El final del viaje ii

Se va desdibujando la relación entre ama y esclava. que pasara con la conquistadora cuando empiecen a florecer sus sentimientos que tenia tan guardados para demostrar debilidad ante sus enemigos.

El final del viaje

LJ Maas

Título original:Journey's End.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2005

Tanteando el terreno

Noté la presencia de otra persona en la habitación antes de que la pesada cortina se apartara de la ventana principal y el sol de primera hora de la mañana me hiciera encogerme, aunque seguía con los ojos cerrados. Sylla se movió por la habitación, preparando las cosas en silencio para mi mañana. Como doncella personal mía, cumplía sus órdenes con el debido silencio. Tanto si había dormido toda la noche como si me había desmayado en el suelo justo antes del amanecer, Sylla me despertaba todas las mañanas al salir el sol. Normalmente yo ya estaba despierta, a menudo trabajando ya en mi escritorio mucho antes de que ella entrara en mis aposentos.

Sylla solía dejar que la luz de la mañana entrara en la habitación y luego procedía a encender lámparas o velas adicionales. Recogía la ropa que yo había dejado tirada por ahí al desvestirme la noche antes, se ocupaba de que me prepararan el baño y luego me traía la comida de la mañana. Y no era distinto cuando viajaba. Su programa nunca variaba y sé que agradecía que mi temperamento se hubiera suavizado con los años. Antes se llevaba sus buenas dosis de improperios e insultos por mi parte, pero en mañanas como ésta, cuando tenía tal resaca que me quería morir, sí que tendía a volver a ser como aquella antigua Xena.

Lo curioso era que Sylla nunca me contestaba, nunca se iba de la habitación hecha un mar de lágrimas, y aún más pasmoso era el hecho de que no recogiera sus cosas y se marchara. Era una empleada, no una de mis esclavas, lo cual, ya de por sí, era bastante raro. Entró en el castillo cuando murió su padre, un leal soldado de mi ejército que tenía cierta reputación en el campo de batalla. El día en que Delia me preguntó si la muchacha podía trabajar para mí, hice lo que siempre hacía entonces, hace unas diez estaciones. Torcí el gesto y me encogí de hombros como si me diera igual.

Ahora bien, Delia era otra historia. Me lo preguntó porque era la única que podía salir bien librada de ello. Puedo decir con franqueza que en aquel entonces, si alguien, salvo mi cocinera Delia, me hubiera hecho esa misma pregunta, habría agarrado a la joven y la habría tomado, delante mismo de mis hombres, y luego habría dejado que trabajara para mí. ¿Por qué? Más que nada porque podía, supongo.

Delia es lo más parecido a una amiga que he tenido en toda mi vida. Era esposa del capitán de mayor confianza que había tenido jamás. Galien era más que un soldado, era un mentor y un confidente, tal vez la única figura paterna que había aceptado en mi vida. Cuando agonizaba en un campo de batalla de la Galia, lo sostuve y vi cómo moría desangrado, sabiendo que poca cosa podía hacer para salvarlo. Le dije que cualquier deseo que tuviera, si estaba en mi mano, se lo concedería. Me extrajo ese día la promesa de que me ocuparía de que su esposa estuviera siempre atendida. Cuando regresé de esa campaña, Delia entró en el castillo.

Es la única persona de toda Grecia que no parece tenerme miedo. Discute conmigo, me echa broncas y en general me trata como a la niña malcriada que suelo ser casi todo el tiempo, y yo la quiero por ello. Acabó aburrida de no hacer nada en el castillo y cuando empezó a cocinar para mí, puse al anterior cocinero de patitas en la calle. Era una diosa culinaria y mis banquetes, en el palacio de Corinto, se habían convertido en la envidia de todo mi imperio.

Me incorporé sobre un codo y abrí despacio los ojos, lo cual no hizo sino aumentar mi dolor de cráneo. Me quedé mirando un momento mientras Sylla se dedicaba a sus quehaceres matutinos. Miré a la esclava que compartía mi cama. Tenía el rostro menos tenso al dormir y no pude evitar alargar la mano y rozarle los labios con la punta de los dedos. Sus párpados se abrieron de golpe, revelando unos sobresaltados ojos verdes.

—Mi señora —exclamó Gabrielle y prácticamente se tiró de la cama para adoptar su postura de rodillas en el suelo.

Bueno, no era eso exactamente lo que yo buscaba, pero me costó no sonreír a la joven esclava. Estaba desnuda y no parecía perturbada por el hecho de que Sylla se moviera a su alrededor.

—Buenos días, Señora Conquistadora —dijo mi doncella—. Ya están aquí los jóvenes con el agua para tu baño —los ojos de Sylla indicaron el cuerpo desnudo de Gabrielle y no supe si la preocupación de mi doncella era por Gabrielle o por los jóvenes de la cocina.

Tuve una rápida revelación y me di cuenta de que no me apetecía que nadie viera desnuda a Gabrielle, salvo yo.

—Gabrielle, vuelve a la cama. Sylla cree que vas a pillar un resfriado ahí abajo —dije riendo.

Gabrielle se metió de nuevo bajo las sábanas que yo le sostenía abiertas y le hice un gesto a Sylla, que dejó pasar a varios jóvenes cargados con cubos de agua para la gran bañera que iba a usar para darme un baño. Tuvieron que hacer varios viajes, pero ninguno desvió la mirada, ninguno salvo un chico. La tentación de ver a la Conquistadora en la cama debió de superarlo, por lo que alzó los ojos y los posó no en mí, sino en mi esclava. Tuve un destello de una época anterior de mi vida y me vi a mí misma levantándome de la cama y destripando al muchacho con mi espada.

En cambio, un gruñido grave salió retumbando de mi pecho y vi a Gabrielle por el rabillo del ojo. Me miró rápidamente, estoy segura de que preguntándose de dónde salía ese ruido. Cuando estaba furiosa, podía sonar como el gruñido de un perro y cuando estaba excitada, como el ronroneo de una pantera. Ahora mismo, sonaba de todo menos satisfecho o seductor.

