El examen

Vigilar un examen resulta aburrido. Lo mejor es dejar correr la imaginación, como en un sueño. Aunque hay veces que los sueños se convierten en realidad.

EL EXAMEN

Jacinto alargaba el cuello intentando mirar por encima del hombro de Sonia, así que he decidido levantarme para controlar mejor los movimientos subterráneos que se desarrollan durante los exámenes. Apoyado en el muro posterior del aula me he entretenido contemplando las espaldas de los chicos y las chicas que se esforzaban en sacar a relucir sus habilidades lingüísticas. Tres pupitres más adelante, Ander respondía tranquilamente a las cuestiones suscitadas en la hoja. Mi vista ha recorrido cálidamente su bella espalda, sus hombros fuertes, aún pequeños, su pelo largo y liso, no tan rubio como en verano, que escondía un cuello suculentamente tierno. Por la posición, un poco adelantada, podía descubrir una pequeña porción de sus calzoncillos color carne, con el elástico blanco. Más abajo se encontraba el paraíso.

Ander es un chico inquieto, curioso, de mirada profunda e intrigante Goza de un sentido del humor particular, algo irreverente y burlón, y de una sonrisa contagiosa que exhibe casi permanente. Le encanta resultar imprevisible, y se esfuerza en desconcertar, tanto a sus compañeros como a los profesores. Y nunca, jamás, levanta la mano para preguntar. Haciendo gala de una incontinencia verbal casi enfermiza, pregunta lo que quiere o comenta lo que le da la gana en el momento en que se le ocurre, por lo que a menudo recibe castigos que no consiguen enmendar su perversa costumbre. La mayor parte de las veces su comentario o pregunta resulta de lo más pertinente, pero de vez en cuando sorprende porque siempre camina un paso más allá y plantea cuestiones que sus compañeros no entienden porque son más elementales. Todo ello ha contribuido a darle una fama de intelectual y de rarillo y, aunque no es un marginado, se relaciona con cierta dificultad y cuenta con pocos amigos. Con los adultos ocurre diferente. Sabe mantener el pulso de una conversación elevada y argumenta y saca conclusiones con notable habilidad. Tiene un cuerpo muy bello pero algo pequeño, como si esperase su turno para crecer. Ello hace que parezca menor de lo que realmente es, pero ningún complejo atribula su inteligencia despierta. Se mete por cualquier hueco para escuchar conversaciones intimas, es bueno en los deportes incluido el baloncesto, goza de una elasticidad sorprendente y es un lector compulsivo: lee todo lo que le cae en las manos, y basta que alguien comente que tal lectura no es apropiada para su edad para que la consiga por cualquier método y, una vez concluida, exhiba ante el adulto apropiado su valoración personal. Su actividad favorita, en lo que al ejercicio físico se refiere, no es propiamente un deporte. Es un gran practicante de parkour, la técnica del desplazamiento por el medio urbano sorteando todo tipo de obstáculos (muros, verjas, fosas...) mediante escaladas, deslizamientos, pero sobretodo saltos, sin usar ningún elemento artificial. Puede realizar también mortales sobre el suelo y, como es lógico, su constitución refleja ese enorme potencial físico mediante una musculatura armoniosa, aunque el tamaño del cuerpo sea poco considerable.

