El final del viaje i

Esta es una historia se baso en la mejor serie de tv, cuando leas el contenido quedaras atrapado y no podras dejar de leer.

NOTA. SIGO HACIENDO HONOR A ESTOS ESCRITORES, Y HE DECIDIDO HACER UN PEQUEÑO HOMENAJE A TODOS AQUELLOS QUE SE DEDICAN A LLENAR NUESTRAS VIDAS DE AMOR Y DE SENTIMIENTOS TAN BELLOS Y ETERNOS COMO ESTOS. ESTAS HISTORIAS LLENAN NUESTRAS FANTASIAS Y NOS HACEN SOÑAR EN UN MUNDO MEJOR. Y QUE MEJOR MANERA DE AGRADECERLES QUE COMPARTIENDO SUS HISTORIAS Y QUE ESTAS NUNCA QUEDEN EN EL OLVIDO. MUCHAS GRACIAS A ELLOS POR PERMITIRNOS DISFRUTAR DE SUS HISTORIAS.

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El final del viaje

LJ Maas

Título original:Journey's End.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2005

Prólogo

Qué forma tan rara de empezar una historia, por el final, pero así es como dice ella que hay que contarla y ¿quién soy yo para discutírselo? Sólo soy la soberana de esta tierra conocida como Grecia y ella es mi esclava, pero hasta eso va a cambiar dentro de tres días. Mi nombre es Xena, soy de Anfípolis, pero la mayor parte de esta tierra me conoce por mi título, la Señora Conquistadora. Hace muchas estaciones que nadie me llama Xena y, sin embargo, ahora lo oigo todos los días y el corazón se me llena de alegría. Nunca habría sabido lo emocionante que podría ser el sonido de mi propio nombre pronunciado por la lengua de una amante, de no haber sido por ella.

Me dice que me estoy adelantando, al hablar de ella, y le digo que se calle y la aparto de mi escritorio. Primero, quiere que empiece por el final y ahora dice que voy demasiado deprisa. Dioses, es la paradoja de mi vida. Ella sola tiene el poder de hacerme caer de rodillas, declarando mi amor por ella. Ella sola puede provocar en mí momentos de bondad y pasión y también es ella quien puede enfurecerme hasta el punto de que me tiemblen los brazos por la tensión ejercida para no golpearla. Ella es la luz y yo soy la oscuridad. Antes pensaba que podría sobrevivir sola en mi oscuridad, pero fue ella la que me dijo que la oscuridad no existe sin la luz, que no conoceríamos la una de no ser por la otra.

Ahora me dice que explique lo que quiero decir empezando por el final. Le entrego la pluma y le digo que escriba ella, puesto que es evidente que piensa que yo no puedo. Me sonríe burlona y se da la vuelta y me doy cuenta de que no hace tanto tiempo que habría muerto a golpes por un acto de insolencia como ése y, sí, los golpes se los habría dado yo.

En mi vida sólo ha habido oscuridad, muerte y destrucción desde que cumplí los quince veranos. Numerosos bardos os han entretenido ya con las historias de mi vida, de modo que no voy a repetir aquí los detalles. Baste decir que todas las cosas oscuras, detestables, obscenas que habéis leído acerca de Xena la Conquistadora son absolutamente ciertas. Sí, puede que algunas hayan sido exageradas, pero en su mayoría presentan un fiel retrato mío. Al menos, de cómo era yo en mi juventud. Estaba llena de apetitos insaciables, de los cuales el sexo y la sed de sangre sólo eran dos. Era insaciable, ya fuera en la cama o en el campo de batalla, y tanto mi mal genio como mis orgías eran legendarios.

Tenía cuarenta y cuatro veranos cuando ella entró en mi vida. A eso me refiero cuando digo que empiezo por el final. Con eso no quiero decir en absoluto que los cuarenta y cuatro sean el final de mi vida, pues ahora me parecen tan sólo el principio, pero estaba en un punto, antes de que ella apareciera, en el que realmente me parecía que había llegado al final. Es cierto que una vez superados los cuarenta, por fin hice el intento de mitigar mi oscuridad, pero apenas. Seguía siendo una mujer propensa a violentos ataques de ira y celos y mi libido era todavía tan fuerte como la de un guerrero de la mitad de mi edad, pero para cuando cumplí los cuarenta y cuatro, ya me estaba apaciguando, no físicamente, sino mentalmente.