—Si quieres vivir un día más, muchacho, más vale que poses esos ojos en otra parte —solté.

Sylla vio el problema inminente y se apresuró a intervenir antes de que la cosa fuera a más.

—A ver, chicos... a lo vuestro. Ya hay suficiente agua, fuera todos de aquí —Sylla sacó a los chicos de la habitación y los envió por las escaleras de servicio.

Dejé caer la cabeza en la almohada justo en el momento en que alguien se puso a dar golpes en la puerta de entrada de la habitación exterior.

—¡Por las pelotas de Ares! ¿Es que nadie sabe a qué hora me quedé dormida anoche? —bramé, haciendo que me doliera aún más la cabeza.

—Es tu capitán, Señora Conquistadora —me informó Sylla.

—Está bien, está bien —le hice un gesto a Sylla para que dejara pasar a Atrius.

—Señora Conquistadora —dijo Atrius en voz baja, lo cual le hizo subir puntos, teniendo en cuenta cómo tenía la cabeza. Los perdió, sin embargo, por su expresión risueña al ver a Gabrielle todavía en mi cama.

—Atrius, ¿tienes algún motivo para molestarme antes de que haya tenido siquiera la oportunidad de bañarme?

—Perdona lo temprano de la hora, Señora Conquistadora, pero expresaste tu deseo de regresar a Corinto en cuanto hubieran terminado aquí los problemas. ¿Te parece bien hoy?

Me lo pensé un momento. Ahora estaba deseosa de volver a casa y me pregunté si tendría algo que ver con la joven que estaba en mi cama.

—Sí... hoy está bien, parece que nos va a acompañar el buen tiempo. ¿Podemos estar preparados para media mañana?

—Sí, Señora Conquistadora —replicó Atrius.

Asentí haciéndole un gesto para que se retirara y empujé las almohadas hacia el cabecero de la cama. Me senté ahí y miré a Gabrielle, que estaba tumbada con las manos recogidas sobre el estómago. Pensé en gozar de la bonita esclava, pero me lo pensé mejor al darme cuenta de que al cabo de pocas marcas mi ejército estaría preparado para marchar de vuelta a Corinto.

—Parece que nos volvemos a casa hoy, Sylla. Me temo que Gabrielle no está equipada para un viaje. Llévala al mercado y compra lo que vaya a necesitar hasta que regresemos a palacio. ¿Tienes algo que le puedas prestar mientras? No quiero que ninguno de estos soldados la vea con la bata.

—Sí, Señora Conquistadora —contestó Sylla.

—Gabrielle, ve con Sylla y, por los dioses del Olimpo, abre la boca o acabará vistiéndote como a una virgen de Hestia.

Les sonreí a las dos con humor, pero sólo Sylla sonrió a su vez, meneando la cabeza ante mis modales. Gabrielle parecía un poco aturdida y confusa por todo lo que había ocurrido en las últimas doce marcas. Se fue detrás de Sylla, vestida con la bata que había llevado la noche antes, con el rostro tan impasible e inexpresivo como siempre. Me pregunté cuánto tiempo hacía que esa muchacha no sonreía.

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Cuando ya estaba lavada y vestida para viajar, Sylla trajo de nuevo a Gabrielle a la habitación donde estaba dispuesto el desayuno. Mi doncella se quedó esperando a que la atendiera mientras yo usaba mi anillo para sellar un mensaje que debía ser enviado con antelación a Corinto. Por alguna razón, me parecía importante que las habitaciones que había en palacio al otro lado del pasillo frente a las mías estuvieran preparadas para la llegada de Gabrielle. Me reí de mí misma. Dioses, se podría pensar que traía a mi reina a palacio. Curiosamente, así era como me sentía exactamente.

Como de costumbre, Gabrielle se arrodilló, con la cabeza inclinada, esperando pacientemente. Cuando levanté la vista, apenas la reconocí. Parecía más delgada con la ropa que envolvía su pequeña figura y pensé que nuestra primera tarea debía ser alimentar a la muchacha adecuadamente.

—Muy bien. Buen trabajo, Sylla.

—Gracias, Señora Conquistadora —respondió mi doncella con una ligera sonrisa.

Mis cumplidos eran poco frecuentes, pero estaba aprendiendo que obtenía mejores resultados, tanto del servicio contratado como de mis esclavos, si de vez en cuando dejaba caer una pequeña alabanza. No me salía de forma natural, eso de tratar a la gente con compasión. No entendía por qué, pero por otro lado, nunca me había parado de verdad a examinar mi vida hasta hacía poco. ¿Por qué la hosquedad y la ira celosa son unas emociones tan naturales para mí? Repaso mi vida y sólo veo una bruma de oscuridad que me rodea y que la luz no consigue penetrar. Algunos días me pregunto si existe una luz lo bastante brillante como para disipar esta clase de oscuridad. Normalmente lo pienso más o menos al mismo tiempo que me pregunto si intentar ser una soberana más benévola a estas alturas del juego tendrá algún valor cuando me encuentre con Hades. ¿Alguien podría superar un pasado como el mío?

—Sylla, partiremos pronto. Enviaré a uno de mis guardias a buscarte. Quiero que vayas con Kuros, en el carro del sanador. Gabrielle montará conmigo —terminé, despidiendo a la joven. A Sylla se le dilataron los ojos cuando le dije que mi esclava iría a caballo, pero cerró la boca y salió de la habitación.

Gabrielle apenas había movido un músculo en todo este tiempo.

—Gabrielle, ¿tienes hambre? —pregunté.

—No requiero gran cosa, mi señora —contestó.

Todas las respuestas que daba estaban pensadas para resultar ambiguas en todos los sentidos. Era uno de los métodos con los que había conservado el favor de sus amos. Ahora yo dudaba de que pudiera contestar a una pregunta directa sin insistir un poco.

—Mírame, muchacha.

Gabrielle levantó despacio la cabeza, para no desobedecer, pero advertí que le costaba mirarme a los ojos.

—¿Tienes hambre? —pregunté de nuevo, vocalizando bien.

Asintió con la cabeza, bajando los ojos al mismo tiempo.