Yo lo quiero de una forma especial, en primer lugar porque transmite mucha alegría y es un conversador imparable, y en segundo lugar porque su madre es muy amiga mía desde antes de que él naciera. Reconozco que durante su primera infancia lo miré desde la distancia, huyendo incluso a veces de la incesante batería de preguntas que afloraba continuamente. Sin embargo, cuando él tenía nueve años Cristina, su madre, se separó traumáticamente de su marido, y mis deberes de amigo de verdad me empujaron a ofrecerle mi apoyo, que ella aceptó de buena gana y casi abusivamente. Aquél verano me comentó que sospechaba que su hijo necesitaba la proximidad de un adulto masculino, un padre, vaya, pero que el propio no podía desempeñar su función porque utilizaba los ratos que compartía con su hijo para desprestigiar a su madre, con lo cual el chaval comenzaba a manifestar aversión hacia su progenitor. Cristina me pidió que pasara unos días de agosto con ellos, en su chalé de la playa, y así fue cómo descubrí la personalidad tan interesante del menor. Le enseñé a escalar y a rapelar, nos fuimos de excursión, respondí a su serie interminable de preguntas y pasé largos ratos jugando con él en la piscina. Ya le encantaba saltar, por lo que me pedía cientos de veces que fuera su trampolín. Se subía a mis hombros y se proyectaba sobre el agua, no sin realizar antes un mortal o más. Una tarde descubrió una nueva forma de impelerse: se sentaba en mis manos y yo lo lanzaba hacia arriba. Él aterrizaba sobre la lámina líquida con habilidad, pero sospeché algo enfermizo cuando insistió en repetir demasiadas veces ese lanzamiento, ya que no era precisamente el más espectacular y sí en cambio el más cansado. Cuando quise descansar él insistió, a lo que yo insinué:

-Tú lo que quieres es que te toquen el culo.

A lo que él respondió con toda naturalidad:

-Pues claro.

Y como si aquello hubiera constituido una confesión, inició una etapa de roces mucho más directos, casi desvergonzados, a la par que cambió el tema de sus preguntas, decantándose hacia el sexo.

He iniciado una panorámica por el mar de cabezas concentradas en el papel y he observado que, curiosamente, la de Ander destacaba por encima de las demás, siendo él , seguramente, el más bajito. Me he acercado y he observado que había doblado una pierna y se había sentado sobre ella, con lo cual su trasero aparecía mucho más asequible, redondo, bien proporcionado, aunque pequeño. De su cintura surgían amplitudes exuberantes hasta llegar a unos hombros esbeltos aunque canijos. Ya no es ese niño travieso y preguntón, ahora es un bello adolescente que es consciente de que su belleza y su simpatía le abren muchas puertas. Me he situado tras su cuerpo turbador y he comenzado a soñar.

