El final del viaje x

Por fin se descubren los verdaderos responsables del trafico de esclavos. pero ahora que pasra entre ellas cuando se declaren su amor

El final del viaje

LJ Maas

Título original:Journey's End.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2005

Cómo hierve el cerebro de los amantes y los locos

Por primera vez en diez estaciones, Sylla no me despertó por la mañana y por primera vez en otras tantas estaciones, yo no me desperté antes del amanecer. Cuando por fin me libré del sueño que me sujetaba en sus tenues garras, me quedé contemplando el elevado techo. Aunque los tapices todavía tapaban las ventanas, me di cuenta, por la luz que se colaba por los bordes de los pesados paños, de que la mañana ya estaba muy avanzada. Lo siguiente que noté fue el latido del corazón que palpitaba contra mi pecho. No era mi propio corazón, sino el de la pequeña rubia, cuyo cuerpo estaba echado encima del mío. Qué manera tan maravillosa de despertarse , pensé.

Sonreí, una sonrisa amplia y perezosa, mientras escuchaba los suaves ronquidos de Gabrielle al dormir. Por los dioses, ¿quién habría pensado que algo así me resultaría entrañable? Mi joven esclava dormía profundamente, cosa que normalmente no hacía, pero estaba segura de que los hechos de la noche pasada y de la madrugada eran el motivo. Me solté con cuidado y puse de lado a Gabrielle, que soltó un leve murmullo de protesta mientras seguía durmiendo. Me levanté y coloqué entre sus brazos la almohada aún caliente donde había descansado mi cabeza. De nuevo se oyó un suave gemido, pero esta vez oí las palabras, que me dejaron sin aliento.

—Mmmm, Xena —susurró levemente.

La besé en la frente y me apresuré a ponerme la misma ropa del día anterior. Tras pasarme los largos dedos por el pelo, pensé que al menos estaba lo suficientemente presentable para bajar a las cocinas. Por una vez, tenía hambre, pero me intrigaba más por qué Sylla no había aparecido por la mañana para despertarme.

Esquivé a unas cuantas pinches de cocina, con los brazos cargados de platos, y cuando sostuve abierta la puerta para que pasara la más bajita de las tres, ésta me miró como si fuera una aparición. Por Hades, con una mirada así a una se le bajaban todos los humos.

—Tranquila, chica, pasa —me obligué a decir amablemente.

—Muchas gracias, Señora Conquistadora —respondió, entrando hacia atrás por la puerta a toda velocidad. Sus ojos no se apartaban de los míos. No sabía si tenía tanta prisa por todo lo que llevaba en los brazos o si sólo quería alejarse de mí.

Me di cuenta de que aunque hacía casi cinco estaciones que no asaltaba a una mujer, mi reputación seguía precediéndome. Seguramente la cosa no mejoraba porque me había hecho tan monarca que no sólo no visitaba nunca algunas partes del castillo, sino que rara vez sabía si alguien trabajaba para mí o no. Apenas conocía a nadie en mi propia casa. La idea me hizo tomar la decisión de cambiar este estado de cosas. No sabía cómo, pero lo iba a intentar. Se lo preguntaría a Gabrielle. La idea se me escapó sin más. ¿Pedirle consejo a mi esclava sobre cómo gobernar? No , me contesté a mí misma: preguntarle cómo conocer a la gente. Gabrielle parecía saber mucho sobre las personas, parecía comprenderlas, así como los sentimientos que las impulsaban.

Al entrar en la pequeña cocina privada que era el dominio de Delia, me alegré de ver que la mujer de más edad estaba muy afanada trabajando una masa encima de una gran losa de piedra.

—Vaya, vaya, buenos días, Señora Conquistadora, ¿cómo estás hoy? —me dijo, apartándose de la cara un mechón suelto de pelo con el brazo, pues tenía las manos cubiertas de harina.

—¿Sylla está enferma? —pregunté rápidamente.

Me miró con una sonrisa cansada y meneó la cabeza.