—Sí, mi señora —contestó con un tono muy inseguro.

—Pues ven aquí y come.

Alzó la mirada y luego volvió a agachar la cabeza, pero no sin que yo captara más confusión en sus ojos. Supongo que pensaba que le iba a pasar la comida a mano o que le iba a poner un plato en el suelo. Yo había entrenado incluso a algunas esclavas corporales para que comieran sólo de mi mano, reforzando la idea de que sólo yo era su dueña. No tenía la menor intención de volver a tratar jamás a una esclava de esa manera.

Me levanté de la silla y me agaché sobre una rodilla delante de ella. Le levanté la barbilla con delicadeza y advertí, por su manera de apartar los ojos de mí, que se esperaba que le diera un golpe con la mano. La usé en cambio para apartarle el pelo rubio de la cara. Le acaricié la mejilla con el pulgar durante unos segundos, como si fuera un potrillo asustado al que estuviera apartando del lado de su madre por primera vez.

—Tranquila —dije y me levanté, tirando de ella—. Cuando yo coma, será en la mesa, y ahí es donde quiero que comas tú también. Siéntate —la coloqué en la silla que había frente a la mía y le puse dos fuentes delante—. Come todo lo que quieras de lo que hay aquí, Gabrielle. ¿Me entiendes?

—Sí, mi señora —contestó.

Me volví y fui a otra mesa pequeña al otro lado de la habitación, fingiendo que estaba muy ocupada sirviéndome una pequeña copa de vino. En realidad quería ver si la muchacha comía los alimentos que le había puesto delante. Serví también una taza de agua, volví con las dos cosas y le puse el agua delante, quedándome yo con el vino. Rara vez permitía que los esclavos bebieran alcohol.

Gabrielle mordió tímidamente un higo partido y mordisqueó la fruta largo rato. Me senté frente a ella y saqué media docena de pergaminos de un estuche, colocándolos en la mesa a mi lado. Me puse a leer los pergaminos, en su mayoría peticiones y solicitudes más aburridos que el Tártaro, pero fingí estar absorta y no prestar atención a la joven que estaba frente a mí. Mi vista periférica es excelente y mientras leía, observaba a Gabrielle.

Cuando se dio cuenta de que lo de la comida lo había dicho en serio, se puso a comer de verdad y pensé que la muchacha debía de estar muerta de hambre. Hizo desaparecer una fuente entera de comida y cuando iba por la mitad de la otra, pareció quedarse sin energía. Cogió la taza de agua y se la bebió entera de unos cuantos tragos.

—Gabrielle —dije en tono distraído, sin apartar los ojos del pergamino que estaba leyendo—, si aún tienes sed, puedes ponerte agua de la jarra que hay en la mesa.

Fingí de nuevo que me daba igual lo que hiciera después de haberle dado permiso, pero la observé con disimulo en los aledaños de mi campo visual. Miró la jarra y luego me miró a mí de nuevo. Era evidente que la muchacha quería otra taza de agua, así que ¿por qué no se levantaba y se la ponía? Rodeaba la taza con las manos agarrotadas y vi que tenía los nudillos blancos por lo que sólo pude interpretar como miedo. Por fin se levantó y se sirvió el agua, sin dejar de mirarme todo el tiempo. Se sirvió tres tazas y se las bebió enteras antes de volver a su silla. Me habría echado a reír por lo que hacía si no me hubiera producido una tristeza tan honda.

Gabrielle era el vivo retrato de la esclava derrotada. No necesitaba tener cicatrices en la espalda para saber lo que era el castigo, sobre todo como esclava corporal. Imaginad una bofetada en la cara, no lo bastante fuerte como para causar una contusión o cortar la piel, o una patada en la espinilla, suficiente para hacerte tropezar y arañarte las manos, o incluso la privación de alimentos durante días seguidos. Ésas eran las formas en que se castigaba a una esclava cuyo cuerpo debía mantenerse en perfecto estado. ¿Los amos anteriores habían jugado a las privaciones con esta muchacha hasta conseguir que se comportara como un perro apaleado? ¿Le habían dado permiso, para castigarla una vez lo aprovechaba?

Por supuesto que sí. Era lo que hacía yo antes, sin más motivo que porque me divertía.

El viaje a casa

Los soldados emprendieron la marcha mientras yo me despedía de Telamon. Bajé los escalones de piedra, disfrutando del frescor de la brisa primaveral. Hacía suficiente frío para llevar un manto durante el día, lo cual haría necesaria una tienda por la noche. Los carromatos que llevaban los suministros, la comida y las tiendas para nuestra caravana iban en último lugar. Vi a Gabrielle esperando en silencio junto a Sylla y mi sanador, Kuros.

Kuros era un hombrecillo extraño, otro de mis empleados, no un esclavo. Era un etrusco procedente de una tierra situada muy al norte de Grecia. En los días en que me dedicaba a la piratería, antes incluso de que se me conociera como a la Destructora de Naciones, derroté a una banda de piratas etruscos cerca de Córcega. El sanador que iba a bordo del barco era experto en una serie de artes curativas que yo no conocía. A cambio de su libertad, Kuros me enseñó las técnicas curativas aparentemente mágicas que conocía. Una vez obtuvo la libertad, el hombrecillo cambió de opinión y solicitó ser mi sanador privado.

Sylla le dijo algo a Gabrielle y la rubia asintió mientras mi doncella se montaba en el carromato al lado de Kuros. Fui hasta Gabrielle y le indiqué que me siguiera. Tuve que acortar de forma considerable las largas zancadas que me salían de forma natural y así y todo, Gabrielle casi tuvo que echar a correr para seguirme.

—Señora Conquistadora —dijo Atrius, entregándome las riendas de mi caballo.

Tenorio era un semental negro como la noche que tenía la fuerza de un toro y la agilidad de una mariposa. Era un caballo de guerra como ningún otro y para mí valía más que todo el oro de Grecia. El orgulloso animal nunca había sentido a nadie que no fuera yo sobre su lomo, pero estaba convencida de que el animal aceptaría la pequeña carga adicional que yo tenía en mente.

