El final del viaje ix

Ama y esclava, conquistadora y conquistada, sienten amor pero ninguna lo reconoce, una por que lo ha olvidado y la otra pq nunca lo ha conocido

El final del viaje

LJ Maas

Título original:Journey's End.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2005

El amor me daba la bienvenida, pero mi alma se apartaba

Nuestra cena transcurrió en silencio, pues las dos estábamos enfrascadas en nuestras propias reflexiones. Mi joven esclava parecía tan pensativa como yo esta noche. Le dije que tenía algo de trabajo y que podía hacer lo que quisiera durante las próximas dos marcas. Le di un beso en la cabeza y la mandé con sus pergaminos. Cuando se volvió para mirarme, vi la decepción escrita en su cara.

Cierto tiempo después, estaba sentada ante mi escritorio, dentro de mi silencioso estudio, rodeada de estanterías hasta el techo atestadas de rollos y pergaminos. Me ceñí mejor la bata de seda al cuerpo, como para protegerme del frío y la humedad que siempre se apoderaban del castillo cuando el sol desaparecía del cielo. Mi intención era escribir cartas, tarea aparentemente interminable. Lo único que podía hacer, sin embargo, era reflexionar sobre todo lo que había averiguado gracias al pergamino de Gabrielle.

Por mi cabeza pasaban tantas ideas y emociones que apenas conseguía recordar mi propio nombre. ¿Siente Gabrielle algo parecido a lo que siento yo por ella? Siente algo, su pergamino deja eso claro, pero ¿y si no es nada más que amistad? Sí, siente placer cuando la toco, pero en realidad no le estoy dando elección, ¿verdad? Por los dioses, ¿la estoy forzando a sentir estas cosas? ¿Es parecido a entrenar a un halcón para que se pose en mi mano para recibir su recompensa, cuando no es lo que el ave haría por naturaleza? Di vueltas a todas estas dudas y autorrecriminaciones hasta que me empezó a doler la cabeza.

Capté un movimiento a la derecha y vi una titubeante cabeza rubia que se asomaba a la habitación. Gabrielle nunca debía interrumpirme en mi estudio, por si estaba en una reunión. Yo había dejado la puerta de la estancia abierta a propósito, con la esperanza de que por fin viniera a buscarme.

—¿Mi señora? —preguntó, desde el umbral.

—Pasa, pequeña, estoy sola.

Gabrielle sonrió, vino hasta mi mesa y se detuvo junto a la gran silla donde estaba recostado mi largo cuerpo. Le rodeé las caderas con un brazo y con la misma naturalidad, ella me pasó los dedos por el pelo, apartándome el flequillo oscuro que se me metía en los ojos. Fue un acto totalmente natural y reaccioné estrujándola.

—¿Qué ocurre, Gabrielle?

—Dijiste que querías enseñarme, mi señora. El juego... ¿los Hombres del Rey? —me recordó.

—Aah, es cierto. ¿Sigues interesada? Es un juego complicado.

—Lo haré lo mejor que pueda, mi señora —contestó.

Cuando pasé a la habitación externa, me llevé una agradable sorpresa. Un cálido fuego ardía alegremente en la chimenea y había varias velas y una lámpara encendidas cerca de la mesa de juego. Por último, una copa de vino dulce esperaba junto a mi butaca preferida, que estaba colocada delante de la mesa de mármol.

Gabrielle me miró expectante y no pude resistir la tentación de inclinarme para darle un beso en la frente.

—Es estupendo, gracias, Gabrielle.

Casi una marca después, estábamos inclinadas sobre la mesa, empezando la primera partida de verdad. Gabrielle había memorizado los movimientos que podía realizar cada pieza distinta y me di cuenta de por qué era tan inteligente. La joven tenía una memoria extraordinaria y recordaba con facilidad las maniobras a veces complicadas que realizaba cada pieza durante una jugada.

