El final del viaje viii

La conquistadora siente algo especial por gabrielle, pero ya ha olvidado como es estar enamorada de otra persona, lo que se siente cuando se ama de verdad

El final del viaje

LJ Maas

Título original:Journey's End.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2005

Me apoyé en la pared de piedra del pasillo, escuchando su risa tras la puerta de madera que tenía enfrente. Podría haberlo dejado pasar, pero había adivinado sin dificultad el secreto que guardaba Gabrielle y aunque estaba implicado un amigo de confianza, no quería que nadie de mi palacio pensara que podía librarse por completo de mi atención. De modo que esperé pacientemente fuera de los aposentos de Anya, aguardando el momento oportuno.

Las hijas de Anya se estaban convirtiendo en las mascotas de palacio, sin duda alguna. Creo que los niños siempre han sido mi debilidad... Bueno, y también las rubias menudas , pensé con una sonrisa. Con el paso de los años, había permitido que los niños se tomaran unas libertades en mi presencia que a pocas personas había concedido jamás. Me reí por lo bajo al recordar lo que había ocurrido esa misma mañana.

Después de dejar a Gabrielle en mis habitaciones, me dirigí a la gran sala pública de palacio. Había llegado a detestar este sitio y me había jurado que esta estación iba a esforzarme más para cambiar su aspecto. Se trata de la gran sala donde el público se reúne para verme tomar decisiones sobre los asuntos del reino. La única razón auténtica por la que detesto esa sala es porque fue decorada en una época en que estaba bastante pagada de mí misma. Todo estaba dispuesto para darme el aire de una soberana poderosa. Tras veintitantas estaciones como Conquistadora, había aprendido que las apariencias son lo último que hace poderoso a un gobernante. Ah, ¿por qué estas lecciones sólo se aprenden con la edad?

La sala contaba con una tarima, sobre la cual se alzaba un trono muy historiado. En estaciones anteriores, me gustaba la imagen que aquello creaba. Sin embargo, al cumplir los cuarenta, hice que se llevaran esa monstruosidad de trono y la quemaran. Ordené que instalaran una de las butacas más cómodas de mis aposentos privados, lejos de la tarima, debo añadir, y concedía audiencias desde allí. Era más informal y menos amenazador para los campesinos sin educación que a menudo recorrían grandes distancias para presentarme una petición. Actualmente, no era inusual ver niños corriendo por la sala o escondidos tras las faldas de sus madres. Tal vez por eso las dos niñas de Anya escaparon tan fácilmente a la atención de los guardias.

Demetri, mi administrador, a quien últimamente tenía muy vigilado, no paraba de hablar con tono monocorde sobre una petición relacionada con un grupo de esclavos que se habían amotinado a bordo de un barco que viajaba de Anfípolis a Corinto. Algunas personas aseguraban que algunos de esos esclavos eran ciudadanos libres capturados ilegalmente. Como sabía que Demetri estaba implicado aquí en Corinto con los tratantes ilegales, no me sorprendió que fuera él el portavoz de los dueños del barco de mi ciudad natal.

A mi administrador se le desorbitaron de repente los ojos y perdí el hilo de mis reflexiones sobre por qué había declarado ilegal matar a idiotas como éste. Me parecía que así se resolverían muchísimos problemas. Bajé la mirada, sorprendida al ver a las dos niñas de Anya pegadas a mis rodillas, sonriendo de oreja a oreja y tirándome de las perneras del pantalón.

Se hizo un largo y profundo silencio en toda la gran sala y vi que algunos esperaban atemorizados para ver qué iba a hacer a continuación. Mi temperamento todavía me precedía y, en justicia, la mayor parte del público no había tenido oportunidad de ver cómo había cambiado en las últimas estaciones. Al mirar a estas preciosas niñas, sin embargo, ni se me pasó por la cabeza regañarlas. Sus sonrisas confiadas eran tan balsámicas para el alma de esta vieja guerrera como las que recibía de Gabrielle.

