El futuro vino del pasado

Antonio es un cincuentón viudo desde hace más de 20 años. Gema, una hermosa divorciada al filo de la cincuentena. El hijo de Antonio es el novio de la hija de Gema. Así, Antonio y Gema llegan a conocerse

EL FUTURO VINO DEL PASADO

A mis 53 años ya llevaba algo más de 22 viudo, desde que la que fuera mi esposa falleciera de cáncer a los cinco años de casarnos  tras uno y medio de tratamientos que para lo único que sirvieron fue para torturarla a ella y amargarme a mí. Y así quedé, con un hijo de 3 años, un negocio de representaciones comerciales casi en el aire después de más de un año de apenas salir a trabajar, o salir con la mente puesta más en los problemas de casa que en vender y casi sin saber ni qué hacer con mi hijo.

Cuando por finales se produjo su fallecimiento yo, a pesar del dolor que para mí era y es su pérdida, quise interpretarlo, ante todo, como la liberación del tormento de sus tremendos dolores y padecimiento moral, sobre todo en los meses finales de su vida.

Así, al enterrarla y ante su tumba, le juré que cumpliría al pie de la letra sus postreros deseos, aquello que me dijera y pidiera cuando ya enfilaba la recta final de su existencia y a pesar de todo, de saber perfectamente que su vida se acababa, lo que más  preocupaba a la pobre éramos nosotros: Su más adorado que querido marido, el que fuera único hombre de su corta vida, y su hijo del alma, el ansiado fruto del amor entre nosotros dos.

  • Ay Antonio… ¿Qué será de vosotros cuando yo me vaya? ¿Qué será de ti y de nuestro hijo, tan pequeñito todavía el pobre? ¿Cómo te las arreglarás tú sólo con él? Porque, Antonio, cuando yo muera tú serás lo único que tenga. Además, tendrás que seguir viajando, trabajando… El dinero no entra por la chimenea y los ahorros bastante menguados deben estar, tras estos largos meses de tirar de ellos por mi enfermedad, y lo que todavía descenderán hasta que por fin me vaya, que Dios quiera sea pronto. ¡Prométeme que no te dejarás vencer, que te reharás cundo yo me vaya, cueste lo que cueste!

Ese día, cuando salíamos del cementerio tras dejar allí a Clara, a mi querida esposa, mis padres, con el pequeño Antoñín en brazos de mi madre, su abuela, me dijeron que fuera, mejor dicho, fuéramos los dos, niño y yo, a vivir con ellos unos días… o unas semanas. Pero yo les dije que se llevaran con ellos al pequeño, pero que yo me iba a mi casa.

Volví a casa, recogí la ropita del crío, sus juguetes y cosas de aseo y con todo eso en una pequeña maleta me fui al hogar paterno, diciendo al entrar:

  • Papá o, más bien, mamá, ¿Querríais haceros cargo de vuestro nieto? Lo malo es que…
  • Ni una palabra más, ni preguntarlo siquiera. ¡Estaría bonito que tan siquiera pusieras en duda tal cosa! ¡Desde luego que Toñín se queda aquí, conmigo, con su abuela! ¡Pobrecito mío, sin su madre y con un padre tan “esaborío”!

Naturalmente había sido mi madre la que habló. Luego fue mi padre el que, acercándose a mí, y poniendo su mano cariñosamente en mi hombro, como para infundirme confianza y demostrarme su apoyo, me dijo

  • ¿Qué piensas hacer Antonio?
  • ¿Qué quieres que haga, papá? ¡Trabajar, salir de viaje!

Mi padre no sólo entendió mi decisión sino que la apoyó totalmente, pues me precedió en las visitas a los clientes y en el acarreo de maletas y carteras de muestrarios, mostruarios que decía más de un cliente y más de dos, pues… ¡Menudas son ciertas gentes manchegas, de esas provincias que son Toledo, Ciudad Real, Cuenca o Albacete! ¡Y no digamos algunos lugareños de Murcia o Alicante! Pues esas eran las provincias que componían tanto la ruta de papá como la mía.

Además esta situación tampoco le es desconocida, pues mis padres ya enterraron también dos hijos que hubieran sido mis hermanos menores.

Al día siguiente, cuando ni la tierra se habría asentado en la fosa de Clara, cargué carteras y maletas de muestrarios en el coche, y, poniéndome al volante partí de nuevo a visitar los clientes que en cada pueblo o ciudad de la ruta esperaban mi visita. Aunque para poder hacerlo me tuve que meter mi dolor y desánimo en el bolsillo, pues no se puede ir a vender con la mente poblada de problemas. Al cliente hay que ir como al toro, con la mente clara y convencido del éxito, pues muchas veces lograr el pedido es similar a librar una pacífica lid: El cliente defendiéndose, sin querer comprar, tú al asalto de la “plaza” y haber quién se lleva el “gato al agua”.

De mi padre aprendí la profesión. Aunque mucha gente que actualmente me conoce casi no se lo crea, soy “cura rebotado”: Allá por mis 13 añitos me sentí llamado a la vida sacerdotal por lo que ingresé en el seminario abulense de una orden religiosa especializada a l enseñanza de niños y no tan niños, pues tenía colegios en los que se cursaba hasta el bachillerato superior de aquellos Planes de Enseñanza de 1938 y 1953, los de las famosas y aterradoras Reválidas, el denominado Examen de Estado de aquel Plan de 1938, de D. Pedro Sainz Rodríguez, con siete cursos académicos que había que aprobar, eso sí, entre Junio y Septiembre, hasta la última de las asignaturas, incluidas las tres “Marías”: Gimnasia, Religión y Formación del Espíritu Nacional. Y las no menos terroríficas Reválidas del Plan de 1953, de D. Joaquín Ruiz Jiménez, la del Bachillerato Elemental, tras aprobar, también de la primera a la última asignatura de cada uno de sus cuatro cursos, y la correspondiente al Bachillerato Superior, de dos cursos, 5º y 6º, también con todas sus asignaturas aprobadas o… ¡A repetir cursos a destajo! ¡Dios y qué “escabechinas” en todas y cada una de estas Reválidas! ¡Verdaderos campos de batalla las aulas donde se constituían los Tribunales Examinadores por los “cadáveres” que quedaban allí tras cada día de exámenes! ¡Y qué decir, de los rostros demudados de los alumnos que salían de examinarse! ¡O, de las piernas temblequeantes de los que escuchaban al bedel convocar a examen al número de la propia papeleta de examen! De verdadero espanto, creedme. Ah, y teniendo en cuenta que los exámenes se hacían ante un Tribunal Examinador de “tomo y lomo”, con tres venerables catedráticos, con toga y birrete al canto, que te asaeteaban con preguntas a quemarropa y a traición, ojo, pues llegaban momentos en que ya no sabías ni de dónde te venían ni tan siquiera a quién tenías que contestar. Y claro está… ¡A perecer heroicamente en combate tocan!

Bueno, dejémonos de fruslerías y volvamos a lo que iba. Pues sí señores, a mis 13 tiernos añitos ingresé en aquel seminario de Avila, vamos, de una de sus poblaciones no de la capital, dispuesto a llegar a ordenarme sacerdote de esa orden y pasarme la vida diciendo misa, confesando y enseñando letras y números a mocosos de, a veces, dudosa limpieza. Pero llegaron mis 15 y, ya no digamos, 16 añitos; eso sí, ya no tan tiernos y mucho menos inocentes, y hete aquí  que me empiezo a dar cuenta de que mis todavía casi castos ojitos salían desenfrenados tras cualquier fémina que, casi de milagro, aparecía a su alcance. Esas furtivas ojeadas a las hermanas un tanto creciditas de los compañeros en las escasas visitas que a nuestras familias se permitía, una al mes como mucho y gracias. Y lo que era peor, a sus muy pudorosas y orondas madres, generalmente campesinas de aquella Castilla la Vieja y León o Galicia, tan firmemente tradicionalistas y católicas a machamartillo. O a las mozas y no tan mozas del pueblo, en las salidas al pueblo, medidas ellas a cuentagotas e invariablemente en filita y ojos bien bajitos no nos pervirtieran esas salidas al “Mundo”, para cantar en sus Fiestas Patronales con el coro que entre todos los que poblábamos el seminario, de 1º a 4º curso, formábamos. Por cierto, me acuerdo de un día que fuimos a la estación de Renfe a despedir a un cura que se iba donde ni repajolera idea tengo. Había una más bien señora que señorita, creo que de generoso escote, asomada a una ventanilla oteando el panorama de la estación, y… ¡Señor, cómo se me dispararon los ojos hacia esa visión! Sólo me faltó lanzar las manos tras esos ojos diciendo: “¡Dónde vais, machos! O aquello de “Frena Manolo, que nos matamos!