—Ésta es mi nueva... esclava personal —le dije a Atrius, sin saber muy bien por qué me negaba a usar las palabras "esclava corporal"—. Se llama Gabrielle —terminé, y Atrius saludó a la muchacha con la cabeza—. Gabrielle, éste es Atrius, capitán de mis ejércitos. Si alguna vez me separo de ti, la suya es la cara que tienes que buscar. ¿Comprendes? —era como si tuviera que preguntarle a Gabrielle directamente si me comprendía, porque si no, jamás la oiría pronunciar palabra.

—Sí, mi señora.

Me monté de un salto en el musculoso lomo del semental y le ofrecí la mano a Gabrielle. Vi que tragaba saliva y cuando me cogió la mano, advertí que estaba temblando. Me eché hacia atrás en la silla.

—¿De qué tienes miedo? —pregunté confusa.

Levantó la mirada y fue la primera vez que sus ojos se encontraron con los míos sin que yo tuviera que obligarla. Miró de nuevo al animal y dijo suavemente:

—Es muy grande, mi señora.

Me eché a reír y los que nos rodeaban se volvieron para mirarnos. Era muy raro verme reír, pero el miedo de la pequeña muchacha me parecía muy lógico. Era por lo menos dos cabezas más baja que yo y pensé que si yo fuera de su tamaño, también estaría un poco preocupada.

—Dame la mano, Gabrielle —ordené y ella así lo hizo obedientemente.

La subí sin esfuerzo a la silla colocándola delante de mí: al fin y al cabo, no pesaba más que un saco de higos. La acomodé para que se apoyara en mi cuerpo y el calor que eso me provocó entre las piernas era una sensación que hacía mucho tiempo que me había acostumbrado a no sentir. Atisbó por el costado del caballo y se echó hacia atrás de nuevo.

La miré con sinceridad mientras nos poníamos en marcha.

—No te preocupes, Gabrielle, Tenorio no dejará que te caigas —dicho lo cual, le rodeé la cintura con el brazo y la pegué a mí. Tardé mucho rato en quitarle el brazo de la cintura.

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Pasaron unas cuantas marcas y empecé a notar que Gabrielle se agitaba en la silla. Le podría haber preguntado qué le pasaba, puesto que ya tenía mis sospechas. La muchacha se había bebido cuatro tazas de agua justo antes de partir y me parecía que estaba empezando a notarlo. Pero quería que Gabrielle hablara por sí misma y ésta era mi sutil técnica de formación. No quería pasar el resto de mi vida con una joven que tenía miedo de su propia sombra, por lo que decidí ser tan amable con la muchacha como me permitiera mi escaso buen genio.

Dioses, ¿en qué estaba yo pensando últimamente para decir cosas así? ¿Cómo se me ocurría pasar mi vida con una esclava de la que en realidad no sabía nada? Un ama y su esclava pueden tener muchos tipos de relación, pero no como gobernante y consorte, eso no se hace. ¿Verdad?

Aguantó una marca más hasta que mi extraordinario oído captó la tenue llamada de atención.

—¿Mi señora? —susurró.

—Sí, Gabrielle.

—¿Puedo... me das permiso... para ir a los arbustos? —terminó.

Saqué a Tenorio del camino y Gabrielle pareció sorprenderse de verdad porque no me había limitado a depositarla en la cuneta. Con mis soldados pasando al lado, lo último que quería era que mi esclava personal orinara delante de ellos. Subimos por una ligera cuesta, nos metimos en un claro del bosque y yo desmonté primero. Una vez en el suelo, Gabrielle parecía no saber si debía proceder. Sintiéndome de repente incómoda, retrocedí, con las riendas del caballo en las manos.

—Voy a estar... estooo, por allí... para que puedas estar en privado —murmuré torpemente.

Era la primera vez que decía estooo desde que tenía doce años. ¿Qué me estaba pasando? Gabrielle me miró como si de repente me hubiera salido otra cabeza. ¿En privado? ¡A los esclavos les da igual estar en privado! Me volví y regresé por donde habíamos venido, dejando que Tenorio bebiera del riachuelo que cruzaba nuestro camino. No tardé en oír a Gabrielle que volvía a mi lado.

—¿Te encuentras mejor? —pregunté con cara risueña.

Una vez más, la sorpresa asomó a la cara de la muchacha. Por los dioses, ¿es que nadie hablaba nunca con ella? Tenía que seguir recordándome a mí misma que Gabrielle era esclava. En las últimas estaciones, me había rodeado de tantos empleados y empleadas que me estaba costando un poco recordar cómo era la vida de un esclavo. Por supuesto que nadie hablaba con ella, y menos para preguntarle su opinión o cómo estaba. Era una propiedad y la mayoría de los amos pensaban que preguntarle a un esclavo cómo se sentía tenía tanto sentido como hacerle esa misma pregunta a un caballo.

Vi que Gabrielle asentía y carraspeé antes de hablar.

—Gabrielle —me callé hasta que me miró—. Sólo puedo suponer que en el pasado o te han ignorado o te han maltratado de algún modo por expresar tu opinión. Creo que es importante que dejemos sentadas unas bases dentro de nuestra relación.

¿Acababa de decir relación? Por los dioses, no quería decir eso... ¿o sí?

—Si me vas a servir personalmente, voy a desear algo más que el simple placer físico. Tengo necesidad de... necesidad de compañía —dije, bajando la mirada para ver el efecto que tenían mis palabras en la joven esclava.

Gabrielle caminaba a mi lado, con el rostro tan inexpresivo como siempre. Respiré hondo y me pregunté si todo esto merecía la pena. ¿Adiestrar a una esclava para que fuera mi acompañante? Parecía tan redundante como pagar a alguien para que fuera mi amigo. Esta muchacha era tímida y timorata y había pasado la mayor parte de su vida desarrollando las actitudes sumisas que la mantendrían con vida como esclava. No podía esperar de ella que olvidara una vida entera de adiestramiento en un solo día. Volví a tomar aliento y me planteé si a Gabrielle le apetecería siquiera encontrarse en esta situación. En el pasado, jamás me había preocupado por lo que quería un esclavo. Ahora, me parecía importante, pero no sabía por qué, sólo que eso era lo que sentía. Mi paciencia, o más bien mi falta de ella, es legendaria. ¿Poseía el aguante necesario para una tarea como ésta?

