El extraño

Me enamoré de alguien a quien no conocía nadie.

El extraño

1 – Está allí

No hace ni una semana, estaba en casa solo, como casi siempre, leyendo muy pegado a la ventana para no encender la luz. En el silencio de la calle me pareció oír murmullos y puse atención. Dos chicos amigos que viven cerca de la plaza, en un lugar que llaman Cerro Alto, estaban hablando en voz baja sin saber que alguien podría estar escuchando detrás de los cristales:

  • No es cierto, Andrés – oí -, ese tío me da mala espina.

  • Pues a mí no me importa hablar con él. Es ameno…

  • ¿Y no te parece raro que aparezca por aquí, solo y sin… nada que hacer?

  • Eres un cotilla más de pueblo, Andrés ¿Qué me importará a mí a qué ha venido?

  • ¡A mí sí! – levantó éste la voz -. He visto cómo nos miraba.

Toda aquella conversación corta contenía mucha más información de la que parecía. Andrés y Fidel – que era el nombre del otro -, estaban murmurando de alguien en una parte del pueblo que no les cogía de paso para nada. Quizá se fueron hacia allá para sentirse más solos. Y hablaban de alguien a quien no conocían. Yo sabía a quién se referían. En el bar de Manuel (Casa Manu) lo había visto ya dos veces por la tarde, cuando suelo irme allí a tomar unas cervezas. Era un chico de unos veinticinco años que había aparecido por el pueblo una semana antes – quizá menos -, y se decía que se había hospedado en la fonda y se dedicaba a dar vueltas por el pueblo y los alrededores.

Si no me equivocaba, las dos veces que lo vi en Casa Manu fue a la misma hora. Miré mi reloj y supe por qué hablaban de él. Eran las ocho y veinte de la tarde. El forastero tenía que estar en el bar y ellos acababan de haber estado hablando con él. Solté el libro rápidamente y miré entre los visillos. Andrés y Fidel siguieron hablando mientras caminaban despacio hacia el otro lado de la calle. Uno tenía cogido al otro por la cintura y éste le tenía la mano echada por el hombro.

Me puse el chaquetón, cogí las llaves y el monedero y salí despacio con intención de que nadie me viera (aunque sabía que siempre había alguien que se enteraba de todo). Comencé a andar hacia abajo, hacia la plaza, y fui acelerando el paso. Suponía que aquel chico estaría en el bar más de media hora.

Cuando me acercaba a la esquina del bar, en la plaza, miré por los ventanales. Había demasiada gente como para distinguirle. Subí los escalones y empujé decididamente la puerta.

  • ¡Hola, Manu!

  • ¡Hombre, Javi! – contestó -; pensaba que esta tarde no venías.

  • Sí, sí – le dije mirando por toda la barra -, es que hoy se me ha hecho un poco más tarde.

  • Ya sabes – dijo mientras me servía la cerveza de siempre –; cada vez va oscureciendo antes y se despista uno.

  • Así es.

Dejé de hablar y de mirarlo mientras tomaba el primer sorbo de cerveza fría. Al fondo, al final de la barra, estaba aquel chico. Manu recogió algunos vasos y se puso a fregarlos, de tal forma, que no me dejaba verlo. Hice la intención de mover el taburete un poco mirando con disimulo y, en ese mismo instante, se fue Manu hacia el otro lado de la barra. Vi perfectamente cómo el chico le pedía otra caña mientras se apoyaba con en codo en la barra mirando sin interés la televisión. Tomó el vaso y sorbió primero la espuma de forma muy sensual, me miró melancólicamente y siguió bebiendo.

2 – Está ahí

Sobre el mueble del bar, junto a las botellas de licores, habían colocado un curioso muñeco, no tan alto como una botella, levantando una jarra de cerveza de la misma forma que Gambrinus (el personaje del logo de la cerveza). Me gustó y le pregunté a Manu.

  • ¿Dónde has comprado ese Gambrinus tan particular? Se parece a ti.

Me miró por encima de las gafas y se acercó un poco.

  • Me lo han regalado, ¿sabes? Se supone que soy yo bebiendo…

  • ¿Tú? – volví a mirar el muñeco -. La verdad es que se parece.

  • Lo han hecho especialmente para mí – dijo sin darle importancia -.

  • ¿Quién te lo ha hecho? Está muy bien.

  • Mira, Javi… - bajó la voz -; al fondo de la barra hay un chico que viene desde hace unos días. Me lo regaló ayer.

  • Ah, comprendo – miré al chico -; supongo que lo habrás invitado a una cerveza…

  • Sí, claro – dijo seguro -, con una tapa.

Hubo un momento de silencio y sentí la necesidad de preguntarle cómo se llamaba y si sabía algo más de él, pero pensé que era meterme donde no me llamaban.

