y después otra que probablemente era la mayor del grupo y con pinta de vegetariana. Para cuando empezaba a animarme a devolver los arrumacos se plantó delante de mí Mariajo, enseñando sus blancos y alineados dientes en la sonrisa más amplia que había visto y abrazándome de manera teatral. Llevaba ya demasiados restregones en una edad suficientemente conflictiva como para que mi cuerpo no reaccionase, siendo incapaz de reprimir una potente e inesperada erección. Agradecí haber elegido aquellos vaqueros a la hora de vestirme que me ayudarían a camuflarla. Mariajo me cambió por mi madre y yo clavé involuntariamente el bulto de mi pantalón contra una chica delgada de ojos verdes. Me pregunté si Enrique y el otro tipo estarían excitados. Dudé sobre si ellos también restregaban su empinado manubrio contra las formas de mi madre.

—Muy bien, creo que con esto ya hemos entrado en calor. Por favor, poneros todos en fila, con las manos del de detrás en los hombros del de delante, y contad algo de lo que en su día os avergonzasteis, es un ejercicio común, excepto los dos nuevos lo conocéis muy bien.

Obedecieron todos casi como si estuvieran en el servicio militar. Un tanto desconcertados mi madre y yo optamos por ponernos los últimos de la fila, siendo yo el último con mis manos sobre sus hombros. La gente fue hablando y pasando el testigo como si fuera una fila de fichas de dominó vencida.

“Mi novia me pilló masturbándome en el baño”, “me declaré a mi jefe y este me rechazó”, “robé en una pastelería y el dueño se dio cuenta”.

Se sucedían las historias y yo cada vez estaba más nervioso, incapaz de que se me ocurriera nada. Fue el turno de mi madre y su confesión me dejó estupefacto: “Un médico me examinó y se recreó en mis pechos”.

Jamás había oído aquella historia, y mucho menos me imaginaba que fuera capaz de confesarla de manera tan natural. Casi pude sentir el pudor y la rabia de mi progenitora al notar aquellas manos sobre ella. Casi en shock, dejando un minuto de un silencio incómodo en el ambiente, confesé: “La profesora de literatura me confiscó una revista pornográfica”.

Sin tiempo a demasiado análisis, intervino de nuevo el doctor Calleja y, felicitándonos, nos invitó a volver a abrazarnos. Esta vez en una versión rápida. Mi miembro ya parecía una anaconda intentándose enrollar por mi cintura. Timador o genio, lo que si sabía el terapeuta era cómo hacer que te olvidaras del frío. Se sucedieron un par de ejercicios más de carácter físico, respiraciones y estiramientos, y sin darme cuenta observé que había pasado una hora. Luis Calleja dio por finalizada la sesión, nos agradeció a todos nuestra asistencia y antes de irnos nos dijo:

—Victoria, Daniel, espero que hayáis estado a gusto en el grupo. Para la próxima sesión tenéis deberes. Deberéis ducharos con agua fría todos los días. Cuánto más fría, mejor. Confiad en mí y lo comentamos la semana que viene.

3

Sin tener muy clara la razón decidí hacerle caso. Las primeras veces fueron las duchas más cortas de mi vida. Apenas un simulacro. Lo increíble del tema es que me sentía bien, relajado y con energía. Más sorprendente aún era ver a mi madre, haciendo las tareas del hogar no solo sin quejarse, sino de manera alegre. Quizás no era una cosa de brujería, pero lo parecía. La semana pasó lenta, tenía verdadera curiosidad por saber qué nos deparaba la segunda sesión grupal. La primera que, lejos de ser gratis, nos iba a costar ochenta euros por cabeza. Nos citaron a todos en su chalé del Viso, reuniéndonos en una amplia sala con tatami que recordaba a cualquier lugar de entrenamiento de karate. El ambiente era caluroso, casi demasiado, y lo agradecí después de haber pasado tanto frío la última semana. No tuvo que decirlo, cuando llegó el último nos descalzamos y nos abrazamos durante, por lo menos, cinco largos minutos.

El doctor, que vestía siempre de impecable traje, comenzó a desnudarse mientras hablaba:

—Gracias a todos por asistir. El mundo está dominado por tabús y estúpidas normas sociales.

Los únicos sorprendidos parecíamos ser mi madre y yo, que nos mirábamos y a su vez observábamos a una Mariajo que parecía divertirse con la escena, con sus ojos clavados en el suelo para evitar reírse.

—Normas creadas tan solo para alimentar nuestros pudores y miedos —siguió él—. Para avergonzarnos de cosas tan naturales como el disfrutar de una revista pornográfica.

Ahora era yo quién miraba fijamente el suelo.

—Nos crean complejos y obsesiones, acrecentando toda clase de dolencias que provienen de un cuerpo que no entiende de conductas.

Una vez el doctor se quedó en calzoncillos, alzó las manos ordenando:

—Ahora vosotros.

Todos siguieron sus pasos excepto mi madre y yo, que seguíamos mirándonos desconcertados.

—Victoria, Daniel, por favor… —insistió él.

