El escritor y la muerte (9)

Somos lo que nuestra vida y nuestros recuerdos. Somos lo que nuestras experiencias, pero también lo que nuestras historias y en eso, mi vida fue marcada por una familia plena de cuentos de campo, de mitos y leyendas rurales y urbanas.

Promesas pendientes

Somos lo que nuestra vida y nuestros recuerdos. Somos lo que nuestras experiencias, pero también lo que nuestras historias y en eso, mi vida fue marcada por una familia plena de cuentos de campo, de mitos y leyendas rurales y urbanas.

Mi abuelo sentado en la puerta de su casa, en la "silla petisa" con respaldo de madera pintado en marrón y su voz de noche contándome de la luz mala, de aquel que volvió de la muerte para llevarse a sus amigos con él, o cualquier otro relato de su Entre Ríos natal. La cara solemne de mi padre, y su voz llevándome a la tapera perdida en el medio del campo una noche de lluvia, o a una habitación desierta donde las "cobijas" se movían solas. Voces, colores y calores que me visitan a diario, ahora que su presencia física a dejado paso a un cada vez más tierno y dulce recuerdo.

Mi tía Agapita era la más díscola de la familia. Una anciana de blancos cabellos y tez morena surcada por decenas de arrugas, que vivió de salto en salto, de ciudad en ciudad, de amor en amor. Para ser exactos era la tía de mi Papa, pero para nosotros era "la tía" con ese amor y ese respeto que cada vez se encuentra menos. De pequeña, casi al borde de su finalizada adolescencia agarró sus cosas y se fue a Buenos Aires. Su alma de trashumante y su corazón moderno, no resistía la tranquilidad del campo ni la moral añeja que apretaba sus ideas como un corsé fuera de tamaño.

No era falta de amor, al contrario, sus hermanos y su madre, acostumbrada a luchar sola desde muy joven, eran toda su vida; en especial Nicodemo, su hermano menor, su hermano "diferente". El muchacho había llegado al mundo con un parto demorado y asistido por la providencia que, ese día, no tenia todas las ganas. La demora en ver la luz, le privó del aire suficiente para oxigenar su cerebro, y sus ideas no eran muy rápidas que digamos. Pero su dulzura y picardía no tenían igual. Agapita vivía y si era necesario daba la vida por él. Años y años fueron mucho más que hermanos. Fueron amigos, fueron uno para el otro en medio de la inmensidad del monte.

Cuando se enteró que su hermana se iba, el muchacho se encerró en su habitación durante días sin querer ver a nadie. En vano fueron los pedidos y explicaciones de Agapita. Nicodemo no entendía de abandonos, no conocía de libertades ni encierros. Con la promesa poco creída de que volvería para visitarlo, el joven salió de su reclusión para encontrarse con la mirada de su hermana, que al igual que la suya estaba arrasada en làgrimas por el dolor de la partida. Durante los días posteriores no hubo Dios que los separara, hablaban y hablaban, se hacían bromas que terminaban en llantos de dolor, ante la inminencia de la separación

Agapita llevaba en el vientre la semilla de un puestero vecino, que la envolvió en promesas de deseo y placer que luego de la preñez, jamás cumplió. Nicodemo sin saberlo, también llevaba dentro una semilla que le corroía despacio su escasa vitalidad.

_ No vas a volver – le recriminaba el hermano

_ Te juro que si – lo contradecía ella

_ Sé que no vas a volver - decía él, mirándola desde sus ojos mansos y dulces.

Se abrazaron por última vez, y buscando un lazo que los atara más allá de la distancia Agapita le susurro al oído

_ Voy a volver, vas a ser el padrino de mi hijo y más vale que estés acá esperándome, porque sino, te voy a buscar y te voy a dar una paliza.

Sus manos se enlazaron y la respuesta pícara de Nicodemo no se hizo esperar.

_ Voy a estar aunque sea muerto y más vale que si antes me muero, me vengas a ver, porque sino no pienso dejarte dormir

Un aire de tristeza y soledad recorrió los ojos de ambos y así fue como se recordaron a lo largo de los años que siguieron.

