El frío aire
Aquella noche intenté averiguar algo más de ellos. Me sumergí en las entrañas de la noche y seguí los pasos de una mujer, la prostituta Claudia.
El frío aire de la noche urbana lleva consigo miles de fragmentos de olores humanos.
Son como trozos de papel que revolotean sin cesar a mi alrededor. Trozos de papel que llevan escritos una pequeña parte de lo que la persona sentía en ese momento. Si te concentras en uno, descubrirás una historia única, un acontecimiento que hizo que esa persona liberase un cierto olor que habla sobre lo que sintió su cuerpo y su mente en ese preciso momento. No es difícil buscar entre la marea de olores el siguiente fragmento de papel de esa persona. O el precedente. Buscar esos diminutos trozos de papel que revolotean y quedan suspendidos exige una concentración especial.
Imagínate buscar entre un mar de diminutas bolas de colores únicos una en concreto, una de un color específico en la superficie. Cuando la has encontrado y obtienes una parte de la vida de aquella persona en un momento concreto, te sumerges en el mar de bolitas buscando la siguiente. Y luego la siguiente. Y así sin poder detenerte, dejando que el ansia de conocer el rastro vivencial de esa persona se revele ante ti como si fuese un libro abierto, juntando todos los trocitos de olor que componen su existencia.
El rastro de la joven prostituta llamada Claudia me tenía obsesionado esa noche. Era noche de caza, de alimento, de pasión. El aire me mostraba miles y miles de vidas, de rostros, de cuerpos, de sensaciones. Pero yo solo buscaba las que Claudia había depositado, dejándolas tras de sí sin darse cuenta, allá donde su cuerpo había estado, donde su piel había entrado en contacto con otra piel —fundiéndose las bolitas—. Las sensaciones que había experimentado la puta me eran reveladas sin atisbo de duda. Eran reales, eran ciertas, independientemente de lo que la mujer hubiese expresado con su voz falseada o su rostro frío.
Quería saber más de ella. Retener todo lo que había vivido y experimentado esa noche.
Disfruté con la zozobra de un adolescente virgen cuyo olor se me antojaba trémulo ante el rápido orgasmo. Eyaculó dentro del condón que cubría su polla, alojado en el coño de Claudia. Ella disfrutó con el polvo pero no se corrió. Los trocitos de papel que encontré en el coche del chico aparcado frente a su casa hablaban de embelesamiento masculino, de adoración por el cuerpo de Claudia. La mujer sintió verdadero placer y, durante unos segundos, aborreció su profesión y deseó ser la novia del chico y llevar una vida normal, una vida de Pretty Woman de clase media. Un fuerte olor de algo parecido al amor, más cerca de la comprensión y la empatía que del mero placer sexual, inundó el cuerpo de Claudia cuando el chico se disculpó por haberse corrido tan pronto. Claudia sonrió y acarició el rostro del joven, inundándose su mente de fantasías donde ella trabajaba de día y su vida nada tenía que ver con el sexo pagado y la asquerosidad que sentía por sí misma y su cuerpo en venta. Salió del coche y se detuvo unos instantes sobre el capó, indecisa ante lo que podría decirle al chico que ya se vestía dispuesto a marcharse. Él la vio y también deseó manifestarla lo agradable que había sido tener su cuerpo junto al suyo. Pero ambos decidieron que sus vidas debían seguir estando separadas.
Salí del coche y me dejé llevar por el viento en busca de los pasos que Claudia dio esa noche, en busca de los trocitos de papel dispersos en el aire.
Volvió a la esquina de las calles donde se solía apostar. El desagradable olor de los sentimientos de sus compañeras al verla aparecer y temer por el éxito de ellas esa noche apareció alto y claro. Sus compañeras de esquina detestaban su cuerpo joven y su cara bella. Odiaban a la nueva prostituta, odiaban a Claudia con todo su ser. Sus andares provocadores y su sonrisa insinuante. Sus pechos turgentes, sus piernas largas y esbeltas. Todo en la nueva les desagradaba. Percibí la envidia que provocaba Claudia en ellas. Un nuevo coche se detuvo ante el grupo y, nuevamente, fue Claudia quien entró dentro cuando el cliente la eligió. Las demás, cuando mi puta se marchó, escupieron sobre su sombra y clamaron venganza ante una afrenta a la que no podían responder. Los clientes preferían a Claudia por su cuerpo joven y ellas se tragarían a babosos puteros, de ademanes hoscos y rudos y de poco dinero.
Dejé a las compañeras de esquina y seguí el rastro de bolitas de colores que los dos ocupantes del vehículo dejaron a su paso. Él era un maduro ejecutivo; su mujer y sus hijos acababan de marchar de vacaciones y le apetecía follarse un coño joven, sin los preámbulos de una conquista amorosa, directamente al sexo. Acabé mi búsqueda en una casa situada en el extrarradio, una urbanización pudiente. El generoso pago fue por adelantado, la sensación de estar más cerca de una salida de su profesión se manifestó claramente en el cuerpo de Claudia al contar el dinero. Él la conminó a entrar en casa con rapidez, para evitar ser vistos por los vecinos. Ella se sintió como una ramera asquerosa, incapaz de poder mostrarse a la vista de los demás. Entré en la casa por debajo de la puerta. El ejecutivo la obligó a desnudarse en el pasillo de la vivienda. Manoseó sus pechos haciéndola daño pero ella forzó una sonrisa de placer desmintiendo lo que sentía. El tipo la mordió con saña en el coño y ella gritó cuando él la arrancó mechones de vello púbico con los dientes. La obligó a colocarse a cuatro patas y un miembro enfundado en látex transparente penetró su coño previamente lubricado con gel. Aguantó las arremetidas que el animal la provocó en su interior. Ni todo el lubricante del bote la haría olvidar lo humillada que se sentía al sentirse desgarrada por dentro. Volvió a recordar el polvo del adolescente, donde se excitó ante la tierna inexperiencia del chico. El ejecutivo la sodomizó luego. Ella chilló dolorida sin dilatamiento previo de su conducto anal. El miembro destrozándola el culo la hizo comprender que no era más que una vulgar puta de corta edad sometida a los caprichos de clientes tarados que compraban su cuerpo como quien compra pan en un supermercado. Contuvo sus ganas de llorar y suplicar que parara pero luego pensó que cada desgarro anal la llevaba más cerca de la salida de esa vida. El tipo la devolvió a su esquina cuando terminaron. Claudia forzó una sonrisa de despedida mientras sentía el culo arder con mil soles en su interior.