Lentamente nos desnudamos, quedándonos solo en ropa interior como el resto de participantes de la sesión, terapeuta incluido.

—Abracémonos —dijo Luís Calleja uniéndose también él esta vez.

Decidí abrazar a mi madre la primera, absolutamente abochornado con lo que podía pasar en unos minutos. Seguí con el otro hombre, un tal Juan, que pareció ansioso por librarse de mí y arrimarse también a mi madre. Cuando llevaba la mitad del grupo mi bóxer ya no era capaz de disimular una notable erección. Cuánto más me concentraba más duro notaba que se ponía mi falo. Me sentí terriblemente mal restregando mi bulto contra Mariajo, que, a sus treinta y tres años y en ropa interior, me pareció que era una mujer de bandera. Sin embargo el único que parecía estar acomplejado era yo, ya que ni la amiga de mi madre mostró el más mínimo signo de incomodidad, estrechándome con fuerza entre sus brazos. Cuando terminamos me sentí protagonista del más guarro videoclip de reguetón, tapándome mis partes con las manos y rezando para que mi madre no estuviera observándome.

—Daniel, María José, por favor adelantaros un poco —dijo ahora el terapeuta volviendo a situarse frente a todos nosotros.

Obedecí dando un par de pasos, asustado y en mi postura que recordaba a la de un monaguillo.

—Daniel, no hay nada de qué avergonzarse.

Yo me hice el despistado, poniendo cara de incredulidad.

—Por favor, abrazaros delante de vuestros compañeros.

De reojo miré a Mariajo. Rubia, con el pelo corto y rasgos delicados. Guapa. Con una figura esbelta, de pechos pequeños y glúteos firmes. Ella se acercó a mí y yo no me sentí capaz de separar las manos de mi entrepierna. Comenzó a abrazarme como si de una farola se tratase. Intenté buscar la complicidad de mi madre pero ella parecía una espectadora más.

—Devuélvele el cariño a tu compañera cómo es debido, Daniel —me ordenó Calleja.

Finalmente le correspondí, rodeándola yo también con los brazos. Ahora mi erección se restregaba contra su vientre firme.

—¡Así! ¡Eso es! Sois familia solo por pertenecer a este mundo.

Seguimos con aquello, podía sentir como mi pulso se aceleraba ante tanto contacto.

—¡Tiraos por el suelo y seguid abrazándoos!

Mariajo obedeció al instante, haciéndome perder el equilibrio y cayendo encima de ella. Ahora mi miembro entraba en contacto directo contra su sexo, separados solo por la ropa interior. Por un momento deseé arrancarle la escara ropa y follármela frente a todos, pero conseguí reprimir mis impulsos. Ella seguía, rodeándome ahora con brazos  y piernas.

—¡Eso es muchachos! ¡Eso es! Qué gran sesión nos estáis regalando. Gracias, es suficiente.

Casi a regañadientes me levanté, ayudándola después a ella a incorporarse. Su sonrisa seguía inalterable, igual que mi erección. Volví a colocarme al lado de mi madre, incapaz de mirarla. A ello le siguieron varios ejercicios posturales, ejercicios en los que, confieso, mis ojos se desviaron varias veces para observar los mejores cuerpos de las integrantes más atractivas contorsionándose. La sesión terminó rápido, nuevamente con los minutos avanzando a gran velocidad. Nos volvimos a vestir y el Dr. Calleja, después de agradecernos como siempre la asistencia, nos citó para la siguiente semana haciendo nuevamente hincapié en las duchas de aguas fría. Francamente, si las reuniones seguían a este nivel, una ducha de agua fría era justamente lo que necesitaba.

4

En casa nunca hablábamos de la terapia. Tampoco le comentamos nada a mi padre, que, aunque ellos se separaron teniendo yo pocos meses, la relación con él era bastante fluida. Lo veía poco pero nunca había sido un padre ausente. Yo me sentía algo incómodo algunas veces, especialmente después del magreo público a la ex compañera de trabajo de mi madre, sin embargo ella parecía estar cada día mejor. Aquel lunes no había terapia de grupo pero el Dr. nos citó a su consulta para empezar con el refuerzo personalizado. Sentados de nuevo en aquella silla frente a su escritorio me sentí muy convencional.

—Buenos días Victoria y Daniel, lo primero de todo, ¿cómo os sentís?

—Pues la verdad es que mucho mejor, doctor. Duermo bien y me siento más descansada. Siempre hay algo de dolor, especialmente a última hora del día, y no tengo la energía de una adolescente, pero sí estoy mejor.

—Me alegra mucho oír eso, es asombroso tus avances en tan solo un par de semanas. ¿Y tú, Daniel?

No podía mentir, aquello era lo más interesante que me pasaba en años.

—Pues la verdad es que bien. Me siento con energía y me hace feliz ver que mi madre sufre menos.

—Claro que sí. De eso se trata. Por eso era primordial que vinierais juntos, es importante que conozcas la terapia y que tu madre se sienta apoyada por ti. Soy consciente de que es poco convencional, por eso insisto en que haya transparencia total para evitar malentendidos. ¿Seguís mi recomendación de ducharos con agua fría?

