El final del viaje vii
A medida que pasa el tiempo gabrielle va demostrando su personalidad y sagacidad. sera aquello cierto del refren que dice "cuidado con lo que deseas"
El final del viaje
LJ Maas
Título original:Journey's End.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2005
Corderito, ¿quién te hizo?
—¿Qué has hecho esta tarde, pequeña? —le pregunté a Gabrielle cuando estábamos cenando juntas.
Habían pasado quince días desde que mi joven esclava dio un giro a su vida. Era evidente en la forma de hablar de Gabrielle, en su forma de andar e incluso en su postura. Estoy segura de que ella ni notaba los cambios que se estaban produciendo, pero mis ojos lo absorbían todo. Sonreía mucho más y a veces, creo, hasta se olvidaba de que era yo con quien estaba charlando. Me habló de su día y me quedé ahí sentada, con un codo apoyado en la mesa y la barbilla en la palma de la mano, fascinada por todas y cada una de las palabras que pronunciaba la muchacha.
La recién adquirida seguridad de Gabrielle tranquilizaba muchos de mis temores. Ya no me preocupaba tanto cuando no estaba conmigo, pues sabía que ahora poseía suficiente actitud para mantenerse ligeramente fuera de peligro. Al parecer, pasaba los días llenando los pergaminos que le había comprado. Sabía que todos los días pasaba un rato con Delia y en una ocasión hasta la vi riendo con mi doncella, Sylla, cuando se dirigían al mercado.
Como soberana, muy a menudo mi tiempo libre no me pertenecía, pero cuando sí que me tomaba un descanso de la tarea de gobernar las tierras que estaban a mi cargo, ese tiempo lo pasaba con esta joven. De vez en cuando, daba permiso a Gabrielle para que bajara a los campos de entrenamiento y se quedara mirando mientras yo entrenaba. Por alguna razón desconocida para mí, le gustaba sentarse encima de los muros bajos de piedra que rodeaban la zona de combate y miraba mientras yo intercambiaba golpes con una serie de armas enfrentada a mis soldados. Rara vez permitía a la joven que estuviera allí, pero ella nunca me rogaba que la dejara. Se limitaba a sonreír y asentir con entusiasmo cuando le preguntaba si le apetecía acompañarme.
Confieso que tenía dos motivos para dudar a la hora de traer a mi esclava aquí abajo. El motivo evidente era que me preocupaba que una chica bonita estuviera a la vista de mis hombres, sobre todo mi chica bonita. He pasado casi toda mi vida con soldados o alrededor de ellos y, en general, son una panda de zafios. No veía la necesidad de hacer pasar a Gabrielle por una humillación indebida y tampoco deseaba encontrarme yo misma en una situación en la que me viera impulsada a matar a un hombre por una sonrisa lasciva o un silbido. Sabía lo celosa que podía llegar a ser y lo irracional que podía ser mi temperamento. ¿Para qué jugar con fuego?
El segundo motivo era más bien un problema personal mío. Dicho llanamente, me resultaba desconcertante ver a Gabrielle observando embelesada mientras yo entrenaba y demostraba mi habilidad como luchadora contra unos jóvenes que apenas tenían la mitad de mi edad. En el corazón de esta mujer tan grande, de esta Conquistadora, había una masa de inseguridades, sobre todo cuando se trataba de Gabrielle. Lo cierto es que nunca estaba del todo segura de si la joven quería mirarme a mí o a los jóvenes a los que machacaba.
—Espera... repite. ¿Quién es Anya? —pregunté.
Tenía la capacidad desconcertante, para algunos, de dejar vagar la mente, pero seguir oyendo todo lo que sucedía a mi alrededor. Gabrielle se había trasladado a la cama a mitad de la conversación y cuando volví a levantar la mirada, tenía las piernas recogidas contra el pecho con aire informal y la espalda apoyada en el cabecero de madera tallada. Me estaba hablando de una mujer de la que se había hecho amiga, pero yo no conocía a nadie del castillo que se llamara así.
—Es la madre de Petra, mi señora. ¿Te acuerdas del niño al que...?
—Ah, sí, sí. ¿Se encuentra bien, entonces? —pregunté, recordando lo frágil y enferma que parecía cuando Kuros me condujo a las habitaciones de palacio que había destinado a la mujer y sus hijos.
—Muy bien, mi señora. Me está enseñando a coser y a crear unas cosas maravillosas con tela. ¿Sabes que fue aprendiza de una famosa costurera de Atenas antes de casarse?
—¿De verdad? —contesté muy seria, para darle gusto a mi esclava—. ¿Y quién era esta famosa costurera?
—Messalina —dijo Gabrielle con cierta emoción.
Me erguí un poco en la silla.