—Buenos días, Delia, estoy estupenda, ¿y tú? —dijo la mujer, hablando al aire.

No pude evitar sonreír, como una niña a quien hubieran pillado robando un bollo de más de la bandeja.

—Lo siento. Buenos días, Delia. Estoy bien, gracias.

—Me alegro mucho de oírlo —continuó amasando, echando más harina en la mezcla—. Supongo que has bajado por fin porque tienes hambre, ¿no?

—Pues sí, la verdad. ¿Por qué no me ha despertado Sylla? ¿Está bien?

—Sylla está bien, no te preocupes —contestó.

—Dioses, no me habré olvidado de su cumpleaños o algo así, ¿verdad? —me devané de repente los sesos y pensé que Sylla celebraba algo más cerca del solsticio de verano.

—No, no está mala, ni te has olvidado de su cumpleaños. Yo le dije que no te despertara esta mañana.

—¿Tú? —repliqué confusa—. No lo entiendo.

—Sylla bajó como siempre para recoger tu desayuno y dijo que seguías dormida. También comentó que estabas tan mona...

—Dime que mi doncella no me ha llamado mona —dije con una mirada fulminante.

—No —dijo Delia riendo—. Eso lo he añadido yo.

—Eso sí que me lo creo... sigue, después de lo de mona —le advertí.

—Pues le pareció raro que siguieras profundamente dormida cuando ya había salido el sol. Entonces uno de los guardias le dijo que las velas habían estado encendidas en tus habitaciones hasta el amanecer. Yo fui quien le dijo que te dejara en paz. Pensé que tu Gabrielle y tú os habíais dormido muy tarde —se volvió y me guiñó un ojo.

La expresión de mi cara le debió de decir algo, porque arrugó el entrecejo preocupada.

—Siéntate, Xena, pareces más que cansada —dijo, empujándome hacia la banqueta alta que estaba siempre colocada junto al fuego—. ¿Estás mala? ¿Gabrielle está bien?

—No estoy segura. Sí sé que yo no estoy bien —contesté.

Delia se lavó las manos y me sirvió una taza de té, obligándome a rodear la taza con los dedos, y se sentó delante de mí.

—Bébete esto, te encontrarás mejor.

Había algo muy maternal en ese gesto y sentí que reaccionaba a su cariño.

Me gustó el sabor a menta de la infusión y no tardé en contarle todo lo que había ocurrido la noche antes. Me salió todo tan de sopetón y desordenado, lo que había pasado de verdad mezclado con lo que sentía por mi joven esclava, que cuando terminé, estaba segura de que Delia no tenía ni la menor idea de lo que estaba ocurriendo.

Cuando levanté la mirada de mi taza, vi que sonreía.

—Xena —dijo suavemente—, no hace falta que le des tantas vueltas. Estás enamorada, eso es todo.

Me quedé mirándola.

¿Era ésa la confimación que esperaba o el hecho que estaba esforzándome tanto por negar? Me pasé los dedos por el pelo, me levanté y me puse a dar vueltas muy agitada.

—Delia, los amos no se enamoran de sus esclavos —dije tajantemente.

—Bueno, en eso tienes razón. Pero eso se arregla fácilmente —razonó.

Me negué a contestar, aunque sentía literalmente el peso de su mirada, a la espera de una respuesta. Seguí dando vueltas hasta que la oí suspirar.

—Tienes pensado arreglarlo, ¿verdad, Xena?

Oír a Delia usar mi nombre propio... eso siempre había igualado un poco más el terreno de juego entre las dos. En realidad, lo igualaba con creces. La mujer de más edad sólo lo usaba de vez en cuando, pero parecía mayor de los diez veranos que me sacaba. Supongo que me sentía así por el aire maternal que se le ponía siempre. Ahora, más que nunca, vi aparecer a la anciana que llevaba dentro. Me estaba preguntando si tenía pensado darle a Gabrielle la libertad. Era tan incapaz de ocultarle la verdad a Delia como de ocultármela a mí misma.