¿Será necesario confesar que mi 17 cumpleaños lo celebré ya de nuevo en casa de mis padres, tras algo más de tres años ausente en el seminario? Pues eso, que me largué de allí con viento fresco, convencido ya de mi nueva vocación de fraile de los de dos en celda. ¡Y no veáis con qué entusiasmo desde entonces me dediqué a la caza y captura de señoritas de buen ver, pues desde entonces me convertí en devoto perseguidor de cuanto a mi alrededor luciera faldas, aunque también he de decir que cuando, al admirarla más en corto, la poseedora de tales faldas más bien me parecía un “cayo malayo”, en fin, algo más o menos en esa línea, el ardor perseguidor decrecía a velocidad de vértigo hasta esfumarse por completo al instante.

Pero bueno, dejémonos de todas estas superfluas disquisiciones, pues el horno de mi padre por aquellas fechas estaba para pocos, pero que muy poquitos bollos. ¡Para él, que ya me veía obispo y al padre de tal prelado como secretario personal de su Eminencia, desayunando el tradicional y clerical chocolate con picatostes, qué golpe eso de “colgar” su hijo la sotana en pro de las muy bellas féminas! Y con los 17 “tacos” casi a las costillas pues nada de nada a cuanto no fuera trabajar y ganar “pelas”, como en los castizos Madriles de entonces se llamaba a veces a las pesetas. Bueno, la verdad es que más porque me fuera soltando en las lides comerciales que por las “pelas”, que eran pocas incluso para aquellos fines de los cincuenta y me las solía gastar casi totalmente en cosas mías: Un tocadiscos con varios discos que me compré con casi todo mi primer sueldo y los siguientes en renovar la pequeña discoteca con que me iba haciendo, amén del “fumete” en el que por entonces me inicié con no menos entusiasmo que en la persecución y, pocas veces, no nos engañemos, captura de chavalas pues, como dice Julio Iglesias en “Soy un truhan, soy un señor”

“Mujeres hubo que me quisieron

Pero otras también me hirieron”

Ah, y tan pronto empezaba la temporada en las Ventas en la entrada de delantera de grada de sol para la dominical corrida de novillos-toros, pues para las de toros-toros, más bien que no me llegaba si después quería irme de guateque y por la noche, tras dejar a las “nenas” en sus correspondientes domicilios, que por entonces los papás no consentían que sus “vástagas” anduvieran por la calle a partir de las 22 horas, de “chatos” con los amigos por los mesones de la calle Segovia o por la muy taurina zona de Victoria, Cruz, Espoz y Mina y demás, con ese famoso bar de la zona que presume, o al menos presumía, de ser la “Casa más grande de España”, pues “Se entra por Cádiz y se sale por Barcelona” en jocosa referencia a las calles de este nombre en cuyo cruce perpendicular se encuentra el bar, al que por tanto se puede entrar por la calle de Cádiz y salir por la de Barcelona.

En fin, la cosa es que estuve trabajando un par de años en el almacén de ferretería que mi padre representaba para empezar a viajar con él en Enero de 1959, año en que haría los 19 de edad. Con mi padre estuve viajando poco más de tres años, pues el 19 de Marzo de 1962 no tuve más remedio que atender la amable invitación del Ejército, empeñado en que mis servicios le eran imprescindibles, no sabía yo que fuera persona tan importante. Luego, para primeros de Septiembre de 1963, casi recién licenciado del Ejército, tomé la cartera de un almacén de menaje de hogar, también de Madrid y bastante importante, que trabaja vajilla de loza y porcelana, cristalerías, figuritas de loza y porcelana, objetos de adorno y regalo, con incluso algo de bisutería fina, en plata y acero. Artículos pues muy compatibles con la cartera de mi padre, de ferretería pura, con quien sólo coincidía en baterías de cocina, cubertería y algún que otro artículo más, como lo de magefesa y algunas sartenes, por lo que podía aprovechar la misma ruta suya y con casi los mismos clientes que él, con los que estaba ya bien introducido y familiarizado.

Ser viajante de comercio es una profesión muy bonita, para mí la mejor del mundo, por lo que el trabajo nunca se me hizo pesado ni me importó demasiado estar casi todo el año fuera de casa, pues ya casado llegué a viajar hasta trescientos días al año.

Pero las cosas ya no podían ser como antes, cuando mi mujer todavía era una mujer joven y llena de ilusiones, sin sombra de complicaciones de salud, pues ahora, cuando a mi hijo le faltaba su madre, tampoco quería que su padre le faltara demasiado, por lo que apenas dejaba que transcurrieran un par de semanas sin que gozara de mi presencia. Luego un sábado sí y otro no iba a Madrid procurando llegar antes de las 10 de la noche para cenar con mis padres y mi niño y después, él y yo, nos íbamos a nuestra casa pasando allí domingo y lunes, volviendo a dejarlo con mis padres el martes de mañana para de seguido volver a la carretera hasta dos semanas más tarde.

Antes, cuando mi mujer y yo vivíamos felices, los pocos sábados que aparecía por casa lo hacía ya de madrugada pues el sábado apuraba el tiempo como en cualquier otro día de la semana, visitando clientes mientras las tiendas estén abiertas. Esto, de todas formas, no significa que al cerrar las tiendas se acabe el trabajo del viajante, pues lo normal es empezar a trabajar entonces con el último cliente pues es cuando con más tranquilidad se hace, sin las obligadas pausas que los clientes del comercio imponen. También es cuando el trabajo resulta más rentable, pues el cliente no se distrae con asuntos ajenos a los muestrarios. No vuelve “frío” tras ninguna pausa obligada, teniéndole que meter pues de nuevo en “situación” partiendo de cero o casi. Por eso, este último cliente casi siempre es el más fuerte de la plaza, el que mejor pedido hace siempre

Esto se mantuvo así hasta que mi Antoñín cumplió los diez-doce años, cuando empezó a preferir quedarse con sus abuelos, al tener allí sus amigos… En fin, que a mi ya casi más Antonio que Antoñín, yo mismo le había tenido que hacer la vida más con sus abuelos y en su casa, que conmigo en mi casa. Eso se intensificó a partir de los 14-15 años, en que empezaron los jovencitos a andar tras las jovencitas, y no precisamente para “zurrarlas” o tirarles de las coletas, no, sino con intenciones mucho menos belicosas pero bastante más “amistosas” que antes. Y claro, ahí ya sí que vi mi empeño de “reconquista” por entero perdido, con lo que mis viajes a Madrid descendieron de un sábado por mes durante un tiempo hasta anularse por completo las visitas sabáticas, pasando ya en Madrid sólo las Navidades y Semana Santa. También pasaba con mi hijo y mis padres algunos días durante los veranos en un serrano pueblo de Albacete, ubicado casi en el centro de la ruta de viaje y donde mis padres tenían una señora casa, heredada por mi madre y en verano la mar de confortable, pero en invierno… ¡Cualquiera aparece por allí!

Allí, aparte las frecuentes visitas estivales, nunca a más de quince días de una a otra, pasaba también unas cortas vacaciones del 20 de Agosto más o menos hasta el diez de Septiembre por lo general, cuando mis padres regresaban a Madrid con mi hijo y yo me reintegraba al trabajo con las “pilas” bien cargadas tras unas semanas de buena convivencia familiar y recuperar la camaradería con antiguos amigos que sólo de año en año nos veíamos.

Pero regresemos al presente, al 1993 de mis 53 años y los 26 de mi hijo, por entonces con el título de doctor en medicina en el bolsillo y recién sacada la oposición a la Seguridad Social. Cuando me planteó que tenía una novia formal con la se pensaba casar casi de inmediato me quedé descolocado: Ni idea de esa novia y, mucho menos, de que las cosas con esa chica fueran ya tan rápidas. Cosas de no convivir juntos desde tiempo atrás. Pues, aunque mis padres ya murieran años atrás y de ellos heredara yo la que fuera su casa, era él quien la ocupaba.

Y, lógicamente, quería que conociera tanto a la novia como a su madre, pues al padre prácticamente ni le conocía la muchacha: Sus padres se separaron cuando la chica apenas tenía dos años, a unos cuatro de casarse, y desde entonces él no había vuelto a aparecer por sus vidas excepto una vez, y por medio de un bufete de abogados a poco de aprobarse la Ley de Divorcio en España, para demandárselo a la madre, que sin reparo alguno consintió en ello.

De manera que un domingo mi hijo y yo nos presentamos en la casa donde la muchacha y su madre residían, invitados a comer por esa señora. La futura suegra de mi hijo, que la que sería mi nuera nos presentó como Gema, resultó ser una mujer delgada, menudita y de apariencia frágil y amistosa, estatura puntito exigua pero muy proporcionada a su tipo de mujer, por lo que aún podía lucir, a pesar de sus casi escasos 50 años y las redondeces que la edad impone, un tipito pero que muy agradable. Sin ser ninguna belleza, su rostro resultaba muy agradable al transmitir una cierta candidez y, sobre todo, afabilidad, bondad más bien se podría decir. Su mirada, de ojos más que marrones de color miel, era límpida, franca.

