El experimento (3)

Es el turno de otra apetecible madura. Los saberes de Martín siguen otorgándole ventajas.

Estaba viviendo un momento maravilloso con Claudia. Desde todo punto de vista.

Me excitaba esa mujer, maleable a mi antojo, siempre dispuesta a experimentar, totalmente entregada a mí. La verdad, mi estado de enamoramiento era de máximo nivel. Si las personas siempre vivieran en ese estado, la sociedad entera sería maravillosa.

Pero yo sabía que los enamoramientos eran pasajeros. Que detrás de mi gozo se escondía la necesidad de poder; que el placer consistía en tener una hembra descomunal totalmente entregada a sus hormonas y a mí.

Sabía que para sostener la pareja debía hacerla dependiente no solo de mi polla sino también económicamente y, de ser posible, de sus pasiones secretas más bajas.

Sexualmente Claudia aprendía rápido. Era una verdadera perra en celo que vivía con su raja húmeda todo el día. Su necesidad de sexo la hacía vestirse como una reina, a mi gusto. Claro que yo contribuía a ello alimentando su ropero con las prendas que a mí mas me calentaban. También enseñándole a usarlas, a maquillarse y a elegir su atuendo para cada momento del día.

Así, en las mañanas que podíamos despertar juntos, ella sabía que debía moverse siempre por la casa calzada con zapatos negros de fino tacón aguja. Me ponía a cien escuchar sus pasos desde la cama, cuando preparaba el desayuno para los dos. Por las mañanas se calzaba unos jeans ajustados que marcaban sus curvas y siempre, siempre, sandalias o zapatos de tacón.

La llegada de Lucía perturbó bastante nuestra rutina de amor. Yo no podía abandonar a mi insoportable y malcriada novia sin perder la excusa de estar cerca de su madre. Tampoco podía sentarla y explicarle la verdad, aunque –es increíble- Claudia estaba dispuesta a hacerlo.

Claro, yo sabía que Lucía me abandonaría en breve y se iría a vivir con un compañero de facultad con el que años más tarde se casaría. Pensar en eso siempre me arrancaba una sonrisa porque no podía más que sentir piedad por la mala fortuna de ese pobre infeliz que no sabía "la florcita" que se estaba llevando.

Una vez que Lucía se fuera, las cosas serían más fáciles. Peleada con su madre, Claudia y yo tendríamos más libertad. Pero hasta que eso sucediera debía contentarme con besar y magrear a Claudia a escondidas, propinándole soberbios polvos en cuanta oportunidad se daba.

Mientras tanto había que guardar las apariencias y en mi nueva vida de niño-adulto otras cosas sucedían.

Yo seguía viviendo en casa de mis padres. Ser menor de edad limitaba mi derecho legal al manejo del dinero y propiedades y, aunque Claudia era mi "testaferro" y mi "operadora", debía ser cauto para que no se diera cuenta de la totalidad de mis "habilidades" y del manejo que yo poseía por el simple hecho de recordar los eventos que sucederían.

Viviendo con mis padres estaba desde luego atado a su agenda social y también a algunos requerimientos que él me hacía para ayudarlo.

Mi padre era entonces un empresario de la industria metalúrgica y teníamos un buen pasar aunque no excepcional. Éramos, por decirlo de alguna manera, una familia de clase media acomodada.

Por sus actividades, mi padre tenía una nutrida agenda y de ella habían surgido algunas interesantes amistades que mi padre cultivaba con ahínco. Muchas veces yo acompañaba a mis padres a cenas o eventos en dónde era necesario mostrarse como una familia confiable y bien avenida. Por otra parte era así. Mi familia era una buena familia sin dramas ocultos y compuesta de buenas personas.

Entre las cosas que mi padre no cedía, pese a las libertades a las que me había hecho acreedor por mi buen desempeño académico, era la de obligarme a pasar una semana en la costa, en familia, durante las vacaciones de verano. Mis padres poseían un soberbio departamento en Punta del Este y mis obligaciones familiares incluían también un viaje de medio año al lugar para constatar que las cosas estuvieran bien durante el verano.

Bueno, tal era mi situación familiar y ahora les contaré cómo las cosas giraron en mi favor una vez más.

Un par de semanas antes de ese viaje de media estación, mi padre me avisó que debía acompañarlos a una cena que se celebraría en casa de otro poderoso industrial. El dueño de casa era socio de mi padre en algunos emprendimientos y habían cultivado cierta amistad a raíz de esa relación comercial.

