El fisioterapeuta

Descubriendo una nueva visión de mi sexualidad.

Vale. Para haber cumplido ya los diecinueve, yo era un pardillo por aquella época. Incluso puede que haya quién, al leer esto, opine que miento como un bellaco y me lo estoy inventando todo; pero no es así, lo que piensen los demás está de más, que decía la canción, y además me importan un huevo las opiniones ajenas. Ya que esta sección se llama confesiones, yo cuento lo que pasó. Y punto.

Nunca había estado antes en un fisioterapeuta y, la verdad sea dicha, yo tampoco lo veía muy necesario en aquella ocasión, pero el traumatólogo opinaba que la lesión mejoraría más rápidamente con dos o tres semanas de tratamiento; como pagaba la mutua pues ¿para qué discutir? El día que me citaron me presenté en la clínica, que ocupaba una sexta planta de un edificio del centro de la ciudad.

Después de pasar por recepción, el médico responsable me presentó al fisioterapeuta que se ocuparía de mí: un tío más bien alto y fuerte, calvo, de unos treinta y muchos o cuarenta y pocos, bastante simpático, que vestía un uniforme blanco. La clínica en realidad, aparte de aseos, vestuarios y oficinas, consistía en una única y enorme sala donde recibía tratamiento por lo menos una docena de personas al mismo tiempo: había deportistas lesionados como yo, víctimas de accidentes de tráfico, y otros como un vejete que se recuperaba de las secuelas de un derrame cerebral.

Mi tratamiento, básicamente, consistía en un cuarto de hora o veinte minutos de ejercicio activo en las máquinas (bicicletas, tensores…) que se agrupaban a un extremo de la sala y otros cuarenta y cinco minutos de ejercicio pasivo con el fisio. No era algo precisamente agotador: cómodamente tumbado boca arriba, yo me limitaba a mirar al techo y a pensar en mis cosas mientras el tío se peleaba con mi pierna. Charlábamos de tonterías y yo sólo le interrumpía con un gruñido cuando estiraba, retorcía o prensaba excesivamente algún músculo. Al final, yo me cambiaba, firmaba el parte de la sesión para la mutua y hasta la siguiente, un par de días después.

Ya he dicho que pequé de inocente, porque tardé un par de días en darme cuenta de que el tío se estaba aprovechando y me estaba metiendo mano. Al principio no le di demasiada importancia: supuse que, teniendo en cuenta los agarres que tenía que hacer sobre mi pierna, era lógico un roce casual de vez en cuando y, además era demasiado leve, demasiado sutil, como para ser más que algo circunstancial. Lo que pasaba es que ese de vez en cuando se producía demasiado a menudo, y si bien era comprensible que por azar su dedo tocara mi pene a través del pantalón, lo que ya no lo era tanto es que se quedara ahí, prolongando el contacto o se deslizara ligeramente, en una caricia tenue y repetida; como tampoco lo era el hecho de que, al apoyar la mano en mi cintura para fijar la cadera a la mesa, metiera un dedo(hay que reconocer que muy poco, solo una falange) bajo la cintura del pantalón de mi chándal. Me quedé de piedra: no es que las mujeres se pegaran por meterme mano, pero hasta entonces no lo había intentado, ni mucho menos conseguido, ningún hombre.

Esa noche me dediqué a pensar detenidamente en lo que estaba pasando, si podía ser real o sólo una paranoia mía. La verdad es que había sido tan leve que no podría jurarlo; además, ¿se jugaría alguien el puesto de trabajo por una tontería así? ¿por toquetear un poco a un paciente? Porque, reconozcámoslo, tampoco era el polvo del siglo. Decidí ignorarlo de momento y ver qué pasaba al día siguiente.

Y lo que pasó fue que se repitió. Es más, estando boca abajo, el hombre me arreó un muy poco disimulado magreo en las nalgas que me pareció imposible que pasara inadvertido para el resto de la gente. Eché un vistazo y comprendí que se lo tenía muy bien montado: siempre escogía la camilla del fondo de la sala, donde le protegían dos paredes haciendo esquina (una tenia una ventana, pero como se trataba de sobar y no de arrancarme la ropa a mordiscos, no había peligro por ese lado), por otro era mi propia cabeza la que le tapaba y, en el cuarto lado, el más expuesto al resto de la sala, era él quien, con su propio cuerpo, ocultaba sus manejos de ojos indiscretos.

