El gorrón de la Primitiva

Un joven que ha ganado un importante premio en la lotería tiene que soportar que un compañero de trabajo intente aprovecharse de su posición económica. Hasta que una noche se harta.

Dicen que, salvo que te apellides Fabra y seas un alto cargo del PP de Castellón, alrededor del ochenta por ciento de las personas que se ganan la lotería, al poco tiempo vuelven a estar arruinadas. Yo debo de pertenecer al otro veinte por ciento.

Hace casi un año acerté los seis numeritos de una Primitiva con bote. Algo más de cuatro millones y medios de euros para mí solito. Sin duda, una cifra que marea a cualquiera y a muchos haría perder la cabeza. Por suerte, yo pude mantenerla en su sitio y, después de liquidar la hipoteca del piso, darme el capricho de cambiar de coche, viajar durante dos meses por el extremo Oriente y echarle una mano a la familia y unos pocos amigos, decidí invertir el resto del dinero —que aún era mucho más del que jamás habría imaginado tener en la cuenta corriente— para asegurarme que el resto de mi vida sería cómoda y sin sobresaltos. Bueno, en el proceso, también me hice socio de una docena de asociaciones benéficas y organizaciones no gubernamentales, que tal y como está la cosa, toda ayuda para los que peor lo están pasando por culpa de esta puta crisis es poca. Además, solo por el polvo que le metí al «carpetero» de Médicos sin Fronteras que me hizo la ficha de socio mereció la pena la ayuda. Pero esa es una historia que tal vez cuente otro día.

Hoy quiero hablar de uno de los principales inconvenientes de ganarte la lotería: que te salen amigos del alma por todas partes. A ver, por mucho que digan que lo primero que tienes que hacer si te toca un premio gordo es no contárselo a nadie y correr a tu banco de toda la vida a ingresar el boleto, siempre se entera alguien que no se tiene que enterar y acaba corriendo el rumor. A mí me pasó en el curro. Porque otra de las reglas de oro para no perder la cabeza cuando te ganas la lotería es no cambiar de vida. Y eso incluye seguir trabajando, aunque con muchas menos preocupaciones, eso sí.

Desde hace año trabajo en el departamento de dirección de una importante empresa de distribución y logística y, como decía, cuando en el curro se corrió la voz de que me había ganado un premio, de la misma forma que los moscones vuelan alrededor de la mierda, aparecieron unos cuantos compañeros a mi alrededor intentando sacarme algunas migajas del premio. Por suerte, salvo el director general, nadie en la empresa sabía cuánto había ganado, así que pude decir que la cantidad era mucho menor que la real y lo zanjé todo con una cena en un buen restaurante para todos mis compañeros.

Sin embargo, Juan, uno de los encargados del almacén no se dio por vencido y cada vez que tenía un rato libre me lo encontraba en la oficina, revoloteando a mi alrededor. Lo cierto es que la culpa fue en parte mía. Llevaba un par de años corriendo para desconectar del trabajo y cuando regresé del viaje con el que había celebrado el premio, me planteé prepararme para correr una media maratón. Aconsejado por un monitor de la piscina a la que suelo ir a nadar todas las noches, empecé a ir al gimnasio para fortalecer las piernas y, sobre todo, lumbares y abdominales para evitar lesiones. Correr veintiún kilómetros no es lo mismo que diez.

La rutina con máquinas nunca me ha gustado demasiado, por lo que pensé que ir acompañado me ayudaría a no dejarlo a los tres días. Juan es el típico cachitas que se pasa media vida en la sala de musculación, haciendo pesas y mirándose en el espejo, escrutando cuánto le han crecido bíceps y pectorales en los últimos diez minutos y contando el número de músculos que forman su tableta de chocolate. Pues yo tuve la mala idea de empezar a ir a la misma hora que él.