—¿Aprendió este oficio con Messalina? —pregunté.
—Sí, mi señora. ¿Has oído hablar de esta mujer famosa?
—Sí —contesté distraída, recordando una época en que la mujer conocida tan sólo como Messalina diseñaba todas las túnicas de seda que me ponía.
Levanté la vista y Gabrielle me estaba mirando pacientemente, tal vez a la espera de que se lo explicara. Puesto que ya había respondido afirmativamente, ¿cómo no iba a darle una explicación?
—Cuando era mucho más joven, antes incluso de que tú nacieras, se me conocía como Xena la Conquistadora. Conquisté toda Grecia, el Imperio Romano, Extremo Oriente, la Galia y establecí mi palacio aquí, en Corinto. Messalina tenía entonces tal vez la misma edad que tienes tú ahora, pero ya entonces —meneé la cabeza y sonreí—, tenía un auténtico don.
Hice una pausa y bebí un sorbo de agua, recordando a la joven y los recargados brocados que creaba para que me los pusiera en público y que recordaban a las túnicas sueltas que me había acostumbrado a llevar en la época en que viví en Chin. En aquel entonces, esa tierra influía en toda mi vida: lástima que no estudiara mejor sus principios. Sólo tuve que describirle mis preferencias una vez y poco después la muchacha creó literalmente el estilo de ropa que iba a usar durante las veinte estaciones siguientes.
—Diseñó toda la ropa que yo usaba entonces. Yo no era muy amable en aquella época, pero recuerdo que con ella sí que lo era. Creo que admiraba su talento. Era como Delia, sólo que no tan descarada. No se lo pensaba dos veces a la hora de decirme si mis diseños de vestuario eran de un mal gusto extraordinario o directamente feos. A veces me miraba de una forma... igual que me miras tú —dejé asomar una sonrisa agridulce a mis labios al recordarlo.
—¿La amabas? —la voz suave e interrogante de Gabrielle interrumpió mis recuerdos.
La miré y vi algo en sus ojos que el día anterior no tenía. Se parecía un poco a los celos, pero cuando parpadeé, quedó sustituido por la misma expresión compasiva que siempre tenía Gabrielle cuando me miraba. Gabrielle era joven: demasiado joven para saber más sobre mí de lo que contaba la leyenda, pero había llegado el momento de que supiera quién era yo. Me levanté de la silla y crucé la habitación para sentarme al lado de la joven que estaba sentada en la gran cama.
Cogiendo una de sus pequeñas manos con la mía, mucho más grande, empecé a hablar.
—No había amor dentro de mí o por mí, en aquel entonces, Gabrielle. Mataba, violaba y tomaba, todo por una sola razón, que era porque podía, porque era fuerte y los demás eran débiles. Mi vida giraba en torno al poder y el control, porque pensaba que quien tuviera aquello, lo tenía todo.
Bajé la cabeza mientras seguía hablando y mi pelo oscuro me rodeó como la capucha de un manto, haciéndome más fácil revelar la horrible verdad de mi existencia a la joven que tenía ante mí.
—Las cosas que he hecho, Gabrielle... lo que he sido... me ponen enferma y ahora sé que en realidad no hay bien suficiente que pueda hacer para expiar mis actos. Es cierto lo que dicen de mí, sabes. Tal vez no deberías ser amable conmigo, Gabrielle... soy malvada.
No estaba buscando lástima, ni siquiera compasión, aunque creo que mi joven esclava sentía ambas cosas por mí. Simplemente le conté, de la forma más escueta posible, quién era. Me entraron dudas sobre lo que estaba haciendo. En esos largos segundos que transcurrieron desde que mi voz se apagó hasta que Gabrielle reaccionó, un instante raudo de introspección me llevó a preguntarme: ¿Por qué, justo cuando la tengo más cerca, intento alejarla? ¿Por qué intento asustarla hasta el punto de dejar de importarle?
Sólo me cabía esperar que algún día pudiera hallar las respuestas a esas preguntas. Noté la suavidad de los dedos de Gabrielle bajo la barbilla y, tal y como había hecho yo con ella cientos de veces, sentí que me levantaba la cara hasta que me encontré con un rostro que sin duda podría haber derretido el corazón más duro.
—He leído muchas cosas, mi señora, sobre esta mujer, Xena la Conquistadora. Los pergaminos están llenos de su historia, de sus batallas, así como de sus inclinaciones. Sé que soy joven, pero comprendo más de lo que crees. Conozco cosas sobre Xena la Conquistadora, pero no la conozco. Esa Xena no es la mujer que tengo ante mí y desde luego no es la Xena a quien pertenezco.
