El final de aquella noche
Los cuatro hombres la rodearon, se apoderaron de ella y le arrancaron la ropa. De nada servía gritar más que para tratar de liberar tensiones y miedos...
EL FINAL DE AQUELLA NOCHE
De repente, Sofía sintió miedo. La noche había sido, sin dudas, memorable: buena cena, buenas amigas, largas horas de diversión, baile y risas que se multiplicaban al mismo ritmo que las copas bebidas. Hasta el final solo aguantaron ella y su inseparable amiga Sara, borracha como una cuba pero sin perder la poca compostura que le quedaba sobre la pista, agarrada a aquel tipo con el que había ligado, otro más para su colección particular de los fines de semana. Sofía reía al verla, agarrada también al otro “seducido” de la noche, apuesto, moreno, alto, ideal para el “polvo semanal sin más compromiso” . Cuando dejaba de reír, miraba a Víctor con ojos melosos y acercaba lentamente sus labios para comerle la boca mientras bailaban.
Fueron los últimos en abandonar el local. Sara, dando camballadas y riendo alocadamente, fuertemente sujetada por la cintura por Raúl – “vas a ser mi semental, Raulito” , gritaba con voz ebria-; y Sofía abrazada a Víctor, sin dejar de besarse, ausentes ya de todo lo que sucediera a su alrededor. “Vamos a mi casa a tomar la última” , le había propuesto Víctor. Y Sofía le había estampado un ardiente beso como respuesta.
Sofía cayó en la cuenta de que ni siquiera se había despedido de su amiga cuando llegaron a un portal y vio a Víctor abrir la cancela. “Da igual, Sarita ya estará follando. O vomitando” , pensó para sí. Miró el reloj y comprobó que habían estado paseando algo más de una hora. Le había sentado bien la fresca brisa de la noche para despejar esa ligera sensación de mareo con la que salió del local. No conocía bien aquella zona de la ciudad, poco frecuentada por ella, pero se sentía bien, incluso feliz. “La vida hay que vivirla” , se repetía con frecuencia, casi como filosofía particular. Era joven, se sentía bonita –y lo era- y deseaba acabar aquella noche con Víctor, en la cama, follando como posesos hasta caer reventados de cansancio y de placer.
Pero cuando entró en la casa, no le gustó lo que encontró. Víctor no le había dicho que compartía piso con más gente. Es más, recordaba haberle escuchado decir que vivía solo. Sin embargo, en aquel salón había tres hombres más, de diversas edades, que jugaban a las cartas cuando ellos entraron, en un ambiente irrespirable que olía a alcohol y tabaco. Hacía calor y los tres estaban en pantalón corto y con el torso desnudo. Sin dejar de jugar, saludaron a Víctor, mirando a Sofía de arriba a abajo y soltando algún improperio soez entre carcajadas: “joder, Víctor, menudo pibón te has traído esta noche, nos dejarás que nos la follemos también, ¿no?” .
De repente, Sofía sintió miedo. Un miedo atroz, incontenible, que hizo que empezaran a temblarle las manos.
- Víctor, creo que es mejor que me vaya –. Apenas pudo susurrarlo, en un hilo de voz nerviosa.
¿Irte? No les hagas caso a estos idiotas.
No es por eso, Víctor. Creo que no me siento bien.
Sofía hizo ademán de darse la vuelta pero Víctor se interpuso en su camino.
Te he dicho que no les hagas caso –. A Sofía no le pareció que fuera Víctor el que hablara. Hasta entonces había sido dulce y cariñoso. Pero aquella frase le sonó imperativa, ruda y el tono le produjo desagrado e inquietud.
Me voy a ir, Victor…
Tú no vas a ir a ninguna parte.