Me parece que ha notado mi presencia, porque ha levantado impúdicamente el culo como si me lo ofreciera. No escribía, creo que repasaba los ejercicios. Sus chándal de talla reducida pero relleno de carne apetecible modelaba las nalgas algo prietas, con lo que la rendija que las separa sugería una senda aún no muy concurrida. Sin poder contenerme, he avanzado hacia él y le he acariciado el pelo. No se ha inmutado, ni siquiera me ha mirado. Tenía la certeza de que era yo. Le he separado el pelo para dejar al descubierto su cuello sensual. Me ha parecido un portento de suavidad, y él se ha estirado un poco al contacto de mis caricias. Los demás seguían cada uno a lo suyo. He acercado mi boca para besar esa preciosa columna y me ha llegado su perfume singular, mezcla de juventud , higiene y frescura. Como anunciando un deseo irreductible, Ander se ha alzado levemente y ha echado el culo hacia atrás. Mi mano derecha se ha aventurado hacia ese terreno, ha vencido el obstáculo de la tela elástica y ha tomado posesión del rincón preferido. Contrastaba la terneza del orificio con la dureza atlética de las nalgas, que se apretaban contra mi mano ahora que se habían separado de la tela. Mi mano izquierda se ha independizado para rodear, con un abrazo, la viril cintura del muchacho. Los dedos han buscado el paquete y lo han acariciado. La incursión que han iniciado entonces ha producido sus éxitos: la polla del chaval, no muy grande, ofrecía una rigidez que despejaba cualquier duda sobre su estado de excitación. Quería abandonar este placentero contacto para arremeter contra el cordón de la cintura, pero la mano del chaval se ha adelantado. Mucho más acostumbrado, nada ha tardado en aflojarlo y desabrocharlo. El elástico se ha visto asaltado ahora desde delante, y mi mano ha notado el tacto aterciopelado de su vientre, hasta que una humedad clarificadora ha impregnado las yemas de mis dedos. En seguida me los he llevado a la boca, y Ander ha observado mi gesto de reojo pero sonriendo. Se ha decantado un poco más a la izquierda y he podido liberar de cobertura un fragmento considerable de carne. Casi todo su culo incitante estaba al aire, y mi polla enardecida pugnaba por manifestarse. Antes debía cumplir con las obligaciones rituales que los clásicos establecieron. Me he arrodillado y le he tributado una espléndida chupada en el ano. Su cremosidad y voluptuosidad no me han sorprendido: no podía ser de otra manera. Lo que me ha chocado ha sido la pequeñez de todos sus atributos: separaba las nalgas y me cabían perfectamente en la mano, aunque luchaban por cerrarse de nuevo y esconder el altar que atesoraban. Mi lengua trabajaba diligentemente, esclava inconsciente de unas sensaciones tremendamente deleitosas. Si aflojaba las manos notaba la tersura de los cachetes apretarse contra mis mejillas, cosa que me elevaba el ánimo enormemente. El diminuto orificio se ha ensanchado en un prodigio de ternura, y constatando que no quedaba mucho tiempo para que sonara la campana, he liberado mi polla, he escupido abundantemente sobre el capullo y me he dispuesto a entrar. Mi vista se regocijaba con el contraste entre la amplitud de su espalda y la estrechez de su culo, pero estaba decidido a asumir el papel que el destino me ha otorgado y a realizar la proeza imposible. El silencio reinaba a nuestro alrededor; la ceremonia debía comenzar. La buena lubricación ha facilitado la entrada de la cabeza, y Ander, no sé si dolorido o agradecido, ha echado el culo hacia atrás animando al empuje. No lo he decepcionado. Me he metido poco a poco, saboreando cada centímetro pero pendiente al mismo tiempo de la reacción del chaval. Estaba tenso pero no se ha quejado. Llegado al final de la carrera, me he relajado y he bajado el tronco para besar su espalda y su pescuezo, descubierto debido a la separación de su largo pelo. Y sin prisa pero sin pausas he retrocedido para avanzar de nuevo. A los pocos segundos el vaivén era indescriptible, plagado de percepciones fascinantes. El recto del muchacho se ha acomodado a mi presencia entrometida y me ha acogido con agasajos y roces exquisitos. La ternura -pensaba- es altamente perniciosa para el sentido común. Yo gozaba hasta el paroxismo, pero Ander, curiosamente discreto, reprimía gemidos y suspiros, quizá por culpa del escenario impropio para esta trascendental ceremonia de iniciación. Tan solo exhibía un jadeo contenido, concentrando toda su sensibilidad en el receptáculo. Yo bendecía la hora en que ese extraordinario muchacho se había cruzado en mi camino mientras agradecía a la parte más vigorosa de mi cuerpo su ardor y sensibilidad.

-Profe, no entiendo el ejercicio número cinco.

La voz grave de David, el pasota de la clase, me ha regresado a la realidad. Desconcertado, le he explicado el enunciado y me he recompuesto rápidamente. Mis pantalones apenas podían dar cobijo al monstruo que se hinchaba entre mis piernas, pero él no lo ha notado. He alzado la vista de mi bragueta y he descubierto que, como en mi sueño, Ander se había alzado levemente dejando el culo en pompa. Estaba repasando sus respuestas. Esta visión ha comprometido aún más mi erección y he decidido airearme un poco paseando entre los pupitres. Pero no podía quitarle ojo a mi amiguito. Él ha alzado la testa sólo una vez y me ha mirado. A mi gesto inquiridor ha respondido con un movimiento de la cabeza. Y se ha sentado tranquilamente. El resto del tiempo lo ha pasado acariciándose impúdicamente el pequeño bulto que sobresalía de su bragueta, sin dejar de mirar hacia el papel del examen. Algunas veces agarraba ese bulto con los dos dedos, como haciendo una pinza. Otras veces con la yema recorría la tela acariciando con voluptuosidad el pliegue de la ropa. Yo, excitado en extremo, no podía apartar la vista de su regazo y de las operaciones que allí se desarrollaban. Pero pasado un rato, sin dejar de acariciarse, Ander ha tachado las respuestas de todo un ejercicio y ha puesto cara de decepción. Me he colocado justo detrás de él por si podía descubrir cuál había sido el error que pretendía enmendar. Y antes de poder leer ni una palabra, de forma absolutamente insospechada, el muchacho se ha levantado al mismo tiempo que se giraba, seguro que podía encontrarme hacia la parte posterior de la clase, de tal forma que su mejilla ha chocado contra mí por la parte que presentaba más dureza. Avergonzado, me he retirado, pero el chico prestaba atención a su examen, y luego de una pícara sonrisa ha efectuado su consulta. He mirado el reloj. Si no se apresuraba no podría responder convenientemente la cuestión. Se ha puesto a escribir a toda prisa sin dejar de toquetearse desvergonzadamente. Y cuando ha sonado la campana me ha pedido un minuto más. Evidentemente, se lo he concedido. Todos sus compañeros han salido precipitadamente hacia el recreo, después de dejar sobre la mesa sus hojas. Ander no ha necesitado más tiempo del solicitado, y una vez acabado, se ha dirigido hacia la mesa donde yo lo aguardaba. Ha dejado la hoja y me ha mirado a los ojos, como esperando algún comentario. Aún se marcaba un bulto en el centro de su cuerpecito.