Los dos asentimos con la cabeza.

—Puede parecer una estupidez, pero hace mucho que se conocen los efectos positivos del agua fría para la circulación y el sistema nervioso. Solo se necesita un poco de fuerza de voluntad, y veréis que seguís sanos y sin resfriados.

—Así lo haremos, Dr.

—De acuerdo, muy bien. Para seguir con la terapia necesito saber más cosas de los dos, es un pequeño cuestionario. Por favor, no os sintáis incómodos con las preguntas, todo tiene un porqué. Contestad con sinceridad y de la manera más breve posible.

—De acuerdo —aceptó mi madre mientras yo aún le daba vueltas al asunto.

—¿Os consideráis personas sexualmente muy activas?

—Últimamente poco, el cansancio me ha quitado hasta las ganas —respondió mi madre sin pensarlo.

—Bien, un poco más breve Victoria, gracias.

Me miró esperando mi respuesta.

—Normal.

—¿Cuándo es la última vez que habéis tenido relaciones sexuales con otra persona?

—Hará unos tres años —dijo mi madre.

Su respuesta me hizo reflexionar. Era obvio que mi madre no mantenía el celibato desde mi concepción, pero nunca le había conocido ninguna pareja, era absolutamente discreta.

—Hará unos tres meses —contesté yo.

La última vez y casi la primera, mi única relación adulta había durado solo cinco semanas.

—¿Os consideráis heterosexuales?

—Sí —afirmamos los dos.

—¿Con qué frecuencia os masturbáis?

El cuestionario empezaba a ponerse de lo más incómodo, pero mi madre no parecía en absoluto alterada.

—Poco, cada varios meses.

—Unas cuatro veces a la semana —mentí yo por no decir cada día y a veces más de una vez.

De reojo observaba a mi madre, que o se sentía cómoda o disimulaba para no avergonzarme.

—Muy bien, creo que con esto es suficiente. Os voy a poner deberes de cara al jueves que es nuestra próxima reunión. Os tenéis que duchar con agua fría pero…¿Tenéis dos baños?

—Sí, pero uno es un aseo. No tiene ducha.

—Bien, no importa. Después de la ducha os tenéis que secar el uno al otro, solo secaros, no ducharos juntos. Sed breves y turnaros, al que le toque primero no tendrá más remedio que esperar al otro. Secaros a conciencia, solo os podrá secar el otro. Eso es todo por hoy —concluyó mostrándonos su tan frecuente sonrisa.

Aquello me pareció demencial, tanto como que diez minutos de consulta nos costara ciento sesenta euros en total.

5

No me tomé muy en serio las tareas del buen doctor, pero mi madre sí. Me levanté para ir al instituto y la pude ver en el baño preparando unas toallas de manera estratégica.

—Vamos Dani, antes de desayunar, dúchate, rápido.

—¿Qué?

—Dúchate y luego yo, hoy tengo prisa, me tengo que pasar por la oficina de empleo para rellenar unos papeles. Ya está todo preparado.

—¡¿Mamá?!

—¿Qué pasa?

—No me ves en pelotas desde que tengo cinco años.

—Vamos hijo, no seas tonto, y date prisa —sentenció saliendo del baño.

Accedí. Me puse debajo de aquel chorro de agua helada como los anteriores días. No me veía capaz a acostumbrarme a eso, por muy bien que me sentara. Me enjaboné cuerpo y pelo y me aclaré en tiempo récord. Salí de la ducha y enrollándome la toalla a la cintura grité:

—¡Ya estoy!

Mi madre entró con el albornoz puesto y se lo quitó mientras saltaba la bañera arrojándolo al suelo para rápidamente correr la cortina. Yo estaba tan congelado que aproveché para poner una pequeña estufa que guardábamos debajo de la pila.

—¡Vamos mamá, que voy a pillar una pulmonía!

—¡Dos minutos! —avisó ella.

Di pasitos para entrar en calor, levantando las rodillas del suelo para hacer algo de ejercicio y no obsesionarme con el frío.

—¡Mamá!

—¡Ya voy hijo, me estoy aclarando el pelo!

«Menuda gilipollez». Estaba a punto de desistir y secarme yo mismo cuando corrió la cortina y salió a la vez que se enrollaba el pelo en una especie de coleta.

—Ya estoy, ¡corre antes de que pillemos más frío!

Frío. Frío y abrazos, en eso se había convertido mi vida. Comencé a secarle las piernas patosamente, a toda prisa e intentando no fijarme en su desnudez. Ella hizo lo mismo, arrancándome la toalla de la cintura y secándome como podría.

—Buhh, estoy congelada —dijo mientras seguíamos con la maniobra.

Seguí por la espalda, el vientre y los hombros mientras ella hacía lo mismo por mi pecho.

—Rápido, rápido.

