El final del viaje iv

La conquistadora sale de palacio a recorrer su reino, y gabrielle no solo da una leccion de vida, si no que ademas le abre los ojos a los problemas que tenia su pueblo y que ella desconocia.

El final del viaje

LJ Maas

Título original:Journey's End.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2005

Ver el mundo en un grano de arena

—Buenos días, Gabrielle —le dije a mi joven esclava cuando entró en mi dormitorio.

—Buenos días, mi señora —replicó con esa voz tan suave que tenía.

Acababa de vestirme y me estaba poniendo las botas cuando Gabrielle entró en la habitación. Las dos nos sentamos a la mesa de madera donde yo comía. Sylla ya había dejado en la mesa fruta y bollos variados, junto con unas porciones de pescado ahumado cortado en finas lonchas. Como siempre, Gabrielle estaba sentada a la mesa frente a mí con la cabeza gacha y las manos en el regazo.

Comer juntas siempre era una aventura. Era evidente que a mi joven esclava le habían negado los alimentos en algún momento de su vida, como castigo. Parecía muy acostumbrada a no comer durante largos períodos de tiempo y a consumir luego todo lo que podía, para aguantar. De vez en cuando la miraba por el rabillo del ojo y siempre parecía pillarla metiéndose algo en el bolsillo de la falda para más tarde. Esta mañana suspiré por dentro al ver cómo se metía una manzana en ese bolsillo. Sólo podía morderme la lengua e insistir continuamente en que no le hacía falta guardarse alimentos.

Cuando me levanté de la mesa, crucé la habitación hasta donde tenía la espada, encima de un baúl a los pies de mi cama. Me la ceñí a la cintura y el acto me resultó extraño. Era curioso, pero durante todos los años que llevaba gobernando y viviendo en este palacio, siempre había llevado una sola espada, pero me seguía resultando extraño no llevar dos espadas al cinto, como cuando combatía. Había pasado tantas estaciones como guerrera, con dos espadas en las manos, que ya se había convertido en parte de mí.

Deseché el recuerdo y volví a la mesa. Gabrielle se me quedó mirando cuando me detuve y me agaché sobre una rodilla ante ella. Mi estatura resultaba amenazadora y no tenía el menor deseo de hacer valer mi superioridad sobre mi esclava. Le cogí las manos entre las mías y me regodeé en la suavidad de su piel contra la mía.

—¿Gabrielle? —me callé y ella levantó la vista, sin mirarme totalmente a los ojos. No sabía por dónde empezar, porque no quería asustarla—. Gabrielle, ¿te acuerdas de lo que te dije sobre el tema de la comida en mi casa?

—Sí, mi señora... perdóname, yo...

—Sshh, tranquila, no estoy enfadada —metí la mano en el bolsillo de su falda y saqué la manzana que había metido allí. Bajó los ojos con aire culpable.

—Quiero que intentes recordar una cosa... mírame, Gabrielle —añadí suavemente. Volvió a alzar la cabeza y me di cuenta de que me estaba acostumbrando a esa forma en que sus ojos evitaban mirar directamente a los míos.

—Mientras haya comida en mi mesa, pequeña, no pasarás hambre —la palabra cariñosa se escapó fácilmente de mi lengua y no hice el menor intento de retirarla, pues parecía adecuada para mi menuda y preciosa esclava—. Gabrielle, ¿te he mentido alguna vez desde que estás a mi servicio?

—No, mi señora.

—Y no lo voy a hacer, y menos con este tema. Ahora —volví a meter la manzana en el escondrijo de su falda—. Si quieres esto porque en algún momento te pueda apetecer matar el gusanillo o incluso porque deseas visitar las cuadras y darle una golosina a Tenorio, me parece muy bien. Pero jamás temas que te vaya a negar los alimentos como castigo. ¿Me crees? —pregunté por fin, sabiendo que le costaría responder a eso.

—Yo... —no sabía cómo responder verazmente—. Lo intentaré, mi señora.

—Entonces eso es todo lo que podemos pedir, ¿no? —le sonreí y, aunque no era algo que hiciera habitualmente, pareció calmar un poco su desazón. Pensé que sonreír en presencia de Gabrielle me resultaba cada vez más fácil y me pregunté si acabaría siendo algo tan natural que ni me daría cuenta de que lo estaba haciendo.

—Hoy tengo que ocuparme de unos asuntos en los muelles y me apetece ir caminando, Gabrielle. ¿Te gustaría acompañarme? Así tendrás oportunidad de visitar la ciudad —le dije, levantándome del suelo.

—Sí, me gustaría mucho, mi señora.

Salimos de palacio, mi esclava y yo, y no debería haber temido que Gabrielle pudiera encontrar aquí a alguien a quien entregar su afecto. Los cotilleos se habían propagado como un incendio forestal y en palacio todo el mundo sabía ya no sólo quién era esta pequeña rubia, sino también lo que significaba para mí. Nadie posaba el ojo siquiera en la muchacha, al menos mientras yo estaba a su lado, y desde luego, nadie hablaba con ella. Por Hades, el pueblo de Corinto apenas me hacía a mí el menor caso, salvo para bajar la cabeza e inclinarse con respetuosa sumisión.