—Si le doy la libertad... se marchará —dije dudando.

—¿Por qué piensas eso? —respondió.

—¿Por qué? —repetí, dando vueltas otra vez, con una sensación de ardor en la boca del estómago—. Ni siquiera tú te quedarías como alguien como yo si pudieras elegir, ninguna mujer lo haría —grité.

—Lo haría si estuviera enamorada de ti —replicó suavemente—. Gabrielle está tan enamorada de ti como tú de ella.

Me quedé inmóvil, sin dejar de preguntarme eso mismo. De espaldas a la mujer de más edad, estoy segura de que parecía una niña pequeña y asustada. Bien saben los dioses que así era como me sentía.

—¿De verdad crees eso, Delia? —pregunté.

—Xena, siéntate aquí —me indicó la banqueta de nuevo—. Ahora mírame a los ojos y dime que no lo notas. Bendita sea Atenea, tú te acuestas con esa mujer. Cuando te toca, ¿no te resultan sus caricias distintas de todas las que has recibido en tu vida?

—A sí, ¿pero cómo sé si Gabrielle siente lo mismo?

—¿No has dicho que se lo has dicho y ella te lo ha dicho a ti? —me respondió Delia. Me di cuenta de que la mujer estaba confusa.

—Bueno... más o menos... en cierto modo...

—Xena, ¿le has dicho a la chica que la quieres, sí o no?

—Pues... no con esas palabras... exactamente.

—¿Con qué palabras... exactamente? —preguntó Delia, cruzándose de brazos.

—Pues... le dije que sentía... más —repliqué. Empezaba a sentirme de nuevo como ese colegial estúpido.

—¿Más qué?

—Sólo... más —terminé sin mirarla a los ojos.

—¿Y ella que contestó? —preguntó Delia. Estoy segura de que a estas alturas estaba asombrada de que llevara cuarenta y cuatro estaciones cuidando de mí misma sin incidentes.

—Dijo que ella también sentía más.

Delia se puso la cabeza en las manos y no supe si estaba riendo o llorando. Me levanté de la banqueta de un salto y seguí dando vueltas agitadamente. Me sentía avergonzada e irritada por intentar hacérselo entender a esta mujer.

—¡No sé hacerlo mejor! —casi grité—. Me... —me paré de golpe, convencida de que me iba a echar a llorar de la frustración. ¡Ah, claro, ahora me echo a llorar! Bajé la cabeza, con los brazos en jarras, y con la voz entrecortada, intenté continuar—. No puedo... no sé cómo...

—¿No sabes cómo... qué decirle? —preguntó Delia con tono comprensivo.

Regresé a mi asiento y me senté de golpe. Sólo pude responder asintiendo con la cabeza.

—Debería saberlo —contesté por fin.

Delia hizo algo que jamás me habría esperado de esta mujer mayor. Me cogió las manos entre las suyas, pequeñas y regordetas, y me las apretó suavemente hasta que levanté la cara para mirarla a los ojos.

—Xena, ¿cómo vas a saberlo? Nunca te has sentido así, nunca has tenido a nadie que te enseñe o que te lo diga. Eres demasiado dura contigo misma. Es comprensible que al no tener a nadie cerca que te enseñe a amar, no obtengas el ejemplo y la educación que la mayoría de la gente recibe —terminó.

—Eso también es culpa mía. Me he pasado toda la vida...

—Ni lo menciones, amiga mía —me riñó Delia—. ¿De verdad quieres compadecerte de ti misma? Vale, te has pasado toda la vida haciendo... ¿qué? Veamos, asesinando, violando, pegando palizas, robando... ¿no?

La miré con una sonrisa sardónica. Juro que sólo Delia y Gabrielle son capaces de hacer que me sienta así.

—Sí, gracias, ya me encuentro mucho mejor —contesté.

Delia se echó a reír y me estrechó las manos ligeramente.

