El espartano
Esparta, antigua ciudad helena, paradigma de la fuerza y de la virilidad.
Piedra y mármol, piedra y mármol Todo en ésta maldita ciudad es piedra y mármol. Y guerra. No podemos olvidarnos de la guerra. Si no fuera por ella, Esparta no pasaría de ser una ciudad mediocre en un mundo demasiado grande para sus aires de imperio. Ésa es la principal exportación de Esparta. Guerra. Y nosotros, los espartanos, somos lacayos de la Guerra, hijos de Ares, mercaderes de la Muerte. Todo eso somos y un poco más. Nuestra vida es la Guerra. Nuestra muerte, seguramente, también.
Afortunadamente, hasta nuevo aviso, estamos en paz con el resto del mundo. Hemos conseguido buenos tratados con Megara, Corinto y Creta; Atenas nos mira con una muestra de recelo, respeto y temor, y con ella, toda la Liga de Delos. En toda Grecia, la simple mención de Esparta arranca escalofríos al más valiente. Desde Iberia a Asia Menor, desde Ampurias a Troya, la sombra de la guerra cubre con tétrica figura el mapa del mundo conocido. Y en medio de esa sombra, escrito en grandes letras rojas, un nombre: Esparta.
Por la noche, las calles de Esparta son como cabría esperar. Oscuras y solitarias. Una vieja puta ofrece su cuerpo marchito a todo aquél que pueda y quiera pagar una miseria por desahogo. La antorcha cuyo fuego soporta estoicamente el envite del frío viento que viene de las altas tierras del norte, ilumina débilmente las curvas de la fulana, demostrando que tampoco tiene nada bueno para ofrecerme. Prefiero a Laís.
¡Laís, oh Laís! Mientras mis pasos reverberan en las paredes de piedra y mármol, siempre piedra y mármol, voy recordando el cuerpo de mi prometida. Laís Hasta su nombre deja un sabor dulce en los labios cuando se pronuncia. Laís... letras que juegan con la lengua... lengua que juega con la lengua... ¡Porque cómo besa Laís! Es como besar a la mismísima diosa Afrodita. Si no fuera por el recuerdo de sus besos, no podría aguantar estas largas noches de vigilancia por las duras calles, cuyo ambiente invita a todo menos a permanecer en ellas y, mucho menos, a transitarlas.
Siempre me sorprende el alba pensando en el cuerpo de Laís. Como ahora. El carro de Helios se eleva sobre las islas Cícladas desparramando sus rayos luminosos por las calles de la ciudad. La luz del sol golpea y se refleja en mi armadura, estampando una danza lumínica en la pared de una de esas malditas casas de piedra y mármol. Acompañando a la noche, mi turno muere con la mañana. Es hora de volver al puesto de guardia, dormir, y luego, con suerte, verme con Laís.
Ya era hora de que volvieras, Eutias.- La voz delirante y ronca de Andrómaco llena el puesto en cuanto entro.
¿A qué viene esa prisa? ¿Tenías ganas de verme?- Me río sonoramente imaginándome a Andrómaco loco por mis huesos.
Tienes visita, idiota. La he mandado a tu habitación, allí te estará esperando.
Mi risa muere apuñalada por la sorpresa. ¿Una visita? "La he mandado..." Una mujer. Una mujer visitándome...
¿Laís?
Sí, sí, eso era. Ése era el nombre que me ha dicho. Hará una décima parte del recorrido del carro de Helios que ha venido.
No siquiera le oigo terminar la frase. Mis piernas vuelan por el pasillo de mármol del puesto. Laís está aquí y es lo único que me importa. Sombras de Guerra, callejones oscuros, personajes tenebrosos que acechan en cada esquina todo eso ha dejado de existir ahora que sé que Laís ha venido a verme. Entro en mis dependencias ladeando la cortina y allí la veo. Echada sobre las mantas que alfombraban el desorden de mi habitación. Gloriosamente dormida.
¿Alguna vez se han preguntado por qué las jóvenes parecen tan bellas cuando duermen? ¿Será por ese mohín que dibuja su boca, esa media sonrisa que aflora en sus labios despreocupadamente? ¿Será por que, cuando cierran los ojos, y dejas de imaginarte los mares o las noches de sus pupilas, puedes comprobar la belleza de su cara? ¿Será por la placidez de su semblante? ¿O será por que todas las mujeres son más bellas cuando abrazan a otro ser, aunque ese ser sea un dios como Morfeo?