Yo recordaba aquella cena y también al dueño de casa. Era un tal Rodríguez, hombre sesentón y de gustos caros aunque no muy refinado. El tipo se había hecho de abajo y cuadraba con la definición socialmente aceptada de "nuevo rico". Mi madre, por su parte, no lo toleraba mucho. La había escuchado muchas veces criticar su fama de "putañero" y sostenía la teoría de que Irma, la segunda esposa de Rodríguez, tenía antecedentes como bailarina de cabaret.

Ahora que lo rememoro no puedo dejar de preguntarme cómo mi madre, poco afecta a los cotilleos, había tomado contacto con esa versión. Pero seguramente eran corrillos de esos que suelen pulular en las charlas de sociedad y que siempre están sustentadas sobre una base de verdad.

Lo cierto es que cuando mi padre me dio la noticia de la fiesta, enseguida me acordé de haber asistido a ella y de cómo me había impresionado esa noche Irma Rodríguez. La verdad es que mi recuerdo de ella era de una mujer mucho más joven que su esposo –rondaría los 40- con un cuerpo excepcional y cuyo gusto por el buen vestir y las joyas eran algo recargados pero impactantes a los ojos de cualquier macho.

Inmediatamente supuse que Irma Rodríguez estaba con su marido por dependencia económica. Rodríguez era un tipo tosco y avejentado que seguramente no podía ser un artista del sexo.

Yo los conocía precisamente de algunos veranos en Punta del Este, donde las reuniones sociales de mis padres se prolongaban durante el verano. Mi padre solía jugar golf con Rodriguez y durante las noches era habitual que compartieran cenas y salidas. También poseían un departamento en el mismo edificio de mis padres.

En fin. Debía asistir a la cena y Claudia lo entendió bien. De todas formas la más afectada debía ser Lucía, mi pareja formal que se perdería la salida del sábado con su novio formal. Sin embargo Lucía no se hizo mucho drama al respecto. Seguramente saldría con su nuevo compañerito y futura víctima.

Pero recordé algo más de aquella cena. Siempre, durante años posteriores, había pensado que de buen grado hubiese cogido a Irma. Me daba morbo pensar en hacerla mi putita a escondidas de mis padres y de su marido. Siempre había creído que, de haberlo intentado, hubiese tenido éxito en esa empresa.

Mi seguridad no era total fantasía. Recordaba o creía recordar que durante algunos veranos Irma prestaba descuidada y medida atención a mi cuerpo bronceado y musculado. Claro, la señora debía ser cauta. Un desliz de su parte hubiera sido catastrófico y no iba jamás a arriesgarse a un avance. Por mi parte, mis 17 años y mi fuerte mandato social me impedían otra cosa que soñar con ella durante prolongadas masturbaciones solitarias.

Pero de aquella fiesta en particular recordaba un detalle que años siguientes me había perturbado. Recordaba que al llegar a casa de los Rodríguez esa noche, durante la ceremonia de los saludos iniciales, se había producido un leve distanciamiento entre mis padres y Rodriguez por un lado y la señora Irma y yo por otro.

Me explicaré mejor. Al cruzar la puerta, mis padres habían ingresado primero y saludado a la pareja anfitriona. Yo había quedado algo retrasado porque estaba cerrando el auto y entré unos segundos después a la casa. Claro, en esos segundos mis padres y Rodríguez habían ingresado ya al interior e Irma se había quedado en la puerta aguardando mi ingreso.

Esa circunstancial distancia entre ambos grupos –que era tan solo de unos metros pero que permitía un diálogo algo más íntimo- había generado una situación que yo recordaría siempre como un error de mi parte debido a la lentitud de mis reflejos.

La cuestión fue que al cruzar la puerta me encontré a Irma Rodriguez –espléndida en un ajustadísimo vestido plateado y sandalias de tacón- justo delante de mí, cerrandome el paso a la espera del protocolar beso de bienvenida pero a una distancia de esas que se suelen considerar como de "invasión del espacio corporal ajeno". Dicho de otra manera, y seguramente por accidente, sus paradas tetas quedaron a un centímetro de mi pecho. Nadie -tal vez solo yo- se percató de ese perturbador suceso. Lo cierto es que lo que sucedió fue peor aún para mí y me dejaría recuerdos por muchos años.

Irma Rodríguez me saludó con dos besos en la mejilla y luego alejó su cara para mirarme con unos ojos que según interpreté entonces destilaron un apenas perceptible brillo de lascivia. Simultáneamente me decía "Dios, que grande estás".