No pude evitar pensar que tenía unos buenos pechos mientras los secaba tímidamente y aquello enseguida me horrorizó. Mi madre, indiscutiblemente, era guapa y proporcionada. Morena, de pelo largo y ojos marrones, con una nariz destacablemente fina y labios carnosos. Repasando sus muslos no me quedó más remedio que atacar ahora sus nalgas y su sexo. Glúteos firmes y bien puestos que le hacían tener un culo más bien respingón, y el pubis depilado en forma triangular según capté por el rabillo del ojo. Lo peor fue cuando ella me secó a mí mis partes, secándome los testículos y frotándome el miembro como si fuera un simple tronco.

«Joder». Ya había dejado sus partes erógenas y repasaba su más que seca espalda mientras que ella parecía recrearse entre mis piernas.

«Joder, joder, que pare».

Incliné mi cuerpo hacia detrás, pero ni así logre que se diera por aludida y siguió repasándome los muslos y el pene. Finalmente, por el roce, mi falo comenzó a reaccionar y en segundos se puso en estado de medio-erección, duro y más grande pero sin llegar a “subir”. Noté su mano a través de la toalla acariciándomelo desenfadadamente y supe que estaba a punto de tener un problema gigante así que terminé por apartarme bruscamente y colocarme detrás de ella con la excusa de comenzar a secarle el pelo. Ella hizo ademán de continuar pero hábilmente le quité la toalla y me la enrollé de nuevo en la cintura cubriendo mi desnudez.

—Solo falta el pelo —informé.

Fueron apenas unos segundos pero mi mente seguía contaminada con la escena, preguntándose si ella se habría dado cuenta a la vez que no podía dejar de mirarle las tetas y el culo. Mi sable siguió creciendo incluso sin las caricias y decidí acelerar aún más el ritmo antes de que me arrancara la toalla de cuajo, dando por finalizada la sesión. El recuerdo de aquella mañana me persiguió durante días.

6

Las siguientes sesiones fueron parecidas, quizás algo más profundas. Con más abrazos, más roces y más frío. Aquello era casi como una práctica tántrica, puro erotismo encubierto. A los deberes añadió también que una vez a la semana teníamos que dormir en el suelo, vete tú a saber la razón. Nos habíamos reunido siempre al aire libre hasta que nuevamente nos citó en su chalé. Una vez arremolinados a su alrededor en la conocida sala del tatami, comenzó:

—Por favor, desnudaros.

Obedecimos sin remilgos ni resistencia, quedándonos todos en ropa interior. Su tono seguía siendo cordial pero quizás algo más autoritario.

—Hoy hay que dar un paso más, especialmente los nuevos. Quiero que todos digáis vuestro mayor secreto, lo más inconfesable que se os pase por la cabeza. Empezad los antiguos y terminemos con Victoria y Daniel.

Aquello fue entre demencial y catártico. Anécdotas increíbles, casi todas de índole sexual. Estuve especialmente atento cuando llegó el turno de Mariajo:

—En la universidad, en una fiesta, me acabé acostando con cuatro chicos. Estaba muy borracha pero consciente.

Solo teníamos que decir el enunciado, nunca profundizar. Le siguieron un par de estupideces inocentes hasta que llegó el momento de Juan:

—Con diecisiete años le metí mano a mi madre y ella me echó de casa.

«¡La leche!». No sabía que estas cosas pasaran de verdad. La mayor del grupo, confirmado que también vegana, confesó su afición por la masturbación, llegando a practicarla hasta tres y cuatro veces al día y teniendo, según ella, serias dudas de que no fuera una adicción. Llegó el turno de mi madre:

—Durante años me seguí acostando con el padre de mi hijo, aun estando divorciados y sabiendo que él tiene otra mujer.

La primera reacción fue de sorpresa, luego me siguió un extraño temblor e incluso rabia. Palabras como “puta” se pasaron fugazmente por mi mente. Con la decepción y medio en shock, llegó mi turno y me quedé paralizado. Iba a comentar alguna estupidez sobre fumar algún que otro porro con los amigos de manera esporádica, pero lo cierto es que no me sentía en absoluto arrepentido ni me parecía grave. Con el disgusto a flor de piel me sorprendí a mí mismo diciendo:

—Cuando el otro día me secó mi madre me excité un poquito.

Después de diecisiete confesiones, algunas sonadas, fue con la única que hubo cierto rumor de fondo. ¿Era peor lo mío que el psicópata que casi viola a su madre o qué? Quizás lo extraordinario del tema es que los demás acudían a terapia solos. Mariajo era la única que tenía cierto vínculo con integrantes del grupo y al final, simplemente, se trataba de su amiga y su hijo. Nosotros dos éramos un caso mucho más extremo, o por lo menos atípico. Estuve a punto de vociferar pero me interrumpió el doctor:

—Es absolutamente normal. Natural. Somos animales, eso es todo. La biología no entiende de parentescos, pero sí de caricias, de piel. Todo lo demás son invenciones de las religiones, mitos sobre malformaciones o castrantes doctrinas de fe. El ser humano es libre. Victoria, por favor, adelántate un poco.

Mi madre, vestida solo con un conjunto de ropa interior negro, dio un par de pasos al frente ante la expectación del resto. Luis Calleja, el único que iba completamente vestido, se acercó a ella y, repasándola de arriba abajo con la mirada, continuó:

—Quizás tus dolencias no te han dejado darte cuenta de lo sensual que eres. Siempre cansada y con dolores.