Hice mi primer movimiento y Gabrielle movió rápidamente una pieza después de mí. La miré, pero ella no apartó los ojos del tablero, al acecho como si no pudiera esperar a que yo hiciera mi jugada. Tras reflexionar un momento, hice avanzar de nuevo una casilla a uno de mis guerreros de primera línea. Cuando apenas había apartado la mano de la pieza, Gabrielle alargó la mano y movió uno de sus guerreros del extremo izquierdo. El arco de mi ceja fue la única señal de que me estaba preocupando. Pero la joven seguía centrada por completo en el tablero de juego. En mi tercera jugada, metí otro guerrero en la refriega, antes de llevarme la copa de vino a los labios. Gabrielle movió su centauro para eliminar al guerrero y fruncí el ceño. No me gustaba ser la primera en perder una pieza.

—Gabrielle, ¿por qué has hecho esta jugada? Has eliminado a mi guerrero, eso es cierto, pero has puesto a tu centauro en peligro. ¿Ves? —señalé, quitando el centauro del tablero y colocando mi castillo en su lugar—. Deberías sacrificar una pieza sólo para conseguir una pieza de tu adversario que tenga más valor.

—Sí, mi señora, recuerdo que lo has dicho, pero ésa era mi intención —dijo, al tiempo que levantaba hábilmente su místico de color lavanda de la esquina del tablero y lo hacía avanzar por los espacios liberados por mis dos guerreros y el suyo. Echó a un lado mi castillo y colocó su propia pieza en el cuadrado. Recogió mi pieza caída sin decir nada y la dejó a su lado del tablero.

—¿Cómo has...? —me eché hacia delante en la butaca y contemplé el tablero.

—¿Lo he hecho mal? —Gabrielle me miró con afán.

¿Cómo podía perder los estribos si me miraba así? Vale, es que hace tiempo que no juego a esto, nada más.

—No, Gabrielle, no lo has hecho mal. En realidad, lo has hecho muy bien —contesté, aunque un poco a regañadientes.

Me recosté de nuevo en la butaca y volvimos a la partida. Yo estudiaba el tablero y las piezas y luego, con mucho cuidado, hacía mi jugada. A Gabrielle parecía darle lo mismo, pero la muchacha me superó en tres movimientos seguidos.

—Gabrielle —empecé, intentando que mi ceño no fuera a más—, no tenemos ninguna prisa. Es decir, que puedes tomarte tu tiempo y reflexionar sobre tus movimientos antes de hacerlos.

—¿Lo he hecho mal? —Gabrielle parecía sorprendida y se quedó mirando el tablero con aire confuso.

—No, no. Me refería sólo a que este tipo de juego se basa en el ingenio, no la velocidad. Conozco grandes estrategas militares que han tardado días en hacer un solo movimiento.

—¿Días? —Gabrielle me miró por fin.

De repente, me sentí como una imbécil total, más que nada porque mi joven esclava me miraba como si acabara de decir la idiotez más grande que había oído en su vida.

—Bueno, puede que días no, precisamente, pero sí mucho tiempo —disimulé rápidamente.

—Sí, mi señora —contestó.

Me bebí dos copas más de vino y entonces me di cuenta de que eso debía de ser lo que me estaba robando la concentración. En realidad, era eso y el hecho de que Gabrielle en ningún momento había desacelerado su estilo de juego. Me estaba dando una paliza y yo me estaba enfadando como una niña a quien los perros de la familia le hubieran destrozado su juguete.

Gabrielle empezó a captar mi mal humor, lo cual debió de ser la razón de que propusiera que lo dejáramos por esa noche. Tardé un poco, porque estaba inmersa en mi berrinche, pero por fin caí en la cuenta de que Gabrielle estaba perdiendo piezas con movimientos que no había tenido la estupidez de realizar al principio de la partida. Gabrielle alargó la mano para mover su rey a un punto que ni un principiante habría elegido. La luz del entendimiento iluminó por fin mi dura cabeza. ¡Por los dioses, no sé ni por qué se molesta la gente conmigo! Soy peor que una niña malcriada.