Se debía sobre todo a que mi vida me parecía muy vacía y que lo único que me rodeaba cada día era la soledad. La pura verdad es que durante la mayor parte de mi vida no me había importado ni había querido a nadie, bueno, casi, pero de repente eso hacía que me sintiera sola. Por lo tanto, en lugar de amargarme en mi soledad, me esforcé por mejorar. Empecé a moderar mis juicios con indulgencia; intentaba no destrozar las cosas cuando perdía los estribos y, sobre todo, me esforzaba mucho por tratar a las personas que me rodeaban, ya fueran esclavos o nobles, con más respeto que en el pasado. De repente, notaba la edad. Creo que muchos de los que estaban cerca de mí pensaban que era locura o senilidad, aunque advertí que nunca pedían que volviera la antigua Xena. Debo confesar que había días en que mi recién descubierta madurez se iba por el desagüe con el agua del baño y volvía a mis antiguas costumbres, pero lo intentaba, no obstante.

Lo cierto es que la historia de la Conquistadora no empieza hasta que ella entra en el relato. Pues la historia de la Conquistadora no se puede reflejar con exactitud sin hablar de Gabrielle.

Encuentro con el destino

—Señora Conquistadora, es un honor combatir a tu lado —dijo el gobernador de Tesalia al tiempo que estrechaba mi fuerte brazo con una mano igualmente poderosa.

Últimamente había estado taciturna, echando de menos lo que no tenía, pero incapaz de dilucidar cuál era el factor que faltaba en mi vida y que me tenía tan alterada. La pequeña guerra civil que había estallado en la costa, cerca de Ambracia, me daba un motivo para salir del palacio de Corinto. Creo que hoy había conseguido sorprender a bastantes hombres en el campo de batalla, tanto de los míos como del enemigo. La sed de sangre ya no corría con tanta fuerza en mi interior, pero era suficiente para transformarme en algo terrorífico en el campo de batalla.

—Dime, Telamon —le pregunté al gobernador—, ¿esperas tener más problemas con estos piratas costeros?

Telamon era un hombre bajo, pero muy musculoso, y esta autoridad nombrada por mí se echó a reír con ganas.

—Estoy convencido, Señora Conquistadora, de que en el futuro sólo tendré que decirles que la Conquistadora de Grecia vendrá contra ellos y huirán como las ratas de un barco incendiado.

Se oyeron unos gritos y uno o dos chillidos desde la gran sala y dio la impresión de que todos íbamos hacia allá al tiempo que traían a las prisioneras. Era costumbre que la autoridad de la zona eligiera a algunas de las prisioneras antes de que las vendieran como esclavas en el estrado de las subastas. De modo que Darius, el lugarteniente de Telamon, las traía a todas para la inspección.

—Señora Conquistadora —empezó Telamon—, te ofrezco respetuosamente la elección que me corresponde.

Suspiré. Siempre hacían esto, creyendo que así obtenían mi favor. Algunos hombres honrados, como Telamon, lo hacían simplemente porque era lo respetuoso. El único problema era que yo lo odiaba. Sí, hubo una época en que intentaba averiguar cuál de ellas era virgen y ésa era la que convertía en mi nueva esclava corporal, pero mi vida era ahora muy distinta. Hacía dos estaciones que no compartía mi cama con nadie más allá de alguna ramera ocasional. A veces me preocupaba, pues no sabía por qué me había abandonado el impulso sexual. Sin embargo, todavía tenía una reputación que mantener, de modo que solía elegir a una chica y montaba todo un número sentándola en mi regazo toda la noche mientras mis soldados y yo bebíamos hasta el amanecer. Me cercioraba de que todo el mundo oyera mis comentarios obscenos y viera cómo la tocaba. Luego, al salir el sol, acababa sin sentido en la cama y al día siguiente mi capitán, Atrius, encontraba trabajo para la chica en la cocina del castillo.