El médico le acarició suavemente los hombros, los brazos y el vientre. Luego se animó a subir un poco y le rozó los pechos por encima del sujetador.

—Es absolutamente lógico y natural que la gente se excite entrando en contacto con tu cuerpo, yo mismo en este preciso instante me siento excitado y no pasa absolutamente nada.

Ella siguió inmóvil ante los tocamientos del doctor que iban en aumento. También yo, que estaba estupefacto. Lentamente le desabrochó el sujetador y lo dejó caer al suelo, liberando dos notables pechos, firmes y turgentes. Pasó entonces sus dedos por la piel descubierta, magreándolos con suavidad e incluso levantándolos como si pretendiera calcular su peso a pulso.

—Y no importa si soy yo, un compañero, o tu hijo —continuó—. ¿Alguien más se siente excitado ahora mismo?

Varios respondieron, Desde luego Juan y Enrique y también la mayor del grupo.

—Los que lo deseéis acercaos sin pudor, uníos a nosotros.

A los dos varones les faltó tiempo, en una fracción de segundo pude verlos toqueteando el cuerpo de mi madre ante su absoluta pasividad. Juan le tocaba el trasero mientras que con la otra mano se frotaba por encima del calzoncillo el bulto y Enrique se disputaba sus pechos con el buen doctor.

—Dad rienda suelta a vuestros sentimientos e impulsos, somos todos de la gran familia.

Estaba tan impactado por la imagen que no fui capaz de intervenir, pero me sentí asqueado viendo las seis zarpas disfrutando del inmóvil cuerpo de mi madre. A la repulsa le vino la excitación, sentimiento que a mí, lejos de parecerme natural, me hizo sentir sucio y enfermo. Le sobaban las tetas, el culo e incluso la entrepierna por encima de las bragas, una de las revoltosas manos de enrique incluso se había colado por dentro de la prenda para toquetearle el glúteo a placer. La veterana vegana se tumbó sobre el tatami, introdujo sus dedos dentro de sus bragas y comenzó a masturbarse haciendo gala de su anterior confesión.

—¡Somos libres! —exclamó el gurú.

Mientras el doctor se deshacía de la última prenda de mi madre, desnudándola por completo, a mi lado apareció Mariajo y comenzó a acariciarme la erección por encima del bóxer mientras me sonreía. Los tres hombres seguían manoseando a mi madre mientras se sacaban el pene y se masturbaban, frotándole incluso el sexo desnudo en una especie de improvisado bukkake . Mariajo hizo lo mismo conmigo, liberando mi tieso miembro y masturbándolo lentamente sin decir ni una palabra. A mi derecha podía ver a dos compañeras más metiéndose mano y revolcándose por el suelo.

—Mmm, ¡Mmm!

Miraba a mi madre y a sus pulpos mientras notaba las sacudidas de su amiga y aprovechaba para meterle mano yo también, agarrándole el escultural culo y magreándole los pequeños pechos por encima de la ropa interior.

—¡Mmm! ¡Mmm!

Enrique fue el primero en llegar al clímax, salpicando las lumbares de mi madre con su semen mientras no dejaba de toquetearle un pecho. Le siguió Juan, haciendo lo mismo con su vientre, rociándolo con su simiente. Yo estaba tan cachondo que tumbé bruscamente a Mariajo en el suelo y le quité las bragas poseído por el deseo, sin dejar de ver la escena que acontecía a escasos metros de mí. Con dos participantes menos, el doctor colocó hábilmente a mi madre a cuatro sobre el tatami y, por primera vez, de cara a mí y no de espaldas. Se arrodilló detrás, le agarró por las caderas y la penetró sin previo aviso. Yo buscaba desesperadamente el agujero de mi amante sin perder detalle, penetrándola también con una fuerte acometida y gimiendo los dos de placer.

—¡Ahh! ¡Ahh! ¡Ahh!

Ahora Calleja embestía con dureza a mi claramente excitada madre, que se mordisqueaba el labio por el placer. Sacudía yo a su amiga, prestándole la mínima atención y viendo los pechos de mi progenitora danzar con el vaivén.

—¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! ¡¡¡Ohhh!!

Su cabello le cubría la cara y me quitaba perspectiva mientras los cuatro follábamos como animales. Pude notar los espasmos y gemidos entrecortados de Mariajo, indicándome que era la primera en llegar al orgasmo, y seguí metiéndosela sin piedad. El siguiente fue el doctor, estrujándole los pechos desde su posición perruna mientras eyaculaba en el interior de su paciente, para después separarse y dejarse caer exhausto. Pude ver a mi madre tumbada, contorsionándose por el placer y claramente aún caliente, maldiciendo la interrupción, frustrada. Se retorcía como un gusano sin saber cómo aliviarse. Me excité tanto contemplándolo que me corrí con la fuerza de un torrente dentro de su excompañera de trabajo.

Cuando recuperé la vista, vi que la estancia se había convertido en poco menos que una orgía lésbica por el resto de compañeros.