Parece mentira, ahora que lo cuento, que semejante estupidez motivara en mí una perturbación tan duradera. Supongo que fue algo combinado con su perfume, con la dureza de sus pezones, con su parada – sus monumentales piernas apenas separadas dejando para la imaginación el espacio que guardaba entre ellas-, no sé. Si sé que me reprocharía por muchos años no haber contestado algo imaginativo con la suficiente velocidad. Una frase que abriera la puerta haciéndole saber sutilmente que yo la había observado como hembra y que me hubiese encantado tratarla como a la verdadera zorrita que ambos sabíamos que era.

Bueno, con ese recuerdo me dispuse a reparar el error. Una vez más usé mi traje azul y esperé ansioso el momento.

Las cosas transcurrieron según las recordaba. Mis padres apurados, bajaron del auto y desde la vereda los vi ingresar a la mansión. Segundos después observé la monumental figura de Irma Rodriguez con sus piernas entreabiertas asomarse en mi espera.

Tal cuál lo recordaba, Irma Rodriguez invadió mi espacio corporal y esta vez, con mi experiencia acrecentada, comprobé que el brillo de lascivia no había sido producto de la imaginación calenturienta de un adolescente.

Otra vez, escuché las palabras: "Dios, que grande estás", pero esta vez estaba preparado. Me había preparado 70 años para ese momento.

Sin dudar contesté en voz muy medida y muy segura, acorde a las circunstancias: "Y vos Irma estás cada día más buena".

El efecto fue instantáneo. Irma se perturbó. Lo noté de inmediato. Era una mujer experimentada y se recompuso en una fracción de segundo. Sus labios dibujaron una sonrisa enigmática que mi cerebro tradujo a "Mirá vos este pendejo que no sabe con quien se mete, si me corre le voy a exprimir la pija hasta dejarlo seco".

Tan clara es la traducción. Irma Rodriguez era otra cuarentona suficiente y creída que seguramente, como Claudia en su momento, pretendía ser dueña de todas las situaciones.

El resto de la noche fue una inolvidable batalla de faroles. La seducción entre ambos, frenada por la presencia de los demás, era patente para los dos y se cortaba con cuchillo.

Cuando la velada terminó y llegó la hora de las despedidas, nuevamente me las arreglé para dar otro mensaje a sus oídos sin que nadie se percatara de ello: "Sos una hembra magnífica. Me calentás muchísimo". Y supe, estaba seguro, que esa noche Rodriguez recibiría en la cama un inmerecido premio debido exclusivamente a mis esfuerzos.

De regreso a casa pensé que era indudable que había impactado a Irma de tal manera que podría tumbarla en la primera oportunidad. Seguramente, como en su momento a Claudia, la había sorprendido, la había superado en un juego en el que creían tener ventaja. Por mi parte estaba satisfecho.

Sin embargo, también sabía que la oportunidad no sería fácil de generar: ¿Qué excusa me permitiría tener tiempo a solas con Irma Rodriguez? No tenía respuesta a ese problema. En fin, en cierta forma, pasara algo o no pasara nada, me había reivindicado conmigo mismo y aunque era pobre consuelo, opté por aceptarlo como bueno

Pero claro, si bien era evidente que mis actos habían contribuido desde mi llegada a modificar pequeños detalles de mi pasado, no tenía mecanismos para evaluar el alcance de dichos cambios. Faltaba, sin saberlo yo, muy poco para ser sorprendido gratamente.

Dos semanas después marché a Punta del Este a verificar el mantenimiento del departamento de verano. Les he dicho que era un lugar magnífico. Un piso con vista al mar muy bien amueblado y funcional para su uso social veraniego.

Me había sido imposible viajar con Claudia porque hubiese descubierto nuestro juego ante sus hijos. Lo correcto hubiera sido invitar a Lucía, pero evité hacerlo y ella no hizo escándalo dado que ya estaba corneándome con el pobre infeliz de la facultad.

Mi sorpresa fue mayúscula cuando una tarde, al regresar al departamento, me encontré con el matrimonio Rodríguez saliendo del edificio.

Inmediatamente, aunque con disimulo, me fije en Irma y una vez más me sorprendió lo buena que estaba esa mujer. Hacía frío y tenía sus vaqueros ajustados metidos en unas hermosas botas negras de puntita y fino tacón. Lucía un gruesa polera negra y una campera. Estaba increíblemente buena.

Nos saludamos afectuosamente y noté de nuevo el brillo en su mirada. Rodríguez estaba contento de verme. Luego de explicarles los motivos de mi estancia en Punta del Este, el viejo me invitó una copa esa noche en su departamento.