Desde el primer día se me pegó como una lapa. No durante las rutinas, porque yo hago principalmente piernas y él parece tener alergia a ejercitarlas. Nunca entenderé a esos tíos cuadrados de pecho, que no se dan cuenta de que van haciendo el ridículo con esas enclenques patas de pollo. Solo coincidíamos al final de la sesión, cuando, para compensar, yo hacía algunos ejercicios de pecho y brazos y, en ocasiones, después, en la piscina. Y, por supuesto, en los vestuarios. Era allí, a la hora de la ducha, cuando se me pegaba y empezaba con su canción de siempre, que si qué bien ha estado el entreno, que si sudar tanto le da sed y no hay nada como unas cañitas para reponer electrolitos y que si nos íbamos al pub de allí al lado a tomar algo. Algo que siempre acababa pagando yo.

Otra de sus estrategias era autoinvitarse a casa para ver los partidos de Liga o Champions que sólo daban por el Plus, canal que casi nunca veía, pero al que me había suscrito después de ganarme la Primitiva. Para ver los partidos y, ya que estamos, pedir unas pizzas o algo del chino, unas birras y cenar. Pagando yo, por supuesto.

Las primeras veces que lo hizo, intenté poner buena cara y pensar que lo de no hacer ni un mísero amago de pagar era un despiste fruto de la novedad y el colegueo por ir con alguien del curro al gimnasio en lugar de solo. Cuando terminó el primer mes, me di cuenta de que esa iba a ser la tónica habitual y empecé a soltarle indirectas que él parecía no captar. Cuando fui más directo, empezó a poner excusas como que se había dejado la cartera, que no llevaba dinero en efectivo encima y que ya me lo pagaría o a tener ganas de ir al baño justo en el momento en que nos traían la cuenta y paga tú que ya arreglaremos.

Junto a esto, cada vez que coincidíamos en los vestuarios del gimnasio, que era todos los días, no dejaba de soltar comentarios sobre lo pijo que parecía yendo a entrenar con ropa de marca, y no del Decathlon como él, o lo cara que era la colonia que solía ponerme después de la ducha.

Poco a poco, su actitud fue agotándome la paciencia, hasta que un día, no pude aguantar más. Fue después de ver un partido de la Champions. El Barcelona acababa de asegurarse su clasificación para la siguiente ronda, lo que me había jodido un poco, porque soy del Madrid, pero Juan estaba exultante.

—Anda, Edu, prepárate unos gintonics con esa ginebra tan cara que tienes escondida por ahí. Tenemos que celebrar que mi querido Barça acaba de dar una lección magistral de fútbol y hay que celebrarlo.

—Tío, mañana tengo que presentar un informe en el consejo a primera hora de la mañana y necesito estar despejado. Creo que será mejor que dejemos la celebración para otro día. –Esa noche Juan había estado especialmente tocapelotas y no me apetecía nada tener que aguantarlo al menos media hora más, así que decidí cortarlo.

—Joder, mira que eres tacaño.

—No es eso –hice un último intento por ser conciliador–, de verdad. Nos conocemos y si empezamos a beber va a caer más de uno. A ti te da igual porque te vas a pasar la mañana entre cajas, pero yo tengo que contarle como ha ido el último trimestre a los jefazos y eso es algo que no puedo hacer con resaca.

Excusas baratas –me respondió el muy cabrón–. Te ha tocado un pastizal en la Primitiva y no quieres invitarme a una mierda de ginebra.

No era la primera vez que usaba el tema del premio para picarme, pero esta vez, hablando mal y pronto, me tocó los cojones más que nunca, porque él sabía que era verdad que tenía esa reunión al día siguiente y decidí cortar por lo sano de una vez por todas.