La verdad es que tanto la comida como la posterior sobremesa resultaron de lo más agradable y cundo por fin nos despedimos yo estaba más encantando con las dos féminas, tanto la hija, que me pareció una digna y buena esposa para mi hijo, como su madre, una mujer sumamente simpática y agradable.

Por cierto que después, recordando con más tranquilidad, me fijé en unos detalles que, si bien advertí en su momento, entonces no les presté importancia alguna, pensando incluso que tal vez me ofuscara un poco, pues lo cierto es que a aquella casa fui no ya nervioso, que lo iba, sino francamente inquieto ante lo que podría allí encontrar, pues… ¿Qué padre no se muestra inquieto en tal caso, cuando va a conocer a la mujer que su inexperto hijo escogió como compañera eterna de la vida? ¿Qué padre no se inquieta pensando cómo será ella, su familia etc.? Vamos ¿Dónde se va a meter mi hijo? Pero como digo, después, recordando sin las presiones de aquel principio, satisfecho además con la elección de mi hijo, que estoy seguro de que a chica mejor difícil sería encontrar, pude ver, en mi mente, nítidamente retenidas, las imágenes  de aquella tarde: Desde luego, cuando me vio Gema se quedó, por un momento,… Cómo diría… ¡Como alucinada, eso es, alucinada! Al momento, cuando yo le tendí la mano en un saludo, ella reaccionó y aceptó cordialmente la ritual expresión “Encantado de conocerla, señora” con que me dirigí a ella al entrar en la casa y ser presentados por su hija, tras de que mi hijo me presentara a mí a su novia. Pero luego también pude observar que ella repetidamente me observaba con inusitado interés, si pensaba que no era observada por ninguno de nosotros. Desde luego, no cabe duda que trataba de que ese interés pasara desapercibido por todos nosotros

Ello me intrigó algunos días, pero el trajín diario acabó por disipar mi interés por tales cosas.

Como era ya mi inveterada costumbre, el martes volví a la ruta, a trabajar como debía hacer, pero increíblemente a los diez días casi exactos, el jueves de la siguiente semana me puse en marcha hacia Madrid. Me atraía enormemente volver a ver a Gema.

Desde que mi esposa muriera yo no había mantenido relación femenina alguna. La compañía de una mujer se había convertido para mí en algo por entero prescindible. Incluso el deseo, la líbido, parecía haberse secado en mí por perpetuo desinterés. Pero desde que conocí a Gema, deseaba su compañía.

La verdad es que en ese deseo de su compañía no había ningún propósito determinado, ningún interés concreto más que eso, verla, hablarla. La veía como una buena amiga, por demás simpática y agradable; aquella tarde, en su casa, estuve de verdad a gusto con ella, lo pasé enormemente bien, su risa abierta, cantarina, su mirada afable, su trato tan amistoso al tiempo que tan sencillo, sin rebuscamiento que disfrazara nada me agradaba como hacía tiempo que nadie me agradaba así. Fue como si un fluido brotara de ella atrayéndome, encadenándome a ella. Mas, de verdad, en esa atracción no había nada sexual. A ese respecto yo todavía era totalmente inmune, ni pensar siquiera en ninguna mujer como tal representante del sexo opuesto, cosa que en absoluto me atraía, pero como lazo puramente amistoso se me hacía por minutos, no días siquiera, más y más imprescindible.

Así que llegué a Madrid ya casi de madrugada y, ni corto ni perezoso, sin tener en cuenta para nada lo avanzado de la hora, nada más acomodarme en casa con una copa de coñac en la mano y sentado en ese cómodo sillón donde solía sentarme en el salón de casa, la llamé por teléfono.

El timbrazo de la llamada se repitió una y otra vez, hasta que su voz somnolienta respondió. Entonces, y sólo entonces reparé en lo intempestivo de la hora, pero ya era tarde para remediar nada.

  • ¿Gema? Te he despertado, ¿verdad? Perdona
  • Pues oye, seas quien seas, sí, me has despertado. ¿No podías haber esperado a mañana? ¡Desconsiderado!
  • De verdad, Gema, perdona. Soy Antonio…
  • ¿Mi futuro consuegro?
  • Sí Gema, ese mismo. Acabo de llegar a Madrid y…
  • Y… ¿A qué viene tanta urgencia?
  • Pues… Sencillamente, quiero verte cuanto antes, si fuera posible esta misma noche… ¡Si no mañana a más tardar!
  • Ja, ja, ja,… ¡Pues sí que vienes con urgencias! ¿A qué se debe?
  • Nada más que al deseo de volver a verte.
  • Ja, ja, ja… Oye, futuro consuegro… ¿No estás un poco loco? Porque la urgencia se las trae. Ja, ja, ja… Oye, no serás loco peligroso ¿Verdad?
  • Bueno, puede que ande algo loco al llamarte a estas horas, pero de verdad que no soy en absoluto peligroso, más bien soy muy pacífico, de verdad Gema. Pero… ¿Qué me respondes? ¿Aceptas que nos veamos ahora… o, quizás mejor mañana?
  • Ja, ja, ja… No sé si fiarme de ti, casi consuegro. Creo que sí puede que seas peligroso, pero… ¡Ya me has desvelado, maldito loco!... Y… ¡Qué hago yo ahora para volver a dormir! Desde luego eres un chinchoso además de loco… Pero… Así desvelada, puede que sea mejor que salgamos ahora mismo. ¡A lo mejor me entra antes el sueño, escuchándote, so pelmazo, que duermes hasta a las marmotas con tu aburrida cháchara! ¡Pelmazo, más que pelmazo! Ja, ja, ja… Antonio, estoy lista en quince o veinte minutos. ¿Te vale?
  • Perfectamente. Tomo ahora mismo un taxi y estoy en tu casa en diez minutos
  • De acuerdo Antonio, pero ten cuidado, que tu futura nuera está durmiendo y mañana tiene que madrugar, pues entra pronto a trabajar. Espérame a la puerta del portal. O no, mejor en la acera de enfrente. Está justo delante de la ventana de mi habitación y te veré tan pronto llegues y entonces bajo. ¿De acuerdo, casi consuegro?
  • De acuerdo. Pero… ¿No tienes que madrugar también tú mañana?
  • Pues sí pesado, pero… Ja, ja, ja… ¡También a mí me apetece verte, pesado, más que pesado! ¡Muermo, más que muermo!...
  • ¡Menudos piropos que me estás echando, simpática, más que simpática! Hasta ahora Gema
  • Hay hijo, los que te mereces por haberme despertado. Ja, ja, ja… Hasta ahora, Antonio.

Salí disparado al dormitorio, cogí la americana que minutos antes allí dejara y, a zancadas rápidas, bajé a la calle.

En diez minutos no pude llegar, pues más de eso tardó en pasar frente a casa el primer taxi libre, pero en menos de media hora estaba a la puerta de su casa, en la acera de enfrente. Indudablemente me estaba esperando, pues aprecié su figura asomada a la ventana y cómo se retiraba de ella tan pronto me vio frente a su casa.

Minutos después estaba frente a mí, besándonos en las mejillas, tal y como ahora se usa, costumbre que a mí todavía me chocaba y cohibía un poco, tan distinta a lo que en mi época juvenil era corriente.

La verdad es que estaba radiante, con esa sonrisa tan abierta que le iluminaba todo el rostro, esas facciones tan llenas de candidez y bondad, pero ahora con una expresión un tanto pícara tanto en rostro como en sus melosos ojos. Cuando nos besamos en las mejillas, me dijo, por entero desinhibida, bastante más que yo, que me sentía un tanto, digamos, “cortado” ante ella. ¡Dios, parecía un jovenzuelo ante su primera cita!

  • Bueno, pesado… ¿Dónde te parece que vayamos a estas horas?
  • Pues… la verdad que no se me ocurre nada… ¿Qué te apetecería hacer a ti?
  • ¡Pues sí que vienes animado, muermo, más que muermo ¿Qué te parecería que simplemente paseáramos por aquí un poco? Hace una noche tan buena…

Diciendo esto, familiarmente, se me colgó del brazo, emparejándose conmigo y fue Gema quien se puso a andar, arrastrándome a mí junto a ella.

Perdí la noción del tiempo mientras caminaba, despacito, a su lado. Hablamos de mil fruslerías sin importancia ninguna, pero para mí tenerla a mi lado me llenaba de una mezcla de tranquila suavidad y grata armonía. Repito lo antes dicho, en ningún momento experimenté sensación erótica alguna, pero me encontraba en la gloria, lleno de un gozo tranquilo, sin exaltación alguna, pero tremendamente agradable. Como ya hacía… diría que casi siglos.

Así, emparejados, con ella colgada de mi brazo, que a veces se apretaba tenuemente a mí, casi, casi que como enamorados que se arrullan a la luz de una magnífica luna llena que, en todo su esplendor, brillaba allá arriba, junto a las titilantes estrellas. Para cualquiera que entonces nos viera hubiéramos sido la más idílica imagen romántica, cuando nuestra relación era de lo más platónica que imaginarse fuera.