Adopté una expresión lasciva y añadí un pavoneo algo exagerado a mi forma de andar mientras pasaba ante las mujeres, jóvenes y viejas, que les habían sido arrebatadas a los piratas. La mayoría dejaba mucho que desear y cuando estaba a punto de rechazar la elección del gobernador, dos mujeres se apartaron y detrás de ellas apareció una cabeza rubia y gacha, que se contemplaba los pies descalzos.

Ahora bien, no sé por qué esa muchacha me llamó la atención. Ni siquiera le veía la cara y era diminuta. Dioses, seguro que la acababa partiendo como a una ramita si me daba por llevármela a la cama. Pero tenía algo.

Cuando avancé hacia la muchacha, la gente que estaba delante de ella se apartó. Ella no levantó la mirada, pero debía de saber que me tenía delante por la sombra que proyectaba sobre su cuerpo. Alargué dos dedos y le levanté la barbilla. No sé cuánto tiempo me quedé ahí sin respirar, pero sí sé que tuve que carraspear para disimular la gran bocanada de aire que por fin inhalé. Tenía los iris del color de un bosque por la mañana temprano, todo lozano y verde. Intentó apartar sus ojos de los míos bajándolos, aunque ahora le tenía sujeta la barbilla con firmeza.

—Mírame —ordené y alzó vacilante los ojos para encontrarse con los míos.

Parecía incapaz de fijar la mirada en mí y los bajó de nuevo, sumisamente. Subí la mano para apartar los mechones de sucio pelo rubio que le caían por la cara. Fue entonces cuando lo vi. Cuando mi mano se acercó a ella, se encogió. No físicamente, pero sí lo vi en sus ojos. Los apartó y me di cuenta de que debía de haber sido esclava la mayor parte de su vida, para que alguien tan joven se comportara de esta manera.

—¿Cómo te llamas? —pregunté, pero antes de que pudiera contestar, hubo un coro de resoplidos y risas disimuladas por parte de los soldados.

Me volví, clavando la mirada en Darius, el lugarteniente de Telamon, para que me lo explicara.

—Disculpa la reacción, Señora Conquistadora, pero tal vez te convenga elegir a otra.

—¿Y eso por qué? —pregunté.

—A ésta la han usado tanto que ni siquiera los soldados la quieren —contestó, y los soldados volvieron a reírse disimuladamente.

Me volví de nuevo hacia la jovencita.

—Te he preguntado cómo te llamas.

—Gabrielle, mi señora —contestó y supe que me había metido en un lío. Esos ojos me arrastraban y esa voz sonaba suave como la seda cuando habló. Lo curioso es que me llamó "mi señora", como si ya me perteneciera. Nadie me llamaba otra cosa que no fuera Señora Conquistadora.

Entonces, se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas, cuando los hombres fueron incapaces de contener la risa. No intentó secárselas ni apartarse de mí y sentí la humedad que me caía en los dedos.

—¿Por qué lloras, muchacha? ¿Acaso porque Darius miente? —indagué, deseando que dejara de llorar. No entendía por qué, pero su llanto me producía desazón.

—No, mi señora —respondió suavemente—. Mi llanto se debe a que el lugarteniente dice la verdad —y de repente toda la estancia se quedó en silencio.

Todavía no sé por qué, pero oí mi propia voz como si la estuviera usando otra persona.

—Atrius —llamé a mi capitán—. Ocúpate de que la lleven a mis aposentos, le den de comer, la bañen y la vistan adecuadamente. Puede que necesite sus servicios.

Cuando me volví para salir de la gran sala, me detuve un momento para ver si alguno de los soldados tenía el valor, o la estupidez, de reírse ahora. Ninguno lo hizo. Nunca lo hacen.