Suspiré con calma y alargué la mano, cubriendo la de Gabrielle, antes de que tuviera oportunidad de soltar la pieza de jade.

—¿Gabrielle? Te das cuenta de que detesto perder, ¿verdad? —pregunté.

—Sí, mi señora —contestó suavemente.

—¿Sabes qué detesto aún más que perder a lo que sea?

Gabrielle hizo un gesto negativo con la cabeza y su solemne mirada se encontró con la mía.

—Que alguien me deje ganar una competición porque lo he intimidado u obligado. Es algo que odio de mí misma y ahora me parece que he hecho eso contigo y no era ésa mi intención en absoluto. Ahora, ¿te das cuenta de que una vez sueltes esta pieza, el movimiento será definitivo?

—Sí, mi señora, lo recuerdo —Gabrielle asintió con la cabeza.

—Entonces te pregunto... ¿sigues queriendo colocar tu rey ahí? —miré a la muchacha y sonreí, para decirle que me había dado cuenta de su estratagema.

—¿No, mi señora? —dijo en forma de pregunta, para estar segura.

Me eché a reír.

—Pues muy bien, continúa, por favor.

Mi humor mejoró considerablemente después de esto, aunque duró poco. Pensé que tenía un plan, pero cuatro jugadas después, Gabrielle volvió a mover su rey y me miró. Estoy segura de que su sonrisa vacilante se debía a mi cara boquiabierta, y no a una alegría real que pudiera sentir. Pero podría equivocarme.

—Me parece, mi señora, que estás acorralada.

—No, Gabrielle, lo que estoy es muerta —levanté la vista del tablero con una sonrisa irónica—. Por los dioses, chica, ¿cómo lo has hecho? —seguía observando el tablero, tratando de averiguar dónde me había equivocado.

Me quedé escuchando mientras Gabrielle me explicaba el método que seguía con sus jugadas. Siempre me habían enseñado a idear varias jugadas por adelantado, pero esta joven me dejó asombrada. Gabrielle había estado por lo menos seis movimientos por delante de mí, durante toda la partida. Sabía que había gente que tenía esta capacidad, pero que la tuviera mi joven esclava me dejaba atónita.

—Ven aquí, tú —le cogí la mano y la senté en mi regazo, estrechándola con fuerza y depositando una lluvia de besos provocativos en su cuello que, para deleite mío, la hicieron reír en mis brazos.

—Recuérdame que haga una cosa, Gabrielle —le dije.

—¿El qué, mi señora? —respondió.

Me eché hacia atrás y adopté la expresión más seria que pude.

—Que la próxima vez que entre en batalla, te lleve conmigo. Eres la mejor estratega que he conocido jamás.

La joven se echó a reír, como yo esperaba, pero en las profundidades de mi cerebro, esa vocecita había vuelto para decirme que por fin había dado con la horma de mi zapato. Boadicea, César, Alejandro, Antípatro... todos me habían desafiado y, al final, todos habían perdido. ¿Se podría haber imaginado alguien, incluso los dioses, que una esclavita pequeña y amorosa iba a ser la que me bajara los humos?

Esta vez fue distinto y no sé por qué. Gabrielle estaba tumbada pegada a mí en nuestra cama, en realidad más bien encima de mí, con los pechos firmemente pegados a los míos, las piernas entrelazadas con las mías, mientras las dos empujábamos nuestros cuerpos la una contra la otra, cada vez un poco más. Los besos no eran en absoluto tan descarnados como la noche anterior. Esta noche parecía tratarse de ternura, caricias lentas y dulce excitación. Esta noche el fuego no ardía sin control, sino que aumentaba poco a poco, con la necesidad de arder toda la noche. Gabrielle me tocaba, luego la tocaba yo, y al poco estábamos simplemente intercambiando caricias, prendiendo rastros de fuego la una en la piel de la otra.