—Xena, decirle a Gabrielle que la quieres puede ser lo más fácil del mundo. Lo único que tienes que hacer es dejar de analizarlo todo tanto y mirar dentro de tu corazón. Mira ahí dentro y dile lo que sientes, lo que ves que hay entre las dos.

—Cuando intento hacer eso, se me paraliza el cerebro y me noto la lengua como del tamaño de una peña —confesé—. Parezco una idiota.

—Cierto, puede que te suene un poco extraño y puede que balbucees un poco, pero te lo aseguro, cuando declares tu amor, puede que a ti te parezca que quien habla es Xena la Conquistadora, pero Gabrielle sólo oirá los líricos poemas de amor de Íbico —me aseguró Delia.

—¿Y si ella no siente lo mismo que yo? —pregunté por fin.

—He ahí la pregunta que ha enloquecido a más amantes que cualquier otra cosa. Lo único que te puedo decir, Xena, es que la verdad del amor es un arma poderosa. Tú más que nadie deberías conocer el valor de una buena arma. Tiene el poder de salvar o destruir: todo depende de cómo la utilices. De vez en cuando algunos de nosotros, muy pocos, llegamos a un punto en nuestra vida en el que encontramos algo por lo que merece la pena arriesgarlo todo. Sólo tú puedes decidir si amar a Gabrielle va a ser aquello por lo que lances los dados.

—¿Y si me pide que la libere? —pregunté, aunque en el fondo de mi corazón, ya sabía lo que iba a responder Delia.

—Eso, Señora Conquistadora, es una decisión que tendrás que tomar sola. Sólo quiero añadir que no puedes iniciar una relación entre iguales basada en una desigualdad. ¿Verdad?

Sonreí con tristeza, pensando ahora en todo lo que teníamos que hablar Gabrielle y yo. Al pensar en Gabrielle me acordé de algo.

—¡Por Hades! —me levanté rápidamente—. Yo había venido a buscar el desayuno para Gabrielle.

—Por los dioses, con lo que traga esa chica, ¿y todavía no le has dado de comer? Mejor que sea un almuerzo —replicó Delia, moviéndose de repente por toda la pequeña estancia para llenar una bandeja de comida.

Cuando salía de la cocina, con los brazos cargados con una bandeja de plata hasta arriba de comida y bebida, me detuve y me volví.

—Gracias, amiga mía. Me pregunto si Galien sabía lo afortunado que era, por haberte encontrado —le dije a Delia.

—No hay de qué, Señora Conquistadora —dijo, volviéndose de cara al fuego—. Echo de menos a ese viejo soldado —añadió en voz baja cuando crucé la puerta.

Intenté pasar por la puerta de mi habitación exterior sin hacer ruido, con poco éxito, pues una de las fuentes de plata se cayó al suelo con estrépito.

Gabrielle se levantó de un salto de los almohadones donde estaba sentada junto a la puerta abierta del balcón.

—Hola, he pensado que podías tener tanta hambre como yo, así que he traído el almuerzo —expliqué, sonriendo cortada por mi propia torpeza.

—Creía... —Gabrielle no terminó la idea y capté un tono de aprensión en su voz, al tiempo que me fijaba en su expresión tensa.

—Oh, Gabrielle, no... sólo he ido a buscar algo de comer para las dos —le aclaré, depositando la bandeja en la mesa.

Tiré de ella para abrazarla y la sostuve, apoyando la barbilla en su cabeza. Le subí la cara hasta que vi sus relucientes ojos de esmeralda y me agaché para besarla. Intenté calmar sus temores y convencerla de que era sincera con ese beso.

—¿Me crees? —pregunté, apartándome para mirarla.

Sus mejillas acaloradas me hicieron sonreír y asintió con la cabeza.

—¿Tienes hambre?

Asintió de nuevo con más entusiasmo aún y nos separamos para sentarnos a la mesa.

