El fantasma del recuerdo

¿Cómo luchar contra algo que no se ve? ¿Cómo deshacerse de algo que ya no está? ¿Cómo matar algo que ya no existe?

Laura terminó por quedarse dormida. Había estado esperando a su esposo por quien sabe cuento tiempo. Tenía ganas de sexo y hasta se había rentado un disfraz de policía, para eso de darle un giro a la rutina, pero el cansancio le fue ganando y el sueño finalmente la venció. Se desparramó a lo largo de la cama y al poco tiempo, ya tenía la almohada húmeda de tanta baba.

Comenzó, como todas las noches, a soñar con Antonio. Se acordó de aquella vez que lo hicieron en el avión. De como estuvieron vigilando a la azafata y de como lograron entrar ambos, sin que ella lo notara, al pequeño compartimiento. Y una vez ahí, él subió su falda y, luego de hacer esas coquetas bragas de encaje negro y transparente a un lado, se perdió en su entrepierna, ya bastante mojada por lo excitante de la situación.

Abrió sus labios con los dedos y metió su lengua lo más que pudo, haciéndola echar la cabeza hacia atrás y golpearse contra el espejo. Ninguno de los dos prestó atención a ese pequeño detalle. Él continuó lamiendo cada centímetro de esa vulva, justo como a ella le gustaba, con rapidez, con desesperación. Siempre había sido muy ansiosa y por eso le encantaban los encuentros fugaces en algún lugar prohibido. Siempre había encontrado a los preámbulos algo cansados y en situaciones como aquella, no eran del todo necesarios. Eso le fascinaba.

Ella no era una mujer como todas, no necesitaba de largos y aburridos juegos para prenderse. A ella le bastaba una mirada desafiante o un simple roce en su sexo para estar a tono. Por eso es que había tenido tanta suerte con los hombres. Por eso es que antes de descubrirlo a él, media clase había pasado por su cama, o mejor dicho por el cine, los sanitarios de la universidad, el autobús y las cabinas de teléfono. Por eso es que nunca le faltó un amante, pero desde que conoció a Antonio, todos los demás dejaron de existir.

Cuando lo vio desnudo en las duchas, a las cuales había entrado pensando eran las de damas, supo que lo quería y no descanso hasta conseguirlo, algo para lo que honestamente no tuvo que esforzarse. Toda la tarde estuvo acosándolo con la mirada, mirando directo a su bragueta para después chuparse los labios. Él sólo se sonrojaba. Al parecer, era uno de esos chicos tímidos que no se atreven a dar el primer paso y enmudecen cuando la otra parte lo da. Si se hubiera tratado de alguien más lo habría dejado por la paz. Las personas que no eran fáciles como ella, le provocaban flojera, pero con él era distinto. Había algo más y no podía ignorar ese sentimiento.

Entró nuevamente en las regaderas, pero ya no por equivocación. Se volvió a topar con él, pero no desnudo sino con una toalla cubriendo sus partes más íntimas. De tan sólo ver esos pectorales y esos brazos tan desarrollados por el deporte...manchó sus pantaletas. Y aún faltaba lo mejor. Caminó lentamente hacia él, quitándose una prenda a cada paso, percatándose de que el nerviosismo y la pena que lo invadían no se comparaban con el tamaño que su miembro comenzó a adquirir bajo la tela.

Y cuando estuvieron frente a frente, ella ya no traía nada encima. Nada que no fuera lujuria, ganas. Ganas de apretar ese mástil que entre sus estómagos aprisionaban. Y así lo hizo. Despojándolo primero de la toalla, rodeo su erecto pene con la derecha y empezó a masturbarlo. Él no pudo evitar gemir, pero seguía sin hacer nada. Se corrió a los pocos segundos.

Laura también explotó, al sentir los chorros de semen impactarse contra su piel para luego acariciarla conforme escurrían. No necesitaba de mucho llegar al clímax, por eso es que no le gustaban las contemplaciones. Y menos que las contemplaciones le agradaba quedarse quieta después del primer orgasmo. A ella le gustaban rápidos pero continuos y supo que en Antonio, juzgando por la dureza que después de eyacular su falo conservaba, había encontrado a su igual.

Confiando en esa premisa, lo tumbó sobre la banca y se sentó sobre su cara, colocando su sexo justo arriba de su boca. Y él comprendió lo que eso significaba. Poniendo a un lado su pasividad y timidez, inició un salvaje lengüeteo que a ella le arrancó unos cuantos gemidos de gozo y varios gritos de placer. Y en cuanto tocó su clítoris ella se levantó. Justo como en el baño del avión, necesitaba sentirse llena. Sin la más mínima delicadeza, en las duchas con él acostado sobre la banca y en el avión con sus nalgas en el lavabo, dejó que la hinchada verga de Antonio entrara en su cuerpo.

Y cuando sintió que la punta le llegaba hasta la garganta, que sus vellos se raspaban entre sí, comenzó a menear sus caderas al igual que él. Apretó sus músculos con cada una de las embestidas. Y mantuvieron un violento ritmo por un corto, pero intenso lapso. Ella se vino primero, derramándose de manera abundante y dando alaridos que se confundieron con los de él cuando también descargó.