Bueno, y ahora qué. Podía denunciarlo y montar un número, pero incluso yo había dudado que ocurriera si no estuviera notando en ese mismo momento su mano acariciando mi culo. Además, para ser sinceros, no me estaba desagradando del todo, ni me estaba sintiendo violado; sólo tenía la sensación de estar siendo utilizado por un desconocido, y la verdad es que tenía cierto morbo. Decidí dejarlo correr de momento y apoyé la cabeza en los brazos, intentando relajarme. En ese momento noté unos dedos apoyarse en la cara interna de mi muslo izquierdo. Separé los pies hasta las esquinas de la mesa, abriendo un poco las piernas, y los dedos se deslizaron hacia arriba, acariciando ligeramente mis testículos y continuando luego por la costura del pantalón, ejerciendo una suave presión entre mis nalgas, hasta llegar a la cintura; una vez allí, el dedo índice se coló bajo el elástico, se internó por debajo del slip, y se movió lentamente por la parte superior de mis nalgas, desde una cadera a la otra. Yo me dejaba hacer, mientras él, alentado por mi pasividad y aparente consentimiento hundía más profundamente su dedo en mi ropa interior, presionando la piel y acariciándome la rabadilla, justo al principio del surco, lo que me produjo un escalofrío que recorrió mi espina dorsal hasta la nuca. El resto de la hora transcurrió como de costumbre, entre ejercicios y casi imperceptibles toqueteos que yo ya aceptaba sin reparos y que, quizá por esto, empezaban a producir cierto efecto en el estado de mi miembro.

Para la sesión siguiente, y sin haberme molestado en pensarlo demasiado, yo ya había decidido colaborar plenamente en el abuso del que estaba siendo objeto, aunque en ese momento definirlo como abuso podía considerarse algo excesivo, teniendo en cuenta mi tácita conformidad. Deseché el chándal por recatado, y en el vestuario me quité el slip y me enfundé un pantalón corto de deporte, de ésos que tienen un braguero de tela para sujetar los genitales e impedir que el hermano menor y sus dos amigos asomen por debajo de la pernera para saludar al respetable. Más tarde, tumbado en la camilla y notando una mano recorrer mi muslo, yo me preguntaba si realmente quería hacer lo que estaba haciendo o sólo me estaba dejando llevar por un calentón provocado por mi falta de relaciones femeninas de los últimos tiempos. Fuera lo que fuera, ya era un poco tarde para dudas porque en ese momento los dedos descendieron hasta la ingle, con un descaro y una familiaridad que me cortaron la respiración, vacilaron un momento en el borde del braguero y luego se introdujeron reptando como culebras bajo la tela. Esos dos dedos, en contacto directo con la piel de mi escroto me produjeron, ahora sí, un intenso sentimiento de vergüenza; tomaron posesión de mis genitales como si les pertenecieran: los acariciaban de arriba abajo o en círculos, masajeaban suavemente el pene y lo movían levemente de un lado a otro, a su antojo. Cuando llegó el momento de ponerme boca abajo, me di cuenta de que el tiempo de las sutilezas había pasado: interpretando sin duda mi cambio de indumentaria como un acto de conformidad, el fisioterapeuta acariciaba sin pudor mis nalgas bajo el pantalón corto para después, y con el mismo descaro, insertar su dedo entre ellas; lo pasó por toda la hendidura de arriba abajo, hasta llegar a los genitales, y luego a la inversa, haciendo presión en la zona perineal y en el ano, provocándome una erección tan brutal como inesperada. Noté como se endurecían mis pezones, asombrado de mí mismo por permitir y casi desear que un hombre estuviera a punto de meterme un dedo en el culo, ¡y en una zona pública! No lo hizo, claro; no era el momento ni el lugar pero, mientras sentía la dureza de mi polla aprisionada entre mi vientre y la mesa, y aquel dedo recorriéndome la raja, tuve una visión de mí mismo desnudo y a cuatro patas, con aquel hombre agarrado a mis caderas, propinándome fuertes embestidas a las que yo respondía, a pesar de la humillación y del dolor de mi esfínter dilatado, con gemidos de placer.

A partir de ese día las sesiones se convirtieron, siempre con las precauciones necesarias debidas al carácter público del lugar, en una especie de festival erótico silencioso en el que no quedaba punto alguno de mi anatomía, ya fuera genital o anal, por explorar. Debo reconocer que yo me comportaba como un auténtico calientapollas, y le incitaba ya en el momento de dirigirme a la camilla soltando descaradamente la cinta elástica que cerraba la cintura del pantalón, para facilitarle el acceso. Él, desde luego, entraba al trapo sin reticencias, recorriendo la fina línea de vello que va desde el ombligo hasta el pubis, enredando sus dedos en este último, o buscando mi miembro directamente, acariciándolo, jugando con el prepucio o toqueteando el frenillo, y sonriendo a medias cuando lo notaba crecer o a mí se me escapaba un suspiro que intentaba disimular como mejor podía.