Sus compañeras no mostraron ninguna solidaridad cuando la vieron acurrucarse en un rincón, llorando amargamente y maldiciendo su condición. Solo la dedicaron una arenga de palabras vacías de ánimo y consuelo que ya nada desmentían el odio que sentían por ella. Claudia se sintió sola y abandonada, con su bolso más lleno de dinero, pero con su autoestima y cuerpo marcados de por vida. Maldijo el haberse convertido en un mero trozo de carne que nadie se molestaba en valorar más allá de las formas.
El nuevo cliente fue un camionero que se deshizo en insultos hacia el grupo de putas, sin encontrar nada en las mujeres ajadas y encorvadas que se le insinuaban. Cuando Claudia asomó de su rincón, forzándose a mantener el cuerpo derecho y mostrar una sonrisa ya desprovista de color, el camionero silbó admirado. Claudia subió a la cabina del vehículo mientras sus compañeras bramaban insultos certeros sobre ella. Ya no se contenían en sus palabras y la amenazaban mientras ella discutía el precio con el camionero.
Seguí al camión hasta un área de descanso. El tufo del conductor, un padre de familia muy lejana, a varias ciudades de distancia, hablaba de un hombre solitario y callado. Violento por naturaleza, lo demostró al cruzar la cara de Claudia cuando ella protestó por lo alejado a donde iban. Exigió el pago por adelantado y se ganó un golpe en una teta que la dejó doblada sobre el asiento. El camionero, cuando llegaron al oscuro destino, la obligó a enterrar su cara entre sus piernas. Claudia mamó el miembro sintiendo las arcadas nacer de su estómago revuelto. Su pecho golpeado la palpitaba dolorido y sentía como el culo forzado la obligaba a removerse en el asiento para no sentir los pinchazos de angustia. Su mente quiso volver al inicio de la noche cuando aquel tímido adolescente la hizo sentir que podía escapar de aquel abominable destino. El camionero la obligó a subir la cabeza tirándola del pelo y, sobre el salpicadero, la folló sin remilgos, sin darla tiempo a lubricar su vagina. No pudo extraer ningún placer de aquel acto que la dejó irritado el coño. El camionero rió ante la idea de que ella era virgen al verla sangrar cuando extrajo su miembro húmedo.
Claudia volvió a la esquina haciendo autostop, pagando con su boca el viaje. El camionero se negó a volver a la ciudad y ella debió aceptar que había muerto en vida. Llegó hasta la esquina donde sus compañeras la negaron un lugar donde apostarse aunque la vieran desgreñada y con andares tambaleantes, incapaz de ofrecer de nuevo su cuerpo. Claudia se refugió de nuevo en el rincón donde horas antes había pensado que nada peor podría sucederle. Pensó en volver a la casa donde vivía el adolescente. Pero se dijo que no era posible. Que era lo que era: una simple puta que quería ganar dinero con rapidez, ofreciendo su joven cuerpo de cualquier manera.
Las bolitas de colores indicaban que Claudia permaneció un rato más en aquel rincón, lamiéndose heridas que jamás cerrarían. Luego, sintiéndose acabada, se incorporó y caminó despacio, en dirección hacia su casa. Las demás putas no reprimieron carcajadas e insultos apelando a su cobardía. Ignoraban que la joven tenía el cuerpo y el alma humillados, pero les hubiera dado lo mismo saberlo. Solo deseaban que aquella atractiva mujer no apareciese más por su zona.
Perseguí su rastro, me zambullí en el océano de bolitas; a un sucio edificio del extrarradio arribé. Traspasé el portal y ascendí por las escaleras. Entré en su cochambrosa morada, infestada de insectos, dominada por olores que hablaban de comida podrida, inodoros atascados y sudores rancios.
Claudia hacía poco que había conciliado el sueño. Se acurrucaba sobre un colchón desnudo donde las manchas oscuras hablaban de distintos propietarios. No había querido desmaquillarse, incluso vestía la misma ropa con la que hizo la calle esa noche. Respiraba con dificultad, temblaba dolorida, seguramente aquejada de algún malestar que pronto se manifestaría en forma de dolores abdominales, hemorragias rectales o picores inguinales.
Tomé forma corpórea y me acuclillé frente a ella. Pero perdí el equilibrio y caí arrodillado sobre el colchón. Mi torpeza la desveló y acusó un gruñido preñado de sorpresa y temor. Se giró hacia mí y en su mirada, un instante antes de comprender que su vida iba a terminar, vislumbré tranquilidad, algo de alegría y una pizca de aceptación.
Cuando quiso gritar ya era tarde. Hinqué los colmillos y todo terminó tan rápido como pude.
Mientras succionaba, la vida se apagó de sus ojos. Aunque yo creo que nunca había existido en ellos esa noche.