Aunque siempre he tenido muy clara mi sexualidad, nunca he ido pregonándola por ahí. Nunca he sido una persona demasiado sexual y como las tres relaciones más o menos largas que he mantenido han sido con chicas, prácticamente nadie sabe que también me van los tíos. No lo oculto, pero tampoco lo voy pregonando, así que salvo los interesados, nadie sabe que he tenido unos cuantos rollos con tíos. Llegados a este punto, tengo que reconocer que Juan me ponía un poco. Su punto macarrilla y el cuerpo de gimnasio, moreno, que gastaba a pesar de sus patas de pollo me daban cierto morbo. Además, aunque iba de gallito hetero, siempre presumiendo de sus conquistas de fin de semana, muchas veces lo había pillado echándome miraditas en los vestuarios, cuando creía que no lo veía. No lo culpo. Alto y fuerte, con una cara varonil y barbita de tres días, sé que también tengo mi morbo. Sobre todo después de que gracias a los nervios iniciales tras ganar el premio y el trabajo de entrenamiento corriendo por las calles y en el gimnasio hubiese perdido los kilitos de más que me había regalado la vida sedentaria de los últimos años y mis músculos ganaran en definición.

Así que, en ese momento me armé de valor y decidí jugar mis cartas. Si salía mal, me quitaría a Juan de encima por una temporada. El riesgo era que contase algo en el trabajo, pero en ese caso bastaría con decir que le puse las cosas claras. Todos saben que estoy harto de él y pensarían que me está atacando porque se le acabó el chollo de ir a todas partes de gorra. Y, si no me creyeran, me da igual. Los dos somos adultos y en mi empresa nunca han discriminado a nadie por sus gustos sexuales. Así que, aunque la posibilidad de que saliera mal era muy tentadora, si salía bien me llevaría un buen polvo con un maromo, algo de lo que andaba escaso desde que le partí el culo al voluntario de Médicos sin Fronteras.

—Tranquilo, tronco –le dije con toda la chulería de la que soy capaz y que, cuando quiero, es mucha–. Es que estoy un poco cansado de te tomes las cañas que pago yo, veas mi fútbol, te comas las pizzas que encargo y te bebas mi ginebra. No te confundas, no es que esa calderilla me importe mucho, pero creo que es hora de que tú también me invites a algo —continué con el mismo tono, mientras me sobaba descaradamente el pantalón.

—Me parece que no te entiendo. –Se había puesto completamente rígido y, por su forma de hablar, juraría que la boca se le había quedado más seca que el desierto del Sahara.

—Yo creo que sí –respondí levantando una ceja–, pero te lo voy a explicar más clarito, como si fueras un bebé. Llevas más de seis meses gorroneándome todo lo que puedes y más y lanzándome toda clase de dardos sobre el dinero que gané y ya me he hartado. A ti el dinero que yo tenga o deje de tener te tiene que importar una mierda y si te he aguantado hasta ahora es porque me ha dado la gana, pero a partir de hoy si quieres seguir con esta, llamémosla, amistad, vas a tener que poner algo de tu parte –terminé de decir mientras me acercaba a él, cogía su mano y la colocaba sobre mi ya un tanto abultado paquete.

—Te estas confundiendo conmigo –acertó a decir con la respiración entrecortada, aunque no hizo ni un amago de alejarse de mí ni, por supuesto, separar la mano de mi entrepierna.

—Y yo me apostaría el saldo de mi cuenta corriente a que no –contesté con más chulería que nunca–. ¿O es que te crees que no me he dado cuenta de cómo me miras por el espejo de la sala de musculación mientras levanto pesas o cómo me comes con los ojos en las duchas cada vez que me doy la vuelta? Te tengo completamente calado y hoy, Juanito –remarqué las sílabas del nombre una por una–, te voy a dar lo único que no te has atrevido a pedirme, pero que quieres desde que empezamos a ir juntos al gimnasio.

Esta última parrafada terminó de desarmarlo. Quiso separarse, pero ya era demasiado tarde y la enorme erección que su pantalón vaquero apenas podía contener terminó de delatarlo.

—Vaya, aquí hay alguien que me da la razón –reí, mientras le estrujaba el paquete.

Juan se puso colorado y contestó que hasta ese momento había creído que estaba cachondeándome de él.