No sé por qué lo hice, sólo que hacerlo me salió de forma natural. Puse la cabeza en su regazo y estiré mi cuerpo sobre el colchón, estrechándole la cintura con un brazo. Gabrielle me frotó la espalda, trazando pequeños círculos tranquilizadores, al tiempo que me acariciaba la sien con los dedos de la otra mano. Fue esa mujer cargada de inseguridades quien intervino a continuación.
—¿ De verdad me perteneces, Gabrielle?
Tenía los ojos cerrados con fuerza para protegerme del respetuoso silencio que estaba segura de que iba a oír. ¿Por qué no podía dejar las cosas en paz, por qué tenía que insistir sobre el tema? Noté unos cabellos sedosos que me rodeaban cuando Gabrielle depositó un beso ligerísimo en mi oreja. Intenté contener, sin éxito, las lágrimas ardientes que se me escaparon por el rabillo de los ojos cerrados.
—Sí, mi señora... sólo a ti —respondió el cálido aliento de Gabrielle en mi oído.
Le rodeé la cintura con los dos brazos y la estreché. Mi corazón no lograba decidir si debía sentirse agradecido o aterrorizado. Optó por ambas cosas. Qué bien me sentía tumbada aquí con Gabrielle de esta forma, sin preocuparme sobre si debía controlar mis emociones, sin importarme lo que pudiera parecerles a otros. También me resultaba muy natural dejar que alguien... no, alguien no. Me resultaba muy natural dejar que Gabrielle cuidara de mí. Como soberana y guerrera, nunca se me permitía parecer débil o necia, pero en presencia de Gabrielle, estoy convencida de que parecía las dos cosas, pero estoy segura de que, al menos a ella, no le parecía ninguna de las dos.
Noté que me tapaban con una gruesa colcha y la cálida presencia de otra persona que me estrechaba los hombros con sus brazos. Gemí y me hundí más en el abrazo. Unos fuertes golpes en la puerta externa de mis aposentos interrumpió la placentera situación. Gruñí, pues sabía que iba a tener que abandonar este reconfortante refugio.
—¿Voy yo, mi señora? —preguntó Gabrielle.
—Mmmm —murmuré—. Líbrate de quienquiera que sea, por favor, Gabrielle. No quiero ver a nadie hasta mañana por la mañana.
Me puse boca arriba, echando de menos de inmediato el cuerpo blando que se levantó en silencio de la cama. Si hubiera estado más despierta, es posible que hubiera creído que no era más que un agradable sueño, cuando unos labios suaves se posaron delicadamente en mi frente y luego desaparecieron.
Una voz masculina que sonó en mi antecámara me despertó al instante. Por los dioses, dormía tan bien cuando estaba con Gabrielle que me daba miedo. De repente, recordé que apenas unos segundos antes le había pedido a Gabrielle que contestara a la puerta. Rodé hasta el extremo de la cama, me levanté y refunfuñé por lo bajo cuando descubrí que la voz masculina pertenecía a esa escoria de Demetri. La conversación entre Gabrielle y mi administrador sonaba apagada, pero de repente sus voces se hicieron más claras, pues se colocaron justo delante de la puerta que daba a mi dormitorio. Me senté de nuevo en el colchón, escuchando la más que sorprendente conversación.
—Aparta, esclava, o te aparto yo mismo —gruñó Demetri.
Me juré en silencio que si el hombre le ponía una sola mano encima a Gabrielle, una crucifixión lenta sería un fin demasiado clemente para él.
—No puedo, señor Demetri —la voz de Gabrielle sonó de repente más próxima y me di cuenta de que debía de haberse colocado delante de la puerta, impidiéndole el paso al hombre.
—Pero qué zorra. Sabes que si te tengo que quitar de en medio, no lo vas a pasar bien —bufó Demetri.
Casi aplaudí al oír lo siguiente que dijo Gabrielle, aunque tenía todos los músculos del cuerpo tensados para intervenir si las cosas se desmandaban.
—Señor Demetri, la Señora Conquistadora me ha ordenado que nadie la moleste. Si no se obedecen sus deseos, me castigará sin duda, pero supongo que las consecuencias serán peores para la persona que efectivamente la moleste.
Estuve a punto de echarme a reír en voz alta. Me imaginaba la cara de Gabrielle al soltar esas palabras con ese tono de advertencia e insinuación. Su descaro me sorprendía cada día más y mi imaginación creó una visión de la minúscula sonrisita irónica que habría en sus labios, junto con el ligerísimo arco de su ceja. ¡Por los dioses, esta mujer no tenía nada de idiota!
Fui a la puerta y no oí más que silencio, pues era evidente que Demetri estaba sopesando las palabras Conquistadora y molestar y evaluando los riesgos. Me sonreí y luego me obligué a adoptar una expresión feroz. Agarré la puerta y la abrí tan deprisa que Gabrielle, que estaba apoyada de espaldas en la pesada madera, cayó en mis brazos.