De nuevo dejé de caminar y cuando me paré, Gabrielle se detuvo. Llegamos a otro riachuelo, un poco más grande que el primero que habíamos cruzado. Me di cuenta de que Gabrielle me habría seguido sin la menor duda y se habría metido de lleno en el agua helada, pero llevaba botas decorativas de mujer y las mías estaban hechas de cuero resistente, diseñadas para el exterior. La levanté en brazos sin dificultad y volví a depositarla en el suelo al otro lado del riachuelo. El asombro de su cara empezaba a ser típico, pero esta vez me pareció que debía hacer algún comentario.

—Sylla no me dejaría en paz si te permitiera cabalgar el resto del día con las botas mojadas —dije, emprendiendo de nuevo la marcha para salir del bosque.

Cruzamos por el campo de hierba hacia el camino y reanudé la conversación.

—Como he dicho antes, comprendo que es posible que te hayan castigado por tus ideas u opiniones, pero si vamos a pasar el tiempo juntas, no quiero tener la sensación de que estoy hablando con la pared. Quiero oírte, Gabrielle. Quiero que sepas que cuando te haga una pregunta, si dices la verdad, jamás te castigaré por la respuesta. ¿Comprendes lo que digo... lo que te pido? —pregunté, haciendo una pausa para levantarle la barbilla hacia mí.

—Sí, mi señora —contestó y pensé que ahora era un buen momento para realizar una pequeña prueba.

—Gabrielle, ¿quieres caminar un poco o estás preparada para volver a montar?

Inmediatamente miró a Tenorio, que caminaba a nuestro lado. El lomo del animal superaba la altura de su cabeza y la expresión de su rostro me dijo que volver a montar en el animal era para ella el equivalente de escalar una alta montaña. Quería ver si me iba a contestar con sinceridad y, como iba a ocurrir siempre, la joven me sorprendió.

—Prefiero caminar, mi señora —contestó vacilante.

—Pues caminaremos —dije y me volví hacia ella para que pudiera ver mi sonrisa.

No me devolvió la sonrisa, pero sus ojos se animaron un poco y pensé que al menos era un comienzo. Yo no sonreía mucho, al menos de una forma auténtica como ésta. No tenía en cuenta la sonrisa feroz que usaba en el combate o al dictar sentencia sobre un enemigo capturado. Esta sonrisa era la que reservaba para los momentos en que algo me causaba auténtico placer y esos momentos eran escasos. Por lo general parecía fuera de lugar en mi cara: un ceño hosco me resultaba mucho más natural. Sin embargo, sonreí a Gabrielle, en parte para expresar mi alegría porque había entendido lo que le pedía y también porque me apetecía.

Estuvimos caminando una marca más y advertí que Atrius había enviado a unos miembros de la guardia de palacio para protegerme. Incluso después de tantas estaciones, todavía se me olvidaba que, como era la soberana de Grecia, podía haber gente que quisiera matarme, a pesar de que el país disfrutaba de prosperidad económica gracias a mí. Tal vez me estaba haciendo más confiada a medida que envejecía, pero todavía era una guerrera temible y rara vez se me ocurría pensar que no podría ocuparme de cualquier enemigo al que me enfrentara.

Si los otros hubieran estado más cerca, jamás habría dicho las cosas que le dije a mi joven esclava. Seguimos caminando y me descubrí diciéndole cosas que apenas sabía que sentía. Incluso logré que me contestara de vez en cuando, pero sacarle una opinión era casi imposible. Sí que averigüé algo sobre su pasado, pero incluso obtener esa información resultó ser todo un desafío.

—Gabrielle, ¿qué edad tienes? —pregunté.

—Veinte veranos, mi señora —contestó.

—¿Desde cuándo eres esclava?

—Desde la estación en que cumplí diez veranos, mi señora.

—¿Y desde cuándo eres esclava corporal? —continué.

—Desde esa misma estación, mi señora —contestó y me pareció que se le quebraba la voz.

Por los dioses , me encogí por dentro, ha servido en el lecho de un amo desde que era niña. No es posible que las Parcas sean tan crueles.

—El mundo no es siempre como nos gustaría que fuese —afirmé en voz baja y supe que la joven estaba de acuerdo, aunque guardó silencio.

—Gabrielle, ¿cuál es tu mayor deseo? —pregunté, pensando que no me estaba expresando bien.

—¿Mi señora?

—Un deseo. Si pudieras tener cualquier cosa que quisieras, ¿qué sería?

Me esperaba que la respuesta fuera su libertad. ¿Podía haber algo que un esclavo deseara más? Una vez más, mi pequeña esclava me dio la respuesta que jamás me habría esperado.

—Poder escribir mis historias. Es decir, poder tener tiempo y suministros para escribir todas las historias que tengo en la cabeza en pergaminos, para que las lean otros.

—Muy interesante. ¿Sabes leer y escribir?

—Oh, sí, mi señora —contestó y me pareció percibir cierto orgullo en su voz.

—Muy impresionante —añadí, pues sabía que pocos esclavos tenían la oportunidad de aprender a leer y escribir—. ¿Crees que un amo va a dejar que una esclava pase así sus días? —pregunté. Quería ver lo fuerte que era su deseo.

—Tal vez... —empezó con un hilito de voz—, tal vez si me portara muy bien... y fuera muy obediente... —no acabó la frase, al darse cuenta, estoy segura, de que ese sueño estaba totalmente fuera de su alcance.

Fue entonces cuando caí en la cuenta. Tal vez por eso la actitud de la pequeña rubia era la más sumisa que había visto nunca en un esclavo, por eso aceptaba todo lo que le ocurría y por eso realizaba todo lo que se le ordenaba, sin rechistar. Tal vez tenía la esperanza de que si era lo bastante sumisa, algún amo se apiadaría de ella y le permitiría escribir sus historias. Qué deseo tan extraño para una esclava.