Así, paseando bajo la bóveda celeste y aspirando las tenues fragancias de una primavera que empezaba a romper, abriendo los capullos de las numerosas flores, rosas, claveles, geranios, gladiolos, y no sabría decir que otras variedades crecían en los pequeños y hermosos parterres sembrados entre otras plantas y árboles a ambas orillas del recoleto y bello paseo que discurría a espaldas del grupo de edificios donde Gema habitaba, se nos hicieron casi las cuatro de la madrugada sin darnos siquiera cuenta de ello.

Fue Gema quien en esos momentos, bostezando un poco y mirando su reloj, se dio cuenta de lo tarde que se nos había hecho

  • Bueno pedazo de plasta, me tengo que reintegrar al lecho pues en poco más de tres horas tendré que estar de pie para ir a trabajar.

Me miró con esos ojos de intensa profundidad y auras casi doradas, en un tono de oro viejo por su meloso color, se puso algo más seria, aunque su semblante y su mirada no perdieron ese aire de enorme afabilidad que le caracterizaba, para decirme

  • Me alegro de haber bajado, Antonio. Lo he pasado muy bien ésta más madrugada que noche. De verdad, me alegro. Eres estupendo, mi querido futuro consuegro

Entonces le solté aquello sin siquiera proponérmelo. Me salió del alma, sin pensarlo, instintivamente, como si el subconsciente se hubiera liberado y campara por sus respetos.

  • ¡Gema, eres preciosa!

Ella lanzó su risa cantarina en auténticas carcajadas que llenaron de cascabeles el espacio que nos rodeaba antes de decir

  • ¡Huy, huy, huy, que mi futuro consuegro me está saliendo todo un conquistador de vetustas y venerables divorciadas!
  • De vetusta nada Gema, que estás en lo más espléndido de tu vida. No creo que nunca hayas estado tan bonita como ahora eres
  • No, si lo dicho, todo un conquistador me parece que eres. Anda Romeo, márchate o esta noche no duermo ni una hora
  • Quiero verte mañana
  • ¡Ya veremos, Romeo, ya veremos! ¡Que me parece que quieres ir demasiado deprisa!
  • Te llamaré mañana.
  • Si es tu gusto y quieres perder el tiempo…

Me besó de nuevo en las mejillas y salió corriendo hacia su casa. Yo volví a la mía, andando hasta que acerté a divisar un taxi libre que, lánguido por la hora y la somnolencia del taxista, avanzaba por una calle transversal a aquella por la que transitaba.

Aquella noche apenas si pude dormir. Dentro de mí flotaban como nubes de algodón livianas, gentiles, que me sumían en dulces sensaciones de amable felicidad. ¿Cuánto hacía que así no me sentía? Ni lo sabía. Milenios tal vez. De pronto, mi dulce Clara, la esposa que perdí, vino a mi memoria, nítida, como hacía tiempo que no la recordaba. Y  pregunté a ese recuerdo si le importaba que saliera con Gema. No recibí respuesta alguna, como es lógico, pues los recuerdos no nos suelen hablar ni responden a preguntas tontas y ñoñas. Pero yo estaba convencido de que no desaprobaba aquella amistad que tanto bien me estaba haciendo.

Apenas serían las ocho de la mañana cuando Gema respondió a mi llamada telefónica

  • ¿Dígaameee?
  • Hola Gema, buenos días. Soy yo, Antonio…
  • ¡Pero bueno nene! ¿Se puede saber a qué demonios me llamas a estas horas? ¿Es que no tienes horas mejores que la una de la madrugada o las ocho de la mañana, rico? ¡Te me estás convirtiendo en una plaga peor que la de la langosta!
  • Es que quería decirte que ya estoy aquí
  • ¡Ah, excelente noticia, realmente urgente! ¡Pues claro que estarás allí, en tu casa! O… ¿acabas de llegar ahora desde anoche? ¡Claro que sí!… ¡So golfo, so golfísimo, mal hombre!… ¡BARBA AZUL, COLECCIONISTA DE MUJERES!
  • No Gema, no… Ni hablar de eso… Anoche llegué a casa a los 45 minutos como mucho de dejarte. ¡TE LO JURO!... Es que… estoy aquí… enfrente de tu ventana, con el coche… Es que,… anoche no pude dormir, y… hoy… esta mañana… Pues pensé que… a lo mejor te venía bien que yo estuviera aquí, con el coche, por si prefirieras que te llevara a la oficina…
  • ¿Has hecho eso por mí? ¡Ay, que va a resultar que eres mi Caballero Andante, mi Lancelot, mi Amadís! En un segundo estoy abajo contigo Antonio, mi Caballero.

Más o menos fue así, pues apenas si transcurrirían diez minutos hasta que Gema llegó a mi lado y subimos los dos al coche, partiendo de inmediato hacia Callao, en cuya zona se encontraban las oficinas donde entonces ella trabajaba.

Tan pronto como puse el vehículo en marcha, le dije

  • Vamos a ver Gema, ¿A qué venía todo lo que me has dicho antes? ¡Porque me has puesto como un trapo en un segundo!
  • Bah, no me hagas caso… ¡Suelo tener mal genio por las mañanas!
  • Pero convendrás conmigo en que te “pasaste no sé cuántos pueblos”. Si hasta parecía que te incomodaba si me hubiera ido “de picos pardos” anoche, cuando te dejé, cosa que te juro que no hice.
  • ¡Pues sí que te lo tienes creído, rico! ¡A mí qué me va a importar lo que hagas o dejes de hacer en tus noches! En todo caso… Sentiría que te saque la pasta cualquier pelandusca por ahí… Pero por ti, no porque a mí personalmente me importe lo que quieras hacer. Con tu pan te lo comas… Desde luego… ¡Cómo sois los hombres, cómo os lo tenéis de creído! Que una, por pura piedad, se interesa en algo vuestro… Y ya dais por seguro que esa una está muertecita por vuestras entretelas… ¡Fatuos, que no sois más que eso, fatuos y presuntuosos!... ¡No tenéis remedio!

Guardamos silencio los dos unos momentos para volver a hablar Gema

  • No sabes el favor que me has hecho. Debí levantarme como siempre, a las siete, para llegar a tiempo a trabajar, pero no lo hice. Cuando me sonó el despertador no reuní las fuerzas necesarias para levantarme… ¡Es que anoche me hiciste polvo con sacarme de casa a esas horas! ¿Recuerdas la hora que era cuando me dejaste tranquila? ¡Casi las cuatro de la mañana, sátiro, desvergonzado!... ¡MAL HOMBRE!

Yo rompí a reír a carcajadas ante sus exabruptos…Pero ella volvió a la carga

  • ¡Eso, encima ríete! ¡Serás!… ¡Sí, MAL HOMBRE, DESCONSIDERADO!
  • ( Riendo todavía ) ¿De verdad piensas así? ¿Lamentas de verdad lo de anoche? ¿De verdad te arrepientes de que paseáramos hasta tan tarde?

Gema me sostuvo la mirada con esa suya que cada día o, mejor, cada minuto, me cautivaba más, mirada que en ese momento, sin duda alguna, me estaba sonriendo al igual que su rostro hacía. Sus labios se abrieron en franca y abierta sonrisa de manera que pareció que el mismo coche, el habitáculo que ambos ocupábamos, se iluminaba como antes no lo estuviera

  • No, Antonio. No lo lamento, y, mucho menos me arrepiento de haberlo hecho. Lo cierto es que me gustó mucho pasear contigo por ese marco tan bonito, arropados por aquellas plantas, aquellas flores que nos envolvían con su fragancia. Y más aún a esas horas, con todo en silencio, en calma… Sin las molestias del tráfico diurno… Solos los dos, tú y yo…

Su voz se detuvo de momento pero, dándome un suave cachete en el hombro, prosiguió.

  • ¡No faltaba más que esto, que yo me ponga “tonta” para que te acabes de hinchar como pavo real!

Reímos los dos a carcajada limpia durante unos minutos, pero poco después entrábamos en Callao. Fui aflojando la velocidad según nos acercábamos al aparcamiento subterráneo, para frenarle cuando ya estaba casi junto a la entrada del aparcamiento

  • ¿Has desayunado? ¿Quieres que tomemos algo antes de ir a la oficina?
  • No Antonio, gracias. Sólo suelo tomar un café con leche antes de salir de casa, y ya me lo tomé antes de bajar. ¿Nos vemos luego? Tengo jornada partida, por lo que hasta las siete al menos no estaré libre.
  • ¿No sales a comer?
  • Sí, pero sólo un momento. La vida moderna Antonio, El Américan Life Stile.
  • Pero algún tiempo tendrás para comer.
  • Sí, desde luego. Dos horitas tengo libres, de dos a cuatro de la tarde, para comer y lo que necesite hacer.
  • Podemos entonces quedar para comer juntos. Supongo que al menos media horita podrás reservarme.
  • No sé, no sé… ¿Te lo mereces?... Bueno… puede que sí… Algún premio merece el favor de haberme traído hasta aquí. Podemos quedar a las dos. ¿Dónde te parece?
  • Tú sabrás mejor dónde
  • Está bien. ¿Qué te parece la cafetería de El Corte Inglés? Allí suelo comer un plato rápido.
  • Pues muy bien. Allí te espero a las dos.