Comimos con extraños intervalos de silencio. Una de las dos decía algo tonto, como un comentario sobre el tiempo, y luego conversábamos un poco sobre ese tema, hasta que poco a poco volvía a hacerse un silencio incómodo. Me imaginaba que las dos teníamos las mismas cosas en la cabeza. Por fin terminamos de comer y me quedé sin excusas, ya no podía retrasar más lo inevitable. Había llegado el momento de hacer algo que llevaba casi cuarenta y cinco estaciones evitando como a la fiebre de los pantanos. Estaba a punto de abrir mi corazón y hablar.

—Gabrielle...

—Mi señora...

Las dos empezamos a la vez.

—Gabrielle, creo que, dadas las circunstancias, podrías llamarme Xena, todo el tiempo. Es decir, al menos mientras estemos solas. Seguramente no quedaría bien fuera... —esto último lo añadí a toda prisa, pues no estaba aún preparada para que me llamara así delante de mis hombres.

—No sabía si... ¿estás segura? —preguntó.

—Sí, estoy segura —contesté con una sonrisa nerviosa—. ¿Querías decir algo?

—Por favor, tú primero —replicó.

—¿Eh? —me pilló un poco desprevenida, pues estaba pensando que tal vez podría poner mis ideas en orden mientras Gabrielle hablaba. Ahora, la luz de la lámpara caía directamente sobre mí.

—¿Has dicho que tenías algo que decir? —me instó Gabrielle delicadamente.

—Sí... sí, es cierto —me empezaron a sudar las manos y me pregunté por qué a nadie se le había ocurrido nunca formar un ejército de jóvenes como ésta. Te dejan sin aliento, te arrebatan las ideas, te privan de la capacidad de moverte y prácticamente te imposibilitan realizar ninguna de dichas actividades. Serían imparables y, cuando estaba tomando nota mental para hablar con alguien de este plan, Gabrielle me sacó de mis estúpidas reflexiones.

—¿Xena?

—Ah, sí... bueno, pues... Gabrielle, yo... —me salvé por una llamada a la puerta exterior—. Voy a ver quién es —dije, levantándome rápidamente para cruzar la habitación.

Resultó ser Sylla, que venía a recoger los platos sucios. La muchacha fue más rápida de lo que pensé y poco después me estaba paseando por la habitación, decidida a darle a Gabrielle por lo menos una idea de lo que sentía por ella.

—Gabrielle... —empecé de nuevo, quizás por quinta vez, retrocediendo despacio hasta que noté la pared contra mi espalda.

Gabrielle esperaba sentada, con mucha paciencia, debo añadir, con una expresión algo perpleja. Me puse a toquetear nerviosa el mismo tapiz que colgaba de la pared. Por los dioses, la cosa iba a quedar totalmente deshilachada antes del invierno si seguía así. Estuve a punto de darme una palmada en mi propia mano para detener el gesto nervioso de tirar de los hilos sueltos.

—Gabrielle... tengo que decirte una cosa. Es... bueno, es sobre lo que... —esta vez llamaron con más fuerza a la puerta—. ¡Por las tetas de Hera! —exclamé y Gabrielle soltó una risita.

—Ahora voy yo —dijo.

Cuando Gabrielle regresó, mi guardia Nicos iba con ella.

—Perdona la interrupción, Señora Conquistadora, pero dijiste que debía presentarme ante ti nada más volver. Tengo la información que querías —dijo Nicos, en posición de firmes todo el tiempo.

—¿Los has traído contigo? —pregunté crípticamente.

—Sí, Señora Conquistadora —replicó Nicos con una sonrisa taimada—. El capitán Atrius está con ellos en este momento. Aguarda tus órdenes.

—Estupendo, Nicos, muy bien hecho. Dile al capitán que bajo ahora mismo y luego ve a comer algo y a descansar —estreché el único brazo del soldado con un saludo de guerrero y noté que el hombre se erguía un poco más, pues los motivos de orgullo habían sido escasos para él en las últimas estaciones.