Noté que el cuerpo de Gabrielle se deslizaba por el mío, para colocarse mejor encima de mí. Cuando se inclinó sobre mi cara, para besarme, dejé los ojos abiertos para mirar mientras jugaba, primero con la punta de la lengua. Seguí mirando mientras pasaba su pequeña lengua rosa por mi labio inferior, tirando suavemente con los dientes. A continuación me pasó la lengua por el labio superior, acariciándome la hendidura con un movimiento sutil que tuvo ecos en zonas mucho más bajas de mi cuerpo, que no tardarían en sentir las caricias de esa misma lengua. No pude soportar más este excitante tormento y le pasé los brazos por la cintura, estrechándola contra mi cuerpo. Me metí esa lengua en la boca y las dos empezamos a agitar las caderas, como respuesta a la exploración oral.

Por todas partes... sólo quería tocarla por todas partes a la vez y bien saben los dioses que lo intenté. La suavidad sedosa de su piel, su forma de pegar sus caderas a las mías, su olor, todo ello se mezcló hasta colmar mis sentidos hasta el punto de la sobrecarga. La besé en el hombro y pasé la lengua por el músculo tenso de su cuello. Aspiré su aroma y suspiré. Gabrielle olía al delicado jabón de su baño, al ligero aceite de rosas que me recordaba a las flores de un rojo profundo de mi jardín, ambas cosas mezcladas con el aroma de nuestro deseo combinado, que subía y amenazaba con abrumarme.

Deslicé las manos entre nuestros cuerpos, pues quería tocar esa humedad y me moría por sentir a la joven temblando sobre mí con cada caricia a esa carne sensible. Gabrielle me detuvo las manos, me agarró las muñecas con fuerza y me colocó las manos por encima de la cabeza. Podría habérselo impedido por la fuerza, pero sentía curiosidad por ver dónde quería ir a parar mi esclava con esto. Me hizo sujetar el cabecero de madera con los dedos, sin apartar los ojos de los míos.

—Si te sueltas... paro —me susurró al oído y luego pasó la lengua por el borde externo, tirando con los dientes de la carne de mi lóbulo. Mientras, oí un gimoteo grave que brotaba de mi garganta.

—Gabrielle... —dije despacio como advertencia. Los intentos pasados de dominación por parte de Gabrielle se habían producido cuando yo no podía pensar, pero esto era lento y calculado y no sabía si estaba preparada para tomar esta decisión consciente.

Seguía sujetando con las manos la barra inferior de madera tallada cuando Gabrielle se apartó y me miró a los ojos. Me tocó la mejilla con unos dedos que me quemaron la piel con su ardiente caricia.

—Por favor, Xena... ¿me dejas?

Por los dioses, ¿qué hombre o mujer con vida podría haber hecho caso omiso de esa apasionada súplica? Desde luego, yo no, y rodeé la madera con los nudillos blancos, concentrada en seguir bien sujeta.

Lo único que pude decir después fue que la lengua de Gabrielle se cebó conmigo. Supe que tenía auténticos problemas cuando empecé a temblar literalmente, con los músculos estremecidos de pequeñas convulsiones, antes siquiera de que los labios de Gabrielle rodearan un pezón duro como una piedra. Cuando se lamió los labios y cubrió esa carne dolorida, de mis labios brotó un sonoro gemido y arqueé la espalda por la placentera sensación.

Luchando por respirar con normalidad, noté que su lengua se deslizaba por mi abdomen, lamiendo una y otra vez los músculos de mi vientre, que se estremecían y agitaban con los pequeños temblores de deseo que me atravesaban.

—Gabrie... ¡Oh, dioses! —exclamé cuando suplicaba a la joven. Gabrielle deslizó su cuerpo por el mío para situarse entre mis muslos. Momentos antes su lengua había estado trazando dibujos provocativos por mi piel, pero cuando llegó a la espesa mata de rizos oscuros, sentí el frescor de su piel sobre mi centro acalorado. Cuando exclamé su nombre, noté que acariciaba todo mi sexo con un pezón duro y apretaba la rígida protuberancia contra mi sensible centro.

—¿Sí, Xena? —respondió con descaro.