—Joder, Edu, la verdad es que tienes un cuerpazo y siempre me había apetecido tener tema contigo, pero nunca pensé que a ti te fuera este rollo. Siempre tan formalito y además has llevado dos o tres novias a las cenas de Navidad –continuó ya más relajado.

—No te fastidia el «macho man» este –me volví a reír–. ¿Pero no eras tú el que venía cada lunes presumiendo de los coños que había partido durante el fin de semana?

—Y es verdad que me encanta follar con tías, solo que siempre he tenido la fantasía de enrollarme con un tío.

—Pues esta noche, Juanito, la vas a hacer realidad –zanjé la conversación recostándome sobre él y empezando a comerle la boca.

Mientras nuestras lenguas peleaban por hacerse con el control de la boca del otro, nuestras manos se dedicaban a explorar los duros pectorales y los marcados abdominales que tantas veces habíamos contemplado en los vestuarios del gimnasio durante el último año. Pronto, las camisetas, empapadas ya de sudor, nos sobraron y nos separamos el tiempo indispensable para deshacernos de ellas. Juan aprovechó el momento para lanzarse a comer mis pezones. Me mordía las tetillas erectas provocándome pequeñas descargas eléctricas que me ponían a mil, mientras yo acariciaba su cabeza de pelo muy corto y le amasaba la musculosa espalda, acercándome cada vez más a la cintura de sus pantalones.

La tensión sexual que minutos antes convertía la sala en un lugar agobiante había dado paso a una pasión cada vez más intensa y descontrolada. Saqué fuerzas de donde pude y separé a Juan de mi pecho.

—Tranquilo, tigre, que como sigas mamando así va a acabar por encontrar leche. –Juan no pudo evitar soltar una carcajada por mi ocurrencia, y yo aproveché para ponerme de pie y dirigirme al dormitorio–. ¿Qué pasa? ¿Es que piensas quedarte toda la noche ahí con esa cara de tonto? –pregunté cuando él se quedó en el sofá mirando cómo me iba.

Enseguida vino detrás de mí y me encontró tumbado de espaldas en la cama. De nuevo comenzó a comerme la boca para ir bajando otra vez a mis tetillas, aunque en esta ocasión no se detuvo allí por mucho tiempo, sino que continuó descendiendo por mis abdominales hasta llegar al ombligo para, desde allí, seguir el sendero de vellos que conducía hasta mi entrepierna. Al llegar a la tela de mis vaqueros levantó la cabeza y me miró pícaramente. Suspiró, quizás pensando que ya no había marcha atrás, y desabrochó el botón de mis pantalones, que rápidamente desaparecieron de mis piernas, para dar paso a un bulto palpitante que luchaba por salir de la prisión de mis bóxers de licra. Aunque se notaba que se moría de ganas por meterse mi polla en la boca, Juan se entretuvo en lamerla por fuera del calzoncillo y aspirar la mezcla del olor a gel y macho que lo había impregnado desde que salimos del gimnasio.

Tras un par de minutos que se me hicieron eternos, por fin Juan liberó mi polla de su jaula de tela, para mirar el capullo babeante con la boca abierta. La situación era tan excitante que creo que nunca la había tenido tan dura como en ese momento. Cuando Juan se la metió en la boca creí que me moría de gusto. Primero se entretuvo lamiendo y dando pequeñas chupadas al capullo, para luego empezar a recorrer el tronco de arriba a abajo, hasta que su nariz chocó con los pelos recortados de mi pubis. Siempre he creído que tengo una polla es más bien normalita, de unos quince centímetros de largo y tirando a gorda, pero juraría de de lo caliente que estaba ese día me había crecido dos o tres centímetros más.