Y, mientras todo esto ocurría, yo esperaba. Esperaba el día que él decidiese dar un paso más y programase la terapia para última hora, lo que nos permitiría quedarnos solos en el gimnasio; o bien que me citase más tarde en otro lugar, más discreto, sin público ni ropa. Yo me masturbaba por las noches imaginando estas situaciones: unas veces me mantenía tumbado boca abajo en la camilla, vestido sólo con la camiseta y dos de sus dedos firmemente enterrados en mi ano, en otras me llevaba en su coche a un descampado para que le hiciese una mamada; y en las más duras y deseadas su polla violaba sin contemplaciones mi culo virgen y empapado de su saliva.

Sin embargo nunca iba más allá. Parecía conformarse con mi sumisión ante sus toqueteos y no daba muestras de pretender ir más allá. Quizá no se atrevía, o quizá aguardaba que yo moviese ficha. Tal vez se había cansado de ser la parte activa y quería que yo me implicase de alguna forma más allá del simple consentimiento. Así que un día, aprovechando su proximidad a la camilla, acerqué la mano al borde y estiré los dedos, rozando sus pantalones, justo sobre la cremallera; al principio se quedó parado, como sorprendido, pero luego se inclinó un poco hacia delante, para intensificar el contacto. Yo moví los dedos arriba y abajo, recorriendo sus genitales, que ya presentaban una considerable dureza, giré la mano, volviendo la palma hacia arriba y le acaricié con la punta de los dedos una y otra vez, desde los testículos hasta la punta del pene. Mientras tanto, él sobaba mi polla, dura como una piedra bajo el pantalón corto. No recuerdo cuanto tiempo duró; al rato, él se apartó bruscamente, lo que me hizo comprender que había estado a punto de correrse. Cuando me iba le vi entrar en el aseo, y yo me masturbé al llegar a casa.

Ese día me di cuenta de que lo que pudiera pasar dependía de mi disposición, así que unos días después decidí echar un órdago: pretextando un examen le di a elegir entre suspender la siguiente sesión o dejarla para las ocho de la tarde. Como cerraban a las nueve, se lo estaba poniendo en bandeja para quedarnos a solas. Supongo que se dio cuenta, porque cambió mi cita para el siguiente viernes a última hora.

El viernes en cuestión la hora transcurría como todas las demás, aunque yo aguardaba, tenso, a medida que la sala se vaciaba de pacientes. Cuando faltaban diez minutos para las nueve dio por terminada la sesión me fui al vestuario, sin saber muy bien que hacer a continuación. Imaginé que quería esperar a que se fuesen todos, así que, para justificar mi retraso, me desnudé y me metí en la ducha. Aguardé bajo el agua caliente, pero a medida que el tiempo pasaba, empecé a pensar que el tipo no pretendía nada más y que yo estaba haciendo el ridículo. Con una cierta sensación de vergüenza salí de la ducha, me sequé, y empecé a vestirme. Entró cuando acababa de ponerme el slip.

Dijo que le había parecido notar una ligera desviación de mi columna vertebral y que quería comprobarlo. Me puso de cara a la pared, de pie, y se colocó detrás de mí. Noté su dedo apoyarse en mi nuca y descender lentamente por mi espina dorsal hasta la rabadilla, provocándome un escalofrío. A continuación me indicó que esperara. Le oí arrastrar un banco de de madera y sentarse en él detrás de mí, como antes, pero después metió dos dedos bajo el elástico del slip y me lo bajó de un tirón hasta las rodillas. Su dedo volvió a recorrer mi espalda, pero esta vez no se detuvo, sino que siguió bajando entre mis nalgas, mientras yo suspiraba suavemente y mi miembro reaccionaba a la caricia. A una orden suya, incliné el torso hacia delante, sabiendo que en esta postura dejaba mi culo expuesto ante él. Apoyó sus manos en mis nalgas y las magreó, apretándolas y amasándolas a su gusto, como seguramente había deseado hacerlo en ocasiones anteriores; noté como las separaba y su mirada casi sólida fijarse en mi ojete, como intentando traspasarlo, para después apoyar un dedo húmedo de saliva en ese mismo punto; el dedo giró sobre sí mismo al tiempo que aumentaba la presión sobre el esfínter y yo intentaba relajarme para facilitarle la entrada. El invasor fue ganando terreno en mi interior poco a poco, a medida que yo me acostumbraba a su presencia, como una molestia pasajera que disminuía en la medida en que mi excitación aumentaba. Una vez que estuvo todo dentro, empezó a moverse, en círculos unas veces, entrando y saliendo otras, mientras su dueño me preguntaba si me lo habían hecho antes -no-, y si me gustaba -desde luego que sí- y, con la otra mano, acariciaba mi vientre y mi miembro erecto.