Pero eso hizo que me diera bastante pena de Gabrielle, al pensar que en esto había consistido su vida durante largo tiempo. Como le había oído contar a Delia, una esclava corporal llevaba una vida solitaria en la casa de su amo. Se la maldecía por el mal humor del amo y, hasta en los buenos momentos, nadie se arriesgaba a que lo pillaran hablando con ella. Incluso sólo por amistad, una mirada fortuita podía provocar los celos de un amo enojadizo y posesivo, como yo. No digo como era yo antes , pues al tratarse de Gabrielle, me temo que podía volver a caer en esos ataques de desconfianza feroz y talante controlador que me consumían en mi juventud.

Me sentía obligada a tranquilizar a Gabrielle de alguna forma, a asegurarle que no le cortaría la cabeza si la veía hablando con alguien en la calle. ¿Pero lo sentía de verdad? No había adoptado milagrosamente el corazón de una mística a causa de mis crecientes sentimientos por mi pequeña esclava. Seguía sin saber qué decirle a la mujer, pero sentía una necesidad , ésa era la máxima exactitud a la que podía llegar para describirlo. Era una necesidad de expresar ciertas emociones que tenía relacionadas con Gabrielle. No tardé en llenarme de frustración mientras salíamos por las puertas de palacio. Me pregunté si Delia se reíría de mi apuro, si acudía a ella para que me ayudara. Sin embargo, no era totalmente incapaz de expresarme, de modo que decidí lanzarme sin más.

—Estás... mm, estás muy bien hoy, Gabrielle... muy guapa —comenté y capté la sorpresa en sus ojos.

—Gracias, mi señora. Me alegro de agradarte —contestó como era de prever.

Desde luego, no era una mentira ni una exageración. Gabrielle, con el pelo dorado que le caía por los esbeltos hombros mientras el sol de la mañana temprana se filtraba a través de los mechones que se agitaban alrededor de su cara, estaba absolutamente preciosa. Ni me di cuenta de que me había detenido hasta que los ojos de Gabrielle se alzaron y se posaron por un instante en los míos.

—Muy guapa, ya lo creo —le di un golpecito en la barbilla con dos dedos y me vi recompensada con algo que se parecía muchísimo a una sonrisa—. Espera —ladeé la cabeza para mirarla a los ojos, sonriendo a mi vez—. ¿Eso que veo es una sonrisa... de mi Gabrielle? —lo cual hizo que su especie de sonrisa aumentara. No pude evitar echarme a reír suavemente al tiempo que me volvía y echábamos a andar de nuevo.

La guardia de palacio nos iba siguiendo y los dioses sabrán qué pensaron de nuestra conversación. Recuerdo una época en que la guardia caminaba por delante de mí, aterrorizando a cualquiera que fuera tan necio de cruzarse en mi camino. Ahora notaba, en lugar de ver, su presencia poco llamativa.

Gabrielle parecía muy poco habituada al gentío y el bullicio de una ciudad como Corinto. Advertí que empezaba a seguirme bien pegada a mis talones mientras caminábamos por las calles de la ciudad, rumbo a los muelles. Hoy tenía que tratar unos asuntos con el capitán de mi flota. Según dos de mis consejeros más cercanos, el hombre traficaba con esclavas como una de sus actividades extracurriculares. Yo quería algo más que rumores y cotilleos y lo cierto era que, si este hombre estaba secuestrando a jovencitas de Corinto para venderlas en el norte como esclavas, quería mostrarle personalmente lo que opinaba al respecto.

Cuando pasamos junto a los presos que se dirigían a sus juicios o a oír su sentencia, muchos me llamaron pidiendo clemencia. Apenas recordaba la época en que pasaba a su lado, totalmente incapaz de oír sus gritos suplicando piedad. En las últimas estaciones, me había llegado a ser muy difícil no hacer caso de sus súplicas. Ahora, al mirar sus rostros, veía algo que afectaba a una parte de mí que había estado adormecida durante gran parte de mi vida.

Pasamos a su lado y los miré, encadenados o atados, a la espera de que mis carros los llevaran a las grandes mazmorras de palacio. Un niño, de no más de ocho o nueve veranos de edad, se quedó mirándome bastante impasible cuando pasé junto a él. También miró a Gabrielle y en la inteligente mirada esmeralda de ésta vi arder el brillo de la compasión. El niño tenía las manos encadenadas por delante, con las muñecas sujetas con unos grilletes que resultaban ridículamente inmensos para sus manitas. Sin embargo, ahí estaba, aceptando con calma el destino del que podría haber escapado fácilmente. Yo había conocido asesinos así de jóvenes, de modo que no me sorprendió mucho que un niño de esa edad fuera a prisión.

Al pasar capté sin dificultad el movimiento de la mano de Gabrielle cuando se sacó la manzana del bolsillo y se la puso en las manitas al sorprendido niño. Al principio, pensé en no darle importancia y pasar por alto lo que había hecho mi esclava, pero lo que acababa de hacer Gabrielle era muy poco propio de ella. Para que se arriesgara a sufrir un castigo, sus motivos para darle comida al niño, lo cual era un delito desde cualquier punto de vista, debían de ser muy importantes para ella. Quería... no, necesitaba saber más sobre este mundo donde existía mi esclava. Por ello, me detuve y cuando lo hice, Gabrielle se detuvo también.

—¿Gabrielle? —pregunté, sin volverme hacia ella, pues sabía que estaría allí.

—¿Sí, mi señora? —contestó suavemente. Creo que en el momento en que me detuve, supo que la había pillado.

—¿Qué es lo que acabas de hacer, Gabrielle? —pregunté con tono tranquilo.

—Por favor, perdóname, mi señora, yo... —empezó y me volví y le puse dos dedos sobre los labios para hacerla callar.