Juan siguió recorriendo mi cipote de arriba a abajo, deteniéndose de vez en cuando en el capullo y sorbiendo todo el líquido preseminal que no dejaba de manar. Para ser la primera vez que cumplía su fantasía de estar con otro tío –al menos eso era lo que había dicho un rato antes–, la verdad es que mamaba como todo un profesional. Tuve que decirle que parara porque si seguía así no iba a poder aguantar y no estaba dispuesto a correrme tan pronto. Esa fiesta había que aprovecharla.

Tras separarse no sin cierto fastidio de mi polla, empleó el descanso en liberar la suya propia de la recia tela del pantalón vaquero y de unos slips de marca pija que presentaban una más que abundante mancha de líquido preseminal. Aunque era un poco más larga que la mía, la tenía tan dura como yo y parecía que podría correrse con tan solo descapullarla un poco más de lo que ya estaba.

Aunque me moría por empezar a comérsela, dejé que volviera a mi entrepierna y se deleitara metiéndose mis huevos depilados en la boca, mientras me pajeaba suavemente. Entretanto, me dediqué a oler y lamer sus empapados calzoncillos. Poco a poco, su boca fue descendiendo por el perineo, hasta intentar alcanzar mi ano con la lengua. Siempre he sido más activo que pasivo. Lo he probado un par de veces, pero nunca he sentido ese placer del que todos hablan. Sin embargo, eso no quiere decir que le haga ascos a una buena comida de culo. Sentir cómo la lengua intenta abrirse camino estimulando las terminaciones nerviosas del anillo anal es un placer indescriptible, así que me di la vuelta y, colocándome en cuatro patas, dejé que se aplicara, con gran maestría, por cierto, a ello.

Mi polla no dejaba de babear y, si no fuera porque Juan había puesto una de las manos debajo para recoger todo el líquido y llevárselo después a la boca, ya habría calado las sábanas y empapado el colchón. Cuando creí que Juan ya había disfrutado bastante, me incorporé.

—Es mi turno –dije, dándole un pico con el que traté de cambiar su cara de decepción. Llevaba más de media hora lamiendo casi todos los rincones de mi cuerpo y todavía quería más.

Lo tiré de espaldas sobre la cama y, al igual que antes había hecho él, comencé a morder sus pezones y bajar por sus duros abdominales, raspándolos con mi barba de tres días. Me entretuve unos instantes en el ombligo, mientras mis manos subían por sus piernas de pollo, hasta alcanzar su polla y comenzar un suave masaje. Estaba caliente y húmeda, casi a punto de explotar, así que no me demoré más y me introduje su glande en la boca, sorbiendo el sabroso líquido preseminal que soltaba casi a chorros.

Comencé a recorrer su mástil de arriba a abajo, mientras Juan se deshacía en gemidos y no dejaba de repetir mi nombre. Estaba tan entregado a mí que aproveché la situación para, sin dejar de pajearlo con una mano, untar un par de dedos de la otra con un poco de lubricante de un bote que había tenido la precaución de coger de la mesilla de noche antes de empezar con la mamada. Acerqué la lengua a su capullo y fui lamiendo todo el tronco hasta acabar en sus bolas. Mientras jugaba con ellas en la boca y lo pajeaba lentamente, acerqué uno de los dedos embadurnados a su hoyito y empecé a hacer circulitos con él. Él, intuyendo mis intenciones, se deslizó hacia el borde de la cama, abrió las piernas y apoyó las plantas de los pies en el suelo, dejándome el paso franco a su entrada.

Mi compañero de gimnasio no dejaba de estremecerse mientras iba introduciendo el dedo, cada vez más profundamente, en su interior sin dejar de pajearlo suavemente. A pesar de la estrechez del agujerito, a ese dedo pronto le siguió un segundo y después un tercero que empezaron a jugar con su próstata, mientras me dedicaba a sorber su capullo.

—¡Edu! Para o me correré –acertó a decir, retorciéndose y con la voz entrecortada.

—No te preocupes, que no vamos a terminar todavía.

—Joder, es que ningún tío me la había mamado tan bien como tú. Y de las tías ya ni te cuento.

