El fecundador de cadáveres
Pequeña historia con tintes de terror
El pueblecito uruguayo donde nació Jorge Luis Quiroga no merece que lo nombremos, y tampoco merecería que habláramos de él si no fuera por su presencia. Pero la leyenda de este joven es tan extraña y cuenta con elementos tan insólitos que bien merece la pena reseñarla, aunque dudemos de su veracidad.
Se cuenta que nuestro protagonista era un muchacho enfermizo y delgado cuya mera existencia avergonzaba a su padre, el cacique del pueblo. Tuvo todo en la vida y, sin embargo, no supo aprovecharlo: no se le conocen profesión ni estudios, y todos pensaban que tenía alguna especie de minusvalía psíquica. Pasó los primeros veinte años de su existencia mirando al infinito, siempre entre dos mundos. Los intentos por parte de su padre de procurarle compañía femenina fueron siempre infructuosos, por lo que nadie en el pueblo supo que gozaba de un miembro de considerable tamaño e inquebrantable dureza.
Eso cambió durante una noche de luna llena.
El cadáver que habían llevado a la morgue ese 31 de octubre pertenecía a una de las muchachas más hermosas del pueblo, una joven de dieciocho años recién cumplidos que había fallecido al tropezar en la ducha. Eso consternó al pueblo entero, no solo por su juventud, sino por la radiante inocencia que siempre había desprendido. Sus pretendientes lloraron durante semanas su pérdida.
Pero el personaje principal de este relato no lloró. Por el contrario, esa noche sintió un impulso irracional que le obligó a levantarse y salir, a pasear por ese pueblo mediocre y aburrido hasta llegar a la morgue. Dado que todos se conocían en ese lugar, la puerta estaba abierta. Él la atravesó, excitado por primera vez en su vida, sudoroso y con una erección que mostraba incluso a través de sus ropas el privilegio con el que la naturaleza le había dotado.
Dicen los lugareños que quedó impresionado al ver la belleza de esa mujer, al contemplar su piel pálida cubierta castamente por una sábana. Dicen que se tomó su tiempo para chupar esos pezones fríos y azulados, para tocar esas tetas de firmeza indescriptible, para besar su cuello de cisne y pegar sus labios a los de ella. Juran que las partes íntimas de la difunta se humedecieron con estos macabros preliminares.
La poseyó durante horas, sin descansar, sin que su prodigioso pene se volviera flácido jamás. Cuando el vigilante los descubrió, le estaba tirando del pelo mientras la penetraba por detrás, con una expresión extasiada en su rostro que hizo que el pobre hombre se santiguara.
El humilde señor, con tres criaturas a su cargo y muchas necesidades por cubrir, llegó a un acuerdo con el padre del joven. Este, horrorizado pero deseoso de proteger a su primogénito, realizó pagos puntuales para mantener en secreto ese indigno episodio. Sin embargo, pronto sucedería otro similar.
La muerta era esta vez una prostituta muy popular entre los maridos y muy odiada entre las esposas, una mulata extranjera que a los cuarenta años seguía manteniendo una figura de modelo, cuyos pechos de talla 100 contenían trazas de la saliva de todos los machos del pueblo. Excepto de uno, de uno que remediaría eso durante la misma noche de su muerte.
De nuevo, nuestro protagonista sintió una llamada imposible de ignorar y, con más ganas todavía que la otra vez, se aprovechó del cadáver. Sabiéndose inmune a las consecuencias, paseó la lengua por cada milímetro de esa deliciosa piel de chocolate, se aseguró de correrse en cada lugar de ese cuerpo perfecto. Cuando el vigilante llegó ese día, se la encontró cubierta de semen en su cara, en sus pechos, en su estómago, en su pelo. Y, por supuesto, en su coño.
Durante los siguientes meses, el padre de Jorge intentó contener sus impulsos antinaturales, encadenándolo a su cama cada noche. Pero, en ocasiones, sin explicación alguna, conseguía escapar para satisfacer esas apetencias perversas. El vigilante mantuvo el secreto, pero se aseguró de permanecer allí cada noche que llegaba una mujer con la que tenía relación. A pesar de estas precauciones, sabía que no podría hacer nada si ese monstruo decidía montar a alguna de sus amigas.
Así pasaron varios meses. Nueve, para ser exactos, y es aquí donde comienza lo increíble.