—Gabrielle, todavía no te he culpado ni acusado siquiera de nada. Sólo te he preguntado qué has hecho.

Bajó la cabeza.

—Le he dado al niño la manzana que tenía en el bolsillo —contestó obedientemente.

—Ya. ¿Por qué has hecho eso, Gabrielle?

—Parecía... parecía tener hambre, mi señora.

—¿Te das cuenta, pequeña, de que es un delito darles algo a los presos, incluso comida?

—Sí, mi señora —contestó de nuevo y esta vez casi no oí su respuesta.

—Y, sabiendo que serías castigada, ¿de todos modos le has dado comida al niño? —pregunté.

Cuando Gabrielle asintió con la cabeza y respondió oralmente de modo afirmativo, le pregunté por qué quería hacer tal sacrificio. Su respuesta hizo que me olvidara por completo de todo lo que ocurría a mi alrededor, en mi palacio, en mi ciudad, en todo mi país. Fue como si hubiera un grano de arena a mis pies y en él existiera otro mundo, igual que el nuestro. Que había subsistido, ahí a mis pies, todo este tiempo.

—No es más que un niño, mi señora. Ningún niño merece pasar hambre —contestó.

Cualquiera que pensara que Gabrielle era estúpida, evidentemente no la conocía en absoluto. A mí su percepción del mundo me parecía profunda, estimulante y teñida de una compasión que, debía reconocer, no comprendía del todo. Esta última declaración no fue ninguna excepción.

Me volví y regresé donde estaban apiñados los presos. Me planté ante el niño y cuando le pregunté cómo se llamaba, él me miró aterrorizado. Ahora iba a recibir mi segunda lección del día, esta vez sobre cómo me veían otras personas. Noté una mano en el brazo y cuando me volví, vi a mi pequeña esclava esperando a que le diera permiso para hablar. La miré enarcando una ceja y ella comprendió lo que le decía sin palabras. Se puso de puntillas y yo me agaché para acercarme más a ella. Me habló en voz baja al oído.

—Mi señora, creo... creo que tal vez eres muy parecida a tu semental, Tenorio —se apresuró a continuar cuando la miré totalmente confusa—. Para las personas de estatura mucho menor, puedes resultar algo... imponente, y por ello... bueno, amenazadora.

Esta joven no dejaba de asombrarme. Se estaba convirtiendo rápidamente en una de mis consejeras más acertadas y de más confianza. Capté la indirecta y me volví de nuevo hacia el niño, agachándome sobre una rodilla hasta que mi cabeza quedó a la altura de la suya.

—¿Tienes nombre, niño? —pregunté de nuevo.

—P-Petra, Señora Conquistadora —dijo el niño en respuesta a mi pregunta.

—¿Por qué llevas cadenas de preso, Petra?

—Me pillaron robando comida, Señora Conquistadora.

—Parece que la comida es el tema del día —miré risueña a Gabrielle y ella agachó la cabeza—. Bueno, Petra... ¿por qué necesita robar comida un niño de tu edad? ¿Acaso tus padres no te dan suficiente de comer?

—No era para mí, Señora Conquistadora, era para mi madre y mis dos hermanas. Mi padre era soldado del ejército de la Señora Conquistadora, pero lo mataron en la batalla de Queronea. Mi madre está enferma y no puede trabajar y mis hermanas pequeñas necesitan comer. Lo siento, Señora Conquistadora —dijo el niño, conteniendo el llanto valientemente—. No sabía qué más hacer. Intenté alistarme en el ejército de la Señora Conquistadora, para ganar dinero para comer, pero los soldados se rieron de mí.

Intenté no mostrar emoción alguna mientras el niño contaba su historia. Parecía tan melodramática que no sabía si me estaba engañando o no.

—¿Dónde vives, niño?

Cuando el niño se volvió para señalar las puertas de palacio, me quedé desconcertada.

—¿Vives dentro de los muros de palacio? ¿Para quién trabaja tu madre? —pregunté y entonces me quedé aún más confusa.

—Pues... trabaja para ti, Señora Conquistadora —replicó, mirándome como si acabara de decirle que las ovejas podían volar.

Ahora no sólo estaba confusa, sino además enfadada. Cuando mi país disfrutaba de tanta prosperidad, ¿de verdad había niños dentro de los muros de mi propio palacio que pasaban hambre?

—¡Carcelero! —grité y el hombre apareció a mi lado al instante—. Quítale las cadenas a este niño —ordené.

Una vez libre, le hice un gesto al chiquillo con la mano.

—Enséñame dónde vives, niño —dije y de repente, todos seguimos a Petra de vuelta a las puertas de palacio.

Sabía que las casitas como de pueblo que se levantaban en apretadas filas en el extremo sur de las puertas de palacio eran pequeñas y estaban atestadas. Sin embargo, no estaba en absoluto preparada para las condiciones intolerables que descubrí al entrar en la casa del niño. Era evidente que alguien había intentado crear un espacio vivible dentro de los confines de la pequeña estancia. Los pocos muebles que había estaban muy limpios, pero las ratas que corrían por el interior de las paredes pasaban de una casa a otra, propagando la porquería y la enfermedad por todas partes.