Con los ya casi obligados besitos en las mejillas nos despedimos allí mismo. Ella siguió hacia el edificio donde estaba su oficina y yo entré el coche al parking para dejarlo allí hasta tanto Gema saliera, luego, a las siete de la tarde.

En la cafetería del centro comercial tuve que esperar poco, pues Gema llegó a las dos casi en punto. Le pedí un Martini, bebida que yo estaba tomando y que ella quiso tomar también, y me dijo

  • Qué Antonio, ¿Has visto ya la carta?
  • No, porque no vamos a comer aquí
  • ¿No? Y ¿Dónde vamos a ir? Te advierto que esto es de lo mejor que por aquí se puede encontrar. Los demás “chiringos” de alrededor, la verdad, es que dejan bastante que desear.
  • Tengo reservada mesa en un restaurante de la calle Jacometrezo que no me ha parecido mal
  • ¡Hay hijo, pero es que en esos sitios te pueden sacar un ojo de la cara tan pronto te descuides!
  • Y qué más da. Un día es un día y hoy es el primer día que comeremos juntos
  • Pues nada chico. Va a ser tu cartera la perjudicada, pues te advierto que mi economía no está para esos lujos. ¡No soy más que una asalariada con el sueldo más justo que el biquini de la Claudia Schiffer! Ja, ja, ja.
  • ¡Por supuesto! ¿Por quién me tomas? ¡Yo todavía soy un caballero a la antigua usanza!
  • Ya. ¡Mi Caballero Andante! Ja, ja, ja.

La comida tuvo que transcurrir más rápidamente de lo que hubiera deseado, pero la verdad es que Gema tenía casi que el tiempo justo  y en estos restaurantes de cierto tono ya se sabe, el servicio normalmente se hace esperar, y como me empeñé en que tomáramos antes una entrada de jamón de la Alpujarra, regado con un buen vino de Jerez, pues la cosa del tiempo se nos complicó algo más.

A las siete estaba esperándola a la puerta del edificio de oficinas, como un jovenzuelo que acude a una cita. También ahora Gema fue la mar de puntual, y salimos de allí sin rumbo fijo.

Le propuse entrar a un cine, a la sesión de las 19,30, pero no le apeteció demasiado esa opción. Empezamos a andar, prácticamente paseando, a lo largo de la Gran Vía y en dirección a Plaza de España. Pasamos ante la cafetería Nebraska, cercana a Callao, y Gema mostró interés en recalar allí un rato.

Entramos, nos sentamos a una mesa y le propuse tomar algo de bollería para merendar, pero ella estaba aún con la comida casi en la garganta. La verdad es que había estado muy bien, algo alta de precio la cosa, como ya Gema me adelantara, pero buenas calidades de carne roja, un excelente Ribera del Duero y un servicio inmejorable… ¡Qué más pedir!

Por finales tomamos unos cócteles de champán exquisitos y, poco después de las ocho y media salíamos de la cafetería.

De nuevo la pregunta

  • Y ahora, ¿Qué te parece que hagamos?
  • Pues… la verdad que… ¿Qué te parecería que volviéramos allá, junto a mi casa y paseáramos de nuevo como anoche lo hicimos? ¡Anda mi caballero Andante, no seas malo! Me gustó tanto…
  • ¿Y qué Caballero Andante le niega nada a su Dama?
  • Ja, ja, ja… Con que… ¿Yo soy tu Dama? No, si ya verás… ¡Menudo conquistador me estás saliendo! Ja, ja, ja… Me parece que es a esto a lo te dedicas en tus ratos libres, entre cliente y cliente… ¿A cuántas inocentes divorciadas has conquistado desde que eres un señor viudo y de no muy mal ver?
  • No te lo creerás Gema, pero hace 22 años que no salgo con una chica. Eres la primera con que, digamos, que salgo
  • Gracias por lo de “chica”. Eso a estas alturas la rejuvenece a una… Aunque creo que a mí ya ni un escaparate de Cristian Dior me rejuvenece… ¡Si los cincuenta ya no los cumplo, que hace un año quedaron atrás!
  • Ni se te ocurra decir tales cosas. Que eres una mujer espléndida. Y muy, pero que muy especial.
  • ¿De verdad me ves así? De verdad Antonio, ¿No me encuentras vieja y gorda?
  • De eso nada. Lo dicho, estás espléndida. Además tu belleza es especial, pues no sólo la tienes en el rostro, en ese magnífico cuerpo que Dios te dio y los años, seguro, sólo han hecho que mejorar, sino que la llevas en el alma. Eres como un ángel, toda alegría, bondad y… Sobre todo simpatía…
  • Para, para, que me lo voy a creer. Aunque me parece que eres un mago diciendo mentiras agradables a mujeres que ya no pueden estar en “circulación”. Un maldito adulador… ¡A saber las intenciones que llevas tras esa labia de gitano canastero!… ¡Pues te advierto que conmigo te va a servir de poco!... Ja, ja, ja

Cogimos el coche en el parking y nos dirigimos  a su barrio donde, entre unas cosas y otras, llegamos ya pasadas las nueve y media de la noche.

Sí, de la noche, pues noche casi cerrada era ya. El paseo ese tan acogedor, como anoche, estaba casi desierto. Bueno, algunas parejas haciendo “de las suyas” por las sombras que las plantas y árboles les ofrecían celando sus “manejos” eróticos. De nuevo, como anoche, Gema se colgó de mi brazo y así, emparejados como la noche anterior, paseamos y paseamos, contándonos otras mil naderías sin importancia pero, estoy seguro de ello, muy a gusto los dos, tanto ella como yo, disfrutando de esta compañía que ahora nos hacíamos.

Entonces, entre nadería y nadería, me dijo muy seria

  • Sabes… Tampoco yo había salido con ningún “chico” como tú dices, desde mi divorcio. La verdad es que los hombres no me interesan lo más mínimo, pero tú, gitano ladrón, me caes bien. Eres muy divertido diciéndome todas esas mentiras de mí. Sí, Antonio, la mar de divertido, embustero, más que embustero… Pero… ¿Sabes? Me agrada mucho oírte esas mentiras.

Así se nos volvieron a hacer las tantas, pues era ya pasada la una de la madrugada cuando ella me dijo

  • Toñico, estoy muerta, muerta de cansancio y de sueño. ¿Te parece que lo dejemos para mañana?

Por mí, como es natural, no hubo el menor inconveniente. Iba ya a marcharme cuando dijo Gema

  • Antonio, ni tú ni yo hemos cenado aún. Subes a casa que preparé algo
  • Esto… ¿No será inconveniente que suba… a estas horas?
  • ¡Si serás antiguo, por Dios! ¡Que una divorciada invite a un señor a su casa, hoy día es lo más normal! Además, ¿Qué te crees? Merluzo, más que merluzo ¿Qué la hija de mi madre se iba a dejar seducir por un D. Juan de vía estrecha como tú? ¡Ni lo pienses! Además, aún no he arreado ningún rodillazo en el escroto a un tío, pero para todo hay una primera vez. Intenta cualquier marranada y el rodillazo te lo llevas, seguro.
  • Pero… ¿Qué dirá tu hija?
  • Hay, hombre de Dios, que además de antiguo eres de un inocente que tira de espaldas. A estas horas seguro que mi niña no está en casa, sino con tu niño. Y, ¿Qué te crees que están haciendo? ¡Darse el “lote” merluzo, más que merluzo!. O, tal vez, estén en casa de tu vástago haciendo “cosas feas”, como en nuestros tiempos se decía. Venga y tira para arriba, inocente merluzo
  • Oye, ¿Vamos a empezar otra vez con los “piropos”
  • Hay hijo, no te equivoques. Por llevarme esta mañana al trabajo firmé una tregua que hace hora y media más o menos expiró. Luego si no quieres aguantar los “piropos”, pues no vuelvas a salir conmigo
  • De eso nada Gema. Prefiero los “piropos” a no salir más con mi Dama, cual corresponde a un verdadero Caballero Andante.
  • No, si labia no te falta rico

Como no podía ser de otra forma, Gema preparó una cena de urgencia: Huevos fritos con algunas patatas y ensalada a voluntad. Entre cenar y charlar un poco se nos fue casi una hora. La ayudé a recoger la mesa de la cocina donde cenáramos como también a secar los platos y la sartén utilizados según ella los fregaba, y después me puso de patitas en la calle mientras me espetaba

  • Si se te ocurre llamarme mañana antes de las doce… ¡Te capo, tío!