-¿Ha ido bien?

-Bueno... Para aprobar...

-Oye, lo que desde luego no te puedo permitir es que te pases el examen tocándote...

Me ha cortado con una sonrisa pícara.

-...tocándome la polla, ¿no?

-Eso.

-¡Pues anda que tú...! ¿Puedes decirme contra qué he chocado? Sólo sé que era una parte muy dura.

-Creo que no lo has interpretado bien. Tú, en cambio, te estabas pajeando descaradamente...

-Es que llevo una calentura... Y ésta -ha señalado hacia el paquete- que parece que tenga vida propia... ¿Quieres verlo?

Ya se había desabrochado el cordón de la cintura y forzaba el elástico.

-Oye, ¡no te pases!

-No pasa nada -me ha mostrado una polla no muy grande pero preciosa-. ¿La ves? Se pasa la mayor parte del tiempo tiesa.

La falta de prevención me ha delatado. Sin poderlo evitar y sin dejar de observar el troncho rígido y el glande amenazador me he relamido. Después de observarme, el muchacho no ha tardado en sacar sus consecuencias. Ha mirado hacia mi delantera y la ha tocado.

-¡Tú también la tienes dura! ¡Déjamela ver!

He mirado hacia la izquierda. La puerta estaba cerrada, pero la ventanilla de cristal transparente permitía el espionaje espontáneo. Mientras tanto, el chaval me estaba bajando la cremallera.

-¿Quieres que te la chupe?

-¿Te has vuelto loco?

-¿No tienes llave? Dámela.

Sin pensarlo demasiado me he sacado la llave del bolsillo y se la he entregado. Ha cerrado la puerta del aula y se ha vuelto a mirarme. Luego se ha dirigido hacia el lateral, junto al armario, él único rincón que no se puede divisar desde la mirilla. Se ha apoyado en la pared y se ha comenzado a masturbar.

-¿No vienes?

Me he acercado. He sentido como si no me pudiera negar. Una vez a su lado, me la he sacado. Apuntaba hacia el techo.

-¡Vaya pollón! Yo, algún día, la voy a tener como tú.

-Cuando crezcas.

-¡Sí, al ritmo que voy! ¡Como no pegue un tirón a los dieciséis!

-Eres pequeño pero muy guapo.

-Pequeño no, bajito -ha corregido sin cesar de tocarse.

-Bajito pero bien proporcionado. Tienes un cuerpo muy atlético.

-¿Te has fijado en mí? ¿Te gusto?

-Hace años que te conozco. Te tengo muy visto.

-Yo también me he fijado en ti. ¿Quieres que te la chupe?

-¿Necesitas un permiso por escrito?

-Claro que no.

Se ha puesto a lamerla suavemente, como si pretendiera prepararla. He sentido un enorme escalofrío que me ha empujado a agarrarlo del cogote y a abrazarlo contra mi sexo. Cuando se ha liberado, me ha bajado los pantalones un trecho. Luego se la ha zampado con actitud orgullosa. Más de la mitad del tallo ha desaparecido dentro de su garganta. Entraba y salía, y la lengua rodeaba cariñosamente el glande. De vez en cuando la dentadura me rozaba sin querer.