Me sentía insegura y fuera de mi elemento, plantada en medio de la pequeña estancia. Mi estatura era un claro peligro, pues mi cabeza casi rozaba el techo. Petra me llevó hasta un pequeño camastro donde yacía una mujer delgada, llena de dolores y con fiebre. Me arrodillé para mirar a la mujer y aunque probablemente sólo tenía un resfriado, podría ser mortal si no recibía los cuidados y la alimentación adecuados. Yo me consideraba bastante ducha en materias de curación, pero de eso ya habían pasado muchas estaciones. Me había hecho más experta en el tratamiento de heridas de combate que de enfermedades, de modo que hice lo único que se me ocurrió, al sentirme así de impotente. Acudí a Gabrielle.

—¿Gabrielle? —me volví y al parecer, por el tono inseguro de mi voz y la expresión de mis ojos, mi joven esclava no necesitó saber más.

Entrando en acción, Gabrielle le dio instrucciones a Petra para que trajera un cubo de agua fresca potable, no del pozo que usaban las otras casas, sino del que estaba más cerca de las puertas. Cuando el niño volvió corriendo, yo estaba plantada en un rincón observando mientras Gabrielle pedía las cosas que iba a necesitar. Cogió una pluma y un pergamino de uno de mis mensajeros e hizo una lista con letra cuidadosa y precisa. El mensajero miraba maravillado a mi joven esclava. No creo que hubiera visto nunca a una que supiera escribir.

Gabrielle me miró.

—Mi señora, necesitaremos dinares para comprar algunas de estas hierbas y comida.

Asentí y salí de la casa, advirtiendo que habíamos llamado la atención de la gente. Estoy segura de que los habitantes de las casas vecinas creían que estaba pasando algo milagroso, dado que yo estaba allí. Agarré a uno de mis guardias y lo arrastré al interior de la casa, colocándolo de un empujón delante de Gabrielle.

Debo decir que era pasmoso de ver y si hubiera estado menos redimida, le habría cortado la cabeza a la muchacha por su osadía y su presunción. Gabrielle daba órdenes a la gente como... bueno, ¡como si fuera yo! Miró al guardia que tenía delante.

—¿Sabes leer? —preguntó.

Si cualquier otra esclava le hubiera hecho esa pregunta, habría sido tratada con desprecio o víctima de una paliza. Mis guardias de palacio eran unos engreídos, dado el puesto que ocupaban en palacio, así que habría sido típico de ellos. Sin embargo, este día estábamos todos demasiado atónitos ante la forma de actuar de la pequeña esclava para dudar de ella. El tono de autoridad de Gabrielle al hacerse con el control de la situación los tenía a todos descolocados, incluso a mí.

El guardia asintió tontamente y luego dijo:

—Sí, señorita.

—Lleva esta lista al mercado y al boticario y regresa inmediatamente con las compras —le ordenó.

El guardia cogió la lista y cuando estaba a punto de salir corriendo por la puerta para cumplir sus órdenes, cayó en la cuenta, horrorizado, de quién era la persona de quien estaba aceptando dichas órdenes. Se volvió rápidamente hacia mí y vi que el joven se había puesto mortalmente pálido.

—¡Sí, ve, ve! —lo despedí agitando la mano, tratando de dar la impresión de que estaba de acuerdo con todo lo que hacía Gabrielle. En realidad, no me enteraba de nada.

Gabrielle puso dos grandes teteras al fuego para calentar agua y entonces me di cuenta de que debía intervenir. Me sentía un poco inútil, así que por qué no mejorar la situación humillándome un poco, ¿verdad?

—Mm... Gabrielle... ¿qué...? —bajé la voz para que nadie de los que estaban fuera me oyera—. ¿Qué quieres que haga? —sólo pude rezar a Atenea para no sonar tan patética como me parecía a mí misma.

—¿Quieres...? —se calló como si se estuviera replanteando la pregunta—. ¿Quieres llevarte a los niños fuera? —preguntó tímidamente, esperando mi rugido, estoy segura.

Enarqué una ceja al máximo. Bajé la mirada y a mis pies vi a dos niñas, que parecían contemplar la cumbre de una montaña. Ninguna de las dos me llegaba más arriba de las rodillas y una me sonreía de oreja a oreja. Me rodeó la pierna con los brazos y pegó la mejilla a mi extremidad cubierta por el pantalón. Me quedé paralizada.

—¿Yo? —dije débilmente. Si no fuera porque sabía que no era posible, habría jurado que Gabrielle sonrió justo antes de volverse hacia el fuego.

Cuando se volvió hacia mí una vez más, se acercó y me dijo por lo bajo:

—Tengo que lavarla y quitarle las sábanas y la ropa sucia, mi señora. Los niños no deberían ver eso.

Esperó con calma mi decisión y yo hasta pensé en agarrar a uno de los guardias de palacio y obligarlo a hacer de niñera. Dos cosas me lo impidieron. En primer lugar, nunca en toda mi vida le había pedido a un soldado que hiciera algo que yo misma no quisiera o no pudiera hacer. En segundo lugar, estaba esa niña diminuta que seguía estrechamente abrazada a mi pierna. Me resultaba asombroso que una cosa tan pequeña pudiera asustarme de tal modo. Me miraba como nunca me había mirado nadie hasta ahora. No sabía, no tenía una idea preconcebida de quién era yo o de lo que era capaz de hacer, no conocía las cosas espantosas que constituían mi pasado. Me encontraba contemplando de nuevo ese grano de arena y veía un mundo totalmente nuevo.

Suspiré y dirigí a Gabrielle mi mejor sonrisa burlona. Me agaché y cogí en brazos a la niña más grande. No me hizo falta coger a la otra. Se enrolló alrededor de mi pierna y cuando intenté andar, fue como si tuviera la pierna inmovilizada. Me dirigí cojeando hacia la puerta con mis protegidas.