7

Siete días después de no haber hecho ni la más mínima mención en casa de lo sucedido nos encontrábamos en la sesión grupal semanal. Esta vez nuevamente en el Retiro, descalzos y comenzando con nuestro habitual ritual de arrumacos. Me abracé con todos, con Mariajo con cierta complicidad pero sin demasiado interés. Dejé a mi madre la última. Los abrigos estaban todos apilados debajo de un árbol y ella iba vestida con un jersey de lana azul de cuello alto y unos vaqueros ceñidos que le hacían la forma del culo especialmente deseable. La abracé como una boya en medio del mar después de un naufragio. Con fuerza. Restregando mi bulto previamente estimulado con los otros cuerpos contra el suyo, sin pudor. Casi como una pequeña venganza.

Por primera vez me pareció verla sorprendida, incómoda, pero no me importó. Seguí apretujándola entre mis brazos mientras mi erección repasaba sus piernas, su vientre y su trasero. Todos habían terminado ya con el ejercicio pero yo seguía aferrado a ella, envolviéndola como un depredador. Caímos sobre el césped frío y húmedo, pero ni eso fue suficiente para que se librara de mí. Intentó zafarse tímidamente, pero no me di por aludido. Ahora el abrazo se había convertido en algo mucho más erótico, restregándole el bulto descaradamente contra su entrepierna.

Los demás integrantes del grupo empezaron a rodearnos extrañados mientras yo seguía frotándome contra ella. Enrique me puso suavemente la mano en el hombro pero enseguida le reprendió el doctor:

—No, déjalos, no pasa nada. Es parte de todo esto.

Había conseguido incluso abrirle las piernas y colarme entre ellas, simulando ahora el acto sexual separados solo por la ropa de invierno. Ni yo mismo sabía dónde quería llegar con esto mientras todos nos observaban como si fuéramos animales enjaulados en un zoológico. Mi madre cada vez estaba más incómoda, con la mirada perdida en el cielo y esforzándose por no luchar.

—El contacto físico es lo mejor que existe, cura todas las enfermedades. Debemos ser siempre generosos con los demás —dijo Calleja legitimándome.

Estaba a punto de desabrocharle el cinturón cuando, ahora sí, él mismo me sujetó por el hombro ordenándome de esta manera que parase y levantándome. Una vez de pie, frustrado y aturdido, me dio un par de golpes afectuosos en la cara y volvió a su imaginario púlpito debajo del árbol.

—Recordadlo siempre, hay que estar dispuestos y ser generosos. La privación de impulsos y de contacto es lo que nos ha llevado a tener decenas de enfermedades —sentenció mientras de reojo podía ver a mi madre poniéndose también en pie y adecentándose la ropa.

8

Las siguientes dos sesiones fueron muy suaves. Creo que el médico tuvo miedo a que todo se descontrolara, o, simplemente, sabía perfectamente cómo medir los acontecimientos. Incluso los ejercicios de abrazos se habían reducido a la mínima expresión y desde luego no se repitieron episodios de desnudez. Aquella semana los deberes me llamaron la atención por lo convencional. Consistían en ver una película en casa y disfrutar de un gran bol de palomitas. Tan fácil como eso.

Esperaba yo ya en el sofá cuando apareció mi madre con el bol sentándose a mi lado.

—Recién sacadas del microondas —dijo catando las primeras.

Una cosa era evidente, cuanto más frío pasaba en la ducha y en las sesiones más calor hacía en casa, la habíamos convertido casi en una sauna. Yo vestía solo con camiseta y bóxer y ella con camiseta blanca de tirantes y pantalón rosa pesquero de pijama que le llegaba a la mitad de la pantorrilla, ambos descalzos como era habitual desde hacía tiempo.

Pusimos la película y enseguida pude observar lo atenta que estaba ya desde los créditos. Era una de acción, de esas que a ella tanto le divertían y a yo aborrecía. No habíamos hablado nunca de lo sucedido sobre el césped del mítico parque, ni se había repetido nada remotamente parecido, pero aquella tarde me pareció que estaba imponente. Con el pelo recogido en una curiosa coleta en la parte de arriba de la cabeza para luego desparramarse como una palmera y la escasa ropa que no disimulaba su cuerpazo.

Con un gesto me ofreció palomitas pero yo estaba demasiado concentrado en repasar toda su anatomía, con los pezones marcados en la camiseta mostrándome su falta de ropa interior. Me pregunté si tampoco llevaba bragas debajo de aquel pantaloncito.

—¿No quieres? —insistió.

—Estoy bastante lleno.

—Tómatelo como parte del ejercicio —dijo sacudiendo el bol sin despegar los ojos del televisor.

Agarré un par de palomitas y me las llevé a la boca, pero mi mente seguía intoxicada con la sensual imagen de mi progenitora a escasos centímetros de mí. Mi corazón se aceleró al tiempo que mi miembro comenzó a reaccionar, intentando acomodarse en tan poco espacio debido a su nuevo tamaño.

—Adoro a este tío —informó mi madre cuando salió el héroe de acción conduciendo una moto a toda velocidad.