La pequeña rubia se quedo sorprendida y momentáneamente desconcertada hasta que se dio cuenta de que era yo quien estaba detrás de ella. Mi expresión hizo retroceder dos pasos a Demetri. Sujeté a Gabrielle bien pegada a mí con un brazo alrededor de su cintura. Demetri pareció bastante aliviado y abrió la boca para hablar.
—Señora Conquistadora, yo...
—¡Buenas noches, Demetri! —pegué un portazo en su cara y lo dejé allí plantado, farfullando, varios segundos. Por fin sus pasos se alejaron y la puerta externa de mis aposentos se cerró de golpe.
—¡Oh, por eso valdría la pena pagar entrada! —exclamé riendo, y me apoyé en la puerta, estrechando a Gabrielle entre mis brazos y besándola en la rubia cabeza.
—¿Ha estado... ha estado bien hacer eso? —preguntó Gabrielle, con la mejilla pegada a mi pecho.
—Ha estado muy bien, pequeña. Estoy muy contenta —repliqué y noté que la tensión desaparecía del cuerpo de la joven.
Abrí la puerta y atisbé dentro de la habitación hasta que consideré que se podía pasar. Crucé la estancia, cogí una frasca de vino y me serví una gran copa. Me detuve y levanté la frasca señalando a Gabrielle.
—Gabrielle, ¿alguna vez has probado el vino?
—No, mi señora.
La respuesta era lo que me esperaba, pues pocos amos darían jamás una buena bebida a una esclava, al considerarlo un desperdicio.
—¿Te gustaría... mmm, probarlo? —pregunté.
—No lo sé, mi señora. Si a ti te complace... —contestó.
—La cuestión es, ¿te complacería a ti? —respondí y así llegamos a un punto muerto. Las dos nos quedamos ahí plantadas, al parecer incapaces de liberarnos de nuestra mutua mirada tierna.
Yo fui la primera en apartar la mirada y serví un poquito del líquido rojo en una pesada copa de metal y luego le añadí una buena cantidad de agua. Pensé que como nunca había probado el vino y teniendo en cuenta su pequeño tamaño, aguar el vino sería la mejor manera de iniciar a mi joven esclava en el producto de la uva.
Le entregué la copa a Gabrielle y esperé a que hubiera tomado un primer trago. Arrugó la nariz y sonrió ligeramente.
—Es dulce —comentó—. Es como zumo... en cierto modo.
Me llevé mi propia copa a los labios, pero me detuve en seco. Me lo pensé un momento y luego levanté un poco la copa como saludo.
—Quiero brindar por ti, Gabrielle. Hoy me has complacido mucho.
Agachó un poco la cabeza rubia.
—¿Es por lo que he hecho con el señor Demetri? ¿Por eso te sientes complacida, mi señora?
Bebí un gran trago de vino y luego otro antes de contestar. Dejando mi copa en el aparador en el que estaba apoyada, me aparté y me dirigí a la ventana abierta, por la que se veían las estrellas parpadeantes suspendidas en el cielo negro. Cuántas cosas quería decir, pero, como siempre a lo largo de mi vida, las palabras me fallaban cuando más las necesitaba. Intenté expresar lo que llevaba en el corazón, pero todavía estaba muy lejos de poder dar voz a todo lo que sentía en él.
—Supongo que me gusta saber que puedes cuidar de ti misma —dije, todavía de espaldas a ella, dándome cuenta de lo poco creíble que sonaba aquello.
—Soy esclava, mi señora. No sé si todo el mundo podrá aceptar una actitud agresiva por mi parte.
Me volví para mirarla y vi que tenía el ceño fruncido.
—Gabrielle, hay una enorme diferencia entre ser agresivo y ser asertivo. No te imagino convirtiéndote en una mujer agresiva, no parece formar parte de tu naturaleza —miré al otro lado de la estancia haciendo una pausa, pero Gabrielle parecía tan confusa como antes.
—Gabrielle, si te enseñara a usar un arma, si pudieras hacerte experta con ella, ¿la usarías para matar?
—No... no sé si alguna vez podría hacer eso, mi señora —contestó Gabrielle, con evidente tono de decepción.
—Y yo no esperaría de ti que pudieras hacerlo. Como he dicho, no es parte de ti. Pero podrías defenderte con esta arma, ¿no?
—Sí, tal vez —respondió dubitativa—. Sí, creo que podría defenderme a mí misma o a alguien que me importara.