  • Es de Madrid, ¿sabes? – dijo entonces -. Está aquí pasando una temporada para no sé qué rollo de trabajo… Algo de barnices, creo. Se llama Agustín.

Recorrió mi cuerpo un frío muy especial de abajo a arriba. Fue entonces cuando lo miré más detenidamente y dispuesto a no apartar la vista. Manu volvió a retirarse de mí y el chico me miró con aquella curiosa tristeza y, al ver que no apartaba la vista de él, me sonrió y levantó un poco su vaso de cerveza. Hice otro tanto para saludarlo y noté perfectamente que recogía algo del suelo como si fuera a acercarse a mí. No me equivoqué. Llevaba el vaso en una mano y la bolsa de un portátil en la otra, se puso a mi lado, soltó la bolsa y me tendió la mano.

  • ¡Hola! – canturreó -. Me llamo Agustín.

  • ¡Hola! – me pareció muy bello y muy amable -. Me llamo Javi… ¿Trabajando?

  • ¡No, qué va! – me sorprendí -. Voy a pasar unos días en este pueblo. Escribo cosas.

  • ¿Escribes? – pregunté con curiosidad - ¿Qué cosas escribes?

  • ¡Fácil, Javi! – dijo seguro -. Escribo todo lo que veo.

Su respuesta me dejó mudo. Manu me había dicho no sé qué cosas sobre barnices y él me decía que escribía… que escribía todo lo que veía.

  • ¿Y esta conversación que tenemos también la vas a escribir?

  • ¿Por qué no? – dijo pensativo -. Si resulta que al final hablamos de algo interesante… ¿por qué no?

  • Podemos hablar de lo que quieras – dije -; tengo tiempo de sobra.

  • ¿Ah, sí? – se acercó un taburete -. Yo también. Y me aburro algunos días.

  • Supongo – bebí un sorbo -; me ha dicho Manu que le has regalado ese muñeco.

  • ¡Eres listo! – acercó su rostro al mío -. Los hago para distraerme. No es que se parezca mucho a este buen hombre, pero es el que me sirve la cerveza… Mi Gambrinus particular – se echó a reír -.

  • Lo haces bien – miré el muñeco -, yo soy un manazas para modelar, aunque pinto.

  • ¿Pintas? – bebió -. Supongo que no te refieres a pintar paredes.

  • No, no. Pinto cuadros. Los llevo a Madrid porque si tuviera que venderlos aquí me moriría de asco.

  • ¡Ah, vaya! – se pellizcó la barbilla -. Allí tengo un negocio de pinturas y barnices… pero no para Bellas Artes.

  • ¿Y has venido a vender aquí?

  • En absoluto – me miró absorto -; digamos que estoy aquí… de vacaciones.

  • Pues has elegido unos días y un pueblo muy aburrido, Agustín. No sé lo que buscas, pero aquí no hay nada. Bueno… hay cultivos y dos fábricas. Nada turístico ni bello que escribir.

  • ¿No? – me pareció insinuante -. Yo voy buscando la belleza por estos sitios así. Por donde, se supone, no hay nada que ver. Te olvidas de las personas.

Aspiré profundamente. Agustín sabía muy bien de lo que estaba hablando y las cosas parecían encajar. A Manu le había dicho algo sobre barnices y, sin embargo, estaba seguro de que no le había dicho nada de aquellas cosas de escribir o de buscar belleza. Hablaba de buscar belleza en las personas, no había duda.

  • ¿Tomas otra? – levantó su vaso vacío -. Invito yo.

  • ¡Gracias! No suelo beberme más de dos o tres… como mucho. En este pueblo tan aburrido, los días cortos de invierno se hacen interminables. Si pasara el tiempo bebiendo ya me habría vuelto un alcohólico.

  • Nooooo – levantó el pulgar -. Una cosa es beber unas cervezas y otra es emborracharse. Creo que los borrachos molestan a todo el mundo. A lo mejor es que me molestan demasiado y pienso que es así. Supongo que te echarían de casa.

  • ¿De casa? - reí -. No creo. Tengo mi rinconcito para pintar y leer y no molesto a nadie.

  • ¿Vives con tus…? - se calló - ¡Perdón! No quería meterme en tu vida.

  • No me importa. En un pueblo como este, si piensas tener una vida privada, lo tienes claro. Verás. Voy a decirte algo a ver si me equivoco. Esta misma tarde has estado aquí hablando con dos chicos.

Soltó el vaso y noté un gesto de temor disimulado.

  • ¿Lo ves? – bajé la voz -. En un pueblo pequeño se sabe todo. Y eso asusta.

  • Asusta – asintió -; sí que asusta. ¿Cómo sabes eso?