Con esa tan característica risa suya, me cerró la puerta más que en las narices en plenas espaldas.

Seguimos juntos tanto el sábado como el domingo que le siguió. Incluso el lunes me presenté en el portal del edificio de oficinas que ubicaba la suya y la llamé al móvil, cuyo número ya me había dado. Comimos juntos, esta vez en la cafetería de ese conocido centro comercial, pues no hubo forma de ir a ningún sitio mejor: Ya me amenazó, por teléfono, con dejarme “plantado” si se me ocurría repetir la “encerrona” del viernes. Y después toda la tarde, desde las siete de la tarde a las dos de la madrugada, en que nos despedimos.

El martes de nuevo me puse en marcha, de nuevo en ruta, a visitar clientes y conseguir pedidos, pero desde entonces no aguantaba más de diez o doce días de viaje, por lo que un viernes sí y otro no, como mucho, salía para Madrid tan pronto daba por terminado el trabajo del día, es decir, cuando terminaba con ese típico último cliente del día, para estar con Gema. Era superior a mis fuerzas, no lo podía remediar. Pero todavía no me atrevía a encararme con la causa de ese no poder pasar más días sin ver a esa mujer.

Nuestras salidas ya no se limitaban a pasear, merendar algún que otro día o salir a comer algunas veces, sino que incorporamos las sesiones de cine y las salidas nocturnas a cenar y bailar. Pero todo ello dentro de la mayor castidad que imaginarse pueda. Nos comportábamos, simplemente, como dos amigos que se llevan muy bien Eso sí, cada noche nos despedíamos a la puerta de su casa non los dos castos ósculos en las mejillas y cada mochuelo a su olivo después. Esto no quiere que alguna noche no subiera también a cenar, pero esto sólo pasaba en las ocasiones en que en la cena también participaban tanto su hija como mi retoño para, no más acabar la cena y la ligera sobremesa que, a veces, la seguía salir pitando de aquella casa para nuestros respectivos domicilios.

Lógicamente esta asiduidad en nuestras salidas no pasó desapercibida para los dos novios, su hija y me hijo, que pronto nos empezaron a gastar bromas, que a mí me hacían rabiar pero que a Gema le provocaban risa y, con más frecuencia de lo que a mí me gustaba, hasta gastarme también ella alguna bromita que otra. La “guinda del pastel” era cuando más melosa que conciliadora, me atrapaba entre sus brazos casi enroscados a mi cuello y me decía mientras me arrimaba su maravilloso cuerpo de mujer madura pero muy, muy deseable al mío cual verdadera lapa, en especial sus deliciosos senos

  • ¡Anda mi Sir Lancelot, no te enfurruñes por esas tonterías! ¿No ves que eso es lo que buscan, precisamente, los descarados de nuestros hijos, el tuyo y la mía? ¡Les encanta hacerte rabiar!

Porque para esas alturas yo ya hacía algún tiempo que había dejado de mirar a ese esplendor de mujer con los castos ojos de un principio y, cuando la tenía cerca de mí, cuando desenfadadamente se me colgaba del brazo acercando ese divino cuerpo suyo al mío, la sangra, francamente, se me aceleraba a niveles largamente olvidados. A veces me preguntaba: “¿Estoy enamorado de Gema, la que será mi consuegra?” Y no me atrevía a responderme nada de nada, más que por mí porque estaba seguro de que a ella, bajo ese aspecto, no le interesaba nada. De que me apreciaba como amigo, de que así hasta me quería sinceramente y de que mi compañía le apetecía de verdad, no me cabía duda alguna, pero de ahí en adelante… Francamente no esperaba nada. Y, en consecuencia, ni pensar en ello quería, pues su rechazo podría ser la pérdida de su confianza conmigo, cosa a la que en modo alguno estaba dispuesto

Pero, como decía, cuando sentía su cuerpo tan pegado al mío, cuando notaba las piedras preciosas del vértice de sus senos casi que clavarse en mi torso, “eso” que creía antes muerto que dormido durante más de veinte años, resucitaba con un vigor y brío sensacionales y yo, entonces, deseaba que la tierra me tragara pues era imposible que ella no se apercibiera de ese ariete que atacaba sin piedad su bajo vientre… ¡Pero la muy puñetera de Gema, ni darse por enterada de mis bríos! Antes bien… ¡Se me apretaba todavía más! Y claro, yo ya no sabía ni qué hacer, ni dónde esconderme… Vamos, que esos momentos, en sí divinos y memorables, a un tiempo se convertían para mí en una increíble tortura, tortura que a ella diría le encantaba. Notarme “así” estoy seguro de que le divertía, y no digamos cuando me sentía tan descolocado, aunque creo que mejor sería decir que hecho un pelele sin ánimos ni voluntad que me valiera, la muy... ¡Ni decir quiero qué!

Bueno, pues como digo, a los “nenitos” no se les ocurría cosa mejor que llamarnos “Los Amantes de Teruel, tonta ella y tonto él”. Pero el acabose de mi mal humor era cuando, con la mayor desvergüenza, no decían muertos de risa

  • ¡A ver si os dais prisa, que ya no estáis para demasiados trotes vosotros, y nos gustaría a los dos tener un hermanito! De padre o de madre, respectivamente

Decía el cara dura de mi hijo, pero la hija de Gema remachaba

  • ¡Pareces tonto Antoñito! ¿No ves que ya se les “pasó el arroz”. Son ya un par de vejestorios incapaces ya de tales heroicidades!...

Entonces mi cabreo llegaba al pináculo de su furor y arrojaba hasta sapos y culebras por la boca, y entonces era cuando Gema se me ponía tan mimosa, arreándome unos repasos de “bajuras” y de lo que quedaba algo más arriba de las “bajuras” que eran mi gloria y mi infierno al mismo tiempo.

¿Será desvelar un misterio decir que los viajes a Madrid  un viernes sí otro no, pronto se trocaron en un viernes sí y el otro otra vez sí? No, ¿Verdad? Pues eso, que a los tres meses casi escasos de mantener esta peculiar relación con la que para mí era ya insustituible, aunque siguiera sin plantearme profundizar el lo que para mí esa mujer significaba en realidad, empecé a emprender la marcha a Madrid tan pronto como acababa de trabajar con el último cliente del día. Incluso empecé a abreviar el trabajo de última hora. Casi se acabó por hacérseme habitual dar por concluido el día cuando el comercio de la plaza cerraba sus puertas. Como de todas formas eso de cerrar el día con el mejor cliente era más habitual en plazas de cierta importancia, lo normal era que esas plazas quedaran a medias el viernes a la noche debiendo pues volver a esa misma plaza la semana siguiente, a esos comerciantes más interesantes los dejaba para atenderles en esa semana, con lo que apenas si me causaba perjuicio económico eso de suspender semanalmente la ruta, a no ser por el excesivo gasto de gasolina que tal cosa implica, pues  ya no solía quedarme los lunes en casa, volviendo normalmente al trabajo el propio lunes siguiente al fin de semana pasado en Madrid.

Si no estaba lejos de Madrid, a 250/300 Km como mucho, al regresar lo hacía directamente a casa de Gema, a la que al llegar llamaba por el móvil, pes ella, avisada por mí al ir a iniciar la vuelta a Madrid, me esperaba levantada y al momento la tenía a mi lado, tan deseable como siempre últimamente la veía.

En una de esas noches-madrugadas nada más llegar yo a su lado, al principio de nuestro usual paseo entre aquellos parterres que adornaban los alrededores de su edificio, con viviendas como cajas de cerillas, le digo

  • Gema… ¿Tú crees en las vidas vividas en otra dimensión? Vidas paralelas a la que en esta nuestra dimensión vivimos.
  • ¡No me negarás que andas un poco locuelo, mi Sir Láncelot! ¡Pues claro que no! Yo sólo vivo y he vivido una vida, la que ahora mismo vivimos tú y yo. ¿A qué esa locura que de pronto te ha entrado?
  • Verás, eso también pienso yo, pero últimamente… No sé… Me ocurre… Me parece… ¡Como si ya te conociera! ¡Como si antes ya hubiera estado contigo! Y… Eso no puede ser… Así que llevo unos días intrigado con eso. ¡Y la única explicación que le encuentro es esa, la de los mundos paralelos, una teoría que, de todas formas, me parece un come-cocos con aspiraciones de saca-cuartos
  • Pues yo no he vivido ninguna otra vida, sólo ésta, la que ahora mismo comparto contigo.

Me sorprendió el tono seco casi cortante que sonó al hablar ella. Pero enseguida toda esa inútil disquisición quedó olvidada, mientras seguíamos el sempiterno paseo nocturno al amor de los parterres que adorna a todo lo largo el recoleto pero bellísimo paseo que circunda las edificios de apartamentos donde madre e hija viven.