Ya en mi casa me di cuenta de que esa era la oportunidad. En algún momento de esos días, Irma iba a ser tumbada por mí. Era evidente. Yo lo sabía, pero lo mejor es que ella también lo sabía. Estaba seguro de eso.

Esa noche fue tranquila. Con Rodríguez bebimos un whisky y yo tuve que soportar que me hablara de su empresa y de negocios. Claro, el tipo no podía suponer que en una década más las privatizaciones y la apertura comercial iban a dejarlo en bancarrota. Pero no iba a ser yo quien le aguara la autoestima.

Mientras tanto, Irma deambulaba por las habitaciones. Sentía el taconeo de sus botas y mi polla se encendía de solo pensar que iba a traspasarla en breve, al menor descuido de su esposo.

Rodríguez me contó que aprovechaba su estancia en Punta del Este para jugar al golf durante las mañanas. "Es bueno para el corazón", me dijo. También me contó que si bien el médico le permitía dos horas, el nunca jugaba menos de cuatro. "Es imposible jugar menos de cuatro horas". Yo pensé que con ese idiota Irma estaba muy cerca de convertirse en una muy apetecible y rica viuda.

Inocentemente pregunté si valía la pena madrugar para ir al golf en lugar de aprovechar un par de horas más en la cama. Irma, que en ese momento arreglaba unas copas detrás de su marido clavó su mirada en mí cuando escuchó mi pregunta. Era toda una zorra.

Ignorante de todo, Rodríguez me dijo "no, que va. Me levanto a las 7 como siempre y a las 8 ya estamos jugando con unos amigos uruguayos. Hasta las doce, por lo menos, no paramos".

Me había dado la clave. Para asegurármela, Irma se encargó de pasar su chivo: "Yo sí me quedo en la cama hasta por lo menos las 10, después preparo el almuerzo".

Ya estaba. La cita era al otro día de 8 a 12. Tiempo más que suficiente para someter a la perra.

Esa noche tuve que reprimir las ganas de pajearme y la ansiedad retrasó mi sueño. Antes de las 7 ya estaba arriba y vigilaba desde la ventana la partida del auto de Rodríguez.

El tipo resultó ser un reloj. Siete y media salió su auto y decidí esperar unos minutos para descartar un accidental regreso. Mientras hacía eso, me duché para la guerra.

Cómo cuando lo de Claudia, me sentía muy tranquilo cuando llamé a la puerta departamento de los Rodríguez. Esperé un par de minutos, lo normal supuse, dado que Irma seguramente estaría en la cama sin conocer la exacta hora de mi llegada.

Pero era muy putita y zorra. No me abrió, como yo pensaba, en salto de cama. En lugar de eso vestía un ligero vestido muy ajustado, estaba maquillada y tenía puestos unos espléndidos zapatos negros de tacón. La muy perra se había arreglado para mí. Pese a eso, se tomó un minuto para fingir sorpresa. Primero preguntó, antes de abrir, quien era el que tocaba. ¿Quién podía ser? Ella ya lo sabía pero pretendía jugar a la señora sorprendida.

Sin embargo, como dije, su atuendo la desmentía. Cuando abrió la puerta y entré, ella que pretendía jugar a la sorpresa de mi visita se vió sorprendida cuando sin mediar palabra la tomé de la cintura y busqué sus labios con pasión.

"Esperá. ¿Qué estás haciendo?" Se quejó con pretendida convicción.

Yo no le hice caso. Mis manos ya tomaban con fuerza s culo y sus pezones erectos casi me taladraron al chocar con mi pecho.

Ella no forcejeó y su lengua buscó la mía. "Te dije que eras una hembra que me calentaba mucho" Y ella no se cortó "Vos también a mí pendejo, necesito pija y vos me la vas a dar"

Con ese comienzo imaginen lo que siguió. Prácticamente me arrancó la ropa y me arrastró a la cama, con las sábanas aún calientes por haber dormido allí con su marido.

Mientras le chupaba la concha en mi cabeza se dibujaba la imagen de ella parada en la puerta de su casa, con las piernas entreabiertas e invitantes.

La zorra gemía sin parar, su flujo orgásmico caía en mi boca como si fuese una canilla abierta. Yo bebía y sentía mi pija reventar.

Después me tocó el turno, me la chupaba despacio, con toda la lengua y en todas sus partes. Descansaba de sus orgasmos pero me mantenía caliente con un ritmo pausado que evitaba mi derrame. De a ratos cesaba con la lengua y me pajeaba lentamente, diciéndome al oído que qué me creía, que era un pendejo insolente, que para satisfacerla a ella había que ser bien macho; que su marido era un imbécil de dinero, que si me portaba bien con ella me haría el favor de ser mi amante y enseñarme lo que jamás pensé que existiera.