—De modo que esto es lo que eligirías por encima de cualquier cosa, ¿eh?

Gabrielle asintió con la cabeza y no sé ni cómo ni por qué se me ocurrió la idea, pero me pareció importantísimo ser la persona que convirtiera en realidad el deseo de esta joven esclava.

—Me parece que no será una tarea difícil de realizar cuando volvamos a casa.

Dije la palabra casa como si para mí significara algo más que un simple palacio desde donde gobernaba. Desde luego, ahora parecía ser algo más. Tal vez se debía a haber estado fuera tanto tiempo, pero posiblemente tenía algo que ver con la joven que caminaba a mi lado.

Gabrielle inclinó la cabeza, pero de repente, su paso pareció hacerse más ligero y si lo que tenía en la cara no era una sonrisa, se parecía mucho.

—¿Mi señora? —preguntó.

—¿Sí, Gabrielle? —respondí, sin bajar la mirada.

—¿Me das permiso para hacerte una pregunta?

Sonreí por dentro.

—Te lo doy.

Dudó un momento y luego dio la impresión de que decidía renunciar a toda precaución.

—¿Qué es lo que deseas tú?

La pregunta que me hizo me sorprendió tanto como la respuesta que había dado a mi propia pregunta. Por supuesto, podría haber contestado de mil maneras, pero en ese momento, con esta joven a mi lado, sólo se me ocurrió una cosa que deseara de verdad.

Me detuve y miré a la esclava, levantándole la barbilla para que me mirara directamente a los ojos. Siempre parecía incapaz de hacerlo, pero esta vez le faltó poco, y movió los ojos nerviosa bajo mi mirada directa.

—Deseo que algún día me toques porque tú quieras hacerlo, Gabrielle, no porque yo te lo ordene.

Dar la vuelta a las tornas está bien y cuando le solté la barbilla y seguí caminando, supe que mi respuesta la había sorprendido a ella por una vez.

El primer beso de una Conquistadora

Faltaban otras dos marcas para que se pusiera el sol, pero cuando llegamos al sitio donde estaba nuestro campamento, las tiendas ya estaban montadas y los fuegos para cocinar ardían debidamente. Los carromatos y el servicio siempre iban por delante explorando y alabé a Atrius por el lugar que había elegido para acampar.

Entré en la tienda e inmediatamente me sentí en casa, mucho más que en el castillo de Telamon. Como tenía por costumbre, llevaba más de veinte estaciones montando el mismo tipo de tienda y solicitando la misma disposición de las cosas dentro de ella. Todo estaba como debía estar y bostecé y me estiré. Sabía que si yo me sentía cansada después de un día entero a caballo, seguro que mi joven esclava estaba a punto de desplomarse. Sin embargo, Gabrielle me dejó impresionada cuando se quitó su propio manto y se puso a ayudarme para quitarme la ropa.

Una vez cubierta por mi bata de seda preferida, me arrellané en una de mis sillas más cómodas y disfruté de la copa de vino que Gabrielle me puso delante. Me pareció extraño que tuviera esta curiosa intuición de mis necesidades, teniendo en cuenta que había empezado a servirme el día anterior.

—Mi señora... mm, ¿puedo...? —preguntó, señalando fuera de la tienda.

—Por supuesto —dije, levantándome cuando volvió a echarse el manto por los hombros. Quité el broche con mi sello del cuello de mi propio manto y lo coloqué a la altura de la garganta de Gabrielle—. Esto garantizará que ninguno de mis soldados se excede. Si tienes problemas, acude a mí sin dudar.

La idea de que Gabrielle estuviera con otro, ya fuera por la fuerza o por su propia voluntad, me enfureció de repente. En mi cerebro surgió la imagen de Gabrielle con otro y la visualización encendió mis celos. Éste era el monstruo que durante tantas estaciones había intentado mantener a raya. Me temo que Gabrielle estaba a punto de experimentar mi afán posesivo por primera vez.

Le cogí la barbilla entre el pulgar y el índice y la miré a los ojos.

—Permite que te lo deje muy claro, Gabrielle. Me perteneces. Nadie puede tomarse libertades con tu cuerpo o con tu afecto. Si alguna vez descubro que es así, perderás la vida empalada en mi espada. ¿Me comprendes, niña?

Asintió con la cabeza y sentí literalmente el miedo repentino que la llenó rápidamente. No tenía intención de hablar con tanta aspereza, ni de dejarme llevar de esta manera por los celos. Para mí era importante, por alguna razón que todavía no comprendía, que Gabrielle no me tuviera miedo, pero en un solo día, mi demonio había hecho acto de presencia sin avisar.

Me relajé un poco, sonriéndole, y luego le acaricié la mejilla con la mano.

—Estoy segura de que nunca me darás motivos para hacer una cosa así.

Como disculpa, no valía gran cosa, pero por otro lado, tenéis que comprender que las disculpas no eran lo mío. Qué eufemismo tan increíble. Lo cierto es que jamás en mi vida había pronunciado las palabras "lo siento", desde luego jamás desde que cumplí la mayoría de edad. He atentado incluso contra las personas que tenían fe en mí. He matado a hombres por la emoción que me producía tener su sangre en mi espada y he pegado palizas a mujeres que habían compartido mi cama, simplemente por la sensación de dominación y poder que para mí era equivalente al placer sexual. Algunos de estos desdichados eran incluso personas por las que sentía un poco de interés o confianza. Había ocasiones en las que me sentía mal después y les ofrecía un regalo o palabras amables como disculpa y aunque a veces me parecía que quería pronunciar esas palabras, nunca me salían. Eso suponía doblegarse y una Conquistadora jamás se doblega. No conocía emoción o persona alguna que pudiera tener esa clase de poder sobre mí, para obligarme a caer de rodillas de esa manera.

Miré a la criatura asustada que sujetaba y supe que si pudiera decirle que sentía lo que había dicho antes, podríamos tener una relación distinta a la de simplemente esclava y ama. Me pregunté entristecida cómo sería mi vida ahora, si hubiera usado esas palabras más a menudo.