—Vaya, vaya. Habló el que siempre había fantaseado con hacerlo con otro hombre, pero nunca se había atrevido. Parece que se coge antes a un mentiroso que a un cojo –me burlé, porque era más que evidente que Juan tenía un pasado también en este tipo de encuentros sexuales.

—Qué quieres que te diga, algo he experimentado, pero no mucho. Y –añadió–, nunca con nadie que me haya disfrutar tanto como tú.

—Ahora resulta que el niñito me salió pelota –volví a burlarme una vez más–. Pues no creas que con tres piropos y un polvo vas a hacer que me olvide tan pronto de todos estos meses de gorronería. Pero, bueno, si tanto te está gustando la experiencia, probemos otros jueguecitos nuevos.

Una vez más, Juan debió de leerme el pensamiento porque rápidamente me pidió que tuviera cuidado, que ya que, en ninguna de sus experiencias anteriores había pasado de un par de mamadas mutuas. Así que era virgen, pensé. Quizá eso sí que conseguiría compensar gran parte de los dolores de cabeza que me había provocado su actitud en los últimos meses.

Tras tranquilizarlo, decirle que sería tierno y que ya vería cómo le iba a gustar, lo hice ponerse a cuatro patas sobre el colchón, me coloqué un condón en la polla que, pese al descanso que nos había dado la conversación seguía dura como una piedra, apliqué un poco más de lubricante y acerqué la punta del capullo a su agujero, que tras mi trabajo de dilatación no dejaba de palpitar. El primer contacto con el calor de su ano fue como una descarga eléctrica. Tuve que emplear todas mis fuerzas para no clavársela de un golpe, pero me contuve y, poco a poco, fui introduciendo la cabeza en su interior, deleitándome en el placer que me producía notar cómo su culo, hasta entonces virgen, iba cediendo poco a poco ante la presión. Ante mi presión.

Cuando todo el glande entrado esperé unos instantes a que se acomodara y, solo por hacerlo rabiar un poco, di un fuerte empujón, provocando que entraran de golpe varios centímetros más. Juan gritó de dolor.

—¿Ves? Esto es lo que pasa cuando eres malo conmigo. Que te tengo que dar tu castigo –me reí.

—Pues castígame, Edu, porque he sido muy malo –respondió entre jadeos.

Quedaba claro que esta noche Juan no iba a dejar de sorprenderme. Poco a poco, seguí introduciendo los dieciocho centímetros en que esa noche se habían convertido mis quince habituales, hasta que quedé encajonado entre sus duras nalgas y mis pelotas chocaron con las suyas. Poco a poco, comencé un lento movimiento de vaivén que se iba acelerando con el paso de los minutos. Su estrecho culo me apretaba como pocos lo habían hecho y tenía que poner todo mi empeño en no correrme, mientras Juan no dejaba de jadear y pedirme más.

Me retiré al borde del éxtasis y le di la vuelta. Coloqué un cojín bajo su espalda, me puse sus piernas en los hombros y apunté con mi polla en su agujero, que se la tragó como si llevara haciéndolo toda la vida y comencé un nuevo mete y saca. La temperatura de la habitación había subido varios grados y nuestros cuerpos destilaban sudor que las caricias se encargaban de entremezclar. El silencio era roto únicamente por el rítmico sonido del entrechocar de mis caderas con su culo y los gemidos incontrolados de Juan.

En esos momentos no sé cuánto tiempo llevábamos follando como locos, pero sabía que no podía ni quería aguantar mucho más. Juan intentó pajearse, pero le aparté la mano y la sustituí por la mía. Su polla quemaba y parecía tener vida propia entre mis dedos. Un grito ahogado –¡me corro!– precedió a un estremecimiento y comenzó a expulsar chorros de lefa como si de una fuente se tratase, que regaron su pelo, cuello y todo su pecho y abdomen. No es que mi experiencia con hombres sea exagerada, pero no miento si digo que nunca había visto una corrida tan abundante.