Notaba el vino sin la menor duda, pero lo que me satisfacía era que la mayoría de los hombres que me habían desafiado a un concurso de beber habían perdido el sentido hacía ya largo rato. Contenta al saber que todavía conservaba algo de mi juventud, salí de la sala de banquetes y me dirigí a mi habitación. Debía de estar escorándome a babor ligeramente, porque Atrius apareció de repente y tuve que confiar en que me llevara hasta mis aposentos o me podría haber pasado toda la noche vagando por los pasillos.

—¿Deseas algo más esta noche, Señora Conquistadora? —preguntó cuando abrí la puerta.

—No, por esta noche estoy servida —lo llamé cuando se volvió para marcharse—. Atrius... mm... gracias.

Atrius nunca hablaba mucho. Inclinó la cabeza ligeramente y me dirigió una leve sonrisa. Los dos éramos guerreros y él sabía lo mucho que me estaba esforzando para convertirme en una soberana más clemente, y no digamos en un ser humano decente. Aceptó mi agradecimiento indeciso con una cortesía única para ser soldado.

Entré en mi habitación y estuve a punto de tropezar con la muchacha, que estaba arrodillada a los pies de mi cama.

—¿Quién Hades eres tú? —le grité. Me había sorprendido y no me gustan las sorpresas.

La carita se alzó al instante llena de alarma y apenas reconocí a esta belleza con su pelo dorado y la cara recién lavada.

—Oh —dije, pues no se me ocurrió otra cosa que decir. Reconocí a la esclava que había seleccionado antes, pero con dificultad.

Bajó la cabeza de nuevo y pareció esperar a que le diera algún tipo de orden. Hacía mucho tiempo que no tenía una esclava corporal y ya no estaba habituada a este tipo de conducta. Era arrebatadora, ahora que estaba limpia, y advertí que mi doncella personal la había vestido con una de mis batas de seda viejas. Resultaba bastante grande para su pequeña figura y se le resbalaba por un hombro, revelando su preciosa piel clara. Si no había planeado ella misma esa maniobra, debería haberlo hecho. Era de lo más seductor.

Confieso que no estaba muy sobria, pero de todas formas crucé la habitación para servirme una copa de vino. Cuando me hube bebido como la mitad de la copa, me volví y la muchacha seguía en la misma postura sumisa, arrodillada en el suelo a los pies de mi cama. Supuse que era lo que le habían enseñado. Eso o Sylla, mi doncella, le había dicho que lo hiciera.

Mi libido me había abandonado en el curso de la última estación más o menos, pero al contemplar a la pequeña rubia, cuyo pelo caía hacia delante por tener la cabeza gacha, tapándole la cara, sentí una cálida necesidad que me encogía el vientre. Me bebí de un trago el resto del vino para retrasar el dolor de cabeza que se me avecinaba. Empezaba a tener el cuello rígido y me dolía la espalda, señal inconfundible de que por la mañana iba a tener una resaca del Tártaro.

Fui a la cama y me dejé caer pesadamente en el blando colchón. A mis dedos les costaba mucho soltar los cordones de mi camisa y por fin me rendí. ¿Cómo se llamaba la muchacha?

—¿Cómo dices que te llamas? —cedí y pregunté.

—Gabrielle, mi señora.

—Gabrielle, te necesito —respondí y ella se levantó ante mí y dejó caer la bata al suelo.

Sólo pude quedarme mirando el cuerpo magnífico que tenía ante mí. Para ser esclava, tenía pocas o ninguna marca de látigo en el cuerpo. Por lo general, sólo hay una razón para mantener a una esclava en tan buen estado y es que haga bien su trabajo. Esa idea provocó otro rayo ardiente de calor que me atravesó el vientre.

—Vuelve a ponerte la bata, Gabrielle —dije rápidamente, mirándome las botas.

No tenía ni idea de por qué me estaba refrenando de tomar a la muchacha sin más, era lo que solía hacer. Si veía algo que deseaba, lo hacía mío. Bueno, era lo que hacía antes. Ahora intentaba no aterrorizar tanto a las jóvenes. En algún momento había empezado a producirme una sensación de vacío, eso de tener mujeres en la cama que estaban ahí sólo porque yo se lo ordenaba. Sentía algo por esta pequeña rubia que iba más allá de la lujuria física y eso me preocupaba, pero esta noche no me apetecía enfrentarme a esa clase de demonio.