Durante una noche, los lugareños oyeron llantos de bebé. Al principio creyeron que pertenecían al hijo de algún vecino, pero pronto comprobaron que venían del último lugar con el que asociarían a un infante. Efectivamente, su origen era el camposanto del pueblo.
Allí, para su sorpresa y horror, descubrieron a un niño junto a la lápida de la bella joven a la que habían enterrado entre llantos. Creyeron, porque no podían creer otra cosa, que algunos desaprensivos de la ciudad habían abandonado allí a la criatura, pero a ninguno de ellos se le escapó que el muchacho estaba rodeado de tierra, como si hubiera tenido que trepar desde las profundidades.
Durante las semanas siguientes, sucedió el mismo fenómeno, hasta que llegó a haber unos diez muchachos. Algunos fueron dados en adopción en otras ciudades, otros fueron adoptados por mujeres solteras o por parejas estériles en el pueblo. Así, pasaron los años, con acontecimientos como esos repitiéndose de vez en cuando, con una duda innombrable perturbando la paz de ese lugar.
El vigilante siguió manteniendo el secreto y, aunque cada vez cobraba más por parte de su padre, esa complicidad le provocaba pesadillas horrorosas. Se confesaba a diario y se fustigaba entre lágrimas, incapaz de soportar la culpa. Cuando una mala fiebre se llevó a su mujer, sacó su vieja escopeta y se preparó para defender el honor de la muerta.
Cuando oyó la puerta de la morgue abrirse, sintió un escalofrío.
Intentó detener al heredero de los Quiroga sin usar la violencia, pero este lo rechazó con una fuerza impropia de sus flacos brazos. Tenía los ojos inyectados en sangre, podía verse al mismo diablo en la baba que le caía de la boca. Hundió los labios en la vagina muerta de su mujer, arrancándole algunos pelos a mordiscos, ignorando por completo al estupefacto marido que le apuntaba con su arma. Este acarició el gatillo, indignado al ver cómo ese engendro manoseaba esos blandos pechos que habían amamantado a sus hijos. Se preparó para disparar, al borde del infarto.
Sin embargo, la cobardía de todos los siervos encontró esta vez una excusa en sus dos niños y en su niña, en lo mucho que disfrutarían del dinero que ganaba por guardarle los secretos al patrón. Su mujer estaba muerta ya, no podían dañarla, y habría querido lo mejor para los suyos. Vencido, bajó el arma y contempló con impotencia cómo esa bestia fecundaba a la que había sido su esposa mientras la besaba en el cuello y los labios. Ignoró las mudas súplicas que ese cadáver parecía hacerle cada vez que sufría una sacudida.
A lo largo de los años, los hijos de Quiroga que se quedaron en el pueblo (nada sabemos del resto) se fueron volviendo grandes. También se fueron volviendo insolentes, violentos, peligrosos. Por primera vez en la historia de ese pueblito, se echaba la llave por las noches con temor a robos o algo peor. Orinaban en público, piropeaban a las mozas del pueblo de un modo grosero y desagradable, amenazaban a sus novios cuando les replicaban y se metían en peleas que solían ganar.
La hija del vigilante también creció. Se convirtió en una hembra espectacular, heredando las caderas de su madre y los pechos de su tía paterna. Sus cabellos dorados alegraban el día a todos los que la veían, así como sus sonrisas de lavanda y las palabras consideradas que dedicaba a cada habitante de la aldea. Al contrario de lo que suele suceder con la gente hermosa, ella era más bella todavía por dentro. Verla pasear con sus vestidos cortos, cortando el aire con sus bailes juveniles, hacía que hasta el más cínico y amargado recuperara las ganas de vivir. Todos la amaban.
Todos, claro está, menos la estirpe de ultratumba, que odiaba todo lo bueno. Un día, cuando la muchacha contaba con diecinueve años, se encontraba paseando por las callejuelas de las afueras bañada bajo la luz del sol. Aquello no frenó a los energúmenos, cuyos instintos les llevaron a cruzar una línea que ni siquiera ellos se habían atrevido a atravesar. Ver a aquella belleza haciendo gala de sus suaves y perfectas mamas, sugeridas por un escote que quitaba el aliento, fue demasiado para ellos. La agarraron de los tirantes de ese vestido blanco, dejando al descubierto sus picudos y asustados pezones, la tiraron al suelo y acallaron sus chillidos con una brutal patada en la garganta que la dejó sin habla.