—Vamos, niño —llamé a Petra, al salir cojeando por la puerta.

Mi única esperanza era que ninguno de mis oficiales pasara por allí. Si alguien como Atrius me veía en esta situación, tendría que atravesarlo de parte a parte. Detesto perder buenos soldados de esa forma.

Conquistadora... guerrera... ¿niñera?

Supe que estaba muy próxima a la senilidad cuando me di cuenta de que el parloteo de una niña que no tenía ni cinco veranos de edad me resultaba entretenido. Me quedé sentada en un banco mientras las dos niñas se subían y se bajaban de mi regazo, hasta que empezaron a pelearse para ver cuál de ellas se sentaba en tan preciado lugar. Las levanté a las dos a la vez y me coloqué a cada una encima de un muslo. Parecieron conformes con la decisión y la mayor se puso a hablar.

Fue entonces cuando empecé a mirar a mi alrededor, con impaciencia, debo confesar, en busca de Gabrielle. La niña pequeña, de tal vez tres veranos de edad, eligió ese momento para apoyarse en mi pecho. Sentí una acometida de algo parecido al pánico cuando se acurrucó contra mí, bostezó y se quedó dormida sin más. Ahora no me podía mover. La niña mayor seguía parloteando sobre el azul del cielo, la muñequita de trapo que tenía en las manos y mi largo pelo oscuro. Como he dicho, supe que estaba perdiendo la cabeza porque, en algún momento, me recosté contra la pared externa de la casa y me quedé escuchando fascinada sus divagaciones.

—Puedo... puedo ocuparme yo de ellas, Señora Conquistadora —balbuceó Petra nervioso, al ver a sus hermanas tan cómodamente instaladas encima de mí.

Sabía lo que sentía el niño. Era miedo, de mí y de lo que era. Sus hermanas eran demasiado pequeñas para saberlo y me mostraban una adoración incondicional. Este niño, sin embargo, me conocía, y la mera idea hizo que parte de mí quisiera agachar la cabeza avergonzada. Creo que sobre todo tenía miedo de que perdiera los estribos con las niñas. A saber cuándo me había visto perder los estribos, si vivía en palacio. ¿Cómo podía decirle que yo sentía más terror ante estas dulces cositas del que podrían llegar a sentir ellas hacia mí?

—Déjalas, Petra —respondí y le hice un gesto para que se sentara a mi lado en el banco—. Quiero que me cuentes unas cosas sobre cómo se vive aquí, niño.

Quería averiguar qué era lo que ocurría de verdad en este lugar y por qué se daban unas condiciones de vida tan intolerables dentro de los muros de mi palacio. Sabía que no obtendría mejores respuestas que las de alguien que vivía aquí y que además parecía bastante honrado. Cierto, había robado comida, pero creo que en este caso el fin justificaba los medios. Había intentado trabajar para traer un sueldo a la familia, pero los soldados lo habían rechazado. Sabía que un niño como Petra sabría muchas cosas sobre el lugar donde vivía. Los niños suelen tener las orejas grandes, aunque la gente no les preste mucha atención. Quería nombres y me daba la impresión de que Petra los conocía todos.

Yo miraba al niño mientras hablaba y, a lo largo de la conversación, sus ojos no paraban de posarse en la empuñadura de mi espada. La cabeza de león plateada con sus ojos de zafiro despedía rayos de luz cuando el sol se reflejaba en el metal. Había encargado que me hicieran esta empuñadura cuando juré cambiar mis costumbres. Desde entonces habían pasado cinco estaciones. Vale, progresaba despacio, pero la cabeza de león de la empuñadura de mi espada era un recordatorio silencioso para mí.

Era un recordatorio de una época en que pensé que podía ser a la vez guerrera y administradora de justicia. Empezó cuando Cortese atacó mi pueblo, cuando huí de mi hogar llena de culpa al pensar que era responsable de la muerte de mi queridísimo hermano. Me convertí en guerrera con un único ideal: defender a mi país de todo aquel que pretendiera robarlo. Persas, romanos, galos... todos ellos lamentaron el intento. Les hice lamentar haber puesto pie en suelo griego. Fue entonces cuando me gané el título que me otorgó el pueblo: la Leona de Anfípolis.

No sé por qué eligieron ese título. ¿Por mi fiero orgullo, por el valor que demostraba, por mi energía implacable como guerrera? Fue en la época anterior a mi decisión de echarme a la mar, antes de César, antes de Chin, antes de convertirme en una mujer llena de ansia de poder y venganza. César... me reí por dentro. Estaba muerto y enterrado, asesinado por su propio Senado hacía ya diez estaciones. De modo que adopté el símbolo del león, para recordarme lo que había sido... y lo que aspiraba a ser de nuevo.

Al cabo de un rato pensé que ya había obtenido suficiente información del niño. Ya sospechaba quién se había dedicado a robar el dinero que pertenecía a esta pobre comunidad de trabajadores. Cuando Petra confirmó inocentemente mis sospechas, sentí que parte de la antigua Xena volvía a bullir en mi sangre.

—¡Guardia! —grité a uno de los guardias de palacio que seguían allí cerca—. Ve a palacio y tráeme a mi sanador, Kuros, al capitán Atrius y al constructor jefe. Tráelos de inmediato —le bufé al guardia.