—Eres una mujer malvada —jadeé, levantando las caderas para volver a tener esa deliciosa sensación—. Por favor, nena... oohhh... —no me vi defraudada, pues Gabrielle frotó la dura punta de carne sobre mi clítoris hinchado.

Gabrielle pareció tardar una eternidad en usar los labios, los dientes y la lengua para recorrer con ardor la parte interna de mis muslos. Me provocaba y luego me daba placer, manteniéndome al borde más tiempo del que me parecía que podría aguantar mi control. Estaba tan a punto que pensé que la siguiente vez que soplara siquiera sobre mi sexo hipersensible, explotaría por el éxtasis.

Su lengua por fin se agitó con suavidad sobre los labios inferiores y abrí aún más las piernas, con los músculos de los muslos tensos y temblorosos de expectación. Esa primera caricia lenta, cuando su lengua separó con delicadeza los pliegues hinchados y noté esa humedad cálida que se metía en mi interior, me hizo pegar la cabeza a la almohada y de mi garganta surgió un gemido largo y ahogado.

—¡Oh, sí —exclamé como respuesta a la caricia.

Gabrielle parecía deleitarse enormemente con esta lenta tortura. Me empecé a preguntar seriamente cuánto tiempo podría dejarme al borde del orgasmo sin provocarme la descarga. El tiempo parecía pasar muy despacio. Todos mis sentidos chillaban de necesidad, mientras Gabrielle, lenta y despiadadamente, usaba la lengua para explorar, saborear y regodearse en todo mi ser.

—Nena... por favor... necesito... —gemí de nuevo.

Gabrielle se detuvo para hablar, pero no sin antes dar una larga caricia con la lengua sobre mi carne en llamas.

—¿Qué, Xena... qué es lo que necesitas? —preguntó, y volvió rápidamente a acariciarme despacio con la lengua.

—Oh, dioses... necesito... necesito... —me sentía como si me estuviera volviendo del revés—. ¡Te necesito! —logré soltar por fin.

Fue como si Gabrielle supiera que había llegado al límite, por así decir. Tal vez en cierto modo eso era lo que había estado esperando a oír, o tal vez se dio cuenta de que no iba a decir lo que ella quería oír. Fuera lo que fuese, entró en acción y tras lo que me habían parecido marcas enteras de devorarme tan amorosamente, por fin estaba a punto de conseguir el orgasmo.

Me rodeó los muslos con sus brazos engañosamente fuertes, abriéndomelos bien y sujetándolos contra la cama al mismo tiempo, y yo no pude hacer nada salvo rendirme. De repente, empezó a ocurrir: su lengua, esos dientes y sus labios... por todas partes a la vez, deslizándose primero por los pliegues hinchados de mi sexo, subiendo para acariciar el clítoris inflamado y penetrándome por fin con profundas embestidas. No lograba concentrarme en una sola zona de placer, porque estaba en todas partes, lamiendo, chupando y penetrando. Me sentía como si mi orgasmo hubiera empezado en el instante en que hundió la cara en mí y estuviera tardando todo este tiempo en brotar desde unas profundidades recónditas para tragarme entera. Noté que mi cuerpo se agitaba y estremecía mientras esperaba a que el orgasmo me devorara. Cuando por fin sentí ese calor penetrante y el comienzo de los espasmos en mi sexo, me di cuenta de que era demasiado, demasiada emoción, demasiada sensación, todo al mismo tiempo. Intenté cerrar las piernas, pero los brazos de Gabrielle eran engañosamente fuertes y me mantuvo abierta mientras el placer caía sobre mí a oleadas, amenazando con sepultarme y ahogarme.

El rugido que tenía en los oídos era sin duda el azote del oleaje que intentaba hundirme. Sólo cuando el siguiente orgasmo me llevó aún más alto, comprendí que el rugido salía de mi propia garganta. No me quedaban fuerzas para luchar y por fin dejé que las olas me llevaran hasta el fondo. Dejé que la oscuridad se posara sobre mí y sentí una apacible satisfacción que era nueva y desconocida para mí, mientras me dejaba flotar, convencida de que Gabrielle me llevaría de vuelta a la superficie.