Sea como sea, me acerco a su cuerpo, tumbado de lado sobre las burdas mantas. Me arrodillo ante ella, como si fuera una diosa a la que reverenciar. Adelanto mis manos para acariciarla, pero las detengo a milímetros de su ropa. ¿Quién soy yo para despertarla? ¿Alguien querría romper una imagen tan bella? ¿Acaso a alguien se le ocurriría romperle los brazos a la estatua de la diosa Afrodita de Praxíteles? ¿Alguien golpearía con un martillo al Coloso de Rodas? No. Prefiero que mi vista se encargue de examinar cada punto de su figura, absteniéndome de que mis dedos osen profanar el reposo de su cuerpo.
Aspiro cada átomo del perfume de su larga cabellera. Mmmmm Jazmín. Se ha perfumado con jazmín para visitarme Leo y releo la placidez de su juvenil rostro, aprendo cada arruga que forma el khitón amoldándose a su cuerpo, cubriendo sus pequeños senos, apretándose en su cintura envuelta por el ceñidor, marcando sus suaves curvas y abriéndose a la altura del muslo dejando que su pierna sea acariciada por la suave brisa que se cuela por la ventana.
Laís tiene unas piernas perfectas. Largas, delgadas pero fuertes, excitantes, todo a una Mis dedos caen en su caricia y rozan levemente la piel de Laís. Ella no se inmuta, pero yo... eso es otro cantar. Mi sangre hierve, bulle, enrabietada por su presidio forzoso en el interior de mi cuerpo, cuando está clamando por acercarse a la de Laís, por abrazarla y hacerla suya y fusionarse y Hierve mi sangre. La suavidad de la piel de mi joven prometida ha encendido una antorcha que amenaza con incendiar bosques.
Mi mano se niega a separarse de su pierna. La roza. La soba. La acaricia desde el talón hasta el muslo, y sube un poco más por la parte interior. Encuentra su destino. Las yemas de mis dedos acarician la zona prohibida y Laís responde con un suspiro entre dientes. La giro levemente hasta que queda apoyada en su espalda y retiro el khitón hacia arriba. Descubro poco a poco toda la extensión de sus piernas, hasta llegar hasta su sexo, que me envuelve de su aroma a mujer. El ceñidor, símbolo de pureza, me impide ir más arriba, así que acaricio lentamente el prohibido, cuasi negado, rincón que empieza a arder a cada caricia.
- Hummmm- Gime, despertándose y abriendo los ojos.- Eutias - susurra.
Me acerco a ella y la beso en los labios. Laís responde abriendo su boca, mordisqueando mi labio inferior, enredando lenguas en un lúbrico y lascivo ósculo que enciende las dos pieles hasta el máximo.
Mi erección ya pugna duramente con la escarcela, que la constriñe sin piedad. Hasta que las manos de mi prometida desatan esa parte de la armadura, que cae al suelo, amortiguando el estallido de su golpe sobre las mantas. La ligera coraza sigue a la metálica falda, y la acompaña en su destierro fuera de mi cuerpo. Luego va la ropa, mientras que mis dedos tropiezan en su búsqueda para desabrochar el ceñidor. Al final lo consiguen y el largo vestido que oculta sus formas no tarda en huir, mostrando el cuerpo desnudo de Laís. El khitón cae al lado del ceñidor y de mi uniforme, en el suelo, mientras nuestros besos se vuelven más torpes y pasionales, embrutecidos de pasión. Los labios ya salen de la boca compañera y besan, lamen, mejillas y cuello. Aferro las duras y pequeñas nalgas de Laís con mis dos manos amasando con ansia todo lo que mis dedos abarcan. Mi erección golpea en su vientre y por un momento me tienta el penetrarla de una vez.
Pero me es imposible. Por lo menos hasta que la diosa Hera dé la bendición a nuestro matrimonio. Hasta entonces, la caverna que esconde entre sus piernas es territorio vedado. Sólo las sábanas maritales pueden tener el honor de ser manchadas por su sangre virginal. Hasta entonces...
¿Hiciste lo que pedí?
Sí, tal y como dijiste
Gírate - Lo digo con una voz que no reconozco. Más que un susurro, es un suspiro bronco y derrotado, pero ansioso y brillante a la par.
Eutias, ten cuidado - Lo pide con voz temblorosa, pero obedece. Coloca sus manos en la pared y me ofrece la trasera de su bendito cuerpo desnudo.
Me agacho tras ella, separo suavemente sus piernas. Abro sus nalgas y lamo la quebrada que forman, que se ofrece limpia y atractiva ante mí. Al pasar mi lengua por su ano no puede evitar un escalofrío que la recorre, más aún cuando mi lengua desciende hasta encontrarse con la entrada de su sexo. Territorio vedado. No se puede atravesar, pero sí bordear, acariciar, rozar Eso es lo que hago. Me embadurno la lengua de su sabor, ligeramente salado. Lo extiendo luego por la zona que acabo de dejar, y comienzo a sumar a las de mi húmedo órgano, las caricias de mi dedo índice.