Al principio, pataleó, dio manotazos, intentó defenderse, pero ellos eran muchos y su fiereza no conocía igual. Pronto, la pobre mujer tuvo que cerrar los ojos y resignarse a ser el objeto de sus burlas, de sus caricias siniestras, de sus mordiscos y lametones en cada centímetro de su cuerpo.
Cuando la encontraron, estaba repleta de magulladuras, con un ojo morado y sin algunos dientes. Un hilo de baba rojo le caía de los labios. Su piel temblaba, miraba al infinito con un gesto perenne de terror, su pelo antaño hermoso estaba cubierto del semen de sus agresores. Desde ese día, no volvió a andar. Tampoco a hablar. Y todos sabían de quién era la culpa.
La cacería fue sangrienta, rápida. Ellos eran fuertes y sanguinarios, pero los hombres del pueblo les superaban en número y habían reunido las escasas armas que tenían. Pronto, todos los hijos de la muerte acabaron volviendo a ella sin juicio ni miramientos, incluso los que no habían participado en la violación. Aquella había sido solo la gota que había colmado el vaso. Sin embargo, la matanza no satisfizo al padre de la muchacha, pues él sabía quién era el verdadero culpable, y sabía también (lloraba cada vez que pensaba en ello) que él había sido cómplice en ese crimen que había acabado hiriendo a su hija, a su preciosa e inocente hija…
Eso hizo que el vigilante acabara confesando, frente a todo el pueblo, cómo había ocultado los fornicios horrendos del enfermo, cómo había recibido el dinero del patrón a cambio de su silencio. A pesar de lo fantástico del asunto, le creyeron. Los cadáveres de los hijos de la muerte ahuyentaban a las moscas, y podían sentir algo en el aire que solo los animales y la gente que lleva varias generaciones en el mismo hogar puede detectar. Algo raro, viciado.
Marcharon con armas y con gritos al caserón del cacique, y este les dejó entrar sin la más mínima queja. Parecía cansado y arrepentido.
Cuando encontraron al fecundador de cadáveres, recluido en su hogar desde hace tanto tiempo, vieron que estaba más delgado que de costumbre, que su rostro se asemejaba aún más al de un cadáver. Este aceptó su culpa y, junto al vigilante, relató la historia que ahora les remitimos. O eso dicen, al menos, los viejos del lugar.
La sangre exigía sangre, y las iras de ese pueblecito tan tranquilo no estarían calmadas hasta ver morir a todos los responsables. El alcalde, con una inaudita aclamación popular, ordenó el ahorcamiento no solo del necrófilo, sino de sus dos encubridores. Estos lo aceptaron con la cabeza gacha. Su padre suplicó que dejaran marchar a su hijo, pero ya conocía la respuesta de antemano. No. Todos merecían la muerte por lo que habían hecho. Cuando eso sucediera, quizás Dios perdonaría al pueblo.
Los colgaron a los tres por la noche, el perturbado en el medio y sus cómplices, a los lados. El cacique, a la izquierda, pataleó y chilló mientras la cuerda iba acabando con su vida, en un último momento de indignidad. El vigilante, a la derecha, cerró los ojos y pidió perdón con sus últimas palabras.
Jorge Luis Quiroga no dijo nada, ni siquiera reaccionó a los gritos del pueblo ni a sus acusaciones. Aquí difieren los relatos de los lugareños: unos pocos dicen que murió con una expresión imperturbable, otros sostienen que sonreía, como si quisiera reunirse por fin con esa muerte a la que tanto adoraba. Algunos juran por su madre que tenía la erección más gigantesca que jamás hubieran visto. Si preguntan a este humilde redactor, les dirá que no sabe qué creer.
El lugar goza hoy de cierta tranquilidad, incluso en esta época tan frenética e inmisericorde. Su economía no es boyante pero va tirando, su población está envejecida pero sigue habiendo jóvenes. La casa del cacique, derribada, se ha convertido en un centro de actividades culturales.
Sin embargo, aún se siguen escuchando leyendas. Hay quien dice que, durante algunas noches de luna llena, las muchachas de otros pueblos se ven atraídas al cementerio. Comentan que danzan entre chillidos orgásmicos, que bailan desnudas sobre las lápidas. Que cabalgan con una furia lúbrica e inmortal el miembro que sobresale de la tumba en esas mágicas noches.