Gabrielle alcanzó su bata y vi la confusión reflejada en su rostro. También me di cuenta de por qué los soldados de abajo no la querían.

Los hombres de esa clase querían que una mujer se defendiera un poco, de forma que, aunque no fuese cierto, pudieran creerse tipos duros que tomaban a las mujeres en contra de su voluntad, como si tomar a una mujer indefensa de esa manera convirtiera a alguien en un hombre. Miré a la esclava, que se había arrodillado y agachado la cabeza ante mí. ¿Quién te ha arrebatado las ganas de luchar, pequeña? Probablemente no había sido uno solo, sino cien amos distintos. Existía en su mundo de esclava a base de encogerse asustada y disculparse y suplicar perdón. Hacía lo que se le decía, exactamente cuando se le decía, y gracias a eso se mantenía con vida. Era muy joven, pero creo que nunca hasta entonces había visto a una persona, hombre o mujer, cuyos ojos reflejaran una derrota tan absoluta y total. Ni siquiera parecía saber cómo pensar por sí misma, ¿y para qué molestarse? Debía de haber pasado la mayor parte de su vida recibiendo órdenes sobre lo que tenía que hacer y cuándo lo tenía que hacer. Estoy segura de que había aprendido a una edad muy temprana que los esclavos que piensan no viven mucho tiempo.

—Perdóname, mi señora, creía... no pretendía dar por supuesto que querías recibir placer —se disculpó.

—No quiero... o sea, sí quiero, escucha... esta noche no, ¿vale? —farfullé de una forma muy poco propia de mí. Creo que me sentía un poco decepcionada de que volviera a tener el cuerpo tapado—. Ayúdame a desvestirme, Gabrielle —le ordené e inmediatamente se puso a la tarea.

Me quitó las botas, sin importarle que todavía estuvieran cubiertas de sangre y barro resecos de la batalla.

—Te puedes lavar las manos en esa palangana de ahí, hay agua en la jarra —si no hubiera dicho nada, estoy segura de que se habría limpiado las manos en su propio cuerpo antes de quitarme el resto de la ropa.

Me desató los cordones de la camisa y me la quité por encima de la cabeza. Levantó la mirada una sola vez, como si pidiera permiso para continuar, cuando se dispuso a quitarme los calzones que llevaba debajo de los pantalones. Era la última prenda de ropa que tenía puesta y se detuvo. Por algún motivo, yo no sabía si quería sentir sus manos tan cerca de mi necesidad y me quité yo misma la prenda interior.

Rodé hasta el centro de la cama y me tumbé boca abajo, rodeando con los brazos la blandura de una almohada. Las sábanas me producían frescor en la piel, que tenía muy caliente por naturaleza, y aspiré profundamente el olor de la ropa de cama limpia. El olor me recordaba a una época muy lejana, cuando era niña.

—Un masaje en la espalda, Gabrielle. Eso es lo que necesito —le murmuré por fin a la muchacha arrodillada.

Oí que la bata caía al suelo de nuevo y esta vez le permití desnudarse. Pensé que dado que yo estaba desnuda, ella también podía estarlo. Abrí las piernas y ella aceptó la invitación tácita, se arrodilló ahí y se puso a masajearme los músculos de los riñones. Esas pequeñas manos tenían una fuerza increíble y al mismo tiempo eran delicadas y sensuales, y poco a poco noté que mis músculos se calentaban y relajaban bajo ellas. Cuando pasaba a otro punto, era como si supiera exactamente dónde tenía los dolores y las antiguas lesiones y se ocupaba primero de ellos.

Hizo crujir algunas de mis vértebras e inmediatamente sentí que el dolor iba cediendo. Cuando pasó a mi hombro creo que debí de hacer un gesto de dolor, porque se disculpó muchas veces. Siguió aplicando el masaje a la zona dolorida, trazando círculos cada vez más lentos con la mano, y de repente se detuvo.