A Sofía no le dio tiempo siquiera a reaccionar, cuando sintió por detrás de ella un brazo alrededor de su cuello y una mano que le tapaba la boca para impedir que gritara, mientras era empujada por su captor por un pasillo corto hasta otra habitación. Por más resistencia que trató de oponer, aquel hombre que la había atrapado era demasiado fuerte y la tenía bien sujeta. Podía sentir el calor de su piel desnuda cuando se pegaba a su espalda para, a empellones, sacudirla a fin de que anduviera hasta el punto de ir en volandas más que por su propio pie. Le palpitaba el corazón fuertemente y el miedo le seguía atenazando los músculos. Quería gritar pero no le era posible. Quería llorar pero ni siquiera era capaz de poner lágrimas en las pupilas. Oía alguna voz lejana, del resto de los hombres, posiblemente de Víctor también, pero no era capaz de entender lo que decían. Su captor no hablaba. Tan solo respiraba fuertemente, empujándola, apretando su brazo izquierdo alrededor de su cintura, su mano derecha tapándole la boca. Un último y violento empujón, ya liberada de la opresión de brazos y manos, la hizo caer de bruces sobre una cama. Solo le dio tiempo a escuchar cómo, tras de sí, la puerta se cerraba y el chasquido de dos pestillos le alertaban que había quedado encerrada en aquella habitación, completamente a oscuras.
No había dudas. Por más que giró el pomo, la puerta no se abrió. Sofía la golpeó, gritando hasta enronquecer, ahora sí con un llanto incontenible. No atinó tampoco a encontrar la luz y pensó que, seguramente, el interruptor estaría fuera, en el pasillo. Desesperada, palpó las paredes, tropezando con alguna silla y otros objetos que no llegó a identificar, pero no logró encontrar un interruptor que aliviara esa sensación de ahogo que la oscuridad le producía. En el tacto, comprobó que las paredes estaban revestidas de algún material acolchado e intuyó que aquella habitación estaba insonorizada. Había albergado la vana esperanza de que sus gritos alertaran a algún vecino –en realidad, desconocía si existían- pero aquellas paredes le devolvieron el miedo que se había apaciguado con el llanto.
El chasquido de los pestillos descorriéndose paralizó a Sofía, que vio como la puerta se abría al par que la luz era encendida. Allí estaban los cuatro. Víctor y los tres hombres, todos desnudos, ya dentro de la habitación, con la puerta otra vez cerrada. Sofía apenas logró musitar un “dejadme ir, por favor, quiero irme” entre sollozos, arrinconándose contra una esquina para agacharse hasta quedar en cuclillas y hacerse un ovillo con sus brazos, como si quisiera esconderse o protegerse.
Fue el hombre que la había llevado a la habitación quien, agarrándola de los cabellos, la obligó a incorporarse. Sofía temblaba de pies a cabeza y sollozaba convulsamente. Sin embargo, en un intento por mostrarse fuerte, desafió con la mirada a aquel hombre robusto, cuya figura le pareció que se agigantaba ante ella. Le calculó una edad cercana a los cuarenta y su marcada musculatura le hizo estremecer. Sofía se sintió débil, frágil, pequeña. Le palpitaban las sienes y un torbellino de pensamientos martilleaba su cabeza. Quería que el tiempo se detuviera en aquel instante, cerrar los ojos y comprobar, al abrirlos, que todo no era más que un mal sueño. Pero otra vez la mano cerrada sobre su cuello la devolvió a la realidad.
Los cuatro hombres la rodearon, se apoderaron de ella y le arrancaron la ropa. De nada servía gritar más que para tratar de liberar tensiones y miedos. Ni siquiera había espacio para patalear o tratar de golpear a alguno. No había sitio para huir. Ocho manos rasgaron su blusa, bajaron sus pantalones, desabrocharon su sujetador, rompieron sus bragas y manosearon su cuerpo desnudo. “Vaya con la putita, lo buena que está”. “Buenas tetas, zorra”. “Te vamos a partir por la mitad”. “Mira qué culo, Chema, con lo que a ti te gusta romperlos” . Cada frase era como una bofetada en la dignidad de Sofía. La última, pronunciada por Víctor, desgarró su interior. Había caído en la trampa de aquel cabrón al que Sofía había creído seducir. “Por favor… por favor” . Sus súplicas eran inútiles. Más risas y más improperios. Y ocho manos que seguían sobando sus tetas, hurgando su culo y su coño. Cuatro cuerpos rozando el suyo. Cuatro bocas besando su cuello, sus hombros, sus pezones, lascivas, sucias de deseo incontenible. Cuatro pollas erguidas, desafiantes, hambrientas, ansiando penetrar cada hueco de una Sofía derrumbada sobre la cama, a la que había sido empujada, boca arriba, sus piernas y sus brazos abiertos, sujetos hasta que comprendiera la inutilidad de su forcejeo, hasta que sus escasas fuerzas quedaran agotadas en el empeño imposible de escapar.