—Tranquila... te tengo.

Sentí que alguien me susurraba estas palabras al oído y mientras notaba que volvía a mi propia piel, me dije que eso ya lo sabía. Ya sabía que Gabrielle no iba a dejar que me ahogara. Y aquí estaba, susurrándome con tono reconfortante y pasándome los dedos por el pelo.

—Por los dioses, mujer... qué cosas me haces.

Fue lo primero que me salió y Gabrielle sonrió.

—Me has asustado. ¿Estás bien, Xena?

—No quería asustarte, pero... por Hades, no puedo ni explicar lo que he sentido. Ven aquí —la cogí entre mis propios brazos y de repente nuestras posiciones cambiaron.

Sentía una extraña especie de fuerza cuando sujetaba a Gabrielle en mis brazos. Lo que había escrito en su pergamino no sólo era penetrante, sino también cierto. Haría cualquier cosa por esta pequeña mujer. Llegaría a cualquier extremo para mantenerla abrigada, bien alimentada y a salvo. Quería que lo supiera y la miré a la cara, pero se me paralizó la lengua al instante por el miedo. ¿Qué se dice cuando se quiere expresar lo que se lleva en el corazón... cómo lo hago? Para una guerrera como yo sólo había un recurso, que era la acción, no las palabras.

Alargué la mano para tocarle la cara y le acaricié ligeramente la mejilla, dejando que mis dedos se deslizaran por los labios generosos y suaves. Incliné la cabeza y cuando cubrí la corta distancia que nos separaba, me eché ligeramente hacia atrás, rozándole apenas los labios con los míos. Quería hacer lo que mis palabras no lograban, dejar que mi cuerpo le dijera a Gabrielle lo que sentía en mi corazón.

Di placer a su cuerpo con toda la ternura que me fue posible, alimentando delicadamente un fuego dentro de la pequeña mujer hasta que ya no pudo contener el gemido que le subió por la garganta. Cogí un pecho con la mano y froté ligeramente con el pulgar el pezón erecto. Una vez más, oí el delicioso sonido que emanaba de Gabrielle. Aquello se convirtió ahora en mi meta, extraer más sonidos así del cuerpo de la joven.

Fue entonces cuando me paré en seco.

Detuve literalmente todos mis movimientos y casi dejé de respirar. ¿Qué sonidos? Gabrielle jamás hace ruido alguno cuando la toco. Incluso durante el orgasmo, si no estuviera tan absolutamente sintonizada con su cuerpo, jamás sabría cuándo lo alcanzaba.

Me aparté un poco, lo suficiente para mirar a Gabrielle a la cara. Ahí estaba: la muchacha sería capaz de ocultarme muchas cosas, pero no ésta. La miré a los ojos, con la esperanza de que fueran imaginaciones mías y que me sonriera como si no pasara nada. Los ojos de Gabrielle se llenaron de lágrimas y apartó la mirada.

—Lo siento mucho, Gabrielle... supongo que debes de pensar que soy una vieja estúpida —dije con tristeza, controlando mi dolor con una sonrisa amarga.

—No, nunca, mi señora —contestó suavemente, al tiempo que se le escapaban las lágrimas por el rabillo del ojo—. Es que... parecía ser tan importante para ti. Mi silencio te molestaba y sólo quería agradarte.

Subí la mano y posé los dedos sobre sus labios, dándome cuenta ahora de que no debía de haber sentido nada mientras la besaba. Qué necia había sido, al pensar que una joven, sobre todo una esclava, podía llegar a sentir algo por mí. Claro que siente algo por mí, soy la primera ama que ha tenido en su vida que se ha mostrado decente con ella. Está agradecida y confusa y es muy joven. Es mi esclava y me he dejado llevar tontamente hasta creer que había más... sentimientos... emociones... amor.