  • No es nada particular – intenté quitarle importancia -. Imagina que pasé por ahí hace media hora y te vi.

  • Ya, lo imagino, pero nadie se fija en alguien porque sí.

  • Depende, Agustín.

Me pareció aún más asustado y seguí hablándole.

  • Puede ser por varias cosas. Imagina que, al ser un extraño aquí, memoricé tu cara. Soy pintor. También podría ser porque… me recordaras a alguien. Lo más lógico… - le sonreí – es que te viera hablando con mis amigos.

  • Sí, es verdad – dijo no muy seguro -, pero lo último entonces no me cuadraría. Como bien dices, en un pueblecito como este todo se sabe. Yo sé que esos dos chicos no son tus amigos.

Fui entonces yo el que me sorprendí y traté de evitarlo bebiendo. Dejé el vaso sobre la barra y miré al frente sin decir nada.

  • Deduciendo – dijo -, como haría cualquier escritor, podría pensar que has visto a un desconocido y querías conocerlo.

  • O, quizá – respondí -, me gustó ese muñeco y le pregunté a Manu quién se lo había dado.

  • Tienes razón, Javi – trató de quitarle importancia al asunto -, tampoco hay que buscarle explicación a todas las cosas. Este es un tema curioso para escribirlo. Un chico entra en un bar, mira al fondo y memoriza la cara de otro chico. Luego lo saluda con un gesto y acaban hablando y bebiendo cervezas juntos porque los dos están muy solos. Es un tema poco creíble.

  • Puede – me encogí de hombros -, pero ha sido así más o menos…

  • No creo – respondió seguro -. Como bien sabes, y yo también lo sé, aquí es difícil ocultar tu vida a los demás. No quiero decir que sepa más de ti, pero sí he oído hablar «del pintor», es decir, de «uno que pinta», no varios. Si pintas… eres tú.

Me señaló con el índice apretando en mi pecho y creí que me iba a tragar todas las moscas del verano pasado. Agustín sabía algo de mí y me lo ocultaba. Estaba bien claro que yo no conocía a aquellos dos chicos nada más que de vista. Algo, sin embargo, le habían hablado de mí.

  • Las habladurías de siempre – dije - ¡Qué asco de pueblo!

Se acercó a mí disimuladamente y habló casi entre dientes.

  • Mejor hablar en tu casa, que no hay nadie ¿No crees?

Me asombraba todo lo que decía, pero si estaba pensando en lo mismo que yo, era mejor que nos fuéramos a casa.

  • Lo creo – dije -. No salgas del bar conmigo. No nos conocemos.

  • ¿Y a dónde voy?

  • Sígueme de lejos.

Llamé a Manu, le pagué mis cervezas y salí de allí sin despedirme de Agustín.

3 – Está aquí

Salí del bar asustado. Sin haber hablado de nada en especial con Agustín los dos sabíamos que había algo más que un encuentro casual en todo aquello. Temí que no me siguiera o que si me seguía muy de lejos no vería a dónde iba, sin embargo, no quería que nadie nos viese juntos y tenía que procurar que no entrase conmigo en casa. Al llegar a la primera esquina me volví con disimulo y lo vi caminar despacio.

Comencé a subir por mi calle aligerando y, al llegar a la puerta, saqué las llaves y miré a la esquina. Cuando yo entraba en la casa comenzaba él a subir. Me quité rápidamente el chaquetón y entré en mi estudio casi a oscuras para acercarme a la ventana. Entre los visillos no podía ver si venía subiendo, así que esperé allí un rato sin moverme y sin encender la luz. No pasaba por la ventana y miré el reloj angustiado. Quizá me había tomado por lo que no era, se había asustado y se quitó un problema de encima. Sí. Tenía que ser así. Había pasado demasiado tiempo y no pasaba por allí.

Me dejé caer en mi butacón y me puse a mirar mi biblioteca. «¡Qué iluso eres! – me dije -. Piensas que vas a encontrarte a cualquiera en el bar de este pueblucho, te lo vas a ligar y te lo vas a llevar a la cama en media hora. ¡Ya hay que tener fantasía!». Me levanté para encender la luz y tomé el libro de la mesa. Sabía que si iba al bar el día siguiente a las ocho, lo más probable sería que me lo encontrase allí… al que hacía muñequitos, al que escribía novelas de cosas bellas en pueblos sin atractivos.

Empujé mis zapatos con los pies y me dispuse a leer tranquilo. Sonaron unos aldabonazos en la puerta y me incorporé asustado ¿La vecina? Caminé despacio a la entrada y me asomé a la mirilla. ¡Era él! ¡Estaba allí!

Abrí la puerta con cuidado mientras que parecía que el corazón se me iba a salir por la boca. En la penumbra de la calle lo vi quieto con su maletín y quise echarme atrás para que pasase rápidamente.