—Te conocemos —dijo la niña mayor, con una sonrisa radiante.

Detuve con un gesto al guardia que había corrido a intervenir y me subí a las niñas al regazo. Pobre Demetri. La cara que se le puso, cuando le dije que continuara, no tuvo precio. Estaba tan distraído por las niñas, que se agitaban, reían y lo señalaban, que empezó a tartamudear. Por mi parte, debo confesar que estaba sorprendida por mi propia reacción. Recuerdo claramente el terror absoluto que había sentido la primera vez ante la idea de estar cerca de estos tesoritos. Ahora, no sólo no tenía miedo, sino que apenas me daba cuenta de que una niña me tiraba suavemente del pelo y la otra jugaba con los cordones de mi camisa. Entretanto, escuchaba atentamente la monótona diatriba de Demetri sobre la esclavitud y la ley de Grecia.

Una de las niñas se puso a clavarme el dedo en las costillas y dio con un punto donde tenía muchas cosquillas, lo cual me hizo soltar una carcajada, que disimulé fingiendo carraspear. Agarré las manos que me atacaban, pero ahora aquello era un juego para la niña. Dándome cuenta rápidamente de que empezaba a tener un aspecto muy poco regio en mi actual situación, di por concluida la sesión de la mañana.

—Libera a los esclavos y devuelve el barco a sus dueños —interrumpí.

—Señora Conquistadora, sin duda...

—¿Qué parte de mi orden no te ha quedado clara? —le pregunté a Demetri, levantándome de la butaca y haciéndoles un gesto a las niñas para que se quedaran donde estaban. Las dos se callaron al instante y se quedaron sentadas obedientemente en la butaca que yo acababa de dejar.

—Pero son esclavos, Señora Conquistadora... y los dueños del barco...

—El tema de su esclavitud parece estar en entredicho —dije bruscamente, avanzando hasta plantarme delante del hombre. Reconozco que siempre disfruto haciendo estas cosas. Era casi una cabeza más alta que cualquiera de los hombres de mi corte y de vez en cuando, la intimidación física era lo único que comprendían hombres como éste—. Libera a todos y cada uno de los esclavos y dales diez talentos de plata del tesoro de palacio. Devuelve el barco a sus dueños y se acabó.

—Pero, Señora Conquistadora, sin duda los dueños del barco merecen también una compensación —dijo Demetri con tono quejumbroso.

Ya me había dado la vuelta para marcharme, pero volví a colocarme delante de él, para amedrentarlo, y bufé con tono grave:

—Su compensación es que les devuelvo el barco sin apropiarme de él. Además de que no voy a enviar a una unidad de soldados para arrestarlos a todos por comercio ilegal de esclavos. Hemos terminado. Escucharé más peticiones esta tarde —dije, dándome la vuelta.

Volví con las niñas, las cogí rápidamente en brazos y me las llevé de la gran sala. Sus risas se oían por los pasillos y gocé muchísimo con las miradas de asombro que iba recibiendo.

—Hola, Atrius —sonreí al ver la cara de sorpresa total de mi capitán cuando cerró la puerta de las habitaciones de Anya.

—Señora Conquistadora —inclinó la cabeza, con una fugaz sonrisa preocupada—. ¿Así que tu Gabrielle te lo ha acabado diciendo?

—¿Gabrielle? —pregunté sorprendida, para proteger a mi joven esclava—. No, la verdad. Verás, es que no paraba de preguntarme por qué fuiste el primero en aparecer esa noche en que le pegué una paliza a aquel joven teniente. Empecé a atar cabos y me di cuenta de que tendrías que haber estado aquí por alguna razón. No es propio de ti recorrer los pasillos de palacio sin un motivo. Entonces caí en la cuenta de que, efectivamente, podías tener un propósito... aquí, en las habitaciones que están debajo de las mías.