Supongo que si hubiera sabido cómo llorar, lo habría hecho. Gabrielle era una esclava y no sentía nada por mí, salvo el afán de servirme bien. ¿Por qué no me había dado cuenta antes? Soy su ama... Xena la Conquistadora... soy la Conquistadora y eso es lo único que seré toda mi vida.

Me aparté de Gabrielle y me senté en el borde de la cama. La pequeña rubia me rodeó el brazo con la mano.

—Por favor, perdóname, mi señora —suplicó Gabrielle.

No me daba el ánimo para enfadarme con la muchacha. Sólo había hecho lo que sabía hacer mejor, servir intuitivamente a su ama. No era culpa suya que su ama fuera una vieja necia y amartelada.

—No pasa nada, Gabrielle —contesté, apartando delicadamente su mano de mi brazo—. No has hecho nada malo.

Me levanté y me puse la bata, crucé la habitación y entré en la estancia exterior. Fui a la ventana y aparté el tapiz, que sujeté con un cordel. Me volví y me acomodé en la butaca que siempre estaba colocada de cara a la ventana. Contemplé las estrellas que titilaban en la oscuridad y una vez más deseé poder llorar. No pude evitar sonreír al pensarlo. Me había pasado toda la vida aprendiendo a no hacer caso de mis emociones. Recordaba haber llorado el día en que renuncié a mi hijo, pero desde entonces, ni una sola vez me había permitido lo que me parecía que era una debilidad femenina. Sí, alguna gota que otra cuando me emocionaba mucho, pero en raras ocasiones y se podían contar con los dedos de ambas manos las estaciones que pasaban entre cada ocasión.

Hasta que llegó Gabrielle.

Había derramado lágrimas auténticas más de una vez desde que estaba conmigo. Era curioso, pero ahora, cuando pensaba que una buena llorera me podría aliviar, era incapaz.

Noté la presencia de Gabrielle, me volví y la vi envuelta en su bata, con los ojos llenos de miedo o de pena, no estaba segura. Se acercó a mí y cayó de rodillas en esa conocida postura de sumisión.

—Perdóname, mi señora. No pretendía enfadarte.

Le acaricié la mejilla con el dorso de la mano, sonriendo con toda la ternura de que fui capaz. Me agarró los dedos delicadamente y me besó los nudillos llenos de cicatrices. Me solté la mano y me aparté despacio. Me daba demasiado gusto y bien sabía la diosa que ya me sentía suficientemente imbécil.

—No estoy enfadada contigo, Gabrielle. Ya te lo he dicho, no has hecho nada malo. Vamos, ve a dormir un poco —me volví para mirar de nuevo por la ventana—. Esta noche puedes dormir en tus habitaciones, pequeña. Déjame ahora —añadí.

Me volví una última vez cuando se marchaba y creí ver una increíble tristeza en el rostro de Gabrielle. Sabía que eran imaginaciones mías, de modo que apoyé la barbilla en la palma de la mano, preparada para pasar una noche en vela.

El cielo empezaba a tornarse de ese suave color gris previo al estallido de luz de Apolo. Estaba sentada prácticamente igual que toda la noche, pensando en mi vida y en lo mal que lo había hecho todo, preguntándome qué iba a hacer ahora con mi pequeña esclava. ¿Seguimos adelante, ella dando y yo tomando? ¿Continúo con nuestras noches de mutuo placer o dejo simplemente que me satisfaga y mantengo una respetuosa distancia?

Capté un movimiento por el rabillo del ojo y cuando me volví, Gabrielle estaba en el umbral, entre las dos habitaciones. Llevaba una pequeña camisa de seda que le había regalado yo, pero no llevaba bata.

—Gabrielle, ¿estás mala? —pregunté, al advertir sus ojos hinchados y enrojecidos. Era evidente que se había pasado toda la noche llorando y su aspecto me atravesó el corazón.

Corrió hasta postrarse en el suelo ante mí, con el cuerpo estremecido por los sollozos.

