El escritor y la muerte (8)

La miseria, el hambre y el dolor campean en Rosario, Argentina. Los barrios humildes y precarios soportan, una vez más, la desazón de perder lo poco que con mucho esfuerzo han logrado rejuntar. Los muebles se arruinan, los colchones se mojan y estropean. La ropa, húmeda, no sirve como abrigo.

(*) El dolor infinito*

La miseria, el hambre y el dolor campean en Rosario, Argentina. Los barrios humildes y precarios soportan, una vez más, la desazón de perder lo poco que con mucho esfuerzo han logrado rejuntar. Los muebles se arruinan, los colchones se mojan y estropean. La ropa, húmeda, no sirve como abrigo. El temporal se abate sobre la ciudad y no es el primero. Las familias carecientes ruegan que sea el último en mucho tiempo. En los ranchos, los pisos de tierra se convierten en un lodazal, los piecitos de los purretes, chapalean en él, mientras esperan la asistencia del municipio o la provincia.

El 17 de mayo de 2000 y después de pensarlo largo tiempo, Maribel de 19 años, se suma al éxodo, atrás queda su vivienda en zona norte, vigilada por algún varón de la familia para proteger de la rapiña lo que dejó sano el temporal. Son las doce del mediodía cuando llega al predio donde todos los años hasta hace poco se realizaba la exposición rural. Llega en un camión de la Dirección Central de Emergencias y se suma a las 700 personas evacuadas. A su lado está su hijo Nahuel de dos años, que junto a su madre y algunos familiares mira todo con ojos de niño. Entre sorprendido y asustado, no acierta a comprender esa vida de idas y vueltas que el destino le otorgó. Percibe, quizás, en la ausencia de su padre preso en la cárcel de Coronda y en el contraste de las imágenes, la dureza de una existencia ubicada en la marginalidad social.

Mayo es un mes con historia de catástrofe, dicen los memoriosos. En 1981 cayeron sobre Rosario 271,8 milímetros aunque sin tanto viento. Hoy con 163,9 varias rutas se encuentran anegadas y el arroyo Ludueña está desbordado. Los informes dicen que la zona noroeste de la ciudad es la más castigada. En ese lugar vive Horacio, desocupado y dueño de un plan de subsidio que el Estado le paga cuando quiere. Su vida se le va en la pelea por sobrevivir y alimentar a su familia. Vendiendo churros por las calles, en una bicicleta desgastada, logra 7 pesos diarios que agrega a la magra dádiva estatal. Horacio forma parte, al igual que Maribel, de la larga lista de excluidos del sistema. Peregrina por oficinas buscando ayuda de parte de los organismos a los que les compete asistirlo, pero sólo encuentra señorones que lo tratan con paciencia como si fuera un loco y nada le solucionan.

Por la calle muchas veces lo miran con recelo, sólo por pertenecer a un barrio marginal lleva "chapa" de posible delincuente. "Si no lo es él lo será alguno de sus hijos"- comenta algún idiota de mente corta y lengua larga. Es que hace mucho la vida por estos lados se empezó a cerrar en torno al recelo y la violencia y las frases echas en rondas de fascismo y marginación, están en boca de todos aunque pocos sepan el peligro que encierran en sí mismas.

Son el símbolo del odio y la sin razón. El origen de una sociedad cerrada en sus estigmas y abierta a la posibilidad de una injusticia aún mayor que la que se vive hoy y el comienzo de una espiral de muerte y locura que amenaza con llevarse consigo la paz de los justos y la vida de los victimarios creados por los ideólogos de la barbarie.

Todos tienen en común la pobreza, la marginalidad y el manoseo a que son sometidos a diario. Horacio, como algunos de ellos, suma un dolor más, un dolor infinito multiplicado por tres. En sus cuarenta y tantos años de vida, a dejado en el camino la vida de tres hijos, muertos en distintas circunstancias no violentas.

El mismo 17 de mayo, su familia tiene un destino común con Maribel y Nahuel. Todos se juntan en el galpón de la rural. Con ellos está Joel, el hijito de siete años de Horacio. "Un chico querible" al decir de su maestra Sandra.

Mientras las nubes se desarman en lluvia sobre la ciudad, los evacuados se aprestan a soportar la espera del pobre, arracimados y callados, perdidos entre el frío y las internas partidarias de políticos que se enredan en las acciones de los inútiles que les sirven de lacayos.

A las 14,30 horas, Daniel, uno de los cronistas de una radio local, confluye en el lugar junto a Susana, colega de otra emisora para comenzar la labor del día. Dentro del auto espera para hacer una salida al aire en el programa de ese momento; mientras mira como ella ingresa al salón para hablar con la gente. El viento arrecia y el aguacero se transforma en finos hilos. Entre todos los ruidos hay uno que comienza a crecer y destacarse. Ruido de madera quebrada. Daniel, levanta la mirada y ve, por el espejo retrovisor un árbol que se desploma. Su mente junta ruido y trayectoria y sale disparado hacia el lugar donde caerá. Desesperado, sus ojos contemplan como la mole de troncos y hojas destroza el lugar donde estaba la gente. Allí todo se mezcla, las 40 toneladas de un eucalipto centenario, parten en dos la construcción en donde su compañera está junto a las personas desalojadas. También están Maribel, Su hijito Nahuel y Joel, hijo de Horacio.