La excitación que me produjo la corrida de Juan, unida a las contracciones de su ano, provocaron que no pudiese aguantar más y me vaciara también yo, en uno de los orgasmos más intensos que recuerdo. Durante uno minutos me mantuve dentro de él, hasta que la flacidez hizo acto de presencia y me fue expulsando. Agotado, me tumbé a su lado en el borde de la cama y le di un pico.

—¿Te ha gustado? –pregunté, aunque su cara de tonto lo decía todo.

—Me ha encantado –respondió con una sonrisa.

—Anda, ve a limpiarte un poco, alma de cántaro –le dije, alborotándole el pelo.

Mientras lo veía marcharse camino del baño, caminando un poco raro a causa de la follada que acaba de llevarse, me dio por pensar que, a pesar su actitud durante esos últimos meses, Juan no era un mal tipo. Y, por supuesto, aquel polvo descomunal pagaba con creces toda su gorronería. Sin embargo, si pensaba que la noche terminaba ahí, no sabía lo equivocado que estaba.

La frenética actividad de los últimos minutos empezó a pasarme factura y mientras esperaba el regreso de Juan empecé a quedarme dormido. Un cosquilleo en la polla me devolvió la consciencia para encontrarme con Juan arrodillado ante mí comiéndome la polla que, de nuevo volvía a lucir en todo su esplendor. Intenté incorporarme, pero me detuvo poniéndome la mano en el pecho.

—Tranquilo, Edu. Antes te corriste en el condón, pero esta noche yo no me voy de aquí sin probar tu leche –me dijo antes de amorrarse a mi rabo y empezar a succionar como un ternero desesperado por amamantarse con la leche de su madre.

Todavía hoy ignoro cuál ni cuánta era la experiencia previa de Juan antes de esa noche, pero lo cierto es que la mamaba como un auténtico profesional. Succionaba el capullo, se la metía hasta la garganta, subía y bajaba frenéticamente, volvía a deleitarse con el capullo... así una y otra vez, haciéndome ver las estrellas hasta que noté que me acercaba a ese gozoso punto en el que ya no hay marcha atrás.

—¡Joder, Juan! Me voy a correr. –Traté de que se apartara, pero él siguió con su excelente trabajo oral, chupando mi glande con más intensidad, si cabía, hasta que estallé en otro glorioso orgasmo por segunda vez en menos de una hora. De nuevo, la corrida fue brutal, aunque sería incapaz de cuantificarla porque Juan no dejó escapar ni una gota y siguió chupando hasta dejarme seco.

En el mismo instante en terminaba de correrme noté caer algo caliente sobre una de mis pantorrillas y un pie. El muy cabrón se había estado pajeando mientras me la comía y se acaba de correr en mi pierna, como un vulgar chucho

—¡Huy!, la que he montado. Que invitado más desconsiderado soy. Pero no te preocupes, que yo lo limpio –me dijo de forma muy pícara cuando se sacó mi polla de la boca.

Sobre la marcha, comenzó a recorrer mi pierna con la lengua, lamiendo toda su corrida al llegar a la pantorrilla y siguiendo hasta el pié, donde además de no dejar ni rastro de su semen, se entretuvo en lamer todos y cada uno de mis dedos. Yo estaba alucinado con la actitud de Juan, pues nunca pensé que pudiera llegar a esos niveles con un hombre en la cama. Al empezar la noche estaba convencido de que no pasaríamos de un par de mamadas, pero allí estaba el chulito del almacén chupándome los dedos de los pies.

Sin embargo, mucho más alucinado se quedó Juan cuando, tras terminar su numerito se incorporó y se encontró con que mi polla volvía a estar izada como un mástil y dura como una piedra.

Sin duda, aquella iba a ser una noche muy larga y placentera. Aunque no hubiese tomado ni un mísero gintonic, después de todo, tal vez tendría que cancelar la reunión de la mañana siguiente.