—Esto podría dolerte, mi señora. ¿Continúo? —preguntó.

Gruñí asintiendo y noté el peso de su pequeño cuerpo apoyado en su mano. Hubo un sonoro crujido y un dolor agudo que empezó a desvanecerse de inmediato. Me di cuenta de que no me debían de haber colocado bien el hombro que se me dislocaba continuamente. Se me había vuelto a salir durante la batalla de esta mañana. Tomé nota mental para acordarme de hacer una visita al sanador de campaña del gobernador antes de regresar a Corinto. Él y yo teníamos que charlar un poco sobre sus capacidades.

—¿Dónde has aprendido a hacer esto? —pregunté por fin, intentando no gemir de placer al hablar.

—Uno de mi amos tenía un sanador que era de la tierra de Chin. Me enseñó gustoso los procedimientos de su arte, mi señora.

Yo conocía bien Chin y las artes curativas de aquella tierra. Había aprendido mucho en mi juventud de una amante que tuve durante un tiempo.

Hacía mucho tiempo que no pensaba en Lao Ma. Era tal vez la única mujer que me había querido por mí misma. En aquel entonces yo no tenía nada, era joven y salvaje y ella me domó durante un breve período de tiempo. También era impetuosa e insensata y estaba consumida por la sed de poder. Cuando las dejé a ella y a la tierra que ella amaba, pensé que nunca volvería. Volví, unas diez estaciones después. Le corté el cuello al emperador, que se hacía llamar el Dragón Verde. Nunca supe quién era, pero cuando llegué a Chin, me dijeron que había torturado y matado a Lao Ma por sus creencias pacifistas. Nunca entenderé por qué se lo permitió. Poseía un poder inmenso y todavía hoy me pregunto por qué no lo usó contra ese cerdo.

Noté que Gabrielle se apoyaba en mí y me frotaba la parte inferior de la espalda haciendo pequeños círculos con el talón de la mano. Notaba sus muslos pegados a la parte interna de los míos y cuando apoyó el peso para apretar más con la mano, noté que los sedosos rizos que le cubrían el sexo me rozaban ligeramente el trasero y ese calor que sentía en el bajo vientre regresó con creces. Se detuvo un momento cuando llegó a mis caderas, como si no supiera por dónde seguir. Yo no estaba dispuesta a renunciar a la sensación de sus manos sobre mi cuerpo y por eso le ordené que continuara.

—Más abajo —fue la única orden que le di.

Me abracé con más fuerza a la almohada mientras ella me masajeaba la carne del trasero, preguntándome si tenía idea de lo húmeda que me estaba poniendo. Por fin bajó por cada muslo y por detrás de mis piernas y las cosas que me hizo con los pulgares en el arco del pie me hicieron gemir de placer.

Era el primer ruido que hacía y creo que la sobresalté. Para cuando regresó subiendo despacio hasta mi trasero, los ruidos que salían de mi garganta eran continuos. Era un poco difícil disimular mi deseo a estas alturas, puesto que estaba segura de que veía perfectamente lo empapado que tenía el sexo. En parte era por el vino, pero la otra parte era por las cosas maravillosas que esta muchacha le estaba haciendo a mi cuerpo con su masaje. No recordaba si alguna vez había dejado que un hombre o una mujer me tomara en una postura tan sumisa, pero subí una rodilla, abriéndome bien, y di una orden.

—Tócame —dije con voz ronca.

Ella sabía lo que quería y me di cuenta por sus caricias indecisas de que ella misma se estaba preguntando cosas acerca de la postura. Dejó que una mano siguiera masajeándome la carne de la nalga y sus dedos hicieron su magia en la carne húmeda de entre mis piernas. Fue como echar agua fría en un trozo de acero al rojo vivo. Me sorprendió que no saliera vapor y gemí largo y tendido al notar la exquisita caricia.