Todo es confusión, Maribel no entiende que pasa, está atrapada entre los escombros y las astillas. A unos metros su bebé de dos años grita desesperado. "Mamá sacame". Ella trata de safarse, pero no puede. Extiende sus brazos, pero sus manos no llegan hasta su hijo. El chico la mira asustado y la vida se le escapa entre los llantos. Unos metros mas allá los siete años de Joel se han detenido, entre verde y ladrillo la muerte se lo llevó con sus tres hermanos. Un tiempito después, Nahuel lo fue siguiendo.

Fueron las dos víctimas fatales, que junto a los ocho heridos, incluida la cronista de radio y tres chicos de catorce, cuatro y dos años, las ambulancias trasladaron a distintos nosocomios. Ocuparon la primera plana de los medios el 18 de mayo.

Tiempo después, mientras la lluvia persiste, el féretro de Joel es despedido por mas o menos 300 personas unidas en el dolor. Sobre el caoba de la madera y junto al Cristo de metal una rosa color rosa, descansa sobre el chico. Horacio vive y revive la misma pesadilla. ¿Otra vez Dios? Se pregunta. Está llevando a la tumba a su cuarto cachorro.

En otro cortejo con iguales emociones y las mismas sensaciones, Maribel, golpeada en la carne y en el alma, se despide de su "Lito" que va rumbo al cementerio. Las lágrimas se mezclan con la lluvia, contagiando de dolor a los presentes que lloran los cuerpos ausentes. En lo profundo de su corazón, Horacio multiplica por cuatro su dolor infinito. Con una cantidad enorme de calmantes, para mitigar la reacción de sus sentidos, Maribel camina. En la oscuridad de sus pensamientos escucha una y otra vez la misma frase.

"Mamá sacame".

  • Ahí tienes una historia - dijo - corta, directa y dura. Una historia que se repite a diario en cientos de lugares. Con un nuevo movimiento de mago, la parca encendió otra vez las luces. Ahora ya no estábamos en el salón sino que caminábamos por un campo jalonado de lomas. Era noche oscura y se podía ver el cielo estrellado hasta donde la vista daba. A unos metros nuestro se encontraba una casa en completas tinieblas. El ritmo de la noche que sigue a una jornada de trabajo podía sentirse en el aire. Había algo más. Un aroma que dolía en el alma. Un perfume a recuerdos que me desesperaba. De la construcción salió un perro moviendo la cola y amigablemente me olisqueo los talones. A mi izquierda, en el corral de los caballos, la yegua tobiana que me había aplastado la pierna contra el alambrado a los 15 años, resaltaba en la penumbra lunar. El estanque y el molino se nublaban ante mí. La brisa nocturna se mezclaba con el salado río que mis ojos despedían ante la sensación física que causaban esos paisajes y esos olores. Mis recuerdos dolían de tanta belleza. Más dolía la estupidez de no haberlos podido disfrutar al máximo, pero supongo que todos cometemos más de una barrabasada en la vida.

Un cachetazo en la nuca me sacó de mi ensueño. La dama me miraba con reprobación. Movió su capa y la casa de mi abuela Rosa desapareció.

  • ¿No te gustó mi relato? ¿Le encuentras muchos defectos?

  • No - le dije. Sólo que te equivocas al pensar que todo es desesperanza y dolor. Existe también la solidaridad, el amor, la ilusión de un porvenir algo más justo.

  • Patrañas - espetó - sabes de sobra que no es así. La ambición, el poder y el deseo de ser más que otro, termina por prevalecer en la sociedad, si no fuera así yo no estaría tan plena de energías y el mundo no sería el desastre que es.

Otro cambio. Caminábamos por una pradera cubierta de nieve. El viento volaba todo a nuestro alrededor y a lo lejos, en el mar, una gran mancha negra se desprendía de un buque petrolero que se hundía despacio, mientras los animales que se encontraban en las cercanías sucumbían ante la caricia mortal del combustible. La muerte me volvió a rodear con sus lánguidos y sinuosos brazos, una de sus manos se me coló entre los pantalones, mientras su lengua saboreaba la piel de mi cuello.

  • Vamos muchacho - me susurró dame otra historia con la que alimentarme y trata de dejar tu bragueta lejos del relato por ahora.

Otro movimiento. Nos trasladó hasta una cabaña donde los leños ardían en la chimenea y la mullida alfombra sobre el piso despedía una fragancia a perfume caro. Sobre la repisa, por encima del hogar, una foto familiar descansaba junto a una botella de whisky a medio terminar. Sobre el sillón, algo retirado de la calidez del centro de la sala. Un hombre yacía con su cabeza ensangrentada y un revolver en su mano. A sus pies un papel impresionaba como la nota de un suicida.

  • Por él no te preocupes- me dijo - ha perdido sumas incalculables de dinero y su pequeña porción de poder, así que decidió que era mejor estar conmigo que quedarse en este mundo a sufrir por un rato. Se acercó a él y poniéndose de frente lo cubrió con su túnica. Mientras el individuo desaparecía bajo su vestimenta, me miró fijo a los ojos y apoyando graciosa sus puños en el mentón, me dijo.

Te escucho

jomicef@hotmail.com