—Vete —susurré y se marchó de la tienda a toda prisa.

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—Ven aquí, Gabrielle —la llamé para que viniera desde donde estaba preparando mi ropa para la mañana. Si la muchacha seguía mostrándose tan eficaz, Sylla y ella no tardarían en tener un encontronazo. Me senté en el borde de la cama improvisada, observándola mientras se acercaba a mí con movimientos gráciles.

—¿En qué puedo servirte, mi señora? —respondió, arrodillándose ante mí.

Cogí sus manos entre las mías y las puse sobre mis muslos, aunque la larga bata de seda que llevaba me tapaba la mayor parte del cuerpo. El calor de sus palmas se filtró a través de la tela de seda y abrí las piernas, acercando más su figura arrodillada. Examiné las pequeñas manos que eran suaves comparadas con mis propias palmas ásperas y callosas. Todo el mundo sabía que una esclava que tenía la piel tan suave y lisa cumplía sus obligaciones tumbada. Tenía ganas de hacer una cosa y sentía que me faltaba valor. Yo, la Conquistadora de la nación, en otro tiempo Destructora de Naciones, estaba perdiendo el valor ante esta pequeña esclava.

Por alguna razón desconocida, deseaba besarla. Sin embargo, deseaba aún más ser besada por ella.

Ahora bien, por supuesto que sabía lo que era besar, pero no era algo que hubiera hecho con las mujeres. Sí, había atacado la boca de las mujeres, impulsada por la lujuria. Usando los dientes y la lengua, les había demostrado quién estaba al mando de su placer, pero eso no era besar de verdad, ¿no? No era la tierna caricia que los poetas dicen que deberíamos anhelar. No era el regalo inocente que había visto intercambiar a una pareja de jóvenes amantes que habían descubierto que mis jardines privados eran un lugar idóneo para encuentros románticos. Yo los observaba desde lo alto, desde la ventana de mi dormitorio que daba al jardín. Supe, en el momento mismo en que presencié aquello, que lo que había tenido en el pasado era distinto de esto. Lo que había experimentado a lo largo de mi vida podía satisfacer cierto impulso primitivo, pero nunca me había llenado el corazón de emoción, ni el vientre de pasión. Sabía que tal cosa existía, pero para la Señora Conquistadora todavía no había llegado.

De modo que ahí estaba, soberana de toda Grecia, con una concubina de gran talento a mis pies, y lo único que llenaba mi cabeza eran las visiones de un beso tierno propias de un escolar. Me tragué el orgullo y el miedo a la humillación y decidí pedir lo que quería. A fin de cuentas, ella estaba aquí para servirme y no al revés. Todavía tendrían que pasar muchas estaciones para que me diera cuenta de lo arrogante que era esa idea.

—Gabrielle, ¿tú besas? —pregunté, incapaz de hacer una pregunta más concreta.

—¿Mi señora? —parecía confusa, y con toda la razón.

—Que si besas... ¿has besado a los amos que te han tenido antes que yo?

—Sí, si les daba placer, mi señora.

Gabrielle no era una mujer estúpida ni por asomo. De haberlo sido, la habrían matado largo tiempo atrás. Estoy convencida de que sabía lo que le estaba pidiendo y tal vez incluso intuía por qué, no estoy segura. Sin embargo, sí sé una cosa: que la expresión de sus ojos cambió de repente y se hizo evidente, incluso para ella, que ahora era ella la que tenía el poder entre nosotras.

En el pasado me había ocurrido eso mismo en ocasiones. Ocasiones en las que me entregué a las sensaciones del placer, hasta tal punto que la mujer o la ramera llegó a pensar que me tenía cautiva con sus artes seductoras. En aquellos días, el poder se imponía a cualquier otra cosa, incluso a mi necesidad de placer. Si llegaba a ver ese brillo en sus ojos, detenía lo que me estuviera haciendo y dejaba suelta a la bestia que llevaba en mi interior. Jamás me importaba que no hubiera consentimiento mutuo. Cuando terminaba de tomarla y le demostraba quién tenía el poder de verdad, nunca quería regresar a mi cama. En aquellos días, infligir dolor parecía ser la única manera de demostrarle a alguien que yo era más fuerte, que era superior.

—¿Y lo... hacías bien? —pregunté como una tonta.

Me di cuenta de que ese mismo brillo se apoderaba de los ojos de Gabrielle, pero esta vez simplemente me dio igual.

—¿Tal vez a mi señora le gustaría juzgarlo por sí misma? —respondió Gabrielle, soltando más palabras seguidas de una sola vez de las que había pronunciado hasta entonces.

—Sí —repliqué, al tiempo que todas las terminaciones nerviosas de mi columna se encendían a la vez—. Bésame, Gabrielle —dije con la voz ronca y bastante sin aliento.

Deslizó despacio las manos por mis muslos hasta posarlas en mis caderas. Incorporándose sobre las rodillas, se acercó y me besó, delicadamente al principio. Sus labios se posaron sobre los míos y disfruté de la sensación de su piel suave y cálida. Esto era lo que pensaba que sentían aquellos amantes cuando se besaban. Me besó de nuevo, una caricia lenta y prolongada, y yo ni siquiera pude responder. Estaba paralizada en el sitio, mientras mis emociones corrían desbocadas en diez direcciones distintas a la vez.

No paraba de decirme que ya me habían besado, pero cuando Gabrielle sacó la punta de su lengua rosa y la pasó por mi labio inferior, envolviendo mi boca con un beso increíblemente apasionado, me sentí como una virgen. Le sujeté la cabeza con las manos y la acerqué más a mí, dejando que su lengua explorara mi boca, regodeándome en su sabor. La boca de la pequeña rubia se tragaba mis gemidos y, como de costumbre, Gabrielle no hacía el menor ruido.

Al apartarme de mala gana para coger aire, el corazón me palpitaba casi dolorosamente dentro del pecho. Advertí que, al menos, el rostro de mi joven esclava estaba encendido de deseo. Seguro que había tenido que dar placer de este modo miles de veces, pero en esta ocasión parecía que no había dejado de afectarla.