—Pues acabas de aprender la diferencia entre la agresividad y la asertividad. Si lo primero formara parte de ti, podrías atacar a alguien. Si se trata de lo segundo... bueno, ser asertivo significa ser capaz de defenderse, pequeña. Eso es lo que quiero que aprendas a hacer. Eso me ayudará a no preocuparme tanto cuando estás lejos de mí —contesté, pero en cuanto las palabras salieron de mi boca, me di cuenta de lo que había dicho y de la facilidad con que lo había dicho.
¿De verdad acababa de confesar que me preocupaba por ella? ¿Yo... Xena la Conquistadora? Noté que se me ponían las orejas calientes y eso nunca es buena señal para un guerrero. Observé cómo el ceño que adornaba la frente de mi esclava desaparecía y de repente, vi que en los ojos verdes como un bosque de Gabrielle aparecía algo que sólo se podría describir como risa. Me crucé de brazos, apoyando el peso en un pie, e intenté parecer indiferente. Cuando Gabrielle avanzó unos pasos, mientras sus músculos faciales se esforzaban a todas luces por reprimir una sonrisa, me volví ligeramente y me puse a examinar el tapiz que colgaba de la pared. Ahora bien, ese tapiz llevaba casi doce estaciones colgado de esa pared, pero de repente, se convirtió en el objeto más fascinante de la habitación.
—Mi señora... ¿tú... te preocupas? ¿Por mí? —dijo Gabrielle, con demasiado regocijo para mi gusto, debo reconocer. ¡Por los dioses, creo que he cometido un error colosal al darle poder a esta mujer!
—Pues... —me callé, sin dejar de toquetear el tapiz, pues sabía que si miraba a la pequeña rubia, sería mi ruina.
Sabía que si me dejaba atrapar por esa mirada, en la que había una mezcla de compasión y seducción, caería de rodillas y le prometería cualquier cosa. Acabaría tumbada boca arriba en una postura de sumisión, dejando que mi joven esclava me tomara como si nuestras respectivas posiciones en la vida se hubieran vuelto del revés. Haría lo único que me había jurado a mí misma que no volvería a hacer jamás: suplicaría. Gabrielle usaría el talento de su cuerpo y mi propia debilidad para hacerse con el control y yo acabaría suplicando por sus caricias divinas como un perrillo suplica por las sobras de la cena, lloriqueando y gimoteando mi necesidad hasta que mi ama se apiadara de mí y me diera satisfacción.
—¿Es cierto? ¿Te preocupas por mí...? —Gabrielle se calló un momento.
Está bien, no la miraré. No cederé , seguí pensando, arrancando sin darme cuenta los hilos de la preciada obra de gruesa tela. Puedo ser fuerte. Puedo expresarme bien. ¡Soy la Conquistadora de prácticamente todo el puñetero mundo!
—¿...Xena? —terminó Gabrielle.
Entoncés la miré. ¡Por Hades!
Me hundí en sus ojos, que mostraban un temperamento y una actitud que yo había contribuido a darles. Se me paró el corazón, mi libido alzó el vuelo y me di cuenta de que yo había creado esto. En algún momento, había recogido a un corderito asustado y lo había convertido en un lobo hambriento.
—¿Es así, Xena? —Gabrielle repitió la pregunta, ladeando ligeramente la cabeza con un aire de lo más encantador. Se detuvo delante de mí, con el cuerpo tan cerca que casi estábamos pegadas la una a la otra.
—Mm... pues... a veces — ¡Por los dioses, pero qué patética!
Me quedé paralizada al notar que capturaba mi atención con tan sólo una mirada imperiosa. Gabrielle me sonrió. No era la sonrisa fiera que me esperaba de una cazadora tan capaz, sino una sonrisa inocente, llena de dulzura, la sonrisa que puede atrapar el corazón de una vieja guerrera y, en un cuarto de marca, obligarla a suplicar piedad.
Mi joven esclava se puso de puntillas, deslizando su cuerpo por el mío. Se acercó y, casi con timidez, me dio un beso delicadísimo en la mejilla. Fue tan ligero y delicado que era como el roce de las alas de una mariposa sobre mi piel acalorada. Noté que esas orejas que antes se me habían puesto calientes, ahora estallaban en llamas. Sólo pude quedarme mirándola, con expresión cohibida.
Gabrielle deslizó su manita dentro de la mía y echó a andar hacia el dormitorio. Mientras me arrastraba por la puerta, de repente me acordé de un dicho que había leído. Decía algo así como... Cuidado con lo que deseas...
Ama, mía
Me metí en la humeante agua del baño, con una mueca de dolor por el escozor que el agua caliente me causó en la delicada entrepierna. Me moví un poco, tratando de ponerme cómoda, pues los arañazos que me cubrían el trasero también me escocían por el agua caliente.
—Por los dioses, esta chica va a acabar conmigo.