—Gabrielle —levanté a la muchacha y me la senté en el regazo—. Estás helada... te va a dar algo.

Me levanté, con la joven en brazos, y me senté en el gran sofá, cogí una gruesa manta del respaldo y envolví el cuerpo de la joven con ella. Me miró y su llanto se intensificó.

—Gabrielle, ¿te ha hecho daño alguien? —pregunté, pero ella hizo un gesto negativo con la cabeza—. ¿Te he hecho daño yo? —pregunté de nuevo, pensando que debía de ser eso.

—N-no, yo t-te he hecho daño —balbuceó.

—Gabrielle, tú no me has hecho daño —bajé la mano y le sequé las lágrimas de los ojos, abrazándola hasta que se le pasaron un poco los temblores y el llanto. Me pareció extraño que estuviera tan alterada por la mera idea de causarme dolor.

Mi joven esclava me rodeó el cuello con los brazos y hundió la cara en el calor de mi piel. La abracé estrechamente, sabiendo que merecía que le diera una explicación, por muy imbécil que me hiciera quedar. Me servía bien y la estaba traumatizando con mi incapacidad de expresar mi estupidez con respecto a ella.

—Soy yo, Gabrielle... tú no has hecho nada que me haya molestado. Yo... creía... dioses, qué estupidez.

Gabrielle se apartó de mí, con los ojos verdes todavía relucientes de lágrimas, pero tenía una expresión tan compasiva que me dio fuerzas para continuar.

—Creía... que tal vez... sentías... más... —farfullé.

—¿Más, mi señora?

—Que sentías más... por mí, quiero decir. Es... bueno, era una idea tonta que tenía... No quería causarte dolor con mi debilidad —aparté la mirada. Noté que se me acaloraban las mejillas. Hacía mucho tiempo que no sentía tanta vergüenza.

Noté unos dedos suaves que volvían mi barbilla hacia ella.

—¿Tú... sientes algo... algo más... por mí ?

¿Debía mentir? ¿Debía quitarle importancia riendo? ¿Debía recordarme a mí misma que los amos no se enamoraban de sus esclavos? Sabía que ninguna de estas opciones sería justa.

—Sí, Gabrielle —contesté, diciendo la verdad.

—¿El qué? —preguntó—. ¿Qué sientes?

—No lo sé... sólo... más —contesté vagamente, preguntándome aún si era posible que me hubiera enamorado de la muchacha.

—Creía que tú lo sabrías —dijo ella y contemplé su serio rostro—. Pensé que podrías decirme qué es, porque yo también lo siento.

—¿Tú? —pregunté confusa—. ¿Por ?

Gabrielle asintió y la expresión de sus ojos me dijo que era cierto y que estaba tan confusa como yo.

—¿Qué crees que sientes? —le pregunté, sin atreverme siquiera a esperar una respuesta en un sentido u otro.

—No... no sé... sólo... más.

Me incliné para darle un beso en la frente y ella sonrió sorprendida.

—¿Te... te molesta, mi señora, que sienta esto?

La estreché de nuevo entre mis brazos, apoyando la barbilla en su cabeza rubia.

—Debo reconocer, Gabrielle, que me asusta un poco, pero te aseguro que no me molesta. ¿Y a ti... esto no te da miedo?

Noté que esos pequeños brazos me estrechaban con fuerza la cintura al tiempo que Gabrielle movía la cabeza en sentido negativo. Por primera vez desde hacía marcas, me dieron ganas de reír por lo absurdo de la situación. Me eché a reír suavemente y estreché a mi vez a la pequeña rubia que tenía en mis brazos.

—Te lo daría si tuvieras algo de sentido común, créeme.

Me sentí mucho mejor al notar que los labios de Gabrielle se curvaban en una sonrisa sobre mi piel. Ninguna de las dos dijo nada más hasta que salió el sol y entonces volvimos a meternos en la cama y nos quedamos dormidas abrazadas la una a la otra, sin saber cómo describir lo que sentíamos la una por la otra, sólo que era más