Laís respira, inspira, espira y suspira, todo ello a una velocidad que va en aumento. La oigo jadear cuando mi dedo trata ser más personal. Su cuerpo no se opone. Al contrario, se relaja y acepta la intrusión de buen grado. Me cuesta unos minutos hacer que acepte un segundo invasor, pero igualmente mis dos dedos acaban buceando los interiores de su esfínter, palpando limpieza. Realmente si que hizo lo que le pedí. Cumplió mis órdenes concienzudamente y se merece un premio. Me levanto y me acerco aún más a ella. Coloco mi torso en su espalda, cubriéndola completamente. Mi mano busca el dardo de carne que corona excitado su sexo. Mi boca busca la entrada de su oído. Su cuerpo, la posición más cómoda. Cada cual va encontrando su sitio
¿Preparada?- digo, mientras mis dedos frotan su clítoris, duro y ardiente, como una llama de piedra.
Síiiihhpp- No es un susurro. No es una petición. Es una vocecilla intranscribible que recorre mi piel con una caricia excitante, incitándome a empujar mis caderas hacia las suyas.
¡Aaaayyy!- Un quejido inconstante emerge de sus labios.
¿Duele?- Pregunto mientras mis dedos siguen masajeando su sexo húmedo.
No. Sigue- Otra vez ese tono de voz. Entre loca de placer y moribunda. Entre el Olimpo y el Hades.
Obedezco, y sigo empujando a la vez que hundo mi cara en su morena melena. Mis fosas nasales se inundan de su aroma a jazmín mientras su orificio trasero va inundándose con un nuevo y mayor invasor. Cada uno de los poros de mi miembro es literalmente estrujado por los músculos de su esfínter. Me siento como si estuviera recibiendo el abrazo de Afrodita..
Sigo empujando, con suavidad y lentitud, sin olvidarme de la mano que se erige guardiana de las sensaciones del sexo de Laís. Ella se muerde el labio inferior, entre el dolor y el placer y a miles de leguas de los dos. Ella, como yo, está muy arriba, en cielos que escapan a la normalidad humana, envuelta en una nube de excitación que arrasa con lo que encuentra a su paso en su joven mente. Noto mis testículos topar con sus gloriosas y perforadas nalgas, y con la misma parsimonia, comienzo a hacer retroceder mi miembro en su excitante funda.
Cada centímetro es un mundo. Mis manos entretienen su sexo mientras las suyas aún se mantienen en la pared. Vuelvo a hacer avanzar mis caderas mientras una de mis manos abandona el sexo para acariciar los erectos pezones, guindas fabulosas de los diminutos montes de nata que son sus pechos. Mi lengua juega torpemente con el lóbulo de su oreja, y de nuevo vuelvo a sentir mis testículos impidiendo hacer caso a mi instinto que me incita a perderme en el interior del caliente y apretado agujero. De nuevo meto y saco mientras sus jadeos comienzan a teñirse de sonidos más audibles que simple aire escapado entre los dientes.
Aumento la velocidad de las embestidas cuando noto que su cuerpo se amolda sin dolor al mío. Laís escupe gemidos cortos que entran por mis oídos minando el control que pudiera mantener. Enloquezco los movimientos, tanto los de cadera como los de la mano, y ella responde aumentando la frecuencia y el volumen de esos gemidos placenteros que llenan la estancia.
Fuera. Dentro. Gemido. Fuera. Dentro. Manos que se aúnan para abarcar todo el sexo. Gemido. Fuera. Gemido. Dentro. Gemido. Grito. Explosión de placer en su cuerpo y en el mío. Músculos removiendo hasta la última partícula de sustancia en el interior de los dos seres. Líquido que recojo a manos llenas surtiendo de su sexo. Líquido que expulso en el interior de su cuerpo, calentando sus entrañas, al igual que ella ha hecho con mis dedos.
Y los dos, sudando, con las piernas temblorosas, nos quedamos cara a cara, y nos besamos como si el mundo se fuera a acabar mañana. ¿Os he dicho que Laís besa como la mismísima diosa Afrodita? Ninguno de los placeres de Dionisio pueden hacerle la más mínima sombra. Nuestros cuerpos desnudos se juntan en un abrazo ardoroso mientras mi miembro se abandona al descanso y por la quebrada de sus nalgas se escapa un hilillo blancuzco.
Allí, con los dos desnudos, besándonos, abrazados el uno al otro como si quisiéramos ser parte de la otra persona, dejaré la historia. Poco más hay que saber. Cuando Selene volvió a mostrarse en toda su plenitud, Laís y yo nos casamos. Tuvimos cuatro hijos y una hija, y vivimos muy felices en una casa de ¿Adivinan? Sí, piedra y mármol. Una bonita casa de piedra y mármol perdida en la inmensidad de Esparta.