Era sin duda un dolor placentero, como indicaba mi sonrisa. Me recliné en el agua cálida, repasando mentalmente los acontecimientos de la noche anterior, y un leve estremecimiento me sacudió el cuerpo. El temblor no llamaba a engaño: se debía al mero recuerdo de cómo habíamos hecho el amor la noche antes. Mi sonrisa se hizo más amplia.
Entreabrí un ojo al oír movimiento en la otra habitación. Sylla entró en la sala del baño, agachándose una y otra vez para recoger el reguero de ropa tirada por el suelo de baldosas.
—Veo que tu Gabrielle sigue dormida —comentó Sylla.
Enarqué una ceja, pero continué con los ojos cerrados.
—¿Y eso cómo lo sabes?
—Porque esa muchacha es ordenadísima. Siempre he sospechado que iba recogiendo detrás de ti. Si se te deja a tu aire, parece que aquí vive un cuartel entero de soldados —refunfuñó mi doncella con humor.
Abrí los ojos y no pude contener la carcajada que se me escapó.
—Sylla, si no fuera tan desastrosa, ¿cómo te ganarías la vida?
—Muy cierto, Señora Conquistadora, muy cierto —reconoció, y siguió recogiendo mi ropa sucia, que metió en un cesto.
Volví a recostarme en el agua, cerrando los ojos de nuevo. Noté que mi doncella se había detenido y estaba esperando en la entrada de la habitación. Volví a entreabrir el ojo en cuestión y vi que Sylla se reía de mí en silencio.
—¿Qué? —pregunté con toda la inocencia que pude.
—Perdóname, Señora Conquistadora, pero ¿me permites que te indique que la gente sabría menos de lo que haces en la intimidad de tus aposentos si intentaras controlar un poquito esa sonrisa? —dijo Sylla, con la cara iluminada por su propia sonrisa pícara.
Cogí una esponja y fingí lanzársela a la mujer más joven.
—¡Fuera! —vociferé, riendo cuando ella se deslizó por las puertas dobles, cerrándolas a su paso.
Pero tenía razón y me di cuenta de que debía de parecer de nuevo ese torpe escolar, con esa sonrisa de idiota. Lo intenté, pero sólo conseguí reducirla a una desquiciante sonrisita muy ufana. Se me volvieron a cerrar los ojos y pasaron unos momentos hasta que oí que las puertas se abrían de nuevo.
—¡Por los dioses, mujer! ¿Has vuelto para oírlo de mis propios labios? ¡Pues sí, anoche eché un polvo! —le dije exasperada a mi doncella.
—La verdad es que eso lo sé ya, más bien... mi señora —me llegó la voz suave y risueña de Gabrielle.
Me incorporé bruscamente, volví la cabeza y vi a Gabrielle plantada ante el cabecero de la bañera. Llevaba sólo la bata, pero ya se había peinado y se había recogido el pelo para apartárselo de la cara. Nunca me había ruborizado por corte, vergüenza o pudor, pero en este mismo instante, noté que se me estaba poniendo la piel como un tomate.
—Yo... mm... creía... creía que eras Sylla —respondí débilmente.
—Ya. He venido para ver si querías que te frotara la espalda... ¿tal vez que te lave el pelo?
—Sí, por favor —contesté, agradeciendo que no echara sal en la herida de mi humillación—. Me gustaría.
Mi bella y joven esclava procedió a lavarme el pelo y luego enjabonó con cuidado una esponja, dispuesta a frotarme la espalda. Cuando Gabrielle me apartó con ternura el pelo de un hombro, oí una leve exclamación sofocada.
—Lo siento, perdóname, mi señora —dijo con cierta preocupación.
Volví la cabeza y seguí su mirada hasta mis hombros y los ligeros arañazos que había en ellos. Entonces levanté la mirada y vi su expresión de miedo: no, en los ojos de Gabrielle había literalmente terror.
—Gabrielle... pequeña, tranquila —me di la vuelta, le quité la esponja, le cogí la mano y le acaricié el dorso con el pulgar.
Tardó unos segundos en mirarme a los ojos con mirada vacilante.
—Llevo mis cicatrices de combate con orgullo... especialmente éstas —le guiñé un ojo, deposité la esponja en sus manos y volví a presentarle la espalda. Supe que mi broma la había tranquilizado en cuanto sentí sus manos sobre mi piel.
Estuvimos un rato charlando de naderías hasta que por fin logré engatusar a Gabrielle para que se metiera en la bañera. Cuando le di el mismo tratamiento que me acababa de dar ella a mí, se volvió y se puso a darme un masaje en el cuello y los hombros, con cuidado de no tocar los arañazos. La sensación era increíble y algunos músculos que llevaba estaciones sin usar gritaron de alivio.
—¿Mi señora?
—¿Mmmm?
—¿Te acuerdas de que te hablé de la madre de Petra... Anya? Me estaba preguntando, mi señora...