—En ningún caso pretendía faltar al respeto a la señora Anya ni a ti, Señora Conquistadora —dijo Atrius secamente. Me di cuenta de que se estaba preguntando si se había metido de verdad en un lío o no.

Me aparté de la pared donde había estado apoyada. Pegándole una palmada al soldado en la espalda, me eché a reír.

—Vamos, amigo mío. Vamos a beber algo, ¿te parece? —dije y guié a Atrius escaleras arriba hacia mi propio estudio.

—Bueno, ¿y cuándo empezó todo esto? —le pregunté a Atrius, mientras servía unas copiosas copas de oporto.

Atrius meneó la cabeza y me identifiqué totalmente con su expresión. Su cara me decía que también él se hacía esa misma pregunta.

—Fui allí para acompañar a Petra después de enseñarle la zona de los mensajeros aquel primer día. La vi, tan pequeña y débil, y... bueno, no sé ni cómo explicar lo que sentí.

Crucé la habitación, le pasé al capitán una de las pesadas copas de plata y me quedé allí plantada mientras reflexionaba sobre su respuesta. Sí, comprendía perfectamente sus sentimientos. Al parecer, yo misma había caído víctima de la misma dolencia mientras me alojaba en un castillo de Ambracia, cuando me quedé mirando a una pequeña esclava con los pies descalzos. Sacudí físicamente la cabeza para regresar al presente.

—Bueno, querido capitán —empecé—, en vista de que Anya vive aquí bajo mi protección, considero mi deber asegurarme de que su reputación no se ve mancillada. ¿Qué intenciones tienes hacia esa mujer? —pregunté, pero cuando vi que Atrius empezaba a irritarse, me di cuenta de que no había captado la broma.

—No he hecho nada que pueda poner el honor de la mujer en entredicho, Señora Conquistadora —dijo entre dientes, levantándose de la silla.

—Calma, amigo mío —le puse una mano en el hombro y lo empujé de nuevo a la silla—. Lo decía en broma, Atrius —sonreí al hombre.

El capitán sonrió entonces, meneando la cabeza. Por fin, un silencio pesado flotó entre los dos y cuando lo miré, él tenía la vista clavada en mí.

—Has cambiado mucho, Señora Conquistadora.

—¿Para bien o para mal? —respondí riendo levemente.

—Es para bien... para mucho bien. Cuando te conocí, fue tu habilidad como guerrera lo que me llevó a luchar a tu lado. Tras casi veinte estaciones, he sido testigo de lo mejor y lo peor de ti, pero siempre he estado dispuesto a morir con una espada en la mano por tus ideales. Estaba presente en la época en que la gente te llamaba Leona y siempre he creído en ti y en las razones por las que luchabas para que Grecia siguiera siendo nuestra. No tengo inconveniente en pedir ayuda y he rezado a Atenea, en más de una ocasión, para que algún día volvieras a los ideales de la Leona. Me alegro de saber que los dioses aún escuchan las oraciones de un viejo soldado —terminó y me volví hacia la ventana parpadeando para controlar las repentinas lágrimas.

—No estoy orgullosa de la mayor parte de mi vida, Atrius —contesté.

—No voy a intentar decirte que presentarte ante Hades vaya a ser fácil para ti, cuando llegue el momento. Me gustaría que supieras que en el curso de todo ello, te has ganado mi respeto como guerrera. En las últimas estaciones, te he visto adquirir un conocimiento de ti misma que todos agradecemos. Siempre me he sentido orgulloso de llamarte Señora Conquistadora, pero desde hace poco me alegro de llamarte también amiga.

—Gracias, Atrius. Ese nombre me honra más que cualquier otro —contesté, todavía de espaldas a él—. Dime pues, amigo —pregunté, cambiando de tema—, ¿qué sientes por esta joven, por Anya?

—Pues... bueno, supongo que la quiero —respondió Atrius algo cohibido. Lo comprendí, ¿pero a quién más iba a preguntarle una cosa así?

—¿Y ella siente lo mismo por ti?