Respiré hondo dos veces para intentar acallar a la bestia que hoy día mantenía encerrada dentro. Me preocupaba e incluso me asustaba un poquito que el monstruo pudiera alzarse tan fácilmente, después de todo el esfuerzo que había hecho para mantener al demonio a raya. Cerré los ojos con fuerza y noté el calor de mi propia sangre que empezaba a arder. Esta vez no era la sed de sangre, sino una justa indignación, lo que azuzaba a la bestia. Me quedé ahí sentada, con los ojos cerrados, sabiendo que robar dinero en mi casa podía suponerle la muerte al culpable. Robar mi dinero... podía suponerle la crucifixión.

—¿Mi señora?

La suave voz de Gabrielle me hizo volver la cabeza y abrir los ojos de golpe. Cuando centré mi atención sobre ella, vi que mi pequeña esclava se encogía de miedo. Sabía perfectamente qué cara se me ponía cuando la bestia se movía tan cerca de la superficie, como se lo estaba permitiendo ahora. Lo sabía porque la había visto miles de veces, reflejada en los rostros de los hombres justo antes de arrebatarles la vida. En ese instante, en lo que duraba apenas un latido del corazón, antes de que mi mirada se suavizara y mis iris pasaran del frío gélido al cálido azul, Gabrielle vio a la bestia que se agitaba bajo la superficie. —Tranquila —dije, ofreciéndole la mano.

No quería que Gabrielle viera al monstruo. Ya era bastante que supiera lo que había hecho en aquellos días del pasado. No quería que ahora lo viera en mí jamás. Eso me parecía muy importante y aún no sabía por qué. Qué necedad, ¿no? Que una mujer que había pasado la mitad de su vida como esclava, que se dedicaba exclusivamente a dar placer a su amo, fuera una inocente. Podía ser experta en su especialidad, pero en la muchacha había una vulnerabilidad indefinida y yo no quería ser quien la destrozara.

Gabrielle posó su mano en la mía y gocé unos instantes de la sensación. El alboroto que se oía en la calle lateral me avisó de que ya llegaban los hombres que había mandado buscar.

—Gabrielle, llévate dentro a las niñas —dije, levantándome y depositando a la niña más pequeña en brazos de mi esclava. La niña mayor se despertó sobresaltada y Gabrielle la cogió de la mano para llevársela.

—Petra —llamó Gabrielle.

—No. Deja al niño —dije, concetrándome en los hombres que venían hacia nosotras.

—¿Mi señora?

Capté el tono asustado en la voz inquisitiva de Gabrielle y me volví y le sonreí rápidamente.

—Tranquila, pequeña, ahora ve —dije, rozándole la mejilla con el dorso de los dedos.

Desapareció en el interior de la pequeña choza y me quedé ahí quieta un momento, contemplando la puerta por la que había entrado. Tenía que hacer algo por esta preciosa esclava mía, algo para demostrarle lo mucho que empezaba a significar para mí.

—Señora Conquistadora —dijo Atrius, sacándome de mis reflexiones.

—Capitán... tenemos aquí un problema que quiero resolver —no me hacía falta expresarlo de otro modo. Atrius llevaba conmigo el tiempo suficiente para reconocer el tono de mi voz que acompañaba a esta orden.

—Kuros, ahí dentro hay una mujer —señalé la choza—. Necesita cuidados médicos. Gab...mi esclava la ha estado atendiendo, pero hay que trasladarla a palacio para que pueda recibir atención adecuada.

—Por supuesto, Señora Conquistadora —dijo el hombrecillo y entró corriendo en la casa. Kuros estaba entregado a sus artes curativas y supe que la mujer prosperaría a su cuidado.

—Sagoris —hice un gesto a mi constructor jefe para que se acercara—, quiero que recorras toda esta hilera de casas, si es que se pueden llamar así, y que luego vuelvas. En ese tiempo quiero que te hagas una idea en la cabeza de cómo vamos a reparar o reconstruir este desastre —ordené.

—S-sí, Señora Conquistadora —balbuceó el hombre ya mayor, sacando una pluma y un pequeño pergamino de la bolsa que llevaba al cinto. Echó a andar, asomándose a las puertas y anotando cosas en su pergamino.

Atrius parecía risueño, pero nunca me sentía obligada a llamarle la atención a mi compañero de batallas con respecto a esas expresiones. No me miraba así para dárselas de soberbio: por el contrario, me parecía que esas expresiones aplaudían la forma en que había cambiado a lo largo de las estaciones. Atrius era un terror como guerrero y me sentía a gusto teniéndolo a mi lado en combate, pero tenía una personalidad amable que era el opuesto absoluto en cuanto salía del campo de batalla. A menudo me preguntaba cómo lo hacía, pero eso siempre explicaba las miradas risueñas que me dirigía.

—El niño necesita trabajo —dije simplemente—. ¿Tenemos sitio para uno más en el pabellón de mensajeros?

—Sí, Señora Conquistadora. Yo mismo me encargo de ello —Atrius posó la mirada en el niño con una de esas sonrisas divertidas.

El pabellón de mensajeros no era en realidad más que una pequeña sala dentro del palacio donde los pajes y los mensajeros pasaban el día. Su única tarea era llevar y entregar mensajes de cualquier persona, desde la cocinera hasta yo misma. Empleábamos niños para esta tarea porque eran veloces y pequeños y podían colarse entre las piernas de la gente, de ser necesario, para llegar a su destino rápidamente. Eso dejaba libres a los soldados y guardias para dedicarse a las tareas para las que estaban entrenados, que no era hacer de recaderos.

—¿Vas a trabajar esforzadamente al servicio de la Conquistadora, niño? —le preguntó Atrius a Petra.