Cuando Nicos se fue, entré en mi dormitorio. Abrí el baúl, saqué mis armas de su sitio habitual y me las coloqué en los puntos adecuados. Al levantar la vista, de repente vi que Gabrielle me observaba en silencio. Por Hades, me he olvidado de algo, ¿verdad?

—Gabrielle, tengo que hablar de algo importante contigo, pero esto es algo de lo que me tengo que ocupar inmediatamente. ¿Lo comprendes?

Sonrió y sentí un alivio instantáneo.

—Sí, Xena, lo comprendo perfectamente.

—No tengo ni la más remota idea de cuándo terminaré. Pero no tienes por qué quedarte aquí a esperar —le pasé el brazo por los hombros y ella me rodeó la cintura con el suyo mientras nos dirigíamos a la puerta. El gesto fue totalmente involuntario y parecía absolutamente natural.

—Pues a lo mejor voy a ver a Anya —dijo.

La besé en los labios y noté que sonreía contra mi piel y sonreí del mismo modo. Cuando por fin salí de la habitación y bajé por el pasillo iluminado por lámparas, me rocé los labios con los dedos. Sabía que estaba sonriendo como una idiota, pero era una curiosísima sensación física. Los labios me hormigueaban literalmente después de haber besado a Gabrielle. Sabía que con independencia de lo que duraran los próximos momentos desagradables, buscaría a Gabrielle y le diría que estaba auténticamente enamorada de ella.

—Vaya, vaya... Kassandros, me lo tendría que haber imaginado —dije nada más entrar en la pequeña estancia donde Atrius tenía a los prisioneros.

Encadenados, los cuatro hombres tenían un aire abatido y desaliñado. Si no se los conociera, podrían haber pasado por campesinos o simples viajeros. Pero yo los conocía muy bien. Callius, el capitán de mi flota, me había dado sus nombres, todos y cada uno de ellos, mientras su sangre se derramaba sobre mis manos. Los traicionó con un susurro agonizante, sin molestarse en llevarse sus nombres al Hades.

En cuanto me enteré de la traición, le ordené a Atrius que no arrestara a mi administrador, Demetri. Sabía que si pensaba que no había quedado implicado en el asunto del comercio ilegal de esclavas, una vez maté a Callius, acabaría por asumir el papel del capitán para dirigir toda la trama. Había enviado a Nicos con dos escuadrones de hombres para arrestar a los demás implicados sin llamar la atención. Dejé que Demetri siguiera pensando que no estaba al tanto de sus actividades, hasta que tuviera a todos sus socios bien atrapados.

Ni siquiera me sorprendí cuando el nombre de Kassandros fue el primero que se escapó de los labios del capitán agonizante. Era uno de los gobernadores elegidos por mí, instalado en una de las provincias del norte de Macedonia. Creo que fue un momento de nostalgia lo que me llevó a elegirlo; eso o la culpa. Había matado a su padre, Antípatro, que también había sido regente de Macedonia. En cuanto maté a Alejandro, su regente Antípatro no fue problema. Después de esa campaña, me hice con el control de Macedonia y empecé a extender hacia fuera las zonas que había conquistado, hasta que la mayoría de los imperios extranjeros que rodeaban el Egeo quedaron bajo mi control.

Al parecer, Kassandros tenía equipos de mercenarios que secuestraban jovencitas y las vendían en Anfípolis, Abdera y Potedaia. Las chicas eran hijas de hombres libres, pero eso no les importaba a los tratantes de esclavos. Como sabía, cosa que me espantaba desde hacía poco, la mayoría de las esclavas acababa llegando a Corinto y a las numerosas subastas de la gran ciudad.