Tras varios minutos de hurgar en mi culo, el hombre se levantó y fue a lavarse las manos, hecho lo cual me colocó de pie, apoyado de espaldas contra la pared. Luego se acercó a mí y me metió la lengua en la boca; yo respondí al beso lo mejor que pude, enredando mi lengua con la suya y permitiendo que explorara todos los rincones de mi boca mientras sus manos hacían lo mismo con mi cuerpo y su polla se clavaba contra mi vientre a través de su ropa.

-¿Te gusto?- Preguntó.

-No- Era verdad.

-Pero te pongo cachondo.

-Mucho.

-¿Qué quieres que te haga?

-Fóllame- Respondí con un hilo de voz.

-¿Te has pajeado imaginándolo?- Asentí con la cabeza- Demuéstramelo.

Me obligó a echarme boca arriba en el banco, con un pie a cada lado del mismo, y a masturbarme ante sus ojos mientras me hablaba al oído:

-¿Es lo que quieres, niñato? ¿Que te rompa el culo? ¿Te gustaría notar mi polla barrenándote y mi aliento en la nuca?- Yo respondía que sí con la cabeza, mientras con la mano me masajeaba el pene sin cesar, arriba y abajo, frenéticamente

-Serás mi zorrita. Estarás a mi disposición cuando yo quiera, ¿verdad?

Su vocabulario soez, su menosprecio y sus insultos me ponían cada vez más cachondo, hasta llevarme al borde del orgasmo. Me corrí ante sus ojos, mientras él observaba con una sonrisa cínica como el semen se depositaba en chorros blancos y calientes sobre mi vientre y mi pecho.

Después me agarró del brazo y, sin permitirme limpiarme, me hizo sentarme en el banco y se colocó de pie frente a mí, bajándose pantalón y calzoncillos al mismo tiempo.

-Chupa

Fue lo único que dijo. Yo agarré su polla, erecta y palpitante frente a mi cara, y me la metí obedientemente en la boca. Me gustaron su sabor, su dureza y su calor, y me apliqué a la tarea de deslizar los labios por toda su longitud, desde el glande hasta q su vello púbico me rozó la nariz. Durante los siguientes minutos lamí, chupé y saboreé, disfrutando de cada centímetro de carne y de cada gota de líquido que salía de aquel capullo enrojecido por la excitación. Obedecí todas sus indicaciones, aplicándole lametazos en los testículos, en el frenillo o a lo largo del miembro, según me iba ordenando, y me las arreglé para tragármelo entero cuando quiso follarme la boca, sujetando mi cabeza y moviendo las caderas adelante y atrás, con un balanceo que llevaba el extremo de su polla desde mis labios hasta el fondo de mi garganta. Se corrió con un gemido, sin permitir que me retirara y se derramó en mi boca, inundándola con una descarga de semen que desbordó mis labios y corrió por mi barbilla.

-Así, putita, traga, no desperdicies nada.

Permaneció dentro de mí hasta que la erección se debilitó, y me ordenó limpiarle con la lengua. Yo lamí cada resto de semen que manchaba su miembro ahora fláccido y recuperé el que se secaba en mi barbilla

-Lo has hecho muy bien- dijo- Otro día seguiremos

Observó como me duchaba y me vestía, aunque se guardó mi slip en un bolsillo, y salimos del gimnasio, desierto hace ya rato.

A partir de entonces las sesiones fueron siempre a última hora y, aunque por razones que ignoro nunca llegó a sodomizarme, yo me convertí en la zorrita que él quería que fuera, siempre dispuesto a hacerle una mamada cuando le apetecía. Un par de semanas después, cuando finalizó mi tratamiento nos despedimos como si nada hubiera pasado, y eso fue todo. Cambié de ciudad, y nunca volví a verle. Imagino que después de mí habría otros, como seguro que los había habido antes que yo, y que yo solo fui uno más en su lista de zorras. No me arrepiento. Estuvo bien mientras duró, y yo descubrí una parte de mí mismo que desconocía hasta entonces. Me siguen gustando las mujeres, pero a veces, cuando me cruzo con un maduro de buen ver, pienso...