—Eso creo, Señora Conquistadora. La verdad es que nunca nos lo hemos dicho, pero... bueno, ya sabes cómo es... es como una sensación.

Quise decirle a Atrius que no sabía cómo era, que por eso estaba aquí plantada, sin duda con aspecto de idiota, preguntándole a un soldado cosas sobre el amor. Lo último que me hacía falta o quería era quedar como una imbécil. Me pregunté si valía la pena intentar dilucidar qué era lo que sentía por mi joven esclava. No era posible que una bella joven se fuera a enamorar de la Conquistadora del mundo conocido, ¿verdad? Además, lo que yo sentía por Gabrielle no era amor, ¿verdad? Sólo habría una forma de averiguarlo. Tenía que decidir si una relación con Gabrielle, por ridículo que sonara, merecía pasar por una leve humillación.

Me volví y coloqué una silla pequeña delante del hombre sentado. Le di la vuelta y me puse a horcajadas en el asiento, apoyando los brazos en el respaldo de la silla, delante de mí. Abrí la boca para hablar, antes de acobardarme y salir huyendo.

—Atrius, ¿cómo lo sabes?

—¿Saber qué, Señora Conquistadora?

—Si lo que sientes... si lo que ella siente... o sea, ¿si es de verdad amor? —ya era tarde para retroceder, la pregunta había quedado planteada, y por ello lo miré con firme determinación, con la esperanza de que fuera lo bastante listo para no obligarme a darle explicaciones.

Por fin, la luz de la comprensión iluminó sus ojos marrones y asintió con la cabeza, al tiempo que sus labios esbozaban una leve sonrisa de entendimiento.

—Ya veo —dijo por fin. La importancia de las personas implicadas había acabado por hacer mella en él—. No es muy fácil de explicar, es por lo que siento cuando estoy con ella, pero más que eso, es por lo que siento cuando no está a mi lado. Si está lejos de mí, me preocupo por ella, y cuando está conmigo, me preocupa hacer algo estúpido delante de ella. Es por la especie de dolor que siento cuando espero todo el día para verla y entonces, en el instante en que estoy con ella, el dolor continúa porque sé que dentro de poco tendré que dejarla. Es por saber que todo lo que dice o hace me resulta fascinante. Es porque tengo que recordarme a mí mismo que debo respirar cuando me sonríe. Sobre todo —Atrius tomó aliento por fin y advertí que sus ojos adoptaban una expresión tierna al hablar de Anya—, es por saber que seguramente quedaré como un cretino absoluto, delante de ella, pero que no se dará cuenta y, si se da cuenta, puedes estar segura de que no le dará importancia. Ya sé que nada de esto es muy concreto, pero el único modo en que puedo expresarlo es que ella me completa.

Justo cuando terminaba de expresarse de una forma que no era nada propia de un soldado endurecido por el combate, oí chillidos seguidos de carcajadas que llegaban de fuera. Me levanté, fui al balcón que daba a mis jardines y me quedé mirando mientras Gabrielle le tapaba las piernas a Anya con una manta pequeña, pues la mujer ligeramente mayor estaba sentada en uno de los bancos de piedra. La joven esclava se volvió entonces y se lanzó sobre una de las niñas, la levantó en volandas y se puso a dar vueltas acompañada de las carcajadas de deleite de la pequeñina.

Ésta era la más pequeña, la que siempre se las arreglaba para encontrarme, como hizo una vez más. Cuando señaló con un dedo regordete hacia el balcón abierto, Gabrielle alzó los ojos y se encontró con los míos. Sonrió y me descubrí, tal y como había predicho Atrius, recordándome a mí misma que debía respirar. La niña me saludó agitando la mano alegremente y no pude evitar agitar los dedos para saludar a mi vez y entonces me detuve en seco y miré a mi alrededor, cohibida, para ver si había alguien mirando. Carraspeé e intenté parecer severa una vez más, pero creo que las mujeres de debajo comprendieron que era todo fachada.