Me quité la bata y me acosté en la cama, estirando el cuerpo desnudo sobre el colchón.

—Ven aquí, Gabrielle, y bésame —ordené y ella dejó caer su bata al suelo y se echó a mi lado.

Mis manos deseaban tocar cada centímetro de su cuerpo al mismo tiempo y la pegué bien a mí, entre mis piernas abiertas, sólo para sentir la suavidad de su piel en contacto con la mía. Las cosas que hacía su lengua dentro de mi boca desataron una riada en mi sexo excitado y no tardé nada en estar empapada.

Yo ya había besado a otras mujeres durante el sexo, un sexo duro y animalesco, una cópula en busca de poder o posición. En las últimas estaciones, había practicado el sexo sólo por necesidad o para relajarme. Caí en la cuenta de que ni siquiera me acordaba de la última vez que había tenido sexo con alguien por simple placer: es decir, hasta Gabrielle. Estos besos no eran voraces ni ásperos: eran suaves y apasionados, llenos de una tranquila sensualidad.

Cuando levanté la mirada al cabo de un rato, parecía que la vela se había consumido hasta la mitad. Llevábamos más de dos marcas sin hacer nada más que acariciarnos delicadamente y besarnos. Fue en ese momento cuando me acordé de una cosa que me dijo Delia en una ocasión. En aquel momento no lo entendí, pero la claridad dentro de una estancia a oscuras depende de lo cerca que uno esté de la vela. En estos instantes, sus palabras parecían las de un oráculo. Me dijo que lo único que me hacía falta era que me besaran, a fondo y por parte de alguien que supiera lo que se hacía. Tomé nota mental para acordarme de decirle a mi cocinera que por fin había logrado su deseo.

Me temblaban las piernas y mi cuerpo estaba desesperadamente preparado para un orgasmo.

Cogí la pequeña mano de Gabrielle y la puse entre los pliegues empapados de mi propio sexo, dejando que sus dedos empezaran a hacer su magia. Justo cuando pensaba que la velada no podía resultame más embarazosa, me corrí con un sonoro quejido al cabo de tan sólo tres caricias sobre la sensible carne. Estaba mucho más que a punto y ahora sí que me sentí como ese torpe escolar.

—¡Dioses! —gemí en voz alta, intentando desesperada recuperar el control de mis extremidades temblorosas. El orgasmo me había pillado desprevenida y se había apoderado de mis sentidos antes de que estuviera preparada para ello.

Entonces Gabrielle hizo una cosa que jamás me habría esperado de una esclava. Cuando me incliné sobre la pequeña rubia, con el cuerpo echado más encima de ella que de la cama, con la frente apoyada en su hombro y los músculos aún estremecidos por la intensidad del orgasmo, noté su mano en la espalda. Me acarició la piel delicadamente, frotándome los músculos con la palma trazando pequeños círculos.

Tuve entonces la necesidad de tocarla, a esta joven esclava que parecía conocer todos mis secretos, pero que yo sabía que se los llevaría consigo a la tumba. Alcé la cabeza e inicié un beso, que posiblemente me excitó más a mí que a ella. Mientras nuestras lenguas jugaban, primero en una boca, luego en la otra, deslicé la mano entre sus piernas. Estaba casi tan húmeda como yo y, aunque intentara negar el placer que sentía en mi lecho, su cuerpo hablaba por sí mismo. Me obligué a ir despacio, aplicando a propósito caricias ligeras sobre esa carne sedosa. De su garganta no salía el menor sonido, pero cuando froté mi propio centro sobre su muslo, sus piernas se abrieron bien, como invitándome.

Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no hundir mi mano en ella y apoderarme de lo que era mío. La avalancha de poder embriagador, mezclada con la adrenalina del orgasmo inminente, hizo que mi mente retrocediera a una época en que el sexo era descarnado y fiero para mí, una época en que mi descarga era explosiva por su fuerza. Contuve el poder empeñado en tomar y me obligué a dar. Controlé mi fuerza y restringí mi mano a esas caricias suaves y continuas, sin penetrarla siquiera. Convertí los movimientos de mis caderas en un balanceo lento y sensual y empecé a notar que el corazón de Gabrielle se aceleraba un poco, que su respiración se hacía un poco más jadeante.

Sin embargo, su silencio sumiso continuaba y no oí el menor ruido, ni un gemido ni un grito, procedentes de su garganta. De no haber sido por el instante en que su mano me aferró el hombro y por los pequeños movimientos convulsivos de sus caderas, nunca me habría percatado de su orgasmo. Dejé allí mi mano, cubriendo con la palma la humedad de su sexo mientras empujaba contra su pierna, una vez, y otra, y a mitad de la tercera embestida me corrí con un grito bien sonoro.

Apartándome despacio del pequeño cuerpo que tenía debajo, agaché la cabeza para depositar un beso en su frente sudorosa. Dejándome caer al otro lado de la cama, alargué la mano y agarré rápidamente a Gabrielle por la muñeca para impedir que abandonara mi lecho. Tenía la costumbre de arrodillarse a los pies de mi cama cuando terminaba de darme placer, para esperar mi siguiente orden o que le dijera que podía retirarse. Esta noche quería más de mi esclava y en lugar de verbalizar mi necesidad, hice lo que había hecho toda mi vida: conseguirlo sin más.

—Quédate aquí, Gabrielle —ordené, pegando su cuerpo al mío.

Eché la manta por encima de las dos y cogí a la joven entre mis brazos. La besé una vez más, como me había besado ella antes. No sé por qué, más que nada porque me daba gusto y me parecía muy bien. Gabrielle se acomodó sobre mi hombro con una expresión que me dijo que no entendía en absoluto lo que estaba pasando. Me pareció justo, puesto que yo tampoco.

Yo era con diferencia la mujer más fuerte de toda Grecia, la guerrera más temida. Sólo sabía que esta noche me había convertido en algo más que la Señora Conquistadora. Todavía no podía ponerle nombre, tampoco a las emociones que seguían corriendo desbocadas por mi interior, pero era distinto. Todo esto era muy distinto.