En el largo magreo al que había sido sometida, conoció los nombres de sus captores. Chema, el fornido cuarentón que la había llevado hasta la habitación; Sergio, treintañero, algo gordo y el más soez y violento de los cuatro, había pellizcado y retorcido sus pezones hasta hacerle gritar por el dolor; Álvaro, el más joven, tal vez de la misma edad que Sofía, fibrado y de una estatura cercana a los dos metros; y Víctor, el cabrón de Víctor , treinta y cuatro años, según le había dicho a Sofía cuando se presentaron. A Sofía, veintidós años recién cumplidos, siempre le gustaron los chicos mayores que ella. “Para follar, de treinta para arriba, y cuanto más arriba mejor, Sarita” , le decía siempre a su amiga Sara. “¿Por qué no nos iríamos cuando se fueron las demás, Sara?”
Detuvo su forcejeo para tomar aire a grandes bocanadas e, inmediatamente, sintió que sus tobillos y sus muñecas eran liberados, pero no le quedaban fuerzas para moverse. Con rapidez, Sergio se colocó sobre Sofía, cada rodilla apoyada en la cama a la altura de sus pechos, a la distancia precisa para que su polla pudiera penetrar sin dificultad la boca de la muchacha. También de rodillas, por detrás de su cabeza, se situó el joven Álvaro, su verga erecta sobre la cara de Sofía, frotándola contra su frente, su nariz, sus párpados, sus mejillas. También sus huevos, apretados contra el rostro, mientras Sergio la obligaba a chupar su grueso tranco, asfixiándola por momentos, retrocediendo para que fuera Álvaro quien ocupara su lugar, desde atrás, la polla invertida, los cojones en la nariz, cortando las vías de respiración de Sofía y ahogando también sus quejidos cuando Sergio volvía a torturar sus pezones retorciéndolos entre sus dedos.
Cegada su visión por los dos hombres, solo podía sentir la manipulación de su coño por la lengua y los dedos de Víctor y Chema, sin poder distinguir quién era quién en cada momento, su clítoris chupado, sus labios mordidos, los dedos penetrando su hendidura, dos, tres, hasta cuatro en algún instante, el coño nuevamente impregnado en saliva y en sus propios jugos que empezaban a fluir de manera irremediable. Sofía cerró fuertemente los ojos, tratando de controlar su mente para que transmitiera a su cuerpo las órdenes precisas que le impidieran sucumbir al placer. Estaba siendo violada por aquellos cuatro cabrones que la tenían secuestrada en aquella casa, aquellos hijos de la gran puta que la habían desnudado y ultrajado, que se habían reído de ella, que la habían empujado e insultado. Estaban abusando de su cuerpo, de su boca que volvía a recibir el castigo de dos pollas clavadas en sus pómulos, en su paladar, en el fondo de su garganta. Pero su sucio coño se empapaba al estímulo de las lenguas y de los dedos de dos de sus violadores y comenzaba a sentir en sus piernas y en su vientre el leve cosquilleo del placer incipiente.
Oyó lejana la voz de Víctor –está mojándose la muy puta- y sintió que se le clavaba un aguijón de amargura en la cabeza que hizo que se borraran todos sus pensamientos. No tuvo conciencia de cómo su cuerpo fue elevado y girado para quedar sobre el de Víctor, que agarró sus caderas para penetrarla y señalarle el ritmo preciso para que su coño subiera y bajara sobre la enhiesta verga. Sofía apretó las rodillas contra las sábanas y obedeció sumisa a la presión de las manos de Víctor en su cintura, mientras sus propias manos agarraban las pollas de Sergio y Álvaro que, de pié sobre la cama, seguían penetrando su boca alternativamente. Detrás, el último hombre preparaba su culo, dilatándolo con la lengua y los dedos impregnados de saliva. “Mira qué culo, Chema, con lo que a ti te gusta romperlos” . La frase comenzó a resonar una y otra vez en la mente de Sofía, mientras un helado escalofrío recorría su espalda, mezclado con el placentero estremecimiento que la polla de Víctor provocaba en todo su ser. Estaba a punto de llegar al orgasmo, silenciados sus gemidos por las vergas que entraban en su boca, entrecortados sus jadeos por la abundante saliva con la que suavizaba la violenta penetración a la que le sometía Sergio y con la que lubricaba el largo carajo del joven Álvaro. Hasta que un fuego interior le hizo gritar de dolor, cuando su culo fue horadado por la verga de Chema, un solo golpe, una sola embestida que quebró su cuerpo y que volvió a inundar sus ojos de lágrimas, mientras caía desplomada sobre Víctor, como una muñeca rota. Empalada por delante y por detrás, detuvo sus movimientos para que fueran los dos hombres quienes empujaran con sus pollas su coño anegado por el flujo y el estrecho agujero de su culo, ensanchado hasta acoger el grueso diámetro de carne endurecida y lubricada, tratando de mitigar el dolor que aún perduraba en sus entrañas. Ajena a los insultos, a las frases soeces -¡vamos, vamos, puta, cómo te gusta que te follemos pedazo de zorra, vaya culito caliente que tienes!- y a los duros manotazos sobre las nalgas que a ratos le propinaba Chema, Sofía sollozaba y gemía sobre el pecho de Víctor, sin poder evitar los nuevos estremecimientos, las nuevas oleadas de placer que hacían endurecer sus pezones y arquear su espalda.