Gabrielle besó una mejilla regordeta y la niña se soltó de sus brazos y se adentró corriendo por el laberinto de senderos de piedra que serpenteaban por el bello jardín. No sé si esas flores habían oído risas alguna vez antes de ahora, y menos la risa de un niño. Nunca se permitía a nadie la entrada a mis jardines privados, pero dado que Gabrielle tenía libertad para moverse por toda la zona, los guardias sabían que no les convenía negarles el paso a ella y a sus nuevas amigas.

En cuanto la pequeña rubia soltó a la risueña niña, Gabrielle levantó la cabeza para mirarme de nuevo. Con esa sola mirada, todo lo que Atrius acababa de decir cobró sentido completo.

¿Es eso lo que siento, pequeña? ¿Es por eso por lo que me preocupo cuando no estás conmigo y me siento cautivada por tu encanto inocente e involuntario? ¿Es cierto? ¿Estoy sintiendo algo que Xena la Conquistadora pensaba que nunca sería para ella?

El contacto de nuestros ojos no duró más que unos segundos, pero para mí fue como una eternidad. Al contemplar esos ojos en los que siempre parecía haber algo más que lo que el resto del mundo veía, reconocí la verdad. Gabrielle, tú me completas.

Hacia el final de la tarde, todas las audiencias del día se habían agotado, lo mismo que yo. Busqué a Gabrielle y, al no dar con ella, le pregunté a uno de los guardias que estaban apostados en esta planta del palacio.

—Está ayudando en la escuela, Señora Conquistadora —contestó.

—No sabía que tuviéramos una escuela —respondí algo confusa.

—La organizó la señora Delia, Señora Conquistadora, y le ha pedido a tu Gabrielle que la ayude.

Me eché a reír al oír eso. Dioses, lo que me faltaba, que Gabrielle pase más tiempo con Delia. Este plan es muy propio de las dos.

Como no sabía cuándo volvería mi joven esclava conmigo, decidí dejarle una nota y sacar a Tenorio para dar un paseo relajante. Repaso ahora lo que hice y me siento intrigada. ¿Y si no hubiera decidido dejarle una nota a Gabrielle? ¿Qué habría sucedido entre nosotras si no hubiera acudido a sus habitaciones y no hubiera descubierto el pergamino, fuera de su estuche sobre su escritorio? Algunos días no paro de preguntármelo, pues aquel día, la cosa se hizo oficial. Aquel día, perdí el corazón.

Me llamo Gabrielle. Soy esclava y pertenezco a Xena la Conquistadora...

Así empezaba el pergamino, pero yo iba ya mucho más adelantada. Había leído ya más de la mitad. Estaba haciendo algo horrible, invadiendo la intimidad de mi joven esclava al leer el pergamino. Estaba totalmente enrollado, pero fuera de su estuche, como a la espera de ser terminado. Quise parar. Me regañé y me insulté a mí misma, pero no pude dejar de leer. Era como si Gabrielle estuviera hablándome por fin. Me estaba contando sus pensamientos más privados e íntimos y, como la gran criminal que soy, cedí a la llamada de la tentación.

¿Qué es lo que tiene para hacer que mis numerosos temores se derritan, como el hielo del invierno bajo el calor del sol de mediodía? ¿Por qué siento que soy mucho más que una mera esclava cuando estoy en su presencia? Una pregunta más adecuada podría ser, ¿por qué insiste en que soy más que una esclava?

Incluso cuando no la veo, noto su poderosa mirada azul sobre mí, intentando extraer mis secretos de los recovecos ocultos de mi corazón. No sabe lo que es ser esclava, pero no diré que no sabe lo que es el miedo. Yo misma la tenía por la mujer más libre de miedos que había conocido en mi vida, pero la noche en que me enseñó a defenderme, averigüé que no sólo conoce el miedo, sino que a menudo es su compañero más íntimo.