  • Perdón – dijo - ¿Es usted Javi, el pintor?

  • Sí.

Casi no podía contestarle. Se me había secado la boca. Tiré aún más de la puerta y alcé la voz.

  • ¡Pase, pase! No le esperaba ya a esta hora. Perdone.

Entró mirando hacia los lados. Observó un par de cuadros que tenía colgados en la entrada y siguió hacia adentro. Cerré la puerta sin saber qué hacer.

  • ¿Esta sala encendida es tu estudio?

Se paró en la puerta y me acerqué a él para que entrase y encender más luces. Lo vi agacharse y dejar su maletín en el suelo, pasó al estudio y se echó en la pared. Poco después, pulsó el interruptor de la luz y nos quedamos con la poca luz que entraba por la ventana. Levantó el brazo, lo estiró y me cogió por el cuello. No necesitó tirar de mí. Me acerqué a él tembloroso, excitado en todos los sentidos, hasta poner mi mano en su cintura. Comenzamos a besarnos sin decir nada más. Me estaba matando. No recordaba la última vez que había tenido unos labios como aquellos sobre los míos. Nos unimos el uno al otro y nuestras manos comenzaron a recorrer nuestros cuerpos cada vez con más ansiedad.

  • ¡Me gustas, me gustas! – susurró -. Sí. Eres tú lo que buscaba. No me dejes.

  • ¿Dejarte?

Me separé de él asustado.

  • ¿Crees que voy a dejar a alguien como tú viviendo en un sitio así? Soy yo el que te pido que no me dejes. No sé si haces esto por mero placer.

  • También por placer, Javi, también. Ven a mí. Enséñame tu dormitorio, ¿no?

4 – Está dentro

Nos desnudamos lentamente y parando para besarnos de vez en cuando. Acarició mi rostro, luego mi pecho y puso su mano sobre mis calzoncillos.

  • ¡La tienes grande! – exclamó -. A lo mejor es demasiado grande y está desaprovechada. Me encantas. Creo que… «mi trabajo» ha terminado.

  • ¿Cómo? – me asusté - ¿Tu trabajo?

  • Sí, Javi – volvió a besarme -. Es un trabajo duro; muy duro. No puedes encontrar a alguien sincero en Madrid. La gente va de un lado para otro y ni se mira. Los maricones van a buscarte para un rato. ¿A que tú no eres así?

  • ¡No! – me enfadé - ¿Qué insinúas? Me gustaste antes de verte, ¿lo sabías? ¡Antes!

  • No lo sabía y no sé cómo – dijo -. De lo que estoy seguro es de que mi búsqueda de alguien a quien entregarme puede haber acabado. A eso le llamaba «mi trabajo».

Nos abrazamos y sentí ganas de llorar. Sus manos se movían por mi cuerpo como si me fuese modelando y las mías querían abrazarlo con todas mis fuerzas como si desease que nunca, jamás, se me escapase.

Acabamos totalmente desnudos en la cama. Su cuerpo era bastante moreno y algo delgado. Sus brazos eran fuertes. Sin embargo, lo que más seguía gustándome de él era su rostro. Quizá los dos habíamos encontrado aquella belleza que estábamos buscando.

Bajó besando todo mi cuerpo y lamiéndome hasta llegar a mi polla. Creí que iba a correrme antes de que me tocara.

  • ¡Espera, espera! – exclamé -. No quiero correrme tan pronto.

Me miró con aquella melancolía con la que había visto sus ojos por primera vez, abrió la boca, me la cogió con toda la mano caliente y comenzó a chupar despacio sin dejar de acariciarme con la otra mano. El tonto de pueblo en el que me había convertido se corrió en pocos segundos llenando su boca de mi leche hirviendo.

Se limpió en las sábanas, gateó hacia mí, me besó y se echó a mi lado.

  • Entiendo que te pase eso – dijo -. Si me hubiera tocado a mí tampoco hubiese durado dos segundos.

Me volví de espaldas a él y tiré de su cuerpo para pegarlo al mío.

  • ¡Métemela, Agustín! – le susurré -. Córrete cuando quieras. Deja algo tuyo dentro de mí para siempre.

Comenzó a penetrarme con suavidad y volví mi cara para besarnos.

  • No me vas a perder tan fácilmente – dijo -. El día que nos separemos será por culpa tuya.

  • Te quiero, Agustín. Fóllame, por favor; fóllame. No me importa que te vayas mañana. Fóllame ahora. Córrete. Con que seas feliz tú, lo seré yo.

  • No aguanto más ¡Me corro, me corro! Aquí me vas a tener mucho tiempo. Dentro, dentro. Aunque sea un extraño para ti.