Hizo falta mucha paciencia, comprensión y tiempo para averiguar toda la historia de las jovencitas a quienes rescaté aquel día en los muelles. Le pedí a Delia que me ayudara y las chicas no tardaron en superar el trauma lo suficiente para confiarse a la afectuosa anciana. Ahora que los hombres responsables estaban ante mí, no había cosa que deseara más que verlos decapitados o incluso crucificados en el patio de mi palacio. Sin embargo, no había suficientes castigos que pudiera idear mi negra mente para hacer pagar a estos hombres. Lo que habían hecho a lo largo de los dioses saben cuántas estaciones mientras yo gobernaba no podría repararse jamás, ni siquiera con su muerte. Para las chicas, las mujeres y sus familias, al menos sería un comienzo.

Rodeé a los condenados para mirarlos a la cara.

—Bueno, ¿quién quiere contarme sus secretos?

Sonreí, una sonrisa de lo más desagradable, como hacía tiempo que no utilizaba. Tres de los cuatro hombres, sentados y encadenados delante de mí, se pusieron a hablar tan deprisa que la bestia que llevaba dentro se sintió un poco decepcionada al ver que no iba a poder quedar libre. El cuarto hombre ahí sentado, silencioso y despreciativo, era Kassandros.

Por fin oí todo lo que necesitaba. Francamente, me quedé un poco sorprendida. Nunca pensé que Demetri tuviera pelotas para este tipo de plan, pero supuse que por eso estaba rodeado de un grupo de individuos de lo más bruto. Era evidente, sobre todo por lo que decía esta panda, que Demetri era el cerebro y ellos eran la fuerza. Kassandros no dijo nada, mientras nos mirábamos fijamente. Hice callar a los demás con una mirada iracunda y me coloqué delante del ex gobernador. Supongo que no le hizo mucha gracia mi sonrisa de superioridad, porque contrajo los labios con una mueca de desprecio y luego me escupió en las botas.

—Oh, sí... mira cómo me duele —respondí burlándome.

—No creas que te voy a dar la satisfacción de oír cómo desembucho como estos imbéciles. ¡Quítame estas cadenas y te enseñaré de qué está hecho un auténtico guerrero, zorra santurrona! —gritó.

Me limité a sonreír de nuevo. Levantando la mirada, señalé a dos guardias.

—Buscad a Demetri y arrestadlo. Traedlo aquí... o mejor, metedlos a todos en el calabozo. Creo que mi ex administrador debería empezar a conocer a la gentuza con la que se relaciona, a un nivel más personal.

Cuando me volvía para marcharme, oí de nuevo la voz de Kassandros.

—Ya sabía yo que eras demasiado blanda para aceptar mi desafío —gritó, pero no le hice ni caso y seguí avanzando hacia la puerta—. Siempre te has dado muchos aires con esa espada tan grande, pero seguro que no eres nada sin armas. ¡Toda Grecia comenta que la zorra de la Conquistadora se acuesta con una sucia ramera!

Me quedé paralizada, como si me acabaran de alcanzar entre los hombros con un ladrillo. Ni siquiera era consciente de haber recordado esa sensación. Lo que dijo sobre Gabrielle causó una leve agitación, en lo más hondo, y en las profundidades de mi alma, sentí que la bestia se abría paso hacia la superficie.

—Señora Conquistadora... —Atrius estaba a mi lado, pero me quedé mirando la puerta, sin moverme.

—Llevaos a los otros a una celda y a él dejadlo aquí —dije.

Unos cuantos guardias se llevaron al resto de los prisioneros a las mazmorras de palacio.

—Los demás... ¡fuera! —ordené y los hombres salieron coriendo de la estancia.

Me quité el cinto con la espada y el chakram que colgaba de la cadera opuesta. Envolví con cuidado el conjunto de armas y me volví para entregárselo a Atrius.

—Quítale las cadenas y vete —dije con tono monocorde, consciente de que estaba a punto de perder el control de la oscuridad que empezaba a apoderarse de mí.

—Señora Conquistadora, esto es una insensatez. El hombre va a morir por la mañana —mi capitán intentaba disuadirme de cometer esta temeridad, pero yo ya no era capaz de oír ni razonar.

—Ahora —repetí.

Oí el chasquido de la puerta cuando Atrius la cerró de mala gana y entonces me volví hacia el hombre que no era más alto que yo.