Mis sentidos se pusieron alerta, pero obligué al resto de mi cuerpo a no traicionarme. Tenía la curiosísima sensación de que se me estaba tendiendo una especie de trampa. Ahora bien, ser el objetivo de triquiñuelas femeninas no era precisamente algo nuevo para mí, pero ser la receptora, al tiempo que Gabrielle era la instigadora... eso sí que era diferente. Me sonreí y en silencio animé a la muchacha a continuar. Vamos, pequeña... a ver cómo lo haces.
—Sí... ¿qué te preguntabas, Gabrielle?
—Pues... todavía no se ha recuperado del todo de su reciente enfermedad y tiene tres niños pequeños. Petra la ayudaría más, pero trabaja de mensajero en palacio y...
—¿Cómo le va al niño, por cierto? —interrumpí. Ahora ya sabía por dónde iba la cosa. Gabrielle se había hecho amiga de la madre del niño y me iba a pedir que se quedaran en el castillo. Muy transparente, pero Gabrielle seguramente no tenía mucha experiencia con la estrategia y el subterfugio.
—Oh, Petra está muy bien y muy sano, mi señora. Trabaja bien y se ha convertido en uno de los mensajeros preferidos del castillo. El capitán Atrius dice que Petra promete como soldado, tal vez incluso como oficial.
Gabrielle seguía dándome el masaje mientras hablaba, pero uno de sus comentarios me llamó la atención, más que los otros.
—¿Cuándo ha dicho eso Atrius? —pregunté con aire inocente. ¿Cuándo Hades había hablado Gabrielle con el capitán de mi ejército?
—Ayer, mi señora, hablé con él cuando vino a ver a An... —la voz de Gabrielle se detuvo a media sílaba.
Noté que se le quedaba el cuerpo paralizado y cuando me volví para mirar a la muchacha a la cara, alzó la mano para taparse la boca, que seguía abierta por la sorpresa. Apartó inmediatamente los ojos de mi mirada y un silencio plomizo flotó en el aire entre las dos.
—Gabrielle... —hice una pausa, pero mi esclava se negó a levantar la cabeza—. Gabrielle, ¿me estás ocultando algo?
—Sí, mi señora —contestó derrotada—. No he hecho nada malo, te lo juro, mi señora, pero prometí que...
Volvió a cerrar la boca, pero yo ya sabía de qué se trataba. Una de las razones por las que los esclavos, especialmente la esclava corporal del amo, tienen pocos amigos o ninguno es justamente ésta. A los esclavos no se les permite tener secretos. Cualquier persona, esclava o no, sabía que si se confiaba a la esclava del amo, su secreto no tardaría en ser conocido.
Como siempre que pensaba en la vida que había soportado mi joven esclava, se me dilató el corazón y sentí un dolor espantoso en el pecho. Alargué la mano y le subí la barbilla, observando la tensión de los músculos de su mandíbula mientras se obligaba a no derramar las lágrimas que le llenaban los ojos.
—Pequeña, ¿le has prometido a alguien guardar una confidencia? —pregunté con intención.
Asintió con la cabeza, cosa poco propia de ella, pues al parecer era incapaz de contestar. No pude evitar sonreír levemente.
—Pues no podemos consentir que rompas tu promesa, ¿verdad? A fin de cuentas, ¿cómo quedaría eso... que la mujer que me pertenece rompe su palabra? Creo que eso me haría quedar mal a mí. ¿No estás de acuerdo? —respondí con ternura, con cuidado, como siempre, de no decir mi esclava.
Cuando Gabrielle alzó por fin los ojos para encontrarse con los míos, vi que se animaba al advertir lo que esperaba que viera en ellos. Por los dioses, me pregunto si ya sabía que no podía negarle nada.
—Gracias, mi señora —Gabrielle me lanzó los brazos al cuello, pegando nuestros cuerpos.
Mis propios brazos la estrecharon con naturalidad y cerré los ojos con dulce placer por la sensación que me producía pegada a mí. Abrí los ojos de golpe cuando sentí sus labios en mi cuello y su lengua y sus dientes me mordisquearon de repente un sensible lóbulo.
—Ah, no, ni hablar —dije riendo y estirando los brazos para apartarla de mi cuerpo. Esa intensidad incendiaria ardía una vez más en esos ojos de esmeralda y me di cuenta de que la pequeña rubia se disponía a darme las gracias como sólo ella podía. Me miró con expresión coqueta y me reí aún más. Estrechándola de nuevo contra mí, le susurré al oído—: Si dejo que me tomes como lo hiciste anoche, no podré montar a caballo durante una semana —luego besé el borde de la orejita y noté que la mujer menuda me abrazaba con fuerza.