Recordaba una época en la que tres mujeres podían darme placer al mismo tiempo y yo nunca hacía el menor ruido, controlada en todo momento. Incluso durante el orgasmo, siempre controlaba el placer que recibía. No sé si fue por el alcohol o no, pero creo que perdí el control en el momento en que dejé que esta muchacha me tocara. Ahora estaba entre mis piernas y yo gemía suplicándole que no parara.

No tardó en ser evidente por qué Gabrielle no tenía una sola marca encima. Era buenísima en su trabajo. Apreté las caderas contra el colchón para intentar que su mano me frotara el clítoris con más fuerza. No era suficiente y solté un gruñido de frustración.

—Dentro... ¡ya! —ordené y gruñí, al sentir que me inundaba una cálida oleada de placer.

Deslizó los dedos dentro de mí y yo empujé hacia atrás con fuerza, empalándome aún más. Cuánto tiempo hacía que no sentía nada de esto, un deseo de tomar a alguien, y no digamos de permitir que alguien me follara. Me daba igual lo que le pareciera o cómo le sonara a nadie más. Era una sensación increíble y no quería que el placer terminara.

Mantenía un ritmo perfecto de embestida, siguiendo la velocidad que dictaban mis caderas. Movió la mano libre y extendió los dedos por mi trasero, moviendo el pulgar por la raja hacia mi centro. Siguió haciendo esto, adelante y atrás, llevándose mis propios jugos, hasta que capté su intención. Se detuvo y se puso a acariciar suavemente la carne arrugada de ese agujero oscuro, presionando un poco, pero sin penetrar. Francamente, la sensación me estaba volviendo loca.

En todos mis años, nadie me había tocado jamás ahí y eso que había experimentado el placer sexual con algunos de los mejores. Mi rechazo a dejar que alguien tuviera acceso a esa parte de mi cuerpo era algo que no sabía explicar, como si tuviera algo de mí misma que jamás entregaría, pero ahora todo eso se me estaba olvidando. Gabrielle seguía embistiendo con los dedos dentro de mí y me noté a punto. Continuaba bajando con el pulgar para recoger más lubricación y volvía y presionaba un poco más cada vez. Por fin, se detuvo y presionó la resistente abertura, con el pulgar cubierto de mi propia humedad. Noté que se deslizaba un poquito en mi interior y de repente me entró el ansia de sentir cómo me penetraba ahí.

—¿Mi señora? —preguntó, a sabiendas.

Era como si otra persona estuviera controlando mi cuerpo y oí la respuesta con mi propia voz grave.

—¡Dioses, sí! —gruñí y de un solo movimiento ágil, penetró la estrecha abertura con el pulgar.

Pasó entonces a hacer lo que sabía hacer mejor, supuse, y me folló hasta que creí que ya no podría seguir reprimiendo el orgasmo. Empecé a empujar con fuerza contra las dos manos que se movían dentro de mí y cuando oí el alarido que brotaba desgarrado de mi propia garganta, pensé que no era posible que fuera yo la que hacía ese ruido.

Retiró despacio el pulgar, pero todavía notaba su mano dentro de mí y antes de que se me hubieran pasado los últimos temblores de mi potente orgasmo, volvió a mover los dedos en mi interior. Torció los dedos hacia arriba, penetrando profundamente y frotando ese punto aterciopelado de dentro, y volví a gemir en voz alta. Me llevó al orgasmo otra vez y por fin una tercera con esa técnica, hasta que mi cuerpo cayó hacia delante en una inconfundible postura de derrota.

La batalla, el vino y el sexo explosivo se combinaron para dejar agotado incluso a mi cuerpo. Noté el peso de la esclava cuando se levantó de la cama y se lavó las manos. Cuarenta y cuatro estaciones dentro de este cuerpo fueron a lo que atribuí mi agotamiento, justo antes de perder el sentido, boca abajo sobre las almohadas.