—Sí, capitán —contestó Petra y apenas pude contenerme al ver la cara de Atrius. El niño había oído la forma que tenía Atrius de dirigirse a mí y estaba imitando al soldado.

Le pregunté a Petra quién era su padre y, al oír el nombre, miré a Atrius. Mi capitán se encogió levemente de hombros ante el nombre y tuve que confesarme a mí misma que rara vez me tomaba la molestia de aprenderme los nombres de los soldados que entraban en combate conmigo o por mí. Me puse detrás del niño, que parecía tener la esperanza de que reconociéramos el nombre de su padre.

—El padre de Petra cayó en Queronea —afirmé.

A Atrius se le nublaron los ojos y asintió. Ésa había sido una batalla encarnizada, mucho más que muchas de las que había librado a lo largo de los años. Hacía poco que me había enterado de que estaban levantando una estatua de mármol de un león en el sitio, dominando el túmulo de los muertos macedonios.

—Pues tu padre fue, efectivamente, un valiente soldado —le dijo Atrius al niño—. Quédate conmigo, niño, te enseñaré dónde tienes que ir.

Entonces miré risueña a mi capitán, con la misma clase de expresión con que me miraba él a mí en las últimas estaciones. La expresión que decía: "Nos debemos de estar ablandando". Un niño necesita a un padre, eso sin duda, y no se me ocurría mejor mentor para Petra que Atrius.

—Petra, voy a hacer que trasladen a tu madre y a tus hermanas a palacio. Atrius te enseñará dónde están cuando termine de indicarte tus deberes. ¿Comprendes?

—Sí, Señora Conquistadora —contestó el niño y me mordí la mejilla para no sonreír.

—Pues que así sea, Atrius —ordené. Mi capitán se inclinó levemente y se dio la vuelta y Petra lo imitó y luego siguió al capitán.

Cuando ya se habían alejado un poco, Petra volvió corriendo hasta mí.

—¿Te has olvidado de algo, niño?

—De esto, Señora Conquistadora —replicó Petra. Me entregó la manzana que le había dado Gabrielle, colocándola sobre mi palma abierta—. Por favor, Señora Conquistadora. Dale las gracias a tu reina.

El niño se alejó corriendo a toda velocidad y me quedé contemplando la fruta que tenía en la mano. Sin embargo, estaba pensando en realidad en lo que había dicho. Mi reina , había dicho, refiriéndose a Gabrielle. Me pregunté si se llevaría una desilusión si supiera que sólo era mi esclava. ¡Sólo mi esclava! No tardaría nada en descubrir lo absolutamente ridícula que era esa idea.

Sagoris regresó por fin, meneando la cabeza. Me dio la curiosa sensación de que la noticia no iba a ser buena.

—Señora Conquistadora, estas estructuras no sólo no son seguras, sino que, ¡por los dioses, no puedo creer que haya seres humanos viviendo en ellas! Las condiciones son espantosas. Sólo hay una manera de solucionarlo, pero me temo que no te va a gustar mi idea —me dijo el anciano.

—Tenemos que demolerlas y empezar de nuevo —contesté, con los brazos en jarras, mirando a mi alrededor.

Sagoris se quedó mirándome. Advertí la sorpresa en su rostro por el rabillo del ojo y luego oí la incredulidad de su tono.

—S-sí, Señora Conquistadora, efectivamente.

—¿Quién era responsable de los fondos del tesoro cuando se construyeron estos edificios? —pregunté, bastante segura de la respuesta.

—Fue hace casi diez estaciones, Señora Conquistadora... Creo que... sí, era tu administrador, Demetri.

Otro clavo para tu ataúd, Demetri.

—Sagoris, ¿qué problemas prevés para la reconstrucción? —le pregunté al constructor.

—Pues la gente tendría que alojarse en otra parte. Supongo que durante las cinco o seis lunas que se tardaría en realizar la obra, podrían vivir en tiendas en los campos de entrenamiento. Hay muchos jóvenes dispuestos a ganarse unos dinares trabajando en la construcción, así que no creo que la tarea vaya a ser imposible en absoluto.

—Me alegro de oírte decir eso, Sagoris. Tenemos que arrasar esta abominación y reconstruir. No quiero que se reconstruya con esos mismos materiales de pésima calidad y quiero que cada casa tenga dos habitaciones. Te recompensaré con cien talentos de plata cuando esté terminado —le dije al sorprendido hombre.

—Gracias, Señora Conquistadora —contestó el hombre entusiasmado.

—Una cosa más, Sagoris —le dije al hombre canoso—. Dile al capitán Atrius que aloje a los soldados en las tiendas. El cuartel se puede limpiar para que lo usen los habitantes de esta aldea. No quiero que las mujeres y los niños vivan en tiendas. Además, a mis soldados se les paga para que sufran —dije con una sonrisa guasona y el anciano se echó a reír conmigo. Hoy lo había sorprendido. Me empezaba a entrar una curiosa sensación de satisfacción al poder hacerle eso a la gente.

Justo en ese momento, Kuros y Gabrielle salieron de la casucha y Kuros me explicó rápidamente que, aunque la mujer no estaba mortalmente enferma, las condiciones del lugar iban a impedirle recuperar la salud. Le dije que deseaba que la trasladaran a palacio y dejé a mi sanador a cargo de organizar unas habitaciones. Le dije que le pidiera a Delia que lo ayudara con cualquier otra cosa.