No pude, y no puedo aún, explicar lo que aquella noche supuso para mí. Me dio permiso para defenderme. ¿Me ha salvado o me ha condenado? Me ha llamado esclava una sola vez, cuando he estado en su presencia. Ahora utiliza la expresión "Me perteneces". Podría interpretarlo como la forma que tiene mi ama de afirmar su propiedad, pero siento que hay algo más. Me pregunta si le pertenezco y siento que me está preguntando mucho más que eso. A menudo, cuando hace esa pregunta, en su voz se advierte cierta tristeza, incluso inquietud.

Me ha obligado a hacer algo que me había jurado que jamás ocurriría. Me prometí a mí misma, todos los segundos de cada día, durante casi once veranos, que no lo haría, pero ha sucedido. Ha ocurrido lo impensable y no sé cómo reparar el daño, y peor aún, no sé si quiero. Se llama Xena la Conquistadora y es un nombre adecuado, ¿verdad? Ha atravesado las barreras que me he pasado la mitad de mi vida levantando y, de todas las cosas que juré que jamás ocurrirían, ella sola ha logrado provocar ésta. Me ha hecho sentir.

Mi problema es que no sé qué siento. ¿Es amistad, compasión... por los dioses, amor? ¿Cómo se ve la diferencia, si nunca se han experimentado esas emociones? El dolor y la humillación han sido mis compañeros constantes desde la primera vez en que me subieron al estrado de las subastas. ¿Qué sabe esta mujer de estas cosas, cuando nunca ha sufrido la degradación de ser poseída como ganado? ¿Cómo es posible, pues, que sepa justo lo que debe decir para calmar mis temores constantes? ¿Cómo sabe cómo tocarme, para que sienta sus caricias no sólo en la piel, sino en lo más hondo de mi alma?

No sé por qué o cómo me conoce tan bien en ocasiones. Somos muy distintas, ¿no? Cuántas preguntas hay y qué pocas respuestas. Tengo una educación mejor que más de la mitad de los habitantes de este castillo, pero hay muchas cosas que aún no he experimentado. He sido bien instruida y mis propios conocimientos son enormes, pero se me ha mantenido protegida de muchas cosas. ¿Por qué me siento totalmente a salvo en sus brazos? ¿Me engaño a mí misma al pensar que puede haber un vínculo... me atrevo a decir cariño, que está creciendo entre nosotras?

¿Sabe ella la inquietud que esto me causa? Esta mujer, que me parece omnisciente, ¿sabe que me despierto por la noche al oírla susurrar mi nombre en sueños? ¿Se da cuenta de que, cuando no mira, la contemplo y me quedo asombrada por su belleza? ¿Comprende que las suyas son las primeras caricias placenteras que he recibido en mi vida?

Anoche le di placer por segunda vez de un modo que ningún hombre o mujer me ha enseñado jamás. Era puro instinto y algo primitivo que sentía encerrado dentro de mí. Era poderoso y exigente y, aunque sé que la exitación de mi ama era grande, también lo era la mía. Eso me sorprendió y me asustó. La toqué así no sólo porque a ella le daba placer, sino también porque a mí me encantaba. En casi once estaciones, nunca he obtenido la menor satisfacción con los actos que he realizado o de los que he sido víctima. Esta mujer, sin embargo, puede susurrarme al oído y siento un calor agazapado en el vientre. Cuando me toca, me humedezco al instante y aguardo el contacto que siempre promete que no se detendrá hasta que experimente esa satisfacción.

Anoche, me quedé atrapada en ese placer, no sólo el suyo, sino también mi propio placer. Me senté a horcajadas sobre su cuerpo, pegué mi centro húmedo a su musculoso abdomen y, de repente, noté que mis propias caderas se agitaban para pegarse a su tripa. Me sentí mortificada, pues sabía que el castigo sería instantáneo, pero no lo hubo. Sus grandes manos me agarraron las caderas y se puso a guiar mis movimientos. Tiró de mí hacia abajo, pegando mi necesidad a su piel con más fuerza, y mi propia humedad hizo que me fuera más fácil deslizarme sobre esos duros músculos, cubiertos de sedosa piel. Dentro de mi cabeza, sabía que mi comportamiento no era el de una esclava y cuando se puso a gemir y a animarme con sus palabras, supe que el suyo no era el comportamiento de un ama.