El sol corrió a la luna tantas veces, que la otrora sonrisa de Agapita se volvió rictus amargo perdida en el Buenos Aires de los años 40. Asistió desde cuchitriles inmundos a revoluciones y gobiernos. Se perdió en la locura de la ciudad con su hijo en brazos y la ilusión echa trizas. Por las noches su mente volvía a su casa natal, a sus paredes de barro, a sus animales y a su monte. Al trato áspero de su madre y a la risa franca de Nicodemo junto al resto de sus hermanos. Tanto tiempo pasó buscando afirmarse en la vida, que perdió no solo la sonrisa, sino la luz de su mirada, el brillo de su andar y la loca fantasía que de niña llenaba su fresca cabecita.

Una noche de aquellas, en las que el amargo llanto borraba cualquier sombra de sueño y llenaba de ojeras su imagen triste, decidió el regreso. Armó sus petates y emprendió el camino a su monte, a su familia y a esa vida aburrida que necesitaba tanto como la risa de Nicodemo.

Un día duró el viaje y como un elixir de juventud, cada kilómetro prendía en Agapita la llama de la vida. Su sonrisa dejaba de ser rictus, sus ojos se iluminaban y su hijo la miraba sorprendido por el cambio.

La tranquera era la misma y el campo estaba igual. Se paró un poco, antes de caminar los 200 mts. que la separaban de la casa, aspiró profundo el aire que era suyo por derecho de vida. La construcción a lo lejos resaltaba sobre sus blancas paredes de adobe pintado a la cal y el ruido de los animales era para ella, música del cielo.

Paso a paso la figura que estaba a lo lejos se fue haciendo más grande. Agapita podía reconocer en ese hombre corpulento a su hermano Juan, el mayor. Adivinó en los pequeños que lo rodeaban a los sobrinos que tantas veces imaginara, encerrada en la ciudad.

Las làgrimas no dejan ver mucho pero ambos se pararon uno frente al otro, no hay palabras. Se conocen debajo de los años y se entrelazan en un abrazo profundo. Se encuentran; y en ese encuentro se funden las distancias.

_ ¡Agapita! – murmura – tantos años.

_ ¡Cómo los extrañé Juan! – dice ella

Y sin más, pregunta como es debido, por el más querido de sus hermanos

_ ¿Y Nicodemo? Le traigo su ahijado para que lo conozca y ya no me quiero ir.

Juan la mira huidizo, las làgrimas se transforman en catarata y la aplasta con la noticia.

_ Nicodemo no está, se marchó hace tiempo a un mundo mejor. Unos años después que vos te fuiste, empezó con problemas de salud. El médico le diagnosticó cáncer terminal. No sufrió mucho, fue fulminante. Murió recordándote. Te quisimos avisar pero no te pudimos encontrar. No hubo forma de hacerlo. Estabas perdida en Buenos Aires.

Dejó el día de tener su sol y el aire ya no fue tan suyo, el verde del campo perdió su brillo y la soledad invadió el alma de Agapita. Agapita la rebelde, Agapita la cerril. Agapita con su hijo y sin su hermano. Siguió aguantando golpe a golpe las noticias que Juan le daba; su madre se fue tras de su hermano y el resto de la familia estaban desperdigados por el país, perdidos en alguna ciudad, perdidos por la vida, como ella.

La noche sirvió de alivio a su alma torturada, y en medio de la madrugada un golpe la despertó. Nada había alrededor que pudiera hacer tal ruido, pero el ruido no cesaba y ya no pudo dormir. A la mañana temprano, se quejó con el hermano y este extrañado negó que haya habido ruido alguno. Así siguieron las noches y Agapita sin dormir, hasta que una de esas veces, quiso ella levantarse para ir a buscar a Juan y hacerle escuchar el ruido; pero fue inútil tal cosa, pues algo la retenía inmóvil en el colchón y del susto no podía dar ni una exclamación.

Entonces por la mañana se acordó de Nicodemo y aquella promesa hecha que ella nunca cumplió. Alzó las mejores flores, les puso un poco de agua del arroyo montaraz y enfiló al campo santo a visitar su lugar. Entre tumbas y coronas encontró la de su hermano y puso un poco de monte en su lápida olvidada. Le rezó tres padrenuestros y le imploró su perdón, regó de llanto su pena, le contó su frustración. Toda la mañana estuvo mi tía en el cementerio y cuando emprendió camino, se sintió mas sosegada. Aquella noche durmió como nunca había dormido y al alba se despertó con el corazón henchido de los olores del campo.