Obviamente sus encuentros no fueron, a pesar de los esfuerzos mostrados en ocasiones como la del avión, precisamente discretos. Más de uno se entero, pero fue esa la cereza en el pastel. A partir de ese primero en las regaderas de la escuela, pasando por ese a más de diez mil pies de altura y hasta el último en la estación de trenes, no hubo alguien más en sus vidas.

Laura le declaró su amor en la mesa de una cantina y él, después de decirle que sentía lo mismo, la sentó sobre sus piernas. Bajó el cierre de sus pantalones, sacó su verga completamente endurecida y la penetró sin importar que algún mesero u otro cliente pudieran darse cuenta de lo que hacían.

Y al mismo tiempo que ella le daba de comer en la boca, un trozo de esa pizza de jamón y tocino que a ambos volvía locos, él la levantaba para luego dejarla caer, enterrándole su miembro hasta el fondo, sintiendo ese placer que nunca dejaron de darse el uno al otro. Nunca hasta que la muerte los separó. Nunca hasta que, un día que parecía ser como cualquiera, ella leyó en el diario que su amado había sido encontrado sin vida a las orillas de un barranco, con un balazo en la cabeza y sin pistas del asesino.

A partir de entonces sólo se conforma con soñar, pues su marido lejos está de darle lo que Antonio sin hacer nada le ofrecía. Sueña que él está vivo y que la sorprende dormida. Que llega a su recámara y, levantando sus piernas al nivel de los hombros, la atraviesa como solían hacerlo, a la menor provocación y en cualquier lugar. Que la folla con esa pasión que nunca volvió a sentir. Y todo es tan real que puede sentir el calor del semen llenando su interior. Puede escuchar su voz diciéndole: "que rico estuvo, mi amor". ¿Qué? ¿Que rico estuvo mi amor? Antonio nunca diría algo así.

  • Que rico estuvo, mi amor. - Escuchó de nuevo.

Es su esposo, Luis, quien se ha dignado a llegar a casa y se ha encargado de hacer sus fantasías más vivas. La ha abierto de piernas, justo como en su mente, para después bombearla con esa pasión que nunca volvió a sentir y, una vez habiendo terminado, decirle lo mucho que le ha gustado.

  • ¿Qué haces aquí? ¿A qué hora llegaste? - Preguntó Laura, claramente molesta.

  • Hace un rato. - Respondió su marido.

  • ¿Por qué hiciste eso? Ya te he dicho que cuando me encuentres dormida, no quiero que intentes nada. Te estuve esperando no se cuantas horas y no te apareciste. Habías perdido tu oportunidad. No quiero que esto vuelva a suceder. - Advirtió la enfadada mujer.

  • Está bien, pero no te pongas así. Ya se que no te gusta que te despierte, pero te ves tan bien con ese traje de policía que no me pude resistir. Además, tú no pusiste mucha resistencia. En cuanto agarré tus tobillos comenzaste a pedirme que te diera más, sin siquiera habértela metido. - Se justificó Luis.

  • Bueno. Te perdono, pero por favor, que sea la última vez. - Pidió Laura.

  • Así será. - Aseguró él.

  • Buenas noches Antonio. - Se despidió ella antes de volver a dormir, cometiendo una grave equivocación.

  • Buenas noches. - Contestó él, sintiendo que su corazón se quebraba en mil pedazos, una vez más.

No era la primera vez que su esposa se refería a él con el nombre de Antonio. Además de que en toda conversación sacaba un comentario sobre su fallecido amor, cuando lo abrazaba a media noche también lo llamaba de esa forma que tanto le dolía.

Luis sabía perfectamente que una conexión como la que ellos habían logrado no se rompe tan fácilmente, pero pensó que con el tiempo ella lo olvidaría y se enamoraría de él. Creyó que estando casados ella le entregaría al menos una parte de su ser, pero no era así. Con el paso de los años, ese fantasma que lo persiguió desde el mismo día de su boda fue tomando fuerza hasta sentirse más vivo que cuando realmente lo estaba. Él había aceptado vivir bajo esos términos, con la posibilidad de que su mujer nunca consiguiera olvidar, pero cada vez le resultaba más difícil. Cada vez era más duro tragarse esa amargura y esa rabia que sentía cuando lo llamaba Antonio.

Se preguntó cómo luchar contra algo que no se ve, cómo deshacerse de algo que ya no está. Cómo matar algo que ya no existe. No encontró respuesta, no una en la que alguno de los dos, Laura o él, no tuviera que morir. Por un momento esa idea, la de acabar con la vida de su amor o con la suya, le pareció tentadora, pero pronto se arrepintió de llevarla a cabo. No tenía el valor para matarse y mucho menos, para vivir con el remordimiento de haber asesinado a quien más quería en el mundo. Intentó dormir, dispuesto a seguir aguantando que otro ocupara el lugar en el que él siempre soñó estar. Después de todo, algún precio debía de pagar por haber dejado a Antonio tirado, a la orilla del barranco y con un balazo en la cabeza.