En un momento de extrema calentura, el teléfono de la mesa de luz sonó y ella, con una mano levantó el tubo sin dejar de masturbarme con la otra.

"Si mi amor…no, aún estaba en la cama. Bueno, claro que no hay problema en que almuerces en el club…No comas mucha sal…Sí claro que te amo."

Era una locura. En toda la charla la zorra no dejó de pajearme. Mi esfuerzo por no acabar era conmovedor. Pero ya debía hacerla mía.

Quité su mano y ella se acuclilló sobre mi fierro, se lo introdujo y comenzó a cabalgarme sin dejar de gemir desde el primer momento. Era una zorra sin fin. Una perfecta máquina de coger.

Yo tuve que hacer un ejercicio de abstracción profunda. Quería prolongar el momento hasta horas si era posible. Así que me puse a pensar en la cancha de Boca; en anotarme en un curso de tarjetería española…no, mejor tarjetería no, con esta demoledora de pollas mejor sería anotarme en un seminario de yoga…no sé… algo así.

Mi pija no deba mas, tenía que aguantar, pensé en Lucía y esa imagen me dio unos segundos de bonus. Al fin creí llegado mi turno. Esa puta me estaba doblegando. Ahora la trabajosa seducción de Claudia me parecía un juego infantil comparado con lo que Irma proponía.

Decidí ir por todo. Si no dominaba la situación, si no lograba domar a la perra, entonces mi juego no era válido.

La levanté para desacoplarla y rápidamente me coloqué detrás de ella. Toda su raja estaba bañada de flujos. Creo que no se dio cuenta de mis intenciones y por eso, en un momento de debilidad se dejó llevar. La tenía frente a mí, en cuatro patas y con el culo en pompa. Mi fierro estaba como no recordaba haberlo visto jamás. Fue un instante, tan solo apuntar y mi polla se enterró profundo en su culo. Un grito mezcla de placer y dolor surcó la habitación.

¡Hijo de puta!, me gritó. ¡Me estás partiendo el culo!

Por un momento pensé que reaccionaría mal, pero en lugar de eso comenzó a zarandear los glúteos para aprovechar al máximo el roce de mi pija. Imagínense mirando la escena: la perra gimiente, en cuatro patas, aún con sus zapatos puestos y la pija enterrada hasta el estómago, sus ojos desorbitados por el placentero dolor.

Eso fue suficiente, mi alarido al acabar debió haber despertado hasta a los porteros.

Aún seguí bombeándola un largo periodo como esos gángsters de las películas que siguen disparando sus Thompson de cargador circular sobre los cuerpos recontra muertos de sus enemigos. Recién después de eso me tumbé a su lado y comprobé que le había ganado. Su rostro estaba pleno, sudoroso y agotado.

El tiempo esa mañana pasó volando. Mi juvenil capacidad de recuperación no le dio tregua alguna. La cogí en el piso, en la mesada y en la ducha. Incluso al despedirme, cerca de las 13, volví a cogerla ya vestida sobre la mesa del living.

Esa noche no tuve novedades de los Rodríguez. Sí al otro día, cuando desde mi ventana los ví dirigirse al auto y note que ella caminaba con cierta dificultad con su culo roto a cuestas.

Todavía me quedó una más de Irma Rodríguez esa estancia en Punta del Este. Dos noches después, cuando yo me aprestaba a acostarme pasada la medianoche, sentí que llamaban a mi puerta. Era Irma, esta vez desnuda, solo cubierta con un salto de cama y altas sandalias sin talón. La perra era muy audaz. Había administrado un somnífero de caballo a su marido porque estaba desesperada por despedirse de mi pija antes de su regreso.

Me la cogí sin respeto, como a una puta y una perra. Ella estaba entregada y caliente. Se notaba que le gustaba ser dominada sexualmente. Le quité la bata y se la enterré inclinándola hacia delante, sobre la mesa, sosteniendo su cuello con mi mano.. La insultaba y la rebajaba sin piedad, pero ella sólo gemía y gozaba orgasmos continuos. Luego la hinque y la obligue a dejarme la pija reluciente con su boca.

Cuando la despedí, ella se marchó tambaleante hacia el ascensor, su paso inseguro la hacía parecer alcoholizada. Esa hembra era mucha hembra. Me juré que esto recién comenzaba.

(Continuará)