Volvió a menear el bol en señal de ofrecimiento pero mi mano lejos de introducirse en él aterrizó sobre su muslo, pude notar un pequeño respingo suyo al notarla. Le acaricié la pierna con suma delicadeza y ella se limitó a tragar saliva pero claramente estaba tensa. Seguí con aquella maniobra que poco tenía de inocente y lentamente avancé hasta la cara interna del muslo, pasando ahora la yema de mis dedos cada vez más cerca de sus partes íntimas. Así estuve durante un par de minutos con la intención de que la situación se normalizara hasta que me animé a ir un poco más allá y le rocé el sexo por encima de la tela, casi de manera imperceptible y volviendo rápidamente a colocarme a un par de centímetros.

Ella se revolvió incómoda en el sofá pero no dijo nada. Seguí tocándole la pierna, cada vez de manera menos sutil y advirtiendo que mi falo había llegado a un tamaño récord e imploraba que lo liberase. Ordené mi segunda incursión a su entrepierna y esta vez la froté con suavidad pero sin disimulo. Ahora fue su respiración la que se aceleró. Seguí con aquellas eróticas fricciones hasta que oí como el cuenco de palomitas caía sobre el suelo, desparramándolas sobre la alfombra. Se me quedó mirando seria, enfadada, pero no dijo nada. Se incorporó, recogió un poco como pudo y volvió a acomodarse en el sofá colocando el tazón estratégicamente sobre su sexo.

Mi corazón latía tan rápido por el susto y la excitación que lo podía escuchar martilleándome el oído izquierdo. Me acaricié por encima de la ropa interior para intentar contener el calentón, pero fue del todo imposible. Minutos más tarde deslicé mi mano por el respaldo del sofá hasta que descendí y la posé sobre su hombro cubierto solo por el tirante de la camiseta. Ella seguía atenta a la pantalla, pero claramente había perdido interés en la película.

Bajé un poco más y comencé a toquetearle el pecho por encima de la ropa, sin apenas disimulo y percibiendo su pezón entre mis dedos, erecto como una bala. Ella parecía estar a punto de estallar, pero permaneció inmóvil. Conseguí colar mi mano por el escote y alcanzarle el seno por dentro, sin ropa de por medio. Tres o cuatro maravillosos segundos hasta que con un movimiento brusco se libró de mí, lanzó el bol contra la mesa del comedor y me gritó:

—¡¿Tú estás tonto?!

Hacía mucho tiempo que no veía su cara tan disgustada. Durante años estuvo tan cansada y enferma que no tenía ni la energía, pero siempre había sido una persona muy pasiva y tranquila. No pude mirarle a los ojos e incliné mi cabeza hacia abajo en señal de disculpa y pesadumbre. Ella no insistió, agarró el mando de la tele y subió el volumen, estampándolo después contra el brazo del sofá en una mezcla de autoridad y hartazgo. Recogió sus piernas sobre el asiento y las abrazó adquiriendo una posición como de protección y volvió a llevar la mirada a la película mientras murmuraba algo entre dientes.

Con su nueva postura apenas podía verle nada interesante. Con los pechos escondidos entre sus rodillas y el trasero embutido entre el asiento y la riñonera del sofá. El miedo por el atisbo de bronca pronto se convirtió en una inmensa frustración, tanto que acabé yéndome y me encerré en mi cuarto. Dos horas después, al ver que no daba señales de vida, apareció por la puerta, encendió la luz y me preguntó:

—¿Se puede saber qué te pasa?

—Nada —mentí yo con una voz ridículamente infantil

—¿Estás así por qué me he enfadado? ¿Qué pretendías que hiciera?

—Nada.

Viendo mi actitud defensiva se acercó y se sentó en el borde de la cama, sin duda, había hecho una regresión a los ocho años.

—No es justo que te pongas así, y lo sabes —me dijo con voz más comprensiva.

—Pues vale —dije como única respuesta.

—Dani…

—Déjame mamá, joder.

Me puso su mano en el brazo pero me di la vuelta dándole la espalda cual niño malcriado.

—Tienes que venir, tenemos que acabar con el ejercicio.

—¿Ahora te importa el ejercicio? —le espeté.

—¿Pero qué dices hijo? Sabes que me lo estoy tomando muy en serio, por primera vez en años estoy mejor y sin necesidad de medicamentos.

—Sí…ya…que estás mejor ya lo vi el otro día —le recriminé en alusión a su pequeña orgía de semanas antes—. Pero eres una puta tramposa, solo te quedas con lo que te interesa.

—¡¿Qué?! ¡Eso no es verdad! Sigo lo que dice el Dr. Calleja al pie de la…

—¡Al pie de la letra mis cojones! —repliqué con furia.

—¡¿De qué estás hablando?!

Me volví a incorporar y sentándome a su lado, colocando mi cara frente a la suya, le dije:

—Dijo que deberíamos ser generosos, ¿no? Pero tú eres capaz de ser generosa con cualquiera menos conmigo, da igual que sean dos putos babosos, un médico o papá, cualquiera es mejor que yo. ¡Eres una falsa, joder!