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Me desperté sobresaltada, notando que había alguien más en la habitación. Fuera el cielo estaba teñido del gris previo al amanecer y me dolía mucho la cabeza. Vi que había una taza de agua colocada en la mesilla al lado de mi cama y me la bebí de dos tragos, dándome cuenta de que la debía de haber dejado ahí la esclava. Un detalle extrañamente considerado por parte de una esclava, pero dejé que se me relajara el cuerpo, consciente de que lo que notaba era la presencia de la muchacha. No estaba en la cama a mi lado y miré por la habitación a la escasa luz y la encontré.

Estaba de rodillas al lado de mi cama, como al principio de la noche. Estaba cabeceando y me pregunté asombrada si estaba durmiendo así o luchando por mantenerse despierta. En cualquier caso, tuvo un efecto sobre mi cerebro adormilado. No le había dicho que se retirara y, como esclava obediente que era, no había dejado su postura de servidumbre. Por Hades, ¿cómo se llamaba? Ah, sí.

—¿Gabrielle?

Se puso alerta al instante, pero me miró con cansados ojos de esmeralda.

—¿Mi señora? —contestó con voz soñolienta.

—Ven a la cama, Gabrielle. Cuando lleguemos a Corinto, tendrás tus propias habitaciones, pero hasta entonces, tendrás que dormir en mi cama —respondí.

Pareció vacilar al oír una petición tan poco ortodoxa, pero obedeció, como ya sabía yo que haría. Se tumbó y no se tapó, como correspondía a una buena esclava, pero yo estaba demasiado cansada para aprovecharme. Le tapé el cuerpo con la sábana y me volví de lado, en dirección opuesta a ella.

—Buenas noches, Gabrielle.

—Buenas noches, mi señora —respondió.

Casi me eché a reír al oír su voz. Estaba confusa y probablemente pensaba que la Conquistadora se estaba convirtiendo en una necia senil, a medida que envejecía. Yo misma pensé asombrada en cómo la había tratado. Jamás me había importado lo que una mujer pensara de mí, y mucho menos lo que pensara o sintiera una esclava. Los esclavos eran objetos, cosas que poseías, y tenías todo el derecho a tratarlos como te viniera en gana. No se los consideraba personas, con emociones y sentimientos reales. Yo trataba mejor a cada uno de los caballos que poseía que a cualquier esclava con la que hubiera compartido la cama. En las veinte estaciones que llevaba gobernando Grecia, creo que ni una sola vez había sentido lástima por la vida que las Parcas decidían darle a un esclavo. Simplemente jamás pensaba en ellos ni en sus circunstancias.

Esta muchacha me estaba afectando mucho y me oía a mí misma decir cosas que no podía creer que fueran mis propios pensamientos. ¿Por qué le había dicho dónde iba a dormir cuando regresáramos a Corinto? Nunca me quedaba con las mujeres que me ofrecían. ¿Por qué había dicho que iba a tener habitaciones en palacio? Pensé en el placer que me había dado horas antes y el recuerdo me produjo un cosquilleo entre las piernas. Pensé en ella, echada a mi lado totalmente disponible para mí, y aunque mi mente estaba dispuesta, mi cuerpo sólo anhelaba dormir.

Sabía, en momentos como éste, de dónde venía gran parte de mi reciente melancolía. Había dedicado más de la mitad de mi vida a hacer cosas malvadas y despreciables a aquellos que eran más débiles o menos afortunados que yo. Me había hecho falta hacerme más vieja para darme cuenta de que la rabia taciturna y los actos de mi juventud me habían dejado sin familia, sin amistad y sin amor. En el fondo de mi alma, me preguntaba si esta pequeña rubia, que fácilmente tenía la mitad de mi edad, podría aliviar alguna de estas pérdidas. Me di cuenta, en esos instantes difusos antes de que Morfeo me sedujera para entrar en su reino, de que efectivamente me iba a quedar con esta esclava y de que, aunque no comprendía del todo por qué, me sentía atraída por ella, atraída por su obediencia callada y sumisa.

Y así, Gabrielle no sólo llegó a mi palacio, sino también a mi vida. Sentía necesidades centradas en torno a esta pequeña rubia que no lograba distinguir, pero por primera vez en mi vida, me quedé dormida preguntándome qué pensaba otra persona de mí.