El hombrecillo se alejó para hacer los preparativos necesarios y Gabrielle se quedó en silencio a mi lado.

—Me han dicho que te dé esto —puse la manzana en su pequeña mano—. Gabrielle —dije titubeando—, quiero que sepas que estoy muy contenta contigo. La forma en que has actuado hoy me indica que hay más en ti, pequeña mía, de lo que parece a simple vista. Eso me gusta —alabé a la joven.

Gabrielle agachó la cabeza, pero no antes de que yo viera de nuevo un amago de esa especie de sonrisa. De repente, me acordé de lo que tenía intención de hacer cuando empezó el día. Sólo que ahora sospechaba que el comandante de mi flota podía no ser el único dedicado a esos trapicheos. Para averiguarlo, tendría que convertirme en la antigua Conquistadora. Tendría que comportarme como si aún fuese una mujer cuyos apetitos sexuales se colmaban con la violencia y las perversiones lascivas. No tenía el menor deseo de que Gabrielle me viera así. Podría decirle que era un truco y estaba segura de que lo entendería, pero algo en mi interior, una vocecita, me rogaba que no obligara a la muchacha a verme de ese modo. Actuar de esa forma, con mi Gabrielle tan cerca, tan disponible... digamos tan sólo que todavía no estaba tan redimida y que eso era lo que más miedo me daba.

—Gabrielle, voy a continuar sola hasta los muelles. No creo que estés segura si vienes conmigo. Tengo que ocuparme de una persona y, bueno, podría haber problemas.

Al oír la palabra problemas, Gabrielle alzó la cabeza de golpe y arrugó la frente con aire preocupado.

—¿Estarás bien, mi señora?

Esa pequeña pregunta me dejó sin habla. Ciertamente, Gabrielle había tenido conmigo muchos detalles amables desde que había entrado a mi servicio. Eran detallitos en los que una esclava rara vez pensaba, pero esta muestra de preocupación e interés parecía espontánea y absolutamente genuina.

—¿Preocupada por mí, pequeña? —le tomé el pelo a la joven.

—E-es que... mi señora, es que... —balbuceó Gabrielle, agachando la cabeza.

Esto era muy impropio de las típicas respuestas de mi esclava. Gabrielle solía tener una respuesta para todo, una respuesta paciente, meditada y, a veces, profunda. Ahora estaba sonrojada, no como la experimentada esclava corporal que era, sino como una colegiala virginal. No pude contener la carcajada que se me escapó.

Cuando levantó de nuevo la mirada, su expresión era de alivio, supongo que a causa de mi risa. Me acerqué más a ella, imponiéndome sobre su pequeña figura.

—Gabrielle, ¿de veras crees que no puedo cuidar de mí misma? —le susurré.

—No. Por supuesto que no, mi señora —contestó inmediatamente.

Me eché a reír otra vez y pensé que últimamente lo hacía mucho.

—¿Dónde te gustaría ir, Gabrielle? —le hice un gesto a uno de los guardias, el que antes había ido a buscar las cosas que necesitaba Gabrielle—. Puedes ir donde desees, pero el guardia se queda contigo. ¿Comprendido?

—Sí, mi señora. Creo... creo que me gustaría ir a las cuadras a darle una golosina a Tenorio —dijo, mostrándome la manzana, de nuevo con esa semi sonrisa de medio lado.

Le sonreí a mi vez y estoy segura de que mi guardia pensó que parecía una idiota. Por supuesto, como deseaba conservar todas sus extremidades pegadas al cuerpo, no dijo nada.

Le arrebaté velozmente la manzana de la mano a la sorprendida muchacha y la lancé por el aire un par de veces. Gabrielle hizo entonces algo que detuvo mis movimientos en seco, por no decir mis procesos mentales. Se echó a reír. No fue una carcajada larga ni muy sonora, pero fue como música para mis oídos y como un bálsamo para mi alma. Fue la cosa más refrescante que había oído en mi vida y las dos nos quedamos quietas mirándonos. Bueno, yo miré a Gabrielle y ella me correspondió con esa actitud nerviosa en la que intentaba pero no lograba mirarme directamente a los ojos. Las dos sabíamos que, de alguna forma, por insignificante que fuera, habíamos cruzado una raya trazada en la arena. En realidad, la sensación era que la habíamos borrado y habíamos trazado una nueva.

Gabrielle agachó de nuevo la cabeza y por la expresión extraña de sus ojos, creo que tal vez ella misma se preguntaba por qué se sentía así. Di instrucciones al guardia que iba a acompañar a Gabrielle y él se dio la vuelta y se alejó unos pasos. Chico listo , pensé, porque parecía como si nos quisiera dar cierta intimidad. Dejé la manzana de nuevo en las manos de mi esclava y me incliné hacia ella, bajando la voz para que sólo ella me oyera.

—A Tenorio le gustará la golosina. Tiene los mismos gustos que su dueña —dije.

Gabrielle contestó de una forma que sólo se podría describir como coqueta. ¡Por los dioses, si no fuera porque no me parecía posible, habría jurado que mi joven esclava estaba tonteando conmigo!

—¿Y cuáles son, mi señora?

Echó la cabeza a un lado y yo tuve cuidado de susurrarle la respuesta al oído.

—Las manzanas maduras... y las rubias menudas.

Agachó aún más la cabeza, pero vi la sonrisa que intentaba ocultar.

—¿Otra sonrisa para mí, Gabrielle? —pregunté al tiempo que me empezaba a alejar de ella—. Soy sin duda una Conquistadora afortunada.