-Tienes que cuidar de mantener los dientes separados.

-Vale. ¿Te gusta?

Ha captado de inmediato la técnica de la mandíbula abierta. Sus ojos emitían refulgencias jocosas: estaba disfrutando y era consciente de que hacía disfrutar. Después he sido yo quien ha querido acoger la fragancia de su rigidez espectacular mediante el sentido del gusto. He acercado un pupitre, le he obligado a sentarse con el chándal parcialmente bajado y he engullido toda su carne rebosante de ternura. Su polla era hermosa, gruesa y recta, con el capullo redondo y llamativo, brillante de excitación. Sus huevos, sin apenas vello, testimoniaban su autonomía recogidos en unas bolsas suaves y tersas. Con esfuerzo he podido contener toda esa carne jugosa de una vez: el glande perturbando la tranquilidad de la úvula, el tallo abrazado cariñosamente entre lengua y paladar, los testículos cerca de los labios.

-¡Joder! Está buena, ¿verdad? -ha murmurado el muchacho entre suspiros-. No es muy grande, pero está muy dura...

Sin dejar de gozar del manjar, he tirado del chándal por la pierna izquierda. Los muslos, musculosos, flanqueaban la riqueza más atractiva.

-¿Qué haces?

-Fíjate. En esta posición está todo al alcance...

Lo ha comprendido rápidamente. Sólo notar que sus huevecillos desparecían en mi garganta ha exteriorizado un escalofrío y se ha agarrado a mi pelo. Luego ha alzado ambas piernas para dejar al descubierto la belleza recóndita de su hoyo. Me he abalanzado a lamerlo, descubriendo inmediatamente que mi sueño resultaba premonitorio. La ternura de esas fibras rebosaba exquisitez. Mi lengua lamía y al mismo tiempo se aferraba, alimentándose enardecida. Unos segundos abandonaba la entrada para buscar los huevos, cercanos, que se dispersaban en el interior de la boca bajo el empuje absorbente de la lengua. Seguidamente me alzaba un poco para buscar la punta de la flecha que señalaba el techo. El miembro, terriblemente candente, se pegaba al vientre y tenía que acercarlo a la boca con lengüetazos de reptil. Lo masajeaba un rato en la garganta y luego regresaba al orificio, que cálido y paciente aguardaba su homenaje.

-¡Joder! ¡Joder, joder, joder...! -sólo acertaba a decir el chico, con los ojos cerrados y el culo bien abierto.

De reojo he escudriñado el reloj. Faltaban dos minutos para la campana. O una corrida rápida o la frustración. No había tiempo para nada más. Me he zampado completo todo su apéndice y mientras tanto, como quien no quiere la cosa, le he metido dos dedos en el hoyo. Se han deslizado fácilmente, como si fueran usuarios aventajados de tan relajante túnel. Él jadeaba violentamente, y tan sólo emitía algún “joder” entrecortado en medio de su respiración cansada. He esperado a notar que se avecinaba su clímax para escupir violentamente mi semen bajo el pupitre, en medio de un bálsamo de placer tan interno como externo, tan instintivo como sensitivo.

-Vamos -he apresurado-, está apunto de sonar la campana.

Nos hemos vestido con urgencia y nos hemos acercado a la puerta. La campana se ha retrasado unos segundos. Mientras estábamos expectantes he buscado su mirada. Espontáneamente mi mano se ha posado sobre su pelo, liso pero algo alborotado. Y también sin pensarlo, con la mano izquierda en la llave, he besado su boca deliciosa tan solo uno segundos; los suficientes para notar que su lengua maniobraba de forma correcta para obtener el placer del intercambio de fluidos.

-Esta tarde mi madre no está -ha gritado desde el otro extremo del pasillo-. Te espero en la puerta a las cinco y media.

Los alumnos más jóvenes empezaban a transitar por los corredores.

-En la puerta del cole -ha añadido por si no había quedado claro.