Pero la cosa fue que, desde mi metedura de pata con lo de los mundos y vidas paralelas, varió bastante: Gema se tornó desde entonces más seria, hasta casi taciturna podría decirse, pues comenzó a responder a mis fruslerías con casi sólo monosílabos. Cambio que, por cierto, no acertaba a explicarme; pues vale que yo saliera con una majadería, pero de ahí a…  Y no era que ella se mantuviera en un plan de, digamos, mínima hostilidad hacia mí desde esa metedura de pata; no, ni mucho menos, pues aunque casi que de inmediato a esa reacción un tanto negativa y desproporcionada suya desprendiera su brazo del mío, enseguida se volvió a colgar de mí. Incluso hubo como un incremento de ternura o… De no sé qué cuando volvió a colgarse de mi brazo, pues fui absolutamente consciente de cómo en ese instante su mano se apoyó en mi brazo, apretándolo con todo cariño y, sin duda alguna, ciñó mucho más su cuerpo al mío, haciendo incluso algo que nunca hasta ese momento hiciera: Pasar su brazo por detrás de mi cintura, en un amago de abrazo que, a mi parecer del momento, era más de enamorada que de amiga. Pero lo dicho, desde ese momento, aún más cerca de mí, y de forma que me parecía más espiritual que física, se sumió en mutismos casi que únicamente rotos para responder con algún que otro monosílabo a mi más insulsa charla que nunca desde entonces, pues quedé como aquel que dice sin saber ni qué decir. Por eso, cuando menos de una hora más tarde dijo que por esa noche ya estaba bien, que empezaba a estar cansada y con sueño, casi me alegré, pues cargar con todo el peso de una conversación más bien totalmente forzada y sin, además, saber ni qué decir, es uno de los ratos más desagradables que uno pueda pasar. Se despidió de mí como acostumbraba, con el ya clásico besito en la mejilla y emprendió el camino hacia su casa. Pero al poco de separarse de mí, cuando como regularmente hacía observaba cómo se alejaba de mí hasta desaparecer dentro del portal de su casa para emprender entonces el regreso, o la marche a la mía si antes no había aún pasado por ella, Gema se detuvo y se volvió hacia mí para decirme

  • Antonio cariño ( ¡Dios, era la primera vez que me llamaba así! ) quiero pedirte un favor: Deseo que mañana por la tarde, no por la noche, fuéramos a bailar a un sitio.
  • Lo que tú quieras… ¡CARIÑO! ( Ella sonrió, diría que hasta en forma aún más encantadora que de costumbre ante el énfasis que di a la voz al dedicarle el cumplido ). ¿Dónde quieres que vayamos?
  • ¡A Pasapoga!

Esta decisión me dejó suspenso, alucinado más que sorprendido. ¿Estará en sus cabales esta mujer ante tamaña extravagancia, pues… ¡A ver quién se arrimaba por allí en las fechas que ya vivíamos! Cierto que en tiempos bastante pretéritos, por los años cuarenta y mediados de los sesenta, Pasapoga fue el mejor Music Hall de España y de los más conocidos del mundo, pero en la actualidad sólo triste historia de lo que fue y más propicio el lugar para la piqueta del derribo que para cualquier otra cosa. Pero en fin, le respondí

  • ¡Pues vaya un capricho más raro! ¡Si eso está ya más muerto que Alfonso XII! Pero, en fin, si así lo quieres… Pero, digo yo, que hay otros sitios, otras salas bastante más interesantes que esa… Mas, ya te digo, Gema, si ese es tu gusto…
  • Sí Antonio, cariño, mi Sir Láncelot, eso es lo que quiero: Que bailemos mañana por la tarde en Pasapoga… ¡Es un capricho mío que, por favor, quiero que me des!
  • Pues no hablemos más. ¡Mañana por la tarde en Pasapoga!

Más confuso que nunca regresé esa madrugada a casa. ¿Qué mosca habrá picado a esta mujer para tener ese antojo tan extravagante, tan increíble? Cada vez entiendo menos a esta chica, algo metidita en años pero que me tiene… Y esa extraña afabilidad de esta noche, al propio tiempo que su evidente despego hacia mí. Por primera vez en nuestra corta relación la había sentido más cerca de mí que nunca, al tiempo que también más lejana… ¡Quién entiende a las mujeres! ¡Son seres extraños, lo más entrañable del mundo, lo más adorable pueden ser a la vez que lo más desconcertante, y a la vista lo tenía!...

Al otro día, sábado, como cada uno de las últimas semanas, estaba a la puerta de su casa hacia la una del medio día, dispuesto a llevarla a comer. Y nueva sorpresa: En forma alguna consintió salir conmigo antes de las primeras horas de la tarde, insistiendo en que la llamara al portero automático a las cuatro y media, que antes no quería ni verme. Y ahora fue cuando ya sí que no podía entender nada, pero lo que se dice nada de nada.

  • ¡Pero a qué juegas Gema, ¿A que somos un par de jovencitos de los años 60, cuando los chicos acudían a la puerta de las chicas a recogerlas para el guateque, con mil y una precauciones para que el padre de la chavala no les sorprenda con su niña?
  • Pues ahora que lo dices… ¡A lo mejor! Así que, si quieres que siga saliendo contigo… ¡A “tragar” tocan!

Y qué remedio me quedó más que ese: ¡”Tragar”! En fin, que me tuve que largar con el rabo entre las piernas ( En el buen sentido lo de “rabo” he, que conste… ¡Que a veces hay gente la mar de mal pensada! ) y rumiando un montón de retorcidas venganzas, pues éstas son platos para tomarlos en frío, pero a comer solito y esperar horas desesperantes hasta que se acercaron las 16,30, hora a la que, cual el tradicional corderito, estaba a la puerta de Gema. Como por entonces, los años 60, solía suceder, Gema bajó con casi media hora de retraso, pero la espera mereció la pena, pues ella apareció más seductora que nunca, con aquel vestidito primaveral en rayón estampado en flores de diverso tono y colorido, azul, verde, rojo, blanco, amarillo, todo ello sobre un fondo de intenso color rojo fuego. La verdad es que más preciosa no podía estar.

Tras dejar el coche en el aparcamiento próximo a Callao nos zambullimos en esa sala hoy día desangelada pero que en sus tiempos fuera de gran importancia, tan recordada, incluso añorada por muchas personas de cabellos cargados de canas como yo mismo, aunque no recordaba haber estado allí antes, por lo que todo lo miraba con enorme curiosidad.

En aquello que al día actual era más antro de prostitutas que otra cosa, pues las parejas que podríamos llamar normales éramos tan poquitas que por eso precisamente creo que llamábamos la atención, aún quedaban vestigios de su antigua magnificencia en la decoración: Una mezcla de barroco y neoclásico con mármoles, espejos, arañas cargadas de luces colgando desde el techo, pinturas en paredes y techos, imitando frescos antiguos, columnas, estatuas… Algo de verdad esplendoroso, que hacía pensar, imaginar más bien, aquellos viejos tiempos de magnificencia no sólo nacional sino que, en muchos sentidos, internacional, pues por aquí se pudieron ver figuras como el gran Gary Cooper, Ava Gardner u Orson Welles o toreros como Luis Miguel Dominguín. Donde actuaron estrellas como Antonio Machín, incluso aquel inmortal Frank Sinatra en uno de sus mejores momentos artísticos, “La Voz” por excelencia del mundo del espectáculo internacional. Pero que, al ver su actual estado de degradación social de la clientela, también causaba daño. Era como una imagen de lo que es la vida en sí: Al apogeo de la juventud sucede la fatal decadencia de la vejez y la destrucción final de todo organismo biológico. La ley inexorable de la vida: Todo lo nacido, algún día, antes o después, debe morir.

Pero en esta otra ocasión el espectáculo que la sala ofrecería corría a cargo de un par de “señoritas”, casi, casi del tipo que Joaquín Sabina llama en una canción “Cenicientas de saldo y esquina” y un musculoso amén de “moreno” “boy”, de esa morenez que más bien es propia de los territorios africanos que quedan, más o menos, un tanto por debajo del desierto del Sahara. En los carteles anunciadores, las “señoritas” prometían generosas zonas pectorales y de por allá algo más abajo, más o menos por donde la espalda pierde ese nombre. El “boy”, a su vez y en el papel impreso, presumía de una impresionante región de “bajos”, que a más de un “siete machos” y a más de dos y hasta de tres y quién sabe si cuatro, pondría verdes de envidia.

Pero con penetrar en Pasapoga no se acabaron las sorpresas y pérdida de papeles por mi parte, pues Gema tampoco quiso quedarse en esa parte que, dentro de lo que cabe, podríamos llamar noble que era la pista central, en la planta baja. No, ella se empeñó en subir a las alturas, al segundo anfiteatro pues tampoco el primero le valía. Allí, donde un par de mesas eran ocupadas por clientes más o menos normales, aunque con una pinta de “ligones de playa” y “musculitos” prestados en gimnasios por esteroides anabolizantes,  impresionante junto a “damiselas” que bastante a las claras demostraban su predilección por este tipo de ejemplares masculinos, más unos cuantos “clientes”, “luchando” a brazo partido con su correspondiente prostituta, ajenos, claro está, a cuanto no fuere la “faena” a la que tan entusiásticamente se aplicaban.