Al poner el pie en el suelo algo llamó su atención; era un rosario dorado que brillaba con la luz. Aquel rosario que usara Nicodemo tantos años y que al morir se llevara en el cajón junto a él. Hoy lo luce su sobrino, aquel que fue su ahijado; como prenda de cariño cumpliendo con lo pactado.

Nicodemo cumplió su palabra y espero a su hermana hasta su regreso. Aunque muerto, estuvo presente con sus ruidos en la habitación hasta que ella fue a su encuentro y si bien no le dio la paliza prometida, le trajo el ahijado que él esperó más allá de la vida. Con el tiempo Agapita encontró parte de su familia desperdigada entre la que estaba mi abuela, su hermana.

Este relato lo escuché de labios de mi tía Agapita un mediodía de reunión familiar junto a mis abuelos, mis padres y mis hermanas. Yo era un pequeño enclenque y enfermo y hoy con la distancia de los años la escribo; con algunas variantes pero sin desobedecer su esencia. Esta y otras historias endulzan mi ser y mis recuerdos y me otorga la esperanza de que mis padres, muertos hace ya tiempo, puedan desde esa prometida vida mejor, sentirse orgullosos de mis hijos y de mi familia a la que nunca conocieron.

La muerte se desperezaba sobre una pila de huesos ronroneando como un gato. Los huesos estaban en medio de un enorme basural que pronto se convertía en un barrio pobre de alguna ciudad del mundo y luego cambiaba a una lujosa villa de hermosos paisajes para ser un segundo mas tarde un cementerio con infinidad de portones desde los cuales nacían cortejos fúnebres que confluían hacia un centro oscuro que despedía un olor nauseabundo. De ese oscuro centro salían manos que crispadas apuntaban al cielo como un ruego desesperado. Los deudos que iban en los cortejos mostraban sus rostros dolidos y arrasados en làgrimas y desde donde yo estaba se escuchaba un lastimero murmullo que crecía conforme se acercaban a mí.

La muerte se colocó a mi lado y me cubrió en parte con su capa. Pude sentir en mi costado los filosos huesos de su flanco y a la par sentí los correosos brazos que se cerraban en torno a mi cuello.

Míralos – murmuró – siente como claman piedad y piden lo imposible. Muchos de ellos jamás quisieron en vida otorgar una caricia de mas y ahora, que lo tienen ahí, muerto y en el féretro, ruegan por una oportunidad mas para amar, para dar, para demostrar. Lo cierto es que si los milagros existieran y algunos de esos muertos, volviera como el Lázaro de las sagradas escrituras cristianas, todo volvería a ser igual. Los deudos volverían a sus pequeñas mezquindades y del resucitado nadie se acordaría hasta la hora de su segunda muerte.

Sácate el romanticismo de la cabeza "mon amour" – continuó mientras su

boca buscaba la mía y yo trataba de esquivarla – esto es sólo materialismo, poder y sensaciones de placer.

Un profundo estallido de luz me cegó por completo y al segundo todo fue oscuridad. La carcajada histérica y loca de la dama mortal se metió en mi cabeza mientras desde la oscuridad cegadora me nacían las imágenes de un nuevo escenario. Casas precarias, humildes, aguas servidas y el barro, que era el piso común dentro y fuera de las astrosas viviendas. El cielo retumbaba como si estuviera por caer y los negros nubarrones corrían enloquecidos para uno y otro lado como si también el viento se hubiera contagiado de la locura que, sobre el barrio pobre se respiraba. Llantos y alaridos, dolor y tristeza. En el fondo de la villa, al final de uno de los sinuosos pasillos un cortejo fúnebre se aprestaba a salir. En el borde de las casas, varios coches esperaban por tantos varios ataúdes. Un gran árbol al costado del lugar extendía una de sus añosas ramas y allí fue donde mi captora y yo nos colocamos para ver salir los féretros. El olor nauseabundo de las heces que brotaba de los pozos rebalsados, no impedía aspirar el otro olor. El del dolor, el de la muerte, el de la miseria. Cinco cajoncitos pequeños, blancos y tremendos en su significado, encabezaban la fila. Un sexto, de tamaño normal estaba como olvidado, alejado, casi se diría odiado por los concurrentes. Una marea humana se hizo presente al costado de los coches al momento de colocarlos allí. Una marea humana que se cerraba en torno de los mas pequeños como un último y desesperado intento de separarlos del mas grande y alejarlos del destino final.

Mi repudiada guía me mordisqueo la oreja y susurró

Escucha, escucha y bebe de mí