—Ahora —dije—, enséñame de qué está hecho un auténtico guerrero —gruñí.

Me sentí poseída, una vez tomé la decisión consciente de renunciar a mis últimos vestigios de control sobre la bestia.

—Que un par de hombres lo arrastren hasta una celda —le dije a Atrius al pasar a su lado rumbo a un barril bajo lleno de agua. Me lavé la sangre de las manos e hice una mueca de dolor al doblar los dedos. Por los dioses, qué dura tiene la mandíbula. Me enjuagué la boca y me toqué la mandíbula con cuidado, para comprobar si tenía algún diente suelto. Había dado mucho más de lo que había recibido, pero no iba a salir de la estancia totalmente indemne.

Atrius me pasó un paño seco, con una cara que me comunicaba su disgusto por lo que había hecho. Recuperé mis armas y me las ceñí a la cintura.

—Señora Conquistadora, comprendo por qué tenías el deseo de darle una paliza del Tártaro, lo que no comprendo es por qué te has puesto en peligro de esta manera y has seguido adelante —Atrius estaba en plan protector y no podía echárselo en cara... demasiado.

—Yo creía que precisamente tú sabrías por qué tenía que hacerlo —contesté, tirando el paño.

Una sonrisa de medio lado y un gruñido, que interpreté como asentimiento, fue lo único que obtuve del capitán.

—Señora Conquistadora... —un joven teniente se acercó corriendo a los dos—. Alguien debe de haber avisado al señor Demetri... se ha ido. Tengo dos escuadrones de hombres registrando el palacio y otros cuatro peinando la ciudad.

—Por las pelotas de Ares —murmuré por lo bajo—. ¿Es que nunca pueden salir las cosas bien? Está bien, seguro que ya ha huido de la ciudad, pero diles a tus hombres que sigan buscando, por si acaso.

—A la orden, Señora Conquistadora —respondió y se marchó a toda velocidad.

—Dioses, cada día son más jóvenes. Empiezo a notar la edad —le dije quejumbrosa a Atrius.

Mi capitán me miró con aire consternado.

—Hablando de edad, Señora Conquistadora... estás comprometida con cierto grupo de aspirantes a oficiales.

—¿Y eso cómo Hades es posible? —rezongué. Esas clases de entrenamiento estaban siempre llenas de jóvenes soldados que aspiraban a ser los primeros en vencerme con una espada.

—La verdad, Señora Conquistadora, es que les prometiste que hoy te reunirías con ellos. Tu doncella personal me ha dicho que estabas algo... indispuesta esta mañana —dijo Atrius, con ese maldito destello de risa en los ojos.

—Ya que te parece tan divertido, puedes venir conmigo y cubrirme la espalda —dije sonriendo.

—Sí, Señora Conquistadora —masculló entre dientes.

Me detuve antes de seguir adelante para salir del palacio. Sentía un escalofrío que me subía por la espalda y que no sabía a qué atribuir, pero no podía ignorar.

—No creerás que Demetri es tan estúpido de esconderse aquí, ¿verdad?

—Si es listo, a estas alturas ya estará de camino a Atenas —contestó Atrius.

—Bueno, nunca le atribuiría una gran inteligencia, pero eso es lo que haría un hombre cuerdo —respondí con un suspiro—. Bueno, venga... al campo de entrenamiento.

Mi capitán y yo emprendimos la marcha hacia el exterior, para demostrarles a los jóvenes cachorros lo bien que seguían mordiendo dos viejos guerreros. Lo último que había dicho sobre Demetri era más bien una broma, pero una cosa sí que era cierta: huir de palacio era lo que haría un hombre cuerdo. Por desgracia, en ese momento, mi administrador hacía equilibrios entre la cordura y la demencia.

Mientras me dirigía hacia el campo de entrenamiento, ni se me ocurrió pensar que mi Gabrielle pudiera estar en alguna parte, a punto de caer en una trampa.