Al llegar allí, me sentó ella a una mesa y, al camarero que enseguida apareció a nuestro lado casi que por ensalmo le encargamos dos limones cargaditos con unos chorritos de ginebra, que minutos después estaban sobre nuestra mesa. Bebimos unos sorbitos y Gema me arrastró hasta una especie de claro que se abría entre las mesas casi desiertas del anfiteatro y empezamos a bailar. Para mi sorpresa, Gema se mostró mucho más “amable” que de costumbre: Como hiciera cuando en su casa me enrabietaba con las “bromitas” de nuestros vástagos, pero ahora sin las “carabinas” que nuestros propios hijos constituían, sino que allí, solos los dos y en un ambiente que a lo que menos animaba era a la relación platónica entre ella y yo, Gema me echó los brazos al cuello en franco abrazo y no es que se arrimara a mí, sino que literalmente se aplastó contra mi ser, juntando además su carita, su mejilla a la mía, como al menos antes bailaban los enamorados. Y qué iba a hacer yo más que enlazarla fuertemente por la cintura, pegarme a ella cuanto podía y más que bailar disfrutar de unos minutos en el paraíso de los más románticos goces. Pasaron así unos minutos, y en mi mente brotó un verdadero ensueño. Me separé un tanto de ella, buscando con mis ojos los de ella: Los encontré mirando los míos con un destello innegablemente burlón, como si dijera “¡Ahora te enteras!”. Y sí, ahora me enteraba, y me daba cuenta del porqué de tantas y tantas cosas inexplicables para mí en estos meses de salir con ella. Así, con mis ojos puestos, fija e insistentemente en los suyos empecé a hablarle

  • Gema, acabo de recordar que esta no es la primera vez que entro en este lugar. Ya estuve aquí hace mucho, muchísimo tiempo…
  • Exactamente una tarde de domingo de Marzo de 1966 Antonio…

Guardé silencio unos minutos al escucharla. La seguía mirando a los ojos, que apenas si variaran su destello burlón, tal vez también ahora velados por una leve sombra de tristeza. Al cabo de esos minutos volví a hablar

  • ¡No puede ser, no puedes ser…
  • ¿Quién no puedo ser? ¿La chica que hace… ? ¿Cuánto tiempo Antonio?
  • Veintisiete años
  • Sí, veintisiete años. Veintisiete años desde que una tarde de domingo de 1966 estuvo bailando contigo aquí, en este mismo anfiteatro. Cuando Marisa, mi hija, os trajo a su novio, tu hijo, y a ti a casa, creí alucinar al verte, pues al momento te reconocí, reconocí al hombre del que me enamoré, de una vez y para siempre, una mañana de domingo de Marzo de 1966, cuando me lo presentó mi prima María Angeles como un amigo de su novio. Pero de inmediato supe que tú a mí no me reconocías, que ni te acordabas de mí. Que habías olvidado aquella tarde de domingo en que bailamos como ahora lo he hecho otra vez contigo, sólo que entonces estaba mucho más entregada a ti que ahora.
  • No sé ni qué decirte Gema…
  • No tienes que decirme nada. ¿Por qué deberías de hacerlo? No había, realmente, nada entre los dos. Salimos los cuatro. Tu amigo y tú. Mi prima y yo unas semanas. Las recuerdo bien, Antonio: Cinco sábados y cinco domingos exactamente… Y luego desapareciste, sin explicación alguna. Y repito, ¿Por qué tendrías que explicarme nada, decirme nada? No éramos más que amigos de cinco semanas, de diez días de salir y no solos, sino con otras dos personas. Nada había entre nosotros, salvo mi amor por ti.
  • No Gema, no me hables así. Creo que también yo me enamoré de ti aquel domingo. Pero mi amigo Carlos, que ese era entonces el novio de tu prima, me salió el último sábado que vine para estar contigo con una embajada de tu prima, diciéndome que lo mejor era que dejara de venir a verte. Me habló de que lo que hacía no estaba bien con Clara, la novia que tenía desde hacía tres años. Y que tampoco estaba bien lo que hacía contigo. Creí que también tú habías tenido parte en la embajada de mi amigo… Y decidí volver aquella misma tarde al lugar desde el cual venía, para empezar a trabajar normalmente el lunes. Sí, me casé con Clara cuatro meses después y pronto saliste de mi mente y mis sentimientos. Pero ahora recuerdo perfectamente cómo volví aquel sábado a la carretera. Me había enamorado de verdad de ti y, te lo juro, estaba decidido a romper con mi novia para casarme contigo. Esa semana, la sexta que hubiera pasado contigo, venía para decirte también que la siguiente semana no podría venir a verte. No quería decírtelo antes de hacerlo, pero mi intención era irme el sábado siguiente a ver a Clara, que para mí ya había dejado de ser mi novia, romper con ella cara a cara, no por carta, y ese mismo sábado estar de vuelta en Madrid para decírtelo, decirte que ya no había novia ninguna en mi vida y pedirte que lo fueras tú desde ese día y que te casaras conmigo cuanto antes, antes de que el año finalizara. Pero no pudo ser. Creí que tú no querías seguir viéndote conmigo, y me marché.
  • Sé que tu amigo te pidió que desistieras de volver para verme. Pero todo fue liado por ella, que no veía bien lo que hacías. Estaba segura de que tú lo único que buscabas era divertirte un poco conmigo… “Sacar” lo que pudieras y “si te vi, ni me acuerdo”. Pero yo no tuve nada que ver en eso. Yo te quería y estaba convencida de que dejarías a tu novia para amarme a mí, pues creía que también tú me querías. ¿Es que no te diste cuenta que yo me consideraba novia tuya, la de verdad, la definitiva, la que por fin te llevaría al altar? Sí Antonio, así era. Y mira, sé que también tú me considerabas así. De tu boda supe por mi prima, por María Angeles, que me presentó como prueba irrefutable de que sus temores respecto a ti eran irrefutables. También me contó que te mandó a su novio para espantarte de mí, diciendo que de menuda me libró ella con eso. Por ello estuve un tiempo sin hablarme con ella. ¿Sabes que cuando supe que en unos días te casabas estuve a punto de meterme a monja? Sí Antonio, pensé que la vida en el Mundo, como entonces decíamos a la vida fuera de un convento o del sacerdocio, para mí había concluido. Pensé que los hombres para mí habían dejado de existir. Pero acabé aceptando a un chico que llevaba ya un tiempo detrás de mí y eso fue un tiro que me salió por la culata, pues ni le quería ni le quise nunca, incluso pronto se me hizo insoportable. Pero estaba rabiosa contigo y el despecho hacia ti me cegó y me casé con él.
  • Te quiero Gema
  • Eso también lo sé, merluzo mío. Por cierto, que no sé a qué esperas para comerte esta boquita que está hambrienta por comerse la tuya.

Y no tuvo que esperar nada de nada para que nuestras bocas se unieran en una deliciosa orgía antropófaga en la que los dos pusimos el alma y la vida misma. Entonces, cuando mas pegados estábamos los dos y nuestras manos buscaban todo aquello que del cuerpo del otro más les apetecía, Gema susurró a mi oído

  • Merlucito mío, o me llevas ahorita mismo a casa y nos metemos en la cama o te violo aquí mismo dentro de un segundo
  • ¿Y si los chicos están en tu casa?
  • Pues nada merlucito, que se enterarán de que sus respectivos papá y mamá también saben hacer no ya cosas feas, sino que feísimas.

Tan pronto llegamos a su casa salimos disparados hacia su dormitorio, arrancándonos mutuamente la ropa que llevábamos desde el momento mismo en que dejamos el coche hasta que entramos al dormitorio.

Entonces a mí no me quedaba más que el calzoncillo y a Gema las bragas. Nos deshicimos de ambas prendas, quedándonos ambos tal y como nuestras madres nos trajeran al mundo. El espectáculo que Gema me dio entonces de su cuerpo era inenarrable: Era aquello mucho más hermoso y deseable de lo que pudiera yo imaginar en mis más eróticos sueños. Cuando quedamos ambos totalmente desnudos, ella se acercó a mí, puesto, esperándola, junto a la cama, pasa a paso, cual felino que se dispone a saltar sobre una presa. Y cuando llegó hasta mí, de un ligero empujón me tendió sobre la cama para, a continuación, saltar encima de mí mientras decía

  • Merlucito mío, ¡Hoy te vas a enterar, de verdad, de lo que vale un peine!

Y… ¡Vaya si me enteré! Ese día, esa noche, y cuantos días y noches le siguieron hasta hoy en día. pues resultó que Gema y yo nos casamos antes incluso que los chicos, que fueron madrina y padrino en la boda civil de sus respectivos padre y madre.

F I N