Ella se quedó mirándome, le temblaba la barbilla como si estuviera a punto de llorar y yo aproveché su momento de debilidad para seguir atacando.

—Te quedas solo con lo que te gusta y lo demás lo omites. A mí que me cuentas, fuiste tú quien quisiste que nos apuntáramos a esta puta secta. ¡Me habéis puesto el cerebro del revés! ¡¡Joder!!

Se puso las manos en la cara para reprimir el llanto y yo callé, esperé a que mis palabras hicieran mella en ella. Cuando más vulnerable me pareció que estaba la tumbé lentamente en la cama y me abalancé sobre ella, abrazándola. Casi podía oír cómo se sorbía los mocos después de un ingenuo gimoteo. Me devolvió el abrazo, arrepentida. Me abrazó con extremo amor, pero yo enseguida noté como el bulto de mi entrepierna crecía de nuevo para clavarse sobre su sexo, con tanta fuerza que parecía capaz de atravesar la ropa.

Ella se volvió a quedar quieta, pero esta vez no hizo ni el más mínimo ademán de resistirse. Restregué mi manubrio contra sus partes mientras le besaba el cuello y le susurraba:

—Te quiero mamá, no estés triste.

Seguí metiéndole mano sin ataduras morales de ningún tipo ni impedimentos, frotándome, magreándole sus impresionantes tetas y sobándole el culo, imaginándome el inmenso placer que aquel cuerpo había dado a toda clase de hombres, probablemente más de los que podía imaginar.

—Mmm, te amo, eres lo que más quiero del mundo.

Mi madre estaba completamente quieta, pero esta vez no en tensión, ni en shock, simplemente sumisa como el día que pude ver al buen doctor follándosela a lo perrito pero, eso sí, sin rastro alguno de excitación.

—¡Oh sí mami! Eres preciosa.

Le bajé con cierta dificultad el pantalón del pijama constatando que, efectivamente, no llevaba bragas, y después de forcejear un poco por la postura no por que hubiera resistencia, conseguí sacárselo y lanzarlo sobre el suelo. Hice lo mismo con mi bóxer, deshaciéndome de él patosamente. Pensé repetir la acción con su camiseta pero estaba tan excitado que no pude, buscando directamente la entrada de su cueva mientras le sobaba los pechos por encima del top.

—Somos familia, todos somos familia —dije mientras colocaba mi glande y la penetraba lentamente.

—¡¡Ohh!! ¡¡Ohh!! ¡¡Ohhhh!!

Pude percibir como mi polla la atravesaba, se adentraba en aquel placentero conducto que tenía el diámetro justo para dar el máximo gusto.

—¡¡Mmm!! ¡¡Mmm!! ¡¡Mmmmm!!

Empecé a subir el ritmo de las embestidas, agarrándole las nalgas para ayudarme a que las acometidas fueran aún más profundas.

—¡¡Ohhh joder síii!! ¡¡Síiii!! ¡¡Aaahhrrggg!!

Ella se movía al igual que la cama por la intensidad, gimiendo ligeramente probablemente más por la incomodidad que de placer.

—¡¡Ohh síii mamáa!! Muévete un poquito. ¡Solo un poquito!

Seguí follándomela mientras mi madre me agarraba con fuerza del pelo de la nuca, haciéndome casi daño.

—¡¡¡¡Síii!!!! ¡¡¡¡Síiiii!!!!

La cama parecía a punto de ceder mientras que yo la penetraba con dureza, viendo ahora sus tetazas asomarse por debajo de la maltrecha camiseta y suplicándole un poco de colaboración.

—¡¡Ohh!! ¡¡Mmm!! ¡¡Mmm!! ¡¡Mmmmm!! ¡¡¡Solo un poco!!!

Finalmente pude notar de manera casi imperceptible como activaba sus caderas, moviéndose, acompañando mi movimiento y proporcionándome tal placer que fue suficiente para que me corriera al instante entre violentísimos espasmos, llenándola de mi leche caliente y alcanzando un salvaje orgasmo. Los dos nos quedamos tumbados uno al lado del otro, yo intentando superar el cansancio extremo por el esfuerzo y ella recuperando su pantalón del pijama para vestirse lo antes posible. Estuvimos mirando el techo sin hablar un buen rato, tiempo en el que, de reojo, me pareció sentir ligeros movimientos del cuerpo de mi madre, recordándome a su pequeña danza de frustración después de no llegar al orgasmo con el doctor.

«No te preocupes mamá, la próxima conseguiremos que te corras».

No sé si el doctor Calleja era el gurú de una secta o realmente un terapeuta superdotado. Pero sí sé que en algunas semanas cambió nuestra vida para siempre, y que a mi madre consiguió dominarla en tan solo unas horas. Quizás aquello no era más que su pequeño harén de acólitos, o por el contrario éramos nosotros los que no estábamos preparados. Pero tres semanas después dejamos de acudir a las sesiones, tanto individuales como colectivas. El mismo tiempo que tardó en regresar el cansancio y los dolores de mi madre.

*Inspirado en un programa de investigación de Salvados, el programa de Jordi Évole.