Me eché hacia delante, apoyada con las manos en la cama, y seguí agitando el cuerpo, concentrada únicamente en mi creciente necesidad. Los ruidos que hacía me atravesaban de placer y entonces noté que sus manos subían por mi cuerpo y me cogían los pechos. Pellizcó y tiró de las sensibles puntas y esto hizo que me agitara con fuerza contra ella. No tenía el menor control sobre mis actos y me sentía aterrorizada y gratificada al mismo tiempo. Cuando por fin me eché hacia atrás, gritando en silencio por el orgasmo, sentí que esos largos dedos se deslizaban dentro de mí. Antes de que mi cuerpo pudiera recuperarse, volvió a provocarme esas sensaciones una y otra vez. Su voz... dioses, qué voz. Se incorporó y me rodeó con un brazo, mientras seguía llenándome con el otro, sin parar. Me habló, con ese tono grave y seductor, diciéndome todo lo que me iba a hacer, todo lo que deseaba de mí. Eran palabras dulces, sensuales, a veces vulgares, pero el sonido, unido a la idea de que podría hacerlas realidad, me hizo caer por un precipicio del que pensé que no podría volver jamás. Lo único que pude pensar, mientras yacíamos juntas mucho después, fue que éste no era el comportamiento de un ama y su esclava, sino más bien de dos amantes.

Una noche me desperté, gritando aterrorizada por una pesadilla que no sufría desde hacía muchas estaciones. Esta gran mujer me cogió entre sus brazos y parecía angustiada de verdad, pensando que había hecho algo para desencadenar la inquietante visión. Me abrazó y me susurró cosas tiernas hasta que sentí que mi corazón recuperaba su ritmo normal. Fue entonces cuando lo supe. Una vez más, no es algo que pueda explicar con lógica, sólo una sensación que tengo. Esa noche supe que haría cualquier cosa por mí. Pasaría hambre con tal de darme de comer, sufriría el frío con tal de darme calor. También me di cuenta de que se dejaría cortar por una espada antes de dejar que me sucediera daño alguno. La otra sensación que soporto es que ella no sabe por qué siente estas cosas. Pero me pregunto, ¿las siente también? ¿Lo sabe?

Sin embargo, saber no es comprender. ¿Qué será de mí si me equivoco?

Cuando me di cuenta de que me costaba leer por la falta de luz, levanté la vista alarmada al ver que se estaba poniendo el sol. Coloqué rápidamente el pergamino en la mesa, exactamente en la misma posición en que lo había encontrado, y me dirigí en silencio a mis propios aposentos. Mientras, las manos casi me temblaban por lo que había descubierto.

Si no hubiera estado tan absorta en mis propias reflexiones, es posible que hubiera visto a la pequeña rubia que estaba acurrucada en un nicho de la escalera de piedra. Y es posible que hubiera visto algo que acabaría descubriendo sólo cuando nuestra relación estaba mucho más avanzada. De haber sido una pequeña mosca posada en la pared, habría visto cómo Gabrielle entraba sigilosamente en sus propios aposentos, encendía una vela e iba derecha a su escritorio. En sus labios se dibujó una dulce sonrisa cuando acercó el pergamino a la luz de la vela. Tras colocar de nuevo el pergamino en la mesa, se arrancó un largo pelo dorado de la cabeza. Con cuidado, la joven volvió a enrollarlo alrededor del pergamino. Justo antes de apagar la vela, por su rostro cruzó una expresión que parecía una mezcla de miedo teñido de expectación. Suspirando con determinación, la joven salió de la estancia, para llamar suavemente a la puerta del otro lado del pasillo.