Un fuerte jalón de pelos, le obligó a alzar el cuerpo y a apoyar fuertemente las manos sobre la cama para sujetarse mientras su boca era abierta por el empuje de dos pollas queriendo entrar a la vez. Sofía sintió por un momento la embestida de las cuatro vergas introducidas en sus tres orificios y un intenso espasmo le sacudió de abajo a arriba, sintiendo desfallecer por el brutal orgasmo. Crispada por el placer, chupó frenéticamente la polla de Sergio hasta hacerle correr, derramándose el blanco jugo por su barbilla, su cuello y sus pechos. Pocos segundos después, un último empuje llenó su coño de esperma mientras Víctor gemía con el cuerpo tenso por el placer.
Álvaro fue el tercero, tras una profunda felación de Sofía que se deleitó en aquel falo largo y delgado del joven muchacho que, sutilmente, empujaba su nuca con la mano derecha, sin forzar la penetración, dejándose hacer por los labios y la lengua de aquella chica que había acabado rendida al placer que podían darle sus violadores. Y Álvaro le entregó su propio placer, escupido en varias oleadas que se estrellaron contra el rostro de Sofía que quedó bañado de semen espeso y caliente.
Sin dejar de penetrarla, Chema enderezó el cuerpo de la mujer para que Víctor pudiera quitarse de debajo. Con sus fuertes brazos cruzados en su cintura, le bastó empujar el cuerpo para que Sofía cayera sobre la cama. Sujetando sus muñecas, llevó sus brazos hacia atrás, haciendo que la cara de Sofía se hundiera en las sábanas, mientras su culo quedaba levantado y a merced del hombre. Sin pudor alguno, Chema le embistió el culo, sin soltar las muñecas de Sofía que trataba de ladear su cabeza para aspirar algo del aire que le faltaba, su rostro crispado por la dura acometida y por un placer que empezaba en sus nalgas traspasadas y recorría su médula espinal hasta convertirse en profundo gemido en su garganta que se mezclaba con los sonoros jadeos del hombre que tensó todos los músculos de su cuerpo antes de que su polla explotara en el interior de las entrañas de Sofía.
Bañada en sudor y con la piel erizada aún por los últimos escalofríos, Sofía quedó sobre la cama, sus piernas abiertas, sus pechos aplastados contra las sábanas, sus brazos lánguidos a ambos lados del cuerpo, su culo y su coño aún palpitantes, las nalgas enrojecidas, deshecha, destrozada, agotada, sin entender cómo era posible que hubiera gozado su propia violación. La respuesta, cruel y rotunda, se la susurró Víctor al oído, antes de salir de la habitación, cerrar la puerta y apagar la luz, pero esta vez dejando descorridos los pestillos:
- Desde que te vi, sabía que eras una putita a la que le encanta follar. Lo que no imaginé que fueras tan puta como eres. En el armario hay camisetas. Siento no poder ofrecerte unas bragas. El sujetador y tus pantalones no están rotos. Cuando quieras, puedes vestirte y marcharte. Estarán todas las puertas abiertas. Si quieres volver a verme, ya sabes dónde encontrarme. Ha sido un placer conocerte, Sofía. Todo un placer multiplicado por cuatro, pequeña gran zorra.
Bisslave