Cuando quise jugar con la oreja dándole otro beso delicado, la risa cantarina de Gabrielle resonó por el aire, llenando por completo mis sentidos. Todavía no sé por qué, pero su risa era un afrodisíaco más potente para mí que sus besos provocativos. Por un instante, estuve a punto de decir: Al Tártaro con los caballos. Nada me parecía más importante que estar con Gabrielle. Era un sacrificio inmenso y con muchísimo esfuerzo, aparté a la muchacha, sin dejar de gritar mentalmente: ¡Por los dioses, tómame, mujer!
—Venga, fuera —dije, riendo de nuevo al ver que la cara de Gabrielle formaba algo parecido a un puchero.
No cabía la menor duda... esta muchacha iba a acabar conmigo.
Terminé de vestirme y me calcé por fin las botas, mientras Gabrielle estaba sentada ante la mesa donde comíamos, sirviendo una taza de té caliente para cada una. Conversamos un poco durante el desayuno. Le conté a Gabrielle lo que iba a hacer ese día y ella me dijo que Anya iba a darle otra lección de costura. A mí se me había olvidado por completo el comienzo de nuestra anterior conversación.
Estaba tragándome lo que me quedaba de té, preparándome para ceñirme la espada al cinto, cuando capté lo que decía Gabrielle.
—Seguramente va a ser la última vez que Anya pueda enseñarme, al menos durante un tiempo. El trabajo que hace es duro y como aún se está recuperando de su enfermedad... no quiero quitarle tiempo.
—¿En qué trabaja? —pregunté, cayendo directa en la trampa sin darme cuenta siquiera de que ahí estaba, preparada para mí.
—Trabaja en la lavandería de palacio, mi señora —contestó Gabrielle. En su rostro no se percibía en absoluto el menor atisbo de manipulación.
—¿Qué? —me volví de cara a Gabrielle—. ¿Me estás diciendo que la mujer que fue aprendiza de Messalina trabaja en mi lavandería? ¡Es una locura! —grité.
—¿Tal vez a ti se te ocurre algo más adecuado para ella, mi señora? —preguntó Gabrielle con aire inocente.
—Ya lo creo. Sería mucho más útil trabajando como costurera para mí que como lavandera —repliqué.
—Una idea excelente, mi señora —dijo Gabrielle sonriéndome.
Me quedé paralizada. ¿Qué otra cosa podía hacer al darme cuenta de que acababa de ser manipulada como una cuerda de la lira de Terpsícore? Por las tetas de Hera, qué buena es esta chica.
Le di la espalda, crucé la habitación y me detuve ante una pesada mesa de mármol que usaba para jugar a los Hombres del Rey. No me llegaba más que a las rodillas y no era muy grande: era cuadrada con un diseño geométrico incrustado en la superficie. Hicieron falta tres hombres para traerla hasta aquí, pero ya rara vez tenía a alguien con quien jugar.
—Gabrielle, ven aquí —ordené y la joven apareció al instante a mi lado. Sin mirarla siquiera, solté un ligero suspiro de derrota y continué—. Gabrielle, ¿alguna vez has jugado a los Hombres del Rey? —pregunté, cogiendo una de las piezas del juego. Eran todas trozos de jade tallados con diversas formas, guerreros, centauros y caballos, divididos en dos conjuntos iguales, uno de jade verde y el otro de jade lavanda.
Examiné con aire indiferente la pieza que tenía en la mano y por fin posé la vista en el rostro confuso de mi esclava.
—No, mi señora —contestó.
—Esta noche empezaré a enseñarte los movimientos y luego pasaremos a los matices del juego. Tengo la curiosa sensación, pequeña, de que vas a ser magnífica —volví a colocar la pieza en la mesa y me quedé mirando a la joven, con una sonrisa sardónica.
—¿Por qué tienes esa sensación, mi señora?
—Porque —bajé la voz y me agaché hasta pegar casi mi nariz a la suya—, requiere astucia y estrategia, dos cualidades que creo que posees en abundancia —dicho lo cual, cubrí la distancia que quedaba y besé a la muchacha en la punta de la nariz. Le sonreí y Gabrielle agachó la cabeza para ocultar su sonrisa.
Volví a subirle la cabeza con ayuda de dos dedos bajo la barbilla. Nos miramos a los ojos y quise que Gabrielle supiera que esta vez podía haberme vencido, pero que yo sabía que me había manipulado. Mientras contemplaba esos exuberantes ojos verdes, creo que Gabrielle comprendió que lo sabía.
Me agaché y deposité un beso en la coronilla de esa cabeza rubia.
—Gabrielle... te has convertido sin duda en una digna adversaria.
G racias a los dioses que la muchacha tuvo